lunes, 11 de noviembre de 2019

Antología de inventos inventados: A. I. La cartelera celeste

Una característica constante que suelen tener los cuentos que hablan sobre inventos maravillosos es el tono de anuncio o comercial que toman. Se nos presenta la innovación en cuestión alabando sus ventajas; señalando la marcada diferencia entre el antes y el después de su existencia. Si el autor es visionario (como Villers de L'Isle-Adam) no sólo se limitará a enumerar sus utilidades próximas, sino que podrá especular más allá de lo que el propio invento implica.
A veces el inventor es aludido, y cuando es así, hay siempre loas hacia su persona. Pero el inventor es su invento y toda su biografía —si se toca el tema— importa por los hechos que le permitieron dar a luz su revolución tecnológica.
Siempre se habla en un tono que excluye las supersticiones; el progreso no tiene espacio para esos obstáculos mentales. Así, arcaísmos religiosos, el pasado y el romanticismo son vistos como bacterias en la sociedad, con urgencia por la desinfección.
Estas innovaciones nacen de la necesidad (las más de las veces mezquina y superficial) de aprovechar un bien potencial, algo que parece no servir para nada. El molino usando la corriente del río, las turbinas eólicas, los paneles solares y todos las tecnologías que aprovechan la despropocitada fuerza de la naturaleza tienen un valor similar, pero aceptable. Pero a estas tecnologías negligentes descritas en la literatura, las inspiran fantasías ambiciosas de dinero y de prestigio.
Con todo, son capaces de mostrar el materialismo más patético del hombre, sirven de radiografía de las motivaciones que estimulan la vida de una sociedad. Háblame de tu tecnología y describiré tu alma, es lo que pienso.

Al señor Henry Ghys¹

Eritis sicut dii.
Antiguo testamento.²

Cosa extraña y capaz de despertar La sonrisa de un financiero: ¡se trata del Cielo! Pero entendámonos: del cielo considerado desde el punto de vista industrial y serio.
Ciertos acontecimientos históricos, hoy en día científicamente confirmados y explicados (o algo parecido), por ejemplo: Laborum de Constantino,³ las cruces reflejadas en las nubes por unas llanuras nevadas, los fenómenos de refracción del monte Brocken⁴ y ciertos espejismos en las regiones boreales, intrigaron notablemente y, por así decirlo, picaron la curiosidad, de un sabio ingeniero meridional, el señor Grave, que concibió, hace ya algunos años, el luminoso proyecto de utilizar las anchas extensiones de la noche, y elevar, en una palabra, el cielo a la altura de la época.
En efecto, ¿para qué esas azuladas bóvedas que no sirven sino para desbocar las imaginaciones enfermizas de los últimos visionarios? ¿No se obtendrá un legítimo derecho al reconocimiento público, y, digámoslo (¿por qué no?, a la admiración de la Posteridad, al convertir esos estériles espacios en espectáculos real y fructíferamente instructivos, al utilizar las inmensas llanuras y obtener, al fin, un buen rendimiento a esos Solognes⁴° indefinidas y transparentes?
No se trata aquí de sentimentalismos. Los negocios son los negocios. Es preciso pedir colaboración, y también, sí fuese necesario, la energía de la gente seria sobre el valor y los resultados pecuniarios del inesperado descubrimiento del que hablamos.
En un principio, el fondo mismo del asunto parece prácticamente Imposible y linda casi con la Locura. Roturar el azul, acotar el astro, explotar los dos crepúsculos, organizar la noche, disfrutar del cielo hasta ahora improductivo, ¡qué sueño!, ¡qué espinosa aplicación, erizada de dificultades! Pero, movido por el espíritu del progreso, ¿de qué problema no hallará el hombre solución?
Imbuido en esta idea y convencido de que si Franklin, Benjamin Franklin, el impresor, había arrancado el rayo del cielo, debía ser posible, a fortiori, emplear este último con fines humanitarios; el señor Grave estudios, viajó, comparó, gastó, forjó, y, a la larga, tras haber perfeccionado las enormes lentes y los gigantescos reflectores de los ingenieros americanos, sobre todo los aparatos de Filadelfia y Quebec (que cayeron, por falta de un talento tenaz, en el dominio del Cant y del Puff⁵), el señor Grave, decimos, se propone (provisto de las patentes necesarias) ofrecer, a nuestras grandes industrias de manufacturas e incluso a los pequeños comerciantes, la ayuda de una Publicidad absoluta.
Cualquier competencia sería imposible ante el sistema del gran divulgador. Podemos imaginarnos alguno de nuestros grandes centros comerciales, con sus agitadas poblaciones, como Lyon, Burdeos, etc., en el crepúsculo. Desde aquí vemos ese movimiento, esa vida, esa extraordinaria animación que sólo los intereses financieros son capaces de dar, hoy en día, a ciudades serias. De repente, unos potentes haces de magnesio o de luz eléctrica, cien mil veces aumentados, surgen de la cima de alguna florecida colina, encanto de las jóvenes parejas —de una colina semejante, por ejemplo, a nuestro querido Montmartre—; esos rayos de luz, mantenidos por inmensos reflectores multicolores, envían bruscamente al cielo, entre Sirio y Aldebarán, al Ojo del Toro o bien justo en medio de las Híadas, la graciosa imagen de ese joven adolescente que sostiene un echarpe en el que leemos todos los días, con un renovado placer, estas bellas palabras: ¡Se restituye el oro de cualquier objeto que haya dejado de gustar! ¿Puede uno imaginarse las diferentes expresiones que tendrían, entonces, todos los rostros de la multitud, esas iluminaciones, esos bravos, esa alegría? Tras el primer movimiento de sorpresa, muy perdonable, los antiguos enemigos se abrazan, los más amargos resentimientos domésticos son olvidados: se sientan bajo el emparrado para mejor degustar el espectáculo a la vez magnífico e interactivo, y el nombre del señor Grave, llevado por las alas de los vientos, vuela hacia la Inmortalidad.
Basta reflexionar un poco para comprender los resultados de tan ingeniosa invención. ¿No debería extrañarse la Osa Mayor si entre sus patas, repentinamente, surgiera, este inquietante anuncio: ¿Son necesarios los corsés?, ¿sí o no? O mejor aún: ¿no sería un espectáculo capaz de alarmar las conciencias melindrosas y de llamar la atención de los clérigos el ver aparecer, en el mismo disco de nuestro satélite, en la alegre cara de la Luna, ese maravilloso anuncio que todos nosotros hemos admirado en los bulevares y que tiene como lema: Para el Hirsuto?⁶ ¡Qué genialidad si en uno de los segmentos trazados entre la v del Taller del Escultor,⁷ se leyera: Venus, reducción Kaulla!⁸ ¡Qué emoción si, en relación con esos licores de postre cuyo uso se recomienda por más de una razón, se percibiera, hacia el sur de Regulus, la capital de León, en la punta misma de la Espiga de la Virgen,⁹ un Ángel, sosteniendo un frasco en la mano, mientras que de su boca salía era un papel en el que se leyeran estas palabras: ¡Dios, qué bueno!...
Se entiende que aquí se trata de una empresa de anuncios sin precedentes, de responsabilidad ilimitada, con material infinito: hasta el Gobierno podría garantizarla por primera vez en su vida.¹⁰
Sería ocioso insistir en los servicios verdaderamente eminentes que tal descubrimiento está llamado a rendir a la Sociedad y al Progreso. ¿Se imaginan, por ejemplo la fotografía sobre vidrio y el procedimiento Lampascope¹¹ aplicados de esta manera —es decir, aumentado cien mil veces— bien para la captura de los banqueros en fuga, bien para la de los malhechores famosos? En lo sucesivo, el culpable fácil de seguir, como dice la canción, no podría sumarse a la ventana de su vagón sin ver a las nubes su denunciadora imagen.
¡Y en la política!, ¡en materia de elecciones, por ejemplo! ¡Qué preponderancia! ¡Qué supremacía! ¡Qué increíble simplificación de los medios de propaganda, siempre tan onerosos! ¡Ya no habría más papeles azules, amarillos, tricolores, que llenan los muros y nos repiten sin cesar el mismo nombre, con la obsesión de un mareo! ¡Ninguna más de esas fotografías tan caras (y a menudo imperfectas) y que no consiguen su objetivo, es decir, que no exitan en absoluto la simpatía de los electores, ya por el aire de majestuosidad del conjunto! Porque, al fin y al cabo, el valor de un hombre es peligroso, perjudicial y más que secundario, en política; lo esencial es que tenga un aire «digno» a los ojos de sus electores.
Supongamos que en las últimas elecciones, por ejemplo, los retratos de los señores B... y A... (*)¹² hubieran aparecido todas las noches, en tamaño natural, justo bajo la estrella B de la Lira. ¡Estarán de acuerdo en que ése era su lugar! puesto que esos hombres de Estado cabalgaron antaño a lomos de Pegaso, si damos crédito a la Fama. Los dos habrían sido expuestos allí, durante la noche que precedió al escrutinio; ambos ligeramente sonrientes, la frente velada por una conveniente inquietud, y sin embargo de aspecto tranquilo. El procedimiento del Lampascope podría incluso, con la ayuda de un ruedecita, modificar al instante la expresión de las dos fisonomías. Se hubiese podido hacerles sonreír al Futuro, llorar por nuestros desengañados, abrir la boca, arrugar la frente, hinchar la cólera de las aletas de la nariz, tomar un aire digno, en fin, todo cuanto concierne a la tribuna y da tanto valor al pensamiento de un verdadero orador. Cada votante habría hecho su elección, habría podido darse cuenta de antemano, habría podido hacerse una idea de su diputado, y no se le habría dado, como vulgarmente se dice, gato por liebre. Incluso se puede añadir que, sin el descubrimiento del señor Grave, el sufragio universal es una especie de burla.
En consecuencia, esperemos que uno de estos amaneceres, o mejor, una de estas noches, el señor Grave, con el apoyo y la ayuda de un Gobierno iluminado, comience sus importantes experimentos. Hasta entonces los incrédulos podrán reírse. Como cuando Lasseps habla de unir los Océanos¹³ (lo que ha hecho, a pesar de los incrédulos). La Ciencia tendrá, ahora, la última palabra y el señor Excesivamente Grave dejará de reír. Gracias a él, el Cielo acabará sirviendo para algo y adquiriendo, al fin un valor intrínseco.

*Los señores a los que el autor parece referirse han muerto mientras el texto estaba en imprenta [Nota del editor.]

