domingo, 23 de agosto de 2020

Unidad y continuidad en la música: un enfoque unamuniano

Conocer habilita para amar o despreciar. Es imposible tener opinión alguna sobre algo que no entendemos, que no conocemos; al menos tener una opinión legítima. Porque claro, a veces