miércoles, 11 de abril de 2018

Musa en Gm

La primera Musa completa de una diferida serie de Musas incompletas —¿O inconstantes?: Voyeurisme Auditif, me parece. Hablo sobre un oído absoluto con una conciencia ingenua. ¿Para qué sirve el talento sino para desperdiciarlo? Musa en sol menor (astro oscuro y sombras en realidad). Léase avec les yeux fermés.

Mis manos son mis ojos. 
Se columpia el viento: cuando va me dice una mentira y al regresar se retracta; entonces levanto la mano y toco a palma abierta la frase que me llega de un soliloquio. 
Mi café se enfría, y sólo así lo bebo, acompañando por un repentino «si acaso entendieras cuánto amo su mirada cuando con ella me abraza sin tocarme, y cuando con ella me aleja para hacerme pequeña».
Veo sin ver, pues, como dije, mis manos son mis ojos, y mis oídos son mi vista.
—Esto es lo que escucho en la mesa de atrás —hablo conmigo mismo, en mi cabeza, pues mis oídos y mis manos me describen el mundo. Son mi otro yo, uno que percibe el exterior por mí.
Me habla el oído, mientras mi mano palpa la mesa buscando el frasco de azúcar, la madera nos ofrece su sólido sonido de objeto que pudo haber sido un instrumento musical.
El oído continúa: 
—Fue una frase naufragante... Ella se deja poseer sólo con miradas.
Asiento. El oído (siempre hablo de él olvidando que son dos, que son gemelos con una sola mente) tiene razón. Espero la opinión del tacto, pero sus preocupaciones son de orden material: el frasco de azúcar que los ciegos dedos no logran apresar.
Le pregunto al oído por el resto del soliloquio y me responde que es difícil atrapar las palabras entre los ruidos del tráfico y el tic, tic, tic de las cucharas de acero golpeando el interior de las tazas de porcelana. El oído se cierra un poco para entrever, como un ojo; mas no el mío que permanece cerrado, atento a su resignada oscuridad.
La mano, el tacto, se deleita con la inerte sensación de palpar la superficie lisa del frasco de azúcar; tiene un mérito nada desdeñable hallar cuando todo en el mundo resulta esquivo.
«Quizá no lo vuelva a ver, algo hay en todo esto que presagia una despedida. Y ahora me pregunto ¿qué va a ser de mí cuando no pueda seguir a su lado, con su soledad acompañando mi soledad y con su silencio abrazando el paso lento de mis horas?». Sé la pregunta que el oído hará, y respondo con anticipación para evitar rodeos: 
—Ella está al borde de quedarse sola. 
El oído sigue atento, me habla... al oído:
—¿Notas cómo va escribiendo las palabras más pesadamente conforme se confiesa a sí misma su situación? Incluso diría que recarga la pluma como para descargar algo de un frustrado reproche... 
Me permito escuchar lo que el oído escucha para de nuevo asentir. Rara vez se equivoca.
El tacto mantiene su embeleso, pero ahora con la tibieza de la taza de porcelana; es un cóctel de sensaciones: el calor, la textura, la forma, una gota de humedad que se resbala deliciosamente por el borde...
«Anoche lo llamé de nuevo, y no me respondió hasta que insistí por tercera vez, sé que me evita...». El oído se empeña en la empresa de juntar cada palabra que la chica detrás de mí va escribiendo. Cuando el tacto repare en lo que estamos haciendo va a condenar nuestra intromisión. Será falta del oído, falta mía en consecuencia... pero no del todo. Quizá nos increpe, pero mientras tanto: «Supongo que se hartó de mí. Y no voy a lloriquear por eso. Pero, duele. Sobre todo cuando llego a casa y veo todas sus cosas, todo es potencialmente deletéreo».
El oído busca con ansiedad traerme cada sílaba y las de le tre a despacio para estar seguro de qué lo que oye es lo qué me dice: «¿Acaso debo claudicar? En el interior me siento como un río imparable y me impulsa la necesidad de ahogarlo todo; más pienso en él y más me hiere saber que cada gesto es un síntoma de nolición...». El tacto, tardío y terrenal, ya se percató de que nuestra atención, la mía y la del oído, está concentrada en la delicada muñeca de la desconocida y su triste ir y venir caligráfico.
El tacto no tiene imaginación, busca la prontitud, la cercanía, el voluptuoso y breve placer de tocar, no piensa: 
—¿Acaso tengo que levantar la voz y decir que no deberían atender las confidencias de nadie? Por eso las pone en el papel, ella quiere la intimidad de su confesión y ustedes espían esos secretos.
El oído sólo la oye a ella, ignora al tacto. Yo también ignoro al tacto: «Voy a estar bien. Después de la tempestad viene la calma —y luego otra tempestad, es el ciclo—, el sol sale todos los días —para volverse a ocultar—, mañana pinta...». El oído desprecia un poco esto último, lo considera un terrible poncif y por poco pierde el interés, pero yo... yo que en mi ceguera no consigo gran deleite de nada en realidad, juzgo tolerable hasta una nación común.
Iré a hablarle. Tengo que disculparme por escuchar sin su consentimiento. Tal vez no me crea cuando le diga que oí la forma exacta con la que redondea la o con vuelta y media; y la seductora forma con la que alarga las plicas de la g, la j, la q y la y, a manera de figuras rítmicas en el pentagrama; sé que me va a tomar por un loco, pero tendrá que creer cuando le recite palabra por palabra la mitad de lo que escribió. Mi intromisión se verá justificada al decir que ella escribía en voz alta... Sabrá que oír como oigo es leer los pensamientos.
¡Lince! El oído avizor detiene mi divagación y se aguza. Percibe algo. El tacto calla su arenga moralina. Todo se contrae en mí para hacer el silencio y permitir al oído mayor audición: alguien se acaba de sentar con ella... es un hombre, quizá sea de quien ella escribe... La impaciencia por saber quién es el intruso... El tacto interrumpe mi pensamiento: 
—El intruso eres tú.
Tomo el control, escucho ya no grafías, sino palabras diáfanas: «Llegas a tiempo. Quiero leerte mis avances. ¡Me emociona la idea de quizá publicar mi novela! Tal vez el argumento es muy ingenuo... Ya sabes, un romance fallido...».
Pago el café y me voy. La vergüenza ahuyenta. A veces desearía ser sordo porque el silencio nunca se equivoca.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...