¹ Músico y compositor (1839 - 1908), asiduo del salón de Nina de Villard que también era frecuentado por Villiers, que le pidió una obertura para su obra teatral Le Nouveau Monde.
² «Seréis semejantes a los dioses.» Frase de la serpiente para tentar a Adán y Eva (Génesis, III, 5).
³ Estandarte de Constantino en el que mandó sustituir el águila tradicional por la cruz que vio en el cielo cuando se dirigía a luchar contra Magencio. En la época de Villiers había variadas interpretaciones sobre éste y otros fenómenos parecidos. Tossenel explicó la visión de Constantino por el vuelo de un flamenco rosa.
Montaña alemana en la que, según la leyenda, las brujas celebraban el Sabbat y donde ocurrían fenómenos inexplicables.
⁴° «Solognes»: gran meseta situada en la parte central de Francia ejemplo de recuperación de áreas estériles.
«Afectación» y «Engolamiento». Palabras muy usadas en Francia en la época romántica.
En el primer texto de este cuento aparecía «A l'Herissé», eslogan de un sombrerero real del bulevar Sebastopol. Según la descripción aportada por Brismontier, en su Dictionnaire des Enseignes, editado por Balzac, representaba «a un hombre con una cabellera de puercoespín que se elevaba medio metro por encima de su cabeza, y difícil de arreglar para cualquier otro que no fuese el ingenioso industrial que la enarbolaba encima de su comercio».
⁷ Villers hace un juego de palabras entre los modelos de escultor y la letra griega v (leída en francés «nu» que significa «desnudo»).
⁸ La frase alude del proceso de reducción Collas para la reproducción de estatuas, y a Lucía de Kaulla, esposa del subjefe de gabinete en el Ministerio de la Guerra, e implicada en 1880 en el asunto de espionaje. Era además, según todas las crónicas, una mujer de pequeña estatura.
Regulus es la más brillante de las estrellas de la constelación del León, y la Espiga lo es la constelación de la Virgen. Para Pierre Citron, Villiers se divierte haciendo juegos de palabras porque una estrella no puede tener punta. Para Pierre Castex, Villiers transforma toda la constelación en el ángel que sirve de reclamo a los destiladores, ya que, según algunas representaciones astronómicas, la constelación representa un querubín con una espiga en la mano.
¹⁰ En el texto original, el gobierno no garantizaba el invento.
¹¹ Especie de linterna mágica en forma circular, en la que la luz emana de un núcleo central.
¹² Quizá habría que considerar esta nota como falsa. En su primera versión Villers nombraba a los políticos Barodet y Rémusat explícitamente, mientras que en la versión definitiva sólo lo hace con sus iniciales. París se apasionó con la lucha de estos dos hombres, candidato radical el primero, y gubernamental el segundo, a la sazón, ministro de Asuntos Exteriores; la victoria del primero provocó la caída del gobierno Thiers.
De nuevo Villers práctica juegos de palabras, ya que la suma de las iniciales de ambos candidatos, tal como están en el texto definitivo, sería «B... et A...» o lo que es lo mismo Beta, y en francés bête significa tonto, con lo que Villiers nos da la opinión que ambos le merecían.
¹³ Ferdinand de Lesseps fue un renombrado empresario francés, su compañía se encargó de la constitución del canal de Suez en Egipto y en la década de 1880 se encontraba en plena edificación del canal de Panamá. La empresa fracasó y en 1889 Lasseps se declaró en bancarrota. Para cuando se publica la versión definitiva de este texto (1881) Lasseps aún no recibía el duro golpe económico y poseía aún poseía una buena reputación como el hombre que estaba conectando los océanos.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Estética de la (in)utilidad o antología de inventos inventados. Índice Temático

Progreso y desmitificación

La historia del hombre puede entenderse desde su progreso tecnológico y científico; cada nueva tecnología modifica la vida física y abstracta de las sociedades y civilizaciones. Estos cambios rara vez pueden juzgarse en el momento en que suceden, pues independientemente de si son sutiles y periódicos o abruptos e inmediatos, su verdadera naturaleza se aprecia desde la retrospectiva y el ajuste de cuentas.
Nos dice W. H. Auden, en su ensayo Iconografía romántica del mar, que en la literatura se sintió el efecto de la revolución industrial cuando la percepción que se tenía del mar, cambió: de ser un lugar temido y respetado, el mar pasó a ser un lugar que podría proveer aventura y poder al ser humano. En efecto, la literatura pre-revolución industrial suele retratar al mar como fuente de peligros y un sitio a donde se iba cuando no quedaba más opción; las máquinas de vapor, los barcos más resistentes y la eficiencia mecánica de la industrialización le dieron al hombre la ilusión de que podía controlar las fuerzas de la naturaleza para su beneficio material; el respeto a dichas fuerzas desciende a un nivel donde el hombre las contempla como vírgenes territorios inconquistados.
El corolario de esto es que lentamente se desmitifica al mar, a sus dioses y monstruos, se desentrañan sus misterios y se unen al orden que la mente le impone a las cosas para comprenderlas. Pero hay uno más, uno un tanto desagradable: este espíritu otrora de conquista y emoción febril desecha la superstición cuya función positiva es proteger de la mezquindad al mundo. El mar se vuelve materia, algo para ser utilizado; el efecto nocivo del progreso es la degradación de las cosas; hoy día lo podemos ver en cómo el hombre se ha vuelto también materia de sí mismo, ya no el hombre por el hombre, sino por su utilidad.

Interioridad y exterioridad

Y es que las ciencias, importándonos tanto y siendo indispensables para nuestra vida y nuestro pensamiento, no son, en cierto sentido, más extrañas que la filosofía. Cumplen un fin más objetivo, es decir, más fuera de nosotros. Son, en el fondo, cosa de economía. Un nuevo descubrimiento científico, de los que llamamos teóricos, es como un descubrimiento mecánico; el de la máquina de vapor, el teléfono, el fonógrafo, el aeroplano, una cosa que sirve para algo. Así, el teléfono puede servirnos para comunicarnos a distancia con la mujer amada. ¿Pero ésta para qué nos sirve? Toma uno el tranvía eléctrico para ir a oír una ópera; y se pregunta; ¿cuál es, en este caso, más útil, el tranvía o la ópera?” nos dice don Miguel de Unamuno en las primeras páginas de su opus magna Del sentimiento trágico de la vida, y con esto plantea dos conceptos para entender la relación entre ciencia y filosofía, que además permiten ir deduciendo cómo ésta última se ha ido inmiscuyendo en ámbitos de la primera. La ciencia opera en la exterioridad; es de carácter práctico: desplazamientos vectoriales entre A y B; acercamiento de cosas lejanas o diminutas; simplificación de procesos mecánicos, etc... no plantea preguntas, más bien las anula. Hace bien Unamuno al preguntarse: ¿la amada para qué?, la ciencia acaso diría que es para la reproducción y preservación de la especie; anulando, de paso, el concepto de amor. En este afán simplificador, lentamente, la tecnología y el progreso se volcan a resolver problemas de interioridad: ¿miedo a la muerte? hay que buscar la inmortalidad; ¿dolor emocional? algún químico podrá calmarlo; ¿inconformidad con lo que se es? toda una disciplina a cambiar el aspecto físico. Entonces —me repito—, la pregunta no se resuelve, se anula. Será importante notar cómo muchos de los cuentos de esta antología tendrán en su argumento esa ingerencia científica en cosas de la interioridad. Basta cómo ejemplo, la propuesta de Villiers de L'Isle-Adam en La Máquina de Gloria sobre cómo un aparato mecánico puede producir un resultado abstracto; o en Bajo el agua de Bioy Casares; el trabajo médico contra el fin natural de la vida.

El progreso como enfermedad y la grosera materia de la ciencia

Se pregunta Unamuno: “Y acaso, la enfermedad misma sea la condición esencial de lo que llamamos progreso, y el progreso mismo una enfermedad.” Podría citar hasta el hartazgo todo el segundo capítulo de este ensayo del pensador español, pero no es el propósito; traigo sus palabras para ilustrar un punto; ¿qué más dice en ésta temeraria afirmación? que el progreso —si atendemos al mito— comenzó con el pecado original porque, al comer el fruto del árbol prohibido: “Quedaron [los hombres, no sólo Adán y Eva] sujetos a las enfermedades todas y a la que es corona y acabamiento de ellas, la muerte, y al trabajo y al progreso.” Por otro lado, si no hay mito, entonces el progreso arranca con la enfermedad que supuso para el hombre iniciar su evolución: “Un mono antropoide tuvo una vez un hijo enfermo, desde el punto de vista estrictamente animal o zoológico, [...] y esa enfermedad resultó, además de una flaqueza, una ventaja para la lucha por la persistencia. Acabó por ponerse derecho el único mamífero vertical.” En cualquier caso, la inconsciencia de la vida y su resultado: la muerte, fue para el hombre primitivo (y Adán con Eva) su paraíso; muchas veces se ha dicho que la ignorancia es un estado exento de ciertos rigores y sufrimientos —ojos que no ven, corazón que no siente / mente que no piensa, no sufre—, pero al abandonar esta situación de privilegio, al nacer la consciencia, nace también el dolor que ella misma genera. Además, la conciencia impone el pensamiento de vivir, de procurarse el sustento; los sentidos, la percepción, para Unamuno, son en los seres vivos a la medida de sus necesidades: “Los seres que parecen dotados de percepción, perciben para poder vivir, y sólo en cuanto para vivir lo necesitan, perciben”, de este modo se progresa en aras de procurarse la subsistencia, o como lo sintetiza el autor español: “el conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir.” Tal es el grosero propósito que arrastra en su seno la tecnología y que reduce a la ciencia a una mera herramienta para simplificar y prolongar la vida. El pensamiento, cumbre de la vanidad humana, parece ridículamente complejo al lado de las estrategias que otras formas de vida tienen para substituir. Y aunque exagerados y desfigurados por la sátira, los sabios de la academia de ciencias de Lagado, en Los viajes de Gulliver, ponen todo su empeño en groseras investigaciones, como extraer los rayos de sol de un pepino o economizar las técnicas de construcción imitando a las arañas; estos científicos aspiran a vivir plácidamente en la cuna de sus conquistas intelectuales.

Ficción científica y espíritu de la ciencia ficción: especulación y anticipación

La literatura no se bastó con ser reflejo del progreso humano y dió un paso, un salto y más, hacia delante. Ha sido de toda la vida, pero principalmente al abrigo de la modernidad tecnológica cuando se vió surgir una literatura que jugando a la especulación trataba de anticiparse al futuro: máquinas voladoras, robots, viajes en el tiempo y todas las delicias de la ciencia ficción fueron el resultado. Claro que todo tiene su lado positivo y negativo: utopías y distopías, el cómo las ciencias sometían o hacían libres a los hombres.
El sueño de la razón produce monstruos: las herramientas que el hombre inventa para mejorar y simplificar la vida son usadas indebidamente. La especulación científica tiene excelentes ejemplos de estulticia: el Congreso de futurología de Stanislaw Lem con sus químicos; Farenheit 451 de Ray Bradbury y sus persecuciones intelectuales; 1984 de Georges Orwell y las políticas de control absoluto... cuadros abundan. El común denominador es la dicotomía Progreso científico - decadencia. Claro que éstas obras se enmarcan en ese género literario, pero hay otras que sin buscar la etiqueta, conservan el espíritu, el espíritu especular y en menor medida son excelentes ejemplos (y hasta advertencias en contra) del progreso y la mezquindad. ¿Cuál es ese espíritu, esa tónica? Los inventos, las tecnologías —no necesariamente lejanas en el futuro— que buscan:
Sacar provecho de algo virgen
Reemplazar algo para obtener mejor rendimiento de
Resolver algo para hacer la vida más eficiente. Ideas que plantean ese esencia especular.

Estética de la (in)utilidad y economía mezquina

Todo lo anterior va revelando una historia secreta de cierta estética: una de la utilidad, de la economía y de la practicidad. Si lo bello útil, dos veces bello. Vamos encontrando que la mentalidad humana aprecia las cosas por el provecho y el beneficio que puede recibir de ellas. Aunque sutilmente, esto destruye los sentimientos románticos hacia las cosas; la música ya no es bella per se sino por la utilidad comercial o panfletaria que podría tener, lo mismo podremos ir diciendo de cualquier arte: si no hay provecho económico no sirve. Todo es materia prima. En la literatura hay cuentos que permiten explorar a detalle esos sentimientos de mezquindad, inventos que no son necesarios pero sí son útiles. Eventualmente ese sentimiento de utilidad en las cosas las vuelve indispensables, pasan a formar parte de la vida cotidiana. Ya no es lo que hacemos con la tecnología, sino lo que ella hace con nosotros. En esto consiste esta antología: una exploración de cómo la superficialidad del hombre aplasta lo abstracto e impone su estética de la utilidad.

A. Aprovechar: cuentos que muestran al hombre explotando un recurso vírgen de la naturaleza.
I. La cartelera celeste / Villiers de L'Isle-Adam
II. Baby H. P. / Juan José Arreola

B. Resolver: cuentos que muestran al hombre inventando algo que simplifique o solucione un problema (que en ocasiones no es un problema en sí) valiéndose de la tecnología. 
II. El tratamiento del doctor Tristán / Villiers de L'Isle-Adam
III. Memoria y olvido / Adela Fernández
IV. Bajo el agua / Adolfo Bioy Casares

C. Reemplazar: cuentos que muestran una innovación tecnológica que hace más eficiente un trabajo.
I. La máquina de Gloria S. G. D. G. / Villiers de L'Isle-Adam

jueves, 17 de octubre de 2019

Antología de cuentos sobre antropofagia: E2. El cerdo largo. Un lugar de sacrificios de los caníbales

Se podría pensar que, después de haber hecho tantas observaciones  —tal vez un tanto gratuitas— sobre la antropofagia, estoy calificado para hablar del fenómeno en la vida real y no sólo de su aparición en la literatura. No nos engañemos; sólo los antropólogos, los sociólogos o los psiquiatras son los únicos quienes pueden emitir juicios reales al respecto. De cualquier modo, ello no significa tampoco que no puedo darme la licencia de hacer algunos comentarios y conjeturas sobre el tema más allá de la ficción.
Lo anterior es la razón por la cual no se han encontrado —hasta ahora— testimonios reales sobre antropofagia en esta antología; y aunque la fantasía se alimenta de la realidad, explicar ésta última es una tarea tan insoluble que incluso pensar en emprenderla es un proyecto descabellado.
Entrando en materia, el libro En los mares del Sur de Robert Louis Stevenson es un inigualable testimonio sobre las islas meridionales. Nuestro autor no abandona su vena literaria, pero la pone al servicio de la verdad para ofrecernos el rico cuadro de un momento y lugar que se han perdido en el tiempo. Entre 1888 y 1889 emprendió tres viajes por las islas Marquesas, Gilbert y Pomontú. De estas impresiones extraigo el capítulo 11 del libro primero, referente a las Marquesas. Este texto no es el único que habla sobre el legendario canibalismo de estos bárbaros, pero sí el más extenso y el que más detalles recoge sobre el tema.
El libro permite observar un panorama general y bien documentado de la diversidad social y cultural de las islas; Stevenson llega a estas tierras cuando la corrupción de la colonización ya ha abolido la mayoría de sus costumbres y creencias, remplazádolas por las europeas o hibridádolas con las autóctonas. A pesar de ello no pierde el entusiasmo: «[...] Ahora me encontraba muy lejos de la sombra que proyecta todavía el Imperio Romano, cuyos edificio ruidosos dominaron nuestras cunas, cuya leyes y letras nos rodean por todas partes y no han cesado de dirigirnos y dominarnos. Ahora iba a ver lo que podían ser unos hombres que no habían leído nunca Virgilio y que no habían sido conquista dos nunca por César, ni gobernados por la sabiduría de Cayo o Papiniano. Y, al mismo tiempo, había franqueado los límites de aquella zona confortable de las lenguas hermanas, donde es fácil poner remedio para confusión de Babel.» Así concibe todavía el mundo de ese entonces, no occidental en sí, sino heredero (o esclavo) de la cultura helénica.
Resta agregar que al final están mis comentarios a las observaciones sobre el canibalismo de este texto de Stevenson.

Nada excita más nuestro repugnancia que el canibalismo; nada destruye con tanta seguridad una sociedad; podríamos argüir, endurece y degrada tanto el espíritu de quienes lo practican. Sin embargo, nosotros mismos causamos parecida impresión en los budistas y los vegetarianos. Consumimos los cuerpos de criaturas que sienten iguales apetitos, iguales pasiones y poseen los mismos órganos que nosotros; comemos bebés que, sencillamente, no son los nuestros, y el matadero se llena cada día de gritos de sufrimiento y terror. Hacemos distingos, es cierto, pero la repugnancia que muchos pueblos experimentan cuando se trata de comer carne de perro, el animal con que mantenemos una relación más estrecha, demuestra sobre qué bases tan precarias descansa nuestro distingo (A). El cerdo es el elemento principal de la alimentación animal en las islas, y muchas veces, con la mente estimulada por el ambiente caníbal, he observado su carácter y el modo en que muere. Muchos isleños viven con sus puercos como nosotros con nuestros perros; unos y otros se acercan al hogar con la misma libertad; el cerdo de las islas es un ser activo, emprendedor y lleno de buen sentido. Él mismo quita la cáscara a los cocos y, según me han contado, los lanza a rodar bajo el sol para que se abran; es el terror de los pastores. La señora Stevenson atisbó cómo uno se escondía en el bosque con un cordero entre los dientes; yo ví a otro que, al creer erróneamente que nuestra goleta se hundía, atravesó un charco a nado para dirigirse a la barandilla y escapar. Nos habían enseñado de niños que los cerdos no sabía nadar; vi a uno saltar por la borda, nadar 500 metros hasta alcanzar la orilla y volver a la casa de su antiguo dueño. Una vez, en Tautira, fui propietario de una piara. Al principio, en la porqueriza reinaba una paz completa: una cerdita que padecía de cólico había venido a nosotros en busca de socorro, lanzando lamentos infantiles; también teníamos un hermoso jabalí negro, al que bautizamos con el nombre de Catholicus, por ser un regalo especial que nos hicieron los católicos del pueblo, y que pronto dio pruebas de valor y afabilidad; no toleraba que ninguna otra bestia, perro o cerdo, se acerca a él a la hora de comer, pero demostraba hacia los hombres una gran parte de aquella ternura servil tan común en los animales inferiores, y que quizá le hacía acreedor al nombre que le habíamos dado. Un día, al visitar la posilga, quedé estupefacto cuando Catholicus retrocedió con gritos de terror al ver que yo me aproximaba, y si mucho me sorprendió el cambio, no me sorprendió menos la causa, cuando de ella me enteré. Por la mañana habían matado a un gorrino; Catholicus había presenciado el sacrificio; había comprendido que vivía en un matadero, y a partir de aquel momento su confianza y su alegría de vivir desaparecieron para siempre. Lo conservamos mucho tiempo, pero ya no soportaba la presencia de ninguna criatura de dos piernas, y nosotros mismos, en tales circunstancias, ya no podíamos sostener su mirada sin sentirnos perplejos. Más tarde asistí, por lo menos con el oído, a ese acto de matanza; creo que, en realidad, hubiera logrado aguantar los gritos de sufrimiento de la víctima, pero la ejecución se realizó mal, y su expresión de terror era contagiosa; aquel humilde corazón latía al mismo ritmo que el nuestro. Sobre estos «lamentables cimientos» descansa la vida de los europeos, y, sin embargo, la raza europea es una de las menos crueles. Lo que rodea a esta clase de crímenes, las brutalidades preparatorias de su ejecución permanecen disimuladas; una extrema sensibilidad reina y la superficie, y las damas se sentirían indispuestas si oyesen los chiquillos de la décima parte de cuanto exigen diariamente de su carnicero. Sin duda, algunas me maldecirán por la falta de cortesía de este párrafo. Lo mismo ocurre con los caníbales de las islas. No son crueles; excepto por esa costumbre, constituyen una raza de una dulzura extrema; resulta menos cruel cortar la carne de un hombre después de muerto que oprimirle mientras vive; además, trataban a las futuras víctimas de su apetito con bondad y las ejecutaban rápidamente y sin infringirles sufrimientos (B). En los medios refinados de las islas, sin duda se consideraba de mal gusto hablar de lo que era feo en la práctica.
Se encuentran huellas de canibalismo de un extremo al otro del Pacífico, desde las Marquesas hasta Nueva Guinea, desde Nueva Zelanda hasta Hawai, en algunos lugares, en todo su desarrollo y ejercicio, en otros con supervivencias más débiles pero significativas. Su existencia en Hawai es más dudosa. Sólo encontramos crónicas del canibalismo allí durante la historia de una guerra, en la que al parecer fue excepcional, como en el caso de los proscritos montañeses y de los que cayeron bajo los golpes de Teseo (1). De Tahití sólo perdura un detalle, pero que parece concluyente. En los tiempos históricos, cuando un sacrificio humano se realizaba en el marae, los ojos de la víctima se ofrecían ceremoniosamente al jefe, un manjar exquisito para el principal invitado. Toda la Melanesia parece contaminada. En la Micronesia, en las islas Marshall, de donde no poseo más conocimientos que cualquier turista, no descubrí ningún indicio, y hasta en la zona de las Gilbert he observado y preguntado mucho tiempo en vano. Naturalmente, me hablaron de hombres que habían sido devorados en épocas de hambruna, pero esto no respondía al objeto de mis indagaciones, puesto que ello se produce, bajo la misma presión, en toda clase y en todas las generaciones de los hombres (C). Por fin, en notas manuscritas del doctor Turner¹ que obtuve autorización para consultar en Malua, di con un testimonio odioso: en la isla de Onoatoa, mataban y se comían a los ladrones. ¿Cómo explicarnos la generalización de esta costumbre en una extensión tan vasta, entre pueblos de civilizaciones tan variadas y a pesar de todos los cruces posibles de sangres diferentes? ¿Qué circunstancia les es común, sino la de haber vivido en islas desprovistas, o casi, de animales comestibles? (D) Mi apetito no me ha demostrado jamás que el hombre haya sido creado para vivir solamente de vegetales. Cuando nuestras provisiones disminuían entre dos islas, me sentía hastiado al pensar en el día en que la economía nos permitiría abrir una miserable lata de carnero en conserva. Por lo menos en uno de los dialectos insulares hay una palabra particular para decir que un hombre está «hambriento de pescado», cuando ha alcanzado aquel grado de deseo en que las legumbres ya no le satisfacen y su alma, como la de los hebreos en el desierto, comienza a suspirar por las carnes de Egipto. Si añadimos a ello las pruebas de superpoblación y el hambre aguda ya mencionadas, supongo que encontraremos algunos motivos de indulgencia para el caníbal de las islas (E).
Es justo considerar los pros y contras de toda cuestión, pero estoy lejos de querer hacer la apología de este vicio más que bestial. Las razas polinesias superiores, como los tahitianos, los hawaianos y los samoanos, habían superado esta costumbre, y algunas de ellas hasta la habían olvidado en parte, antes de que los navíos de Cook o de Bougainville hubiesen aparecido en sus aguas. Sólo persistía en algunas islas bajas, donde la subsistencia era difícil, o entre salvajes inveterados, como los de Nueva Zelanda o los de las Marquesas. Estos últimos habían entretejido el canibalismo en la urdimbre de su vida; el cerdo largo (2) era para ellos moneda corriente, y hasta un sacramento, era el salario del artista, adornaba los acontecimientos públicos y era la ocasión y la atracción de ciertas fiestas. Hoy pagan el castigo de este compromiso sangriento. El poder Civil, en su cruzada contra la antropofagia, ha debido examinar, sucesivamente, todos los placeres y todas las artes marquesianos, los ha encontrado, todos ellos, infectados de canibalismo, y los ha inscrito, sucesivamente, en la lista de proscripciones. Su arte del tatuaje era algo único, de ejecución exquisita, cuyo fruto eran bellos y sutiles dibujos; nada adorna con mayor magnificencia a un hombre apuesto; es posible que al principio cause cierto dolor, pero dudo de que a la larga resulte tan penoso (y en todo caso, resulta más apropiado) como la innoble costumbre que tienen las mujeres europeas de ceñirse el talle con un corsé. Y ahora este arte se ha prohibidos. Sus cantos y sus danzas eran innumerables (y la ley los ha abolido a docenas). Contemplan ahora, con las manos vacías, el tedio de sus días monótonos; ¿y quién tendrá piedad de ellos? Los menos severos dirán que han obtenido lo que merecían. (3)
La muerte sola no satisfacía la venganza del marquesiano; era preciso comer la carne. El jefe que había capturado al señor Whalon (4) quería comérselo, y creía haber justificado su deseo al explicar que se trataba de una venganza (F). Hace dos o tres años, los habitantes de un valle atraparon y asesinaron a un pobre diablo que los había ofendido. La afrenta debió de ser terrible; no podían tolerar que su venganza quedara incompleta, y no se atrevieron a celebrar un festín público bajo la mirada de los franceses. Por consiguiente, descuartizaron el cuerpo y cada hombre se retiró a su casa para consumar el rito en secreto, llevándose su parte del horrible alimento ¡en una cajita de cerillas suecas! La esencia bárbara del drama y los objetos europeos empleados ofrecen a la imaginación un contraste sorprendente. Con todo, otro incidente ocurrió el año en que me encontraba allí (1888) resulta mucho más sorprendente todavía. Durante la primavera, un hombre y una mujer se ocultaron en los alrededores de la escuela hasta que vieron a un niño que iba solo. Lo abordaron con palabras melífluas y modales lisonjeros. «¡Eres tal, hijo de tal?», le preguntaron; le acariciaron y se lo llevaron al bosque. un vago presentimiento surgió del corazón de la criatura, o quizás alguna mirada traicionó los horribles planes de los impostores. Intentó escapar, chilló, y ellos quitándose la máscara, lo lo cogieron con más fuerza y echaron a correr. Sus gritos fueron oídos; sus compañeros de colegio, que jugaban cerca, corrieron hacia él, pero la siniestra pareja huyó y desapareció en el bosque. Jamás se logró identificarla; no se realizó ninguna pesquisa, pero la opinión general fue que el padre del niño los había agraviado de algún modo y decidieron, en venganza, comerse al pequeño (5). En todas las islas, como antaño en nuestro país, entre nuestros antepasados, se observó que el vengador no cuidaba de herir a un individuo determinado. Una familia, una clase, un pueblo, un valle, una isla o los miembros de una raza son igualmente responsables del crimen de uno de sus miembros. Asimismo, en la historia antigua, el hijo debía pagar las faltas de su padre; así, el señor Whalon, compañero de un ballenero americano, debía verter su sangre y ser comido para expiar las maldades de un negrero peruano. Recuerdo un incidente que tuvo como escenario Jaluit, en las Marshall; me lo contó un testigo ocular, y lo cito aquí por lo extraño de la escena: dos hombres habían soliviantado la animosidad de los jefes de Jaluit, y se decidió castigar a sus mujeres; un solo nativo sirvió de ejecutor. Por la mañana, muy temprano, ante un gran concurso de espectadores, entró en el mar tras atravesar el arrecife entre sus víctimas. Estas no se quejaban ni se resistían, acompañaron pacientemente a su verdugo, se inclinaron cuando hubieron avanzado lo suficiente, y él puso una mano en el hombro de cada una y las mantuvo bajo el agua hasta que se asfixiaron; sin duda, aunque mi narrador no lo mencionó, las familias de las desdichadas debían de esperar en la playa, listas para prorrumpir en lamentos.
Desde Hatiheu hice mi primera visita a un lugar donde se practicaba el canibalismo. Hacía un calor agobiante y el cielo estaba cubierto de nubes. Las lluvias torrenciales de los trópicos alternaban con apariciones de un sol abrasador. El sendero verde ascendía de forma abrupta. Mientras andábamos, a algunos pasos del pequeño escolar que nos servía de guía, el padre Siméon llevaba su cartera en la mano y me nombraba los árboles al tiempo que leía en voz alta sus notas, donde se enumeraban sus virtudes. De pronto el camino, al elevarse, nos mostró el valle de Hatiheu, y el sacerdote, tras interrogar a nuestro guía, me señaló las fronteras y me citó los nombres de las tribus más importantes que, en la antiguedad, vivían en guerra perpetua; una al noroeste, otra a lo largo de la playay otra detrás, en la montaña. El padre Siméon había hablado con un superviviente de esta última tribu; hasta la pacificación, nunca había llegado hasta el borde del mar, y tampoco, si la memoria no me es infiel, había comido pescado. Las tribus vivían acantonadas, cada una en su propio poblado. Dar un paso fuera de las fronteras equivalía a afrontar la muerte. En épocas de hambruna, los varones debían ir al bosque para buscar castañas y frutas. Todavía hoy, si los padres se retrasan en el pago de sus contribuciones semanales la escuela se cierra y se envía a los colegiales a recolectar. Sin embargo, antiguamente, cuando había algún problema en alguna tribu reinaba gran actividad en todas las demás; se producían muchas emboscadas en los bosques y quien se atrevía a salır solo en busca de vegetales, corría el riesgo de convertirse, por el camino, en el plato del día de sus enemigos hereditarios. No era necesario ningún pretexto. Una docena de fenómenos naturales o circunstancias sociales precipitaban a ese pueblo hacía la senda de la guerra, esto es, hacia la caza del hombre.
Si algún jefe había acabado de tatuarse; si la mujer de uno de ellos estaba a punto de dar a luz; si uno de los dos torrentes que desembocaban en la bahía de Anaho se había desviado un poco; si se había oído el canto de cierto pájaro; si se había observado la formación de nubes de mal agüero sobre el mar del norte, al instante los cazadores de hombres se untaban los brazos con aceite y se dispersaban por el bosque para tender emboscadas fratricidas (G). También parece que, en ciertas ocasiones, quizás en casos de hambre, el sacerdote debía encerrarse en su casa durante un determinado período, como un muerto. Cuando volvía a salir, era para correr durante tres días por todo el territorio de la tribu, desnudo y famélico, y dormir solo en el lugar de sacrificio. Entonces los demas debian permanecer en sus hogares, pues encontrarse con el sacerdote durante sus rondas equivalía a la muerte. La víspera del cuarto día el sacerdote terminaba su recorrido, regresaba a su casa; los laicos salían de nuevo a la luz, y por la mañana se anunciaba el número de víctimas. Debo esta narración a una fuente fidedigna, un sacerdote, pero la transcribo con desconfianza. Los detalles son tan extraños que, si fuesen ciertos, supongo que los habría oído citar más a menudo. Hay un punto que parece fuera de duda, y es que en ocasiones la misma tribu proporcionaba los elementos de la fiesta. En tiempos de escasez, cuantos no se hallaban protegidos por sus alianzas de familia —es decir, según la expresión de Escocia, todos los miembros del clan— tenían buenas razones para echarse a temblar. Toda resistencia era vana, y la huida, inútil. Se encontraban rodeados de caníbales, y el horno estaba a punto de humear para ellos, tanto en el extranjero, en el país de sus enemigos, como en su casa, en el valle de sus padres (H).
En un recodo del camino el escolar, nuestro guía, se desvió a la izquierda y se adentró en el bosque umbrío. Nos encontrábamos ahora en un antiguo sendero cubierto de una espesa bóveda de árboles y trepábamos, al parecer al azar, por las rocas y los árboles muertos pero el niño saltaba y brincaba entre aquellas y éstos, pues esas sendas son tan familiares a los nativos como para nosotros los caminos reales, hasta el punto de que, en los días de cacería humana, su labor consistía mucho más en bloquearlos y borrar sus huellas que en mejorarlos. En el centro del bosque, el aire era húmedo, cálido y frío a la vez; sobre nuestras cabezas, la lluvia tropical producía un ruido continuo sobre el follaje, pero sólo de cuando en cuando caía una gota solitaria que dejaba una mancha en mi impermeable. En este momento divisamos el tronco enorme de un banyan que se elevaba sobre algo que parecían las antiguas ruinas de un fuerte; nuestro guía se detuvo y tendió el brazo para anunciarnos que acababamos de alcanzar el paepae tapu (6).
Paepae significa el suelo o plataforma sobre la cual se levanta la morada de los naturales, y dicho paepae —un paepae-hae— puede ser tapu, en un sentido atenuado, una vez que ha quedado deshabitado y convertido en punto de cita de los espíritus. El lugar de sacrificios que en aquellos momentos recorría era muy vasto. Hasta donde mis ojos conseguían escrutar en la oscuridad de la frondosa vegetación, el suelo estaba totalmente empedrado. Tres pisos de terrazas se extendía en la vertiente de la colina, y delante, un parapeto semiderruido limitaba la plataforma principal, cuyo pavimento estaba agujereado y cortado por diversos arroyuelos y pequeños cercados. No quedaba ningún resto de la construcción, y resultaba difícil deducir la disposición del anfiteatro. Visité otro en Hiva-oa, no tan grande, pero más perfecto, en el que era fácil descubrir hileras de gradas y distinguir sitiales de honor, aislados, para los personajes eminentes; en él, sobre la plataforma superior, una viga única del templo o de la necrópolis permanecía con sus montantes ricamente esculpidos. En los viejos tiempos el lugar distinguido estaba celosamente vigilado. No se permitía que ningún árbol, excepto el banyan sagrado, brotase entre los peldaños, ningúna hoja podía pudrirse en su pavimento. Sus piedras estaban bien colocadas, y, según me han dicho, las pulimentaban con aceite con el fin de mantenerlas brillantes. Por todos lados había guardianes en cabañas auxiliares, para vigilar y limpiar el lugar. Ningún otro ser humano tenía derecho a acercarse allí; sólo el sacerdote, el día de su carrera, iba allí para dormir, o quizá para soñar con su misión; sin embargo en el momento de la fiesta, la tribu se reunía en el altozano, y cada cual tenía alli su sitio determinado: los jefes, los tamborileros, los danzantes, las mujeres y los sacerdotes. Los tambores —unos veinte, algunos de casi cuatro metros de alto— doblaban rítmicamente. Mientras tanto, los cantores ofrecían sus cantos, especie de aullido lúgubre y monótono; también los bailarines se entregaban a sus danzas, vestidos con extraordinarios atavíos, dando saltos, balanceándose, gesticulando y moviendo en el aire los dedos emplumados semejantes a mariposas. Todas esas razas oceánicas tienen un sentido del ritmo perfecto, y en este festival no había ni un sonido, ni un movimiento, que no fuese rítmico. Cuanto más aumentaba la agitación de los asistentes más salvaje habría parecido la escena a los ojos de un europeo llamado a contemplarlos allí, bajo el sol poderoso y a la sombra no menos poderosa del banyan, untados con azafrán para dar aún más relieve a los vigorosos dibujos del tatuaje; las mujeres estaban pálidas después de muchos días de reclusión, hasta el punto de que ofrecían un aspecto casi europeo; los caudillos iban coronados de plumas de plata y lucían taparrabos tejidos con cabellos de mujeres muertas. Toda clase de alimentos insulares se distribuía entre las mujeres y el vulgo, y aquellos que gozaban del privilegio de comerlos llevaban a la casa de los muertos cestos de cerdo largo. Dicen que los festejos se prolongaban mucho tiempo; el pueblo acababa agotado, embrutecido por la depravación, y los jefes quedaban atontados por semejante alimento bestial. Existen ciertos sentimientos que nosotros denominamos «humanos», y denegamos el honor de tal epíteto a quienes no los poseen. En tales celebraciones —en particular en aquellas en que se ha matado a la víctima en su casa y los hombres se han dado un banquete con el cadaver de un pobre camarada que había sido su compañero de infancia, o de una mujer de cuyos favores habían disfrutado—, el conjunto de estos sentimientos queda ultrajado. Si lo juzgamos con mayor detenimiento, nos sentimos inclinados a comprender, si no a excusar, los rigores de los viejos capitanes de barco, quienes, firmes en su derecho, preparaban los cañones y abrían fuego al pasar ante una isla poblada de caníbales.
Sin embargo, era extraño. Allí, en el ara, mientras estaba debajo de la bóveda elevada y chorreante de agua del bosque, entre el jóven sacerdote y el escolar marquesiano, que tenía los ojos brillantes, todo ello me parecía lejano, sumido en la fría perspectiva y en la luz anodina de la historia. ¿Era probable que me afectase la actitud del sacerdote? Sonreía y bromeaba con la criatura, heredero a la vez de los asistentes a esos festines y de la carne que en ellos se servía; daba palmas y me cantaba una estrofa de algún cántico de mal presagio. Era como si hubieran transcurrido siglos desde que aquel teatro fangoso se utilizó por última vez; contemplé su emplazamiento con tan poca emoción como la que habría sentido si hubiese visitado Stonehenge.
En Hiva-oa, cuando me di cuenta de que el canibalismo aún vivía y latía bajo mis pasos, y de que oír los gritos de una víctima atrapada era algo que caía dentro de los límites de lo posible, mi actitud ante los hechos históricos se desvaneció por completo y sentí hacia los indígenas cierta repugnancia. Sin embargo, tampoco allí habían perdido su jovialidad, y hablaban del canibalismo como de una excentricidad más absurda que horrible, procurando avergonzar a quienes lo practicaban, más bien ridiculizándolos con suavidad, como hacemos con un niño que ha robado azúcar. Es fácil reconocer aquí el espíritu sagaz del padre Dordillon.

1. Stevenson hace referencia a George Turner, misionero protestante autor de Nineteen Years in Polynesia. [N. del T.]

Notas
1. La referencia a Teseo es oscura. Al menos en lo que respecta al héroe ateniense, no hay mayor referencia a los "que cayeron bajo los golpes de [él]". Es posible que haya una confusión aquí y Stevenson se refiera al Minotauro del laberinto cretense, que en efecto devoraban hombres, y qué fue asesinado a golpes por Teseo, pero de cualquier manera eso no explicaría la expresión en plural.
2. Cerdo largo es el eufemismo con el que los habitantes meridionales conocían a la carne humana.
3. Otro efecto palpable de estas políticas de prohibición por parte de las autoridades europeas, es que —comenta Stevenson— los marquesianos, los más caníbales de todos, en aquella época, fueron un pueblo taciturno y dispuesto a dejarse a morir fácilmente. En otras páginas, el autor nos describe el desgano general de los marquesianos.
4. En el capítulo 10, libro I, Stevenson da cuenta de la notable anecdota de Kekela, un misionero protestante que en la isla caníbal de Hiva-oa le salvó la vida a un marino norteamericano de apellido Whalon. Resulta que un traficante de exclavos llegó a sus costas para secuestrar niños, al poco tiempo del siniestro, el ballenero de los americanos llegó al sitio, y sin deber ni temer, fueron atacados por la naturales tomando por rehén a dicho marino. El jefe de la tribu anuncio a Kekela de comerse al americano, este último intercedió por él convenció al caníbal de renunciar a su vendetta. El asunto tuvo tal resonancia que el presidente Lincoln le escribió a Kekela, además de enviarle un reloj de oro y una suma de dinero. La carta de respuesta que el misionero envío al presidente después, está recogida en Golosina caníbal.
5. Testimonios así abundan en el libro, resultaría en parte vano y en parte complicado recogerlos todos. Vano, pues la mayoría precisa de todo el contexto descrito por Stevenson a lo largo del libro; y complicado porque, además de la inevitable mutilación, significaría transcribir el libro en sí, tarea demasiado laborioso para un hombre. Lo que sí, es que podemos enumerar de pasada otros episodios: las referencias Vaekehu, reina de una de las islas Marquesas, que antes del sometimiento francés fue participe de las inveteradas festividades caníbales, Stevenson se asombra de la calidez de esta noble dama por cuya causa se provocaban guerras; la referencia a varios bombardeos a islas caníbales de Pomontú, conocidas como islas de las sirenas por los peligros que ofrecían, sobre todo el terrible episodio de la goleta Sarah Ann del año 1856, cuya tripulación (niños incluidos) fue devorada en una especie de canibalismo ritual; los vehinehae o espíritus caníbales (véase golosina caníbal) que secuestraban y asesinaban gente de forma cotidiana; etc...
6. El Tapu es uno de los conceptos más interesantes de estas regiones. En pocas palabras es una superstición que les sirve para regirse. Consiste en que un elemento (abstracto o físico) adquiere la categoría de sagrado y cualquier afrenta contra estos elementos es una autocondenación. Pueden ser tapus los alimentos, los lugares, las personas, las palabras, etc... Constituye una forma de justicia curioso, pues esta provendría de la naturaleza y no del hombre, casi haciendo inútiles a los organismos de justicia como los conocemos en occidente.
Comentarios
A. Stevenson le da al clavo de sobre lo frágil que es el sistema moral que apologa o condena nuestras ideas y costumbres. A pesar de que no defiende el canibalismo, se planta como un observar imparcial. Justo sale a colación el pensamiento de Pascal sobre que lo Bueno y lo Malo son una cuestión de Latitud; un meridiano de más o de menos puede condenar o celebrar un hecho.
B. La imaginación, proclive a hiperbolizar, puede decirnos si rodeos que un caníbal debe ser un hombre terrible a priori. Stevenson lo desmiente. En la condición social de estos hombres, que han sistematizado el consumo de carne humana, no hay una motivación de odio o crueldad. En cierto sentido las iniquidades son un mal accidental derivado de los usos y costumbres. Ya lo dice nuestro autor: «[incluso] resulta menos cruel cortar la carne de un hombre después de muerto que oprimirle mientras vive». En esto son —a pesar de las dudas— muy humanos.
C. El comentario fugaz sobre la presión que orilla a los hombres a la antropofagia es significativo porque pone de manifiesto la odiosa y sutil presencia de esta voluntad terrible en la naturaleza del hombre. La necesidad se descubre como el gran motor de lo terrible.
D. Aquí encontramos el primer misterio de toda la variedad caníbal de las islas del Sur. Hasta ahora se nos ha dicho que en Tahití había un espacio propicio para el sacrificio y el consumo de la carne humana, que incluso los ojos eran devorados sólo por los invitados especiales a estas ceremonias, naturalmente que al pensar en tal protocolo, no era posible que consumieran el cuerpo de cualquier persona, eso hubiese restado solemnidad e importancia a la ceremonia, así que es plausible pensar en un ganado humano especial para tal propósito; pero, tal sólo un par de meridianos más allá de las Marquesas, en la isla pomotuana de Onoatoa, se nos dice que devoraban a los ladrones, casi que podríamos afirmar que a uno de los peores miembros de la sociedad. Stevenson se pregunta cómo es posible tan general costumbres entre pueblos de una región tan basta y qué circunstancia les es común para haber llegado al mismo resultado, sin embargo, hay una pregunta más apremiante que conocer el efecto, y es conocer la causa: ¿Cómo es posible que haya una distinción tan grande en el resultado de comer carne humana como "comerse lo peor" o "lo mejor" de la comunidad?
E. Entre conjeturas y apologías Stevenson nos ofrece sus conclusiones de las preguntas anteriores que se hace sobre ¿Cómo se generalizó la práctica? y ¿Cuáles son son los comunes denominadores? No es imposible que su inteligencia haya dado con la respuesta. La escasa variedad de carne, la superpoblación y el hambre serían las explicaciones.
F. A la lista de razones para comer carne humana (platillo estelar en festejos y ceremonias; castigo contra los delincuentes) se agrega ahora la venganza, que está en tónica de la justicia —o, más bien ajusticiamiento. El problema de las razones ha crecido.
G. Todo el compromiso sangriento su esto implica me hace preguntarme por una cuestión que por desgracia Stevenson no ahonda, y que quizá no llegó a considerar. Pues bien, bajo la premisa de lo común que era comer hombres, es fácil pensar que debió existir una especialización en su casería y su preparación. Es decir, los métodos se sofistican y el hombre debe ser una presa un tanto complicada de coger.
H. Independientemente de si el título recogido por Stevenson es verdadero o no, sorprende el hecho de a qué grado podían llegar los caníbales. Hay en esto una voluntad de consumo muy interesante, comer lo mejor, lo peor, lo propio, lo ajeno; en las fiestas, en las hambrunas, las guerras. No parecen tener excepciones. Casi que se puede hablar de una glotonería o gula espectaculares.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Antología de cuentos sobre antropofagia: BT1. Tombuctú

El 2 de agosto de 1883 Guy de Maupassant publicó en «Le Gaulois» este cuento titulado Tombouctou —en su lengua original—.
Hasta ahora, es la primera referencia sobre el consumo de carne humana que leo en Maupassant —referencia en realidad un tanto vaga—.
Una larga meditación me hizo cuestionarme si podía darle o no cabida a este cuento en nuestra antología; por un lado es indudable que hace uso efectivo de dos de los grandes propiciadores del canibalismo: El sitio y lo exótico. Es común ver estas convenciones de manera individual en la narrativa que aborda el tema que nos atañe; pero, resulta raro verlas de la mano y en la inversión que construye Maupassant.
A pesar de su singular conjunción de elementos, el cuento se ocupa más bien de caricaturizar a los africanos que participaron en la guerra franco-prusiana antes que de abordar el tema del canibalismo; aún así, presiento que lo poco que pueda ofrecer al exámen del fenómeno caníbal, parece suficiente para defender su legítima presencia en la antología.
Ahora bien, la condición de Tombuctú es curiosa: su consumo de carne humana no es justificada por el sitio de Bezières, sino por su naturaleza de extranjero. Normalmente se ve en los textos sobre canibalismo que es el civilizado quien termina en una tierra extraña, siendo testigo de las atrocidades de los naturales; pero aquí se aplica a la inversa: lo exótico es lo que termina rodeado de lo civilizado, sólo que la guerra suspende ese estado de civilidad y permite al salvaje actuar con la libertad e impunidad cotidianas de su patria natal.
El príncipe y su tropa de hombres despreocupados hacen que este cuento entre en la categoría de Banquetes y en lo Cocido, a tal grado llegan que, el narrador de la historia termina participando en la comilona, obviamente bajo la ignorancia de la procedencia de la carne que devora.

El bulevar, ese río de vida, bullía en el polvo de oro del sol poniente. Todo el cielo estaba rojo, cegador; y, por detrás de la Madeleine, una inmensa nube arrebolada sobre toda la larga avenida un oblicuo diluvio de fuego, vibrante como el vapor de una fogata.
La muchedumbre, alegre, palpitante, caminaba bajo aquella bruma encendida y parecía en una apoteosis. Los rostros estaban dorados; los sombreros negros y los trajes tenían reflejos de púrpura; el charol de los zapatos lanzaba llamas sobre el asfalto de las aceras.
Ante los cafés, multitud de hombres tomaban bebidas brillantes y coloreadas que parecían piedras preciosas fundidas en el cristal.
Entre los parroquianos vestidos con trajes ligeros y oscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían bajar todos los ojos con el deslumbramiento de sus entorchados. Charlaban, alegres sin motivo, entre aquella gloria de vida, entre la radiante irradiación de la tarde; miraban a la muchedumbre, los hombres lentos y las mujeres apresuradas que dejaban tras sí un perfume intenso y turbador.
De repente un enorme negro, vestido de negro, ventrudo, con un chaleco de dril recargado de dijes, con la cara tan reluciente como si le hubieran sacado brillo, pasó ante ellos con aire triunfal. Sonreía a los transeúntes, sonreía a los vendedores de periódicos, sonreía hacia el cielo resplandeciente, sonreía a París entero. Era tan alto que sobrepasaba todas las cabezas; y, a su paso, todos los papanatas se volvían para Contemplarlo de espaldas.
Pero de pronto divisó a los oficiales y, atropellando a los bebedores, se lanzó hacia ellos. En cuanto estuvo ante su mesa, clavó en ellos sus ojos brillantes y encantados, y las comisuras de la boca le subieron hasta las orejas, descubriendo unos dientes blancos, claros como una luna creciente en un cielo negro. Los dos hombres, estupefactos, contemplaban a aquel gigante de ébano, sin entender su alegría.
Exclamó, con una voz que hizo reír a todas las mesas:
«Bueena tarde, mi teeniente.»
Uno de los oficiales era jefe de batallón, el otro coronel. El primero dijo:
«No lo conozco a usted, caballero; ignoro lo que pretende de mí.»
El negro prosiguió:
«Yo querer mucho a ti, teeniente Vedié, sitio Bézi, muucha uvaa, buscaba yo.»
El oficial, completamente desconcertado, miró fijamente al hombre, buscando en el fondo de sus recuerdos, y bruscamente exclamó:
«¿Tombuctú?»
El negro, radiante, se golpeó el muslo lanzando una risa de una violencia inverosímil y berreando:
«Sí, sí, ya, mi teeniente, reconoce Tombuctú, ya, bueena tarde.»
El comandante le tendió la mano riéndose tambien con toda su alma. Entonces Tombuctú se puso serio. Cogió la mano del oficial y, con tanta rapidez que el otro no pudo impedirlo, se la besó, según la costumbre negra y árabe. Confuso, el militar le dijo con voz severa:
«Vamos, Tombuctú, no estamos en Africa. Siéntate ahí y dime cómo es que te encuentro aquí.»
Tombuctú hinchó la barriga y, tartamudeando, de lo deprisa que hablaba:
«Ganado mucho dinero, muucho, gran estaurante, comido bien, prusianos, yo, muucho robado, muucho, cocina francesa, Tombuctú, coociner del Emperadó, doscientos mil francos a mí. ¡Ja, ja, ja, ja!»
Y reía, retorciéndose, chillando con una alegría loca en la mirada.
Cuando el oficial, que entendía su extraño lenguaje, lo hubo interrogado cierto tiempo, le dijo:
«Bien, hasta la vista, Tombuctú, hasta pronto.»
El negro se levantó al punto, estrechó, esta vez, la mano que le tendían, y, sin dejar de reír, gritó:
«Bueena tarde, bueena tarde, mi teeniente.»
Y se marchó, tan contento que gesticulaba al andar y lo tomaban por un loco.
El coronel preguntó:
«¿Quién es ese animal?»
El comandante respondió:
«Un buen chico y un valiente soldado. Voy a contarle lo que sé de él; es bastante divertido,»

Ya sabe que al comienzo de la guerra de 1870 estuve encerrado en Bezières, que ese negro llama Bézi. No estábamos sitiados, sino bloqueados. Las líneas prusianas rodeaban por todas partes, fuera del alcance de nuestros cañones, y ya no disparaban sobre nosotros, sino que pretendían rendirnos por hambre.
Yo era entonces teniente. Nuestra guarnición estaba compuesta por tropas de todo tipo, restos de regimientos destrozados, fugitivos, merodeadores separados de los cuerpos del ejército. Teníamos de todo, incluso doce turcos* llegados una noche no sé cómo, no sé por dónde.
Se habían presentado en las puertas de la ciudad, agotados, andrajosos, hambriento y borrachos. Me los encomendaron.
Pronto comprendí que eran rebeldes a toda disciplina, siempre estado un fuera y siempre achispados. Probé con la prevención, e incluso con el calabozo, no conseguí nada. Mis hombres desaparecida durante días enteros, como si se los hubiera tragado la tierra, y después reaparecían borrachos como cubas. No tenían dinero. ¿Dónde bebían? ¿Y cómo, y con qué?
La cosa empezaba a intrigarme vivamente, tanto más cuanto que aquellos salvajes me interesaban con su risa perpetua y su carácter de niños traviesos.
Me di cuenta entonces de que obedecían ciegamente al más alto de todos, ése que usted acaba de ver. Los gobernaba a su antojo, preparaba sus misteriosas empresas como jefe todopoderoso e indiscutido. Mandé que viniera a verme y lo interrogé. Nuestra conversación duró tres horas, pues me costaba mucho trabajo entender su sorprendente algarabía. El pobre diablo, por su parte, hacía esfuerzos inauditos para que lo entendiera, inventaba palabras, gesticulaba, sudada con el esfuerzo, se enjugaba la frente, resoplaba, se detenía y volvía a empezar bruscamente cuando creía haber encontrado un nuevo método para explicarse.
 Adiviné al final que era hijo de un gran jefe, de una especie de rey negro de la cercanías de Tombuctú. Le pregunté su nombre. Respondió algo así como Chavajaribujalijranafotapolara. Me pareció más sencillo ponerle  el nombre de su tierra: «Tombuctú.» Y, ocho días después, nadie en la guarnición lo llamaba de otra manera.
Pero sentíamos una curiosidad loca por saber dónde el ex-príncipe africano encontraba bebida. Lo descubrí de un modo singular.
Estaba yo una mañana en las murallas, estudiando el horizonte, cuando divise en un viñedo algo que se movía. Se aproximaba la época de la vendimia, las uvas estaban maduras, pero no pense en nada de eso. Creí que un espía se acercaba a la ciudad, y organicé una expedición en regla para atrapar al merodeador. Tomé yo mismo el mando, tras haber obtenido la autorización del general.
Había mandado salir, por tres puertas diferentes, tres pequeñas tropas que debían reunirse cerca del viñedo sospechoso y rodearlo. Para cortarle la retirada al espía, uno de esos destacamentos tenía que marchar durante una hora, por lo menos. Un hombre que había quedado de observación en la muralla me indicó por señas que el ser divisado no había salido del campo. Avanzábamos con mucho sigilo, arrastrándonos, casi tumbados entre los surcos. Por fin, llegamos al punto designado; despliego bruscamente a mis soldados, que se lanzan al viñedo, y encuentran... a Tombuctú, andando a cuatro patas entre las cepas y comiendo uvas, o mejor dicho dando dentelladas a las uvas como un perro que come sus sopas, con toda la boca, pegado a la planta, arrancando el racimo con los diferentes.
Quise que se levantara; ni pensarlo, y comprendí entonces por qué se arrastraba así sobre manos y rodillas.
Cuando lo enderezaron sobre sus piernas, osciló unos segundos, extendió los brazos y cayó de bruces. Tenía la mayor borrachera que yo había visto nunca.
Nos lo llevamos sobre dos rodrigones. No cesó de reír durante todo el camino gesticulando con brazos y piernas.
Ese era todo el misterio. Mis mozos bebían de la misma uva. Después, cuando estaban borrachos a más no poder, se dormían allí mismo.
En cuanto a Tombuctú, su amor al viñedo sobrepasaba toda medida, era increíble. Vivía allí dentro como los tordos, a quienes por lo demás odiaba con un odio de rival celoso. Repetía sin cesar:
«Lo toordo comido tooda la uva, sin vegüeenza!»
Una tarde fueron a buscarme. Se distinguía en la llanura algo que venía hacia nosotros. Yo no había cogido mi anteojo y veía mal. Hubiérase dicho una gran serpiente que se desenrollaba, concombre, ¡yo qué sé!
Envié unos hombres al encuentro de aquella extraña caravana que pronto hizo una entrada triunfal. Tombuctú y nueve de sus compañeros traían sobre una especie de altar, hecho con sillas de campaña, ocho cabezas cortadas, sangrientas y expresivas. El décimo Turco tiraba de un caballo a la cola del cual habían atado otro, y otros seis animales más lo seguían, sujetos de la misma manera.
He aquí lo que me contaron. Al salir a los viñedos, mis africanos habían visto de repente un destacamento prusiano que se acercaba a un pueblo. En lugar de huir, se habían escondido; después, cuando los oficiales echaron pie a tierra ante una posada para tomar algo fresco, los once mozos se lanzaron, pusieron en fuga a los ulanos que se creyeron atacados, mataron a dos centinelas, y además al coronel y los cinco oficiales de su escolta.
Ese día abracé a Tombuctú. Pero me di cuenta de que le costaba andar. Lo creí herido; se echó a reír y me dijo: «Yo, poovisione pal país.»
Y es que Tombuctú no hacía la guerra por la gloria, sino por la ganancia. Todo lo que encontraba, todo lo que le parecía de valor, todo lo que brillaba, sobre todo, se lo metía en el bolsillo. ¡Y qué bolsillo! Un pozo sin fondo que empezaba en las caderas y terminaba en los tobillos. Habiendo retenido un término de La tropa, lo llamaba «mis alforjas», ¡y eran unas auténticas alforjas, en efecto!
De modo que había arrancado los galones de los uniformes prusianos, el cobre de los cascos, los botones, etc., arrojándolo todo en sus «alforjas», que estaban llenos hasta rebosar.
Todos los días precipitaba en su interior cualquier objeto brillante que cayera en sus manos, pedazos de estaño piezas de plata, lo cual le daba a veces un aspecto infinitamente gracioso.
Contaba con llevarse todo el país de los avestruces, de los cuales parecía hermano aquel hijo de rey torturado por la necesidad de tragar los cuerpos brillantes. Si no hubiera tenido sus alforjas, ¿qué habría hecho? Sin duda los hubiera engullido.
Todas las mañanas su bolsillo estaba vacío. Tenía, pues, un almacén general donde se amontonaban sus riquezas. Pero, ¿dónde? No pude descubrirlo.
El general, advertido de la gran hazaña de Tombuctú, mandó en seguida enterrar los cuerpos que habían quedado en el pueblo vecino, para que nadie descubriera que habían sido decapitados. Las prusianos regresaron al día siguiente. El alcalde y siete vecinos notables fueron fusilados en el acto, en represalia, como denunciantes de la presencia de los alemanes.

Llegó el invierno. Estábamos agotados y desesperados. Ahora nos batíamos a diario. Los hombres, hambrientos, no podían andar. Sólo los ocho turcos (habían matado a tres) seguían gordos y relucientes, vigorosos y siempre dispuestos a luchar. Tombuctú incluso engordaba. Me dijo un día:
«Tú muucha hambre, yo buena carne.»
Y en efecto, me trajo un excelente filete. Pero ¿de qué? Ya no nos quedaban bueyes, ni carneros, ni cabras, ni asnos, ni cerdos. Era imposible procurarse un caballo. Reflexioné sobre todo esto tras haber devorado mi carne. Entonces me asaltó un horrible pensamiento. ¡Aquellos negros habían nacido en una tierra donde se come a los hombres! ¡Y caían diariamente tantos soldados en torno a la ciudad! Interrogué a Tombuctú. No quiso responder. No insistí, pero a partir de entonces rechacé sus presentes.
Me adoraba. Una noche, la nieve nos sorprendió en las avanzadas. Estábamos sentados en el suelo. Yo miraba compasivo a los pobres negros tiritando bajo aquel polvo blanco y helado. Como tenía mucho frío, empecé a toser. Al punto sentí que algo caía sobre mí, como una grande y calida manta. Era el capote de Tombuctú, que él me echaba sobre los hombros.
Me levanté y, devolviéndole su prenda:
«Quédatelo, hijo mío; lo necesitas más que yo.»
El respondió:
«No, mi teeniente, pa ti, yo no necesitar, yo calieente, calieente.»
Y me contemplaba con ojos suplicantes.
Proseguí:
«Vamos, obedece, quédate con el capote, te lo mando.»
El negro entonces se levantó, desenvainó el sable, que sabía conservar afilado como una hoz, y, sosteniendo con la otra mano su ancho capote que yo rechazaba:
«Si tu no queeda abrigo, yo coorto; nadie abrigo.»
Lo hubiera hecho. Yo cedí.
Ocho días después, habíamos capitulado. Algunos de los nuestros habían podido escapar. Los demás iban a salir de la ciudad y entregarse a los vencedores.
Me dirigía a la plaza de Armas, donde debíamos congregarnos, cuando me quedé asombrado ante un negro gigantesco vestido de dril blanco y tocado con un sombrero de paja. Era Tombuctú. Parecía radiante y se paseaba, con las manos en los bolsillos, ante una tiendecilla donde se exhibían dos platos y dos vasos.
Le dije:
«¿Qué estás haciendo?»
Respondió:
«Yo no sufrí, yo buen coociner, yo hecho comer coronel, Argeel; yo comido pusianos, mucho roobado, muucho.»
Helaba a diez grados. Yo tiritaba ante aquel negro vestido de dril. Entonces me cogió del brazo y me hizo entrar. Vi una muestra inmensa que iba a colgar ante la puerta cuando nos hubiéramos marchado, pues tenía cierto pudor.
Y leí, trazado por la mano de algún cómplice, este reclamo:
COCINA MILITAR DEL SEÑOR TOMBUCTU EX-COCINERO DE S.M. EL EMPERADOR Artista de París -Precios módicos
A pesar de la desesperación que me roía el alma, no pude dejar de reírme, y dejé a mi negro entregado a su nuevo negocio.
¿No valía más eso que hacer que se lo llevaran prisionero?
Acaba usted de ver que ha tenido éxito, el mozo.
Bezières, hoy, pertenece a Alemania. El restaurante Tombuctú es un comienzo de desquite.

Antología de cuentos musicales: 15. De cómo dinamité el colegio para señoritas

Salvador Elizondo es un autor complejo y hermético; no es fácil leerlo, uno debe estar atento a su prosa —un poco grandilocuente— para no perderse en ella. Basta leer El Retrato de Zoe, Teoría del Disfraz, tal vez Grünewalda o una fábula del infinito para confirmar que no es sencillo.
Este cuento no es la excepción. A pesar de que el título reza «De cómo...», pienso que debió llamarse «De por qué...», pues el relato pormenoriza mucho más este detalle que el que promete.
En rigor se me podría objetar que este no es un cuento musical, ¿pero qué texto puede ser enmarcado en una categoría o con un tema absoluto sin que resulte equívoco? Es decir, la música ha sido un elemento fundamental de las narraciones de nuestra antología; ya sea porque los personajes son músicos o espectadores de la música, ya sea porque son veladas reflexiones estéticas y artísticas; pero no necesariamente ha sido el móvil total de las historias. Pienso que el mejor criterio para compilar una antología es la voluntad de engarzar piedras diferentes con la intención de crear un conjunto que a pesar de su variedad busque un sentido de continuidad; dice Miguel de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida que hay dos cosas se rigen la existencia humana: un principio de unidad y otro de continuidad. El primero determina lo que define el conjunto y el segundo es su capacidad de modificarse sin perder su identidad. Así, tal vez, es este contubernio.
Sobre el cuento: es de los pocos, hasta ahora, que abordan la música desde una actitud de desprecio. En realidad es raro hallar a alguien que no guste de escuchar alguna manifestación de este arte; lo cierto es que sí hay cosas que cada cual no tolera; pero por lo regular son cuestiones de género y estilo musical que de producción o —en este caso— timbre. Por lo demás, disfruten.

Ese fue el tiempo en que yo me solazaba con abominaciones sutilísimas y concebí la destrucción del Colegio de Señoritas. Entre otras cosas, por ejemplo, aspiraba yo a conocer el secreto de la jugada absoluta en el ludus latrunculorum, un juego romano, descubierto al azar en la subsección Parlour Games de la sección Competitive Games del capítulo Social Games de la definición que de la palabra da la traducción inglesa del Lexikon der Klassischen Alterthumskunde hecha por Messrs. Nettleship y Sandys, ambos miembros de las Dos Universidades que, dicho sea de paso, representa un prodigioso esfuerzo de concisión de la monumental obra del profesor Seyffert, vertida al inglés en 1891. Pero dejemos estas cuestiones que atañen más a los señores de Friburgo y de Zurich () que a nosotros y volvamos a la relación de aquel osado proyecto que concebí, de dinamitar el Colegio de Señoritas. Yo sé bien que una empresa de esta índole resultaría, de buenas a primeras, inexplicable, no por infame, sino por desmedida; no por criminal, sino por ambiciosa. Dejando a un lado estas consideraciones que no está en mi papel hacer, y menos en estos momentos, sólo puedo decir que decidí hacer saltar el Colegio de Señoritas porque no bastándoles a las señoritas pupilas del Colegio de Señoritas la infamia de sus uniformes grises con los reveses sedientos de carne como almíbar de mujer, sus basquiñas descosidas y lustrosas, sus medias de popotillo, no bastándoles el lamentable espectáculo que ofrecían cuando realizaban sus ejercicios gimnásticos enfundadas en anafrodisiacos batones color de esperma, cuando se agachaban tratando de tocar las puntas de sus zapatos tennis descoloridos con las puntas de sus dedos carcomidos en el terror de enigmáticas hemorragias dejando ver las corvas ansiosas de ser recorridas por dedos trémulos. Eso pasaba una vez a la semana. Y así, con todo y el deseo que irradiaban las tensas comisuras de esas corvas, la visión general era la de una menagerie de monstruos humanos que me fascinaban horrorizándome y enalteciéndome en su horrible bajeza. No les basta a estas señoritas, como decía, la execración que su existencia visible impone a la realidad. Aspiran entonces a penetrar en un orden del conocimiento quizás un poco más emotivo: el de los sonidos. Con este fin deben haberse reunido en un conciliábulo inquietante para adoptar los medios más aptos de cobrar una existencia sensiblemente sonora: ¡Ha!, ¡la armónica!...(1) Sí, señor; la ar-mó-ni-ca. Estos monstruos, estas bestias, estas tenebrosas terribles tracaleras cucufatas recónditas, con sus caireles y sus escapularios sudorosos como colgajos de tripas de perro machucado y sus dientes de sarro verde y su acné católico y su mirada triste, lejana, interrumpida siempre de persignaciones epilépticas de adiós, de gimnasias quirúrgicas una vez a la semana, y sus bloomers abocardados de jersey color salmón, asistidos en la perdida capacidad de tenerse, por ceñimiento del elástico de fábrica, de caucho natural, en torno al muslo a una distancia constante del centro de la rótula y allí tenidos precariamente con la ayuda de una ancha banda de hule rojo. Estas señoritas, en fin, decidieron entonces formar una orquesta de armónicas de ochenta ejecutantes (2). La noticia de la formación de esta orquesta, constituida por el patrocinio de varias instituciones públicas y privadas, fue publicada con lujo de detalles en la primera plana de nuestro periódico: "FORMACIÓN DE UNA ORQUESTA DE ARMÓNICAS.—Una notable iniciativa del Colegio de Señoritas..." El redactor encomiaba efusivamente este proyecto tenebroso señalándolo como un ejemplo que debiera ser seguido por otras escuelas de señoritas y varones.
Pasan luego los meses, desesperados de notas vacilantes y discordes que llegan a través de la tarde, después de la lluvia, acentuando con su tono plañidero y felino la angustia de un mundo viciado y gris en el que las pensionarias del Colegio de Señoritas subsisten al horror de su propia existencia soplando en los alveolos de su instrumento resbaladizo y recurrente como un huso, que huele a latón oxidado y a saliva seca y que produce un sonido estúpido, triste y sobrearmónico. 
Desde el primer día jamás cejé en mi propósito de exterminar con la mayor celeridad posible toda presencia de un conglomerado humano que se deleitaba en la inmundicia de ese rechupamiento baboso, y en esa soledad surcada de lejanos aullidos maldecía yo a la puta madre que había parido al Sr. Hohner (3). Imaginaba holocaustos wagnerianos y veía con los ojos de mi imaginación las interminables colas de señoritas, previamente puestas en cueros, desfilar lentamente hacia las cámaras de gas, a los compases de la obertura (4) Tanhäuser (5) interpretada a la armónica. Luego imaginaba yo el interior de ese Bayreuth (6) sombrío y resonante de maullidos desfallecientes. Un enorme hacinamiento de cuerpos flatulantes, de sibilantes emanaciones de gas que producían una sinfonía tenebrosa, al azar, en las armónicas crispadas entre los labios amoratados, produciendo escalas agónicas. Poco a poco fui estableciendo el proyecto sin omitir detalle alguno. Ya sólo faltaba fijar la fecha. La clave me la dio la radio. El noticiero de la Cultura que pasa todos los dias a las 17:49 transmitió la noticia: "El próximo sábado tendrá lugar, dentro de la serie de Sábados Sociales organizada por el Colegio de Señoritas, un concierto que estará a cargo de la orquesta de armónicas de dicha institución, que está integrada por ochenta señoritas..." La emulación preconizada por nuestro diario se había realizado, pues el locutor agregó: "...Este notable conjunto se verá asistido por la Sociedad de Armónicas Barítono (7) del Instituto Sobriedad y Patria para Varones." Así dijo. Y dijo también que la Sociedad de Armónicas del Instituto Sobriedad pasaba en lista de presente el nombre de cien integrantes y que el programa consistiría de una selección de las más bellas composiciones de nuestra música nacional. Dicen que a la oportunidad la pintan calva. En este caso la ocasión se perfilaba chupeteando los apestosos deslizamientos de los organillos en labios de ciento ochenta adolescentes astrosos. No voy a abrumar a nadie con todos los tecnicismos relacionados con esta notable empresa aunque la colocación de los petardos de dinamita en las aulas y dormitorios y el envenenamiento con extracto de almendras dulces de todas las jarras de agua dispuestas sobre las mesas del refectorio, de las que las ejecutantes reaprovisionarían las excrecencias dilapidadas en sus sopleteos, en el caso de que los explosivos colocados bajo el estrado improvisado al aire libre, en el patio del colegio, no detonaran, bastaría para elaborar un relato digno de la más pura tradición de la literatura aventuresca. Mi voluntad de hacer saltar por los aires a los virtuosos del Colegio de Señoritas y del Instituto Sobriedad y Patria no flaqueó jamás. Sólo tuve un instante de turbación. Eso fue cuando me despedí de mi suegra. Yo estaba en la ventana y desde la calle ella se volvió sonriente agitando la mano. "¡Gracias por las entradas, rico!, me gritó, ¡Eres un amor!" Huelga decir que había yo querido darle un carácter más amplio y más utilitario a la pasión que había concebido por exterminar el universo musical del Colegio de Señoritas; así que, para matar dos pájaros de un tiro, decidí aprovechar la ocasión para pagar tributo a la generosidad de la naturaleza devolviendo a su mullido seno la humanidad tediosa de mi suegra, de su Criada Eudosia y de la hija idiota de ésta. A mi suegra decidí aplicarle este rigor extremo por principio, a Eudosia porque comenzaba a intuir el principio, y a la hija de Eudosia para librarla de la deplorable condición en la que medra, fruto malsano del pecado y de la infamia de su madre. 
Antes de regodearme con la desolación libertaria que habré producido en las ceñidas filas de los amantes de la música masiva de armónica, invoco esa visión de mi pobre suegra, alejándose por la calle en compañía de Eudosia y de la hija de Eudosia. Invoco lo que dentro de algunos minutos, durante los primeros compases de la tercera selección de nuestra más bella música nacional —ahora comienza la ejecución del primer número del programa—, ya habrá sido su memoria, surcando los espacios infinitos en compañía de las almas sopladoras de las pupilas del Colegio de Señoritas y de los colegiales del Sobriedad y Patria; espíritus dispersos en un efluvio salivoso de notas gangosas; compases deslavados de una agrupación sideral de adolescentes tributarios de Herr Hohner, maulladores que se alejan hacia la más cursi y hacia la más triste de todas las estrellas.

Notas

. El lector curioso (o paranoico) —que a menudo se forma con la lectura de autores como Jorge Luis Borges— podría sospechar de la legitimidad de estas primeras referencias que Elizondo nos ofrece. Pero, permítanme decir que el juego mencionado, los eruditos, ediciones y demás detalles son reales; basta una búsqueda rápida en internet para disipar dudas.

Notas musicales

1. En verdad que la armónica es uno de los instrumentos más innobles jamás concebidos. Su timbre es especialmente feo. Mi comentario está demás, lo admito. Yendo a lo importante: El Diccionario de Música de Manuel Vals Gorina nos dice de la Armónica que es un Instrumento formado por una serie de lengüetas metálicas y desiguales fijas alternativamente en las dos caras de una placa de metal, montada sobre una estructura de madera. Las lengüetas vibran por acción del soplo o la aspiración del ejecutante. Autores como Darius Milhaud han escrito obras para Armónica y entre sus interpretes destacados está Larry Adler.
2. Una Orquesta de Armónicas... aunque temerario y excéntrico, no es un proyecto imposible, las dificultades técnicas que se pueden derivar de esto son más bien las mismas que cualquier conjunto de instrumentos e instrumentistas presentaría; otra cosa es si resultaría idóneo juntar tantas veces el timbre (tan desagradable) de semejante número de Armónicas. Hubo un tiempo, en el que fue una práctica común. Las armónicas son instrumentos de gran versatilidad y, además, baratos en comparación con otros. Fueron especialmente populares a finales del siglo XIX y principios del XX.
3. El nombre de Matthias Hohner está ligado a la armónica como ningún otro. Hohner fue un relojero Alemán de Trossingen que inspirado por un amigo suyo cuya familia tenía una sólida tradición en la fabricación de armónicas decidió aprender —o de hecho robar...— los secretos de la fabricación de este instrumento y emprender su propia firma. Si bien no fue el mejor fabricante, sí fue el más inteligente, supo posicionarse siempre en el mercado, sacando ventaja de tácticas sucias y eficaces campañas publicitarias para absorber a la competencia y monopolizar el mercado de armónicas. Su firma logro establecerse sólidamente en norteamérica y a través de Federico Veerkamp llegó a México a principios del siglo XX. Logró popularidad nombrando sus modelos con el imaginario popular mexicano: El Tecolote, el Toro, etc... Para más detalles recomiendo visitar este enlace.
4. Una obertura, nos dice Manuel Vals: es un fragmento instrumental que sirve de introducción a una obra de grandes dimensiones, como la ópera y el oratorio. En el siglo XVIII designaba la parte inicial de una suite. La obertura es una forma musical libre y como el preludio, tenía la finalidad de ambientar al oyente en la tonalidad principal que la obra iba a adoptar.
5. Tanhäuser es una de las óperas más conocidas de Wagner. El argumento se basa en tres leyendas medievales, siendo la más representativa la que ds nombre a la obra. Narra la perdición de un caballero que logra encontrar la guarida de la, para ese momento, deidad pagana Venus. En su estancia allí se corrompe y al salir al mundo, se dirige al vaticano a pedir por su redención; el santo pontífice se la niega diciendo: "antes le saldrán flores a mi báculo". Por supuesto, el prodigio sucede, y se envía en busca de Tanhäuser, pero jamás se le vuelen a encontrar. La composición del libreto y la música le llevaron al menos tres años, y existen varias versiones, como la del estreno en Dresde, en 1845, o la revisión de París, que data de 1861.
6. El célebre Festival de Beyreuth es un evento dedicado a la representación e interpretación de las obras de Wagner. Fue concebido por el compositor para lograr su independencia económica de los mecenas. Para dicho festival se construyó un teatro ex profeso diseñado por el propio Wagner. A las obras interpretadas en este festival se les llama del Canon de Beyreuth.
7. El adjetivo de Barítono se refiere a una voz masculina que tiene una tesitura entre el tenor y el bajo. Por extensión se refiere a instrumentos que comparten este mismo alcance.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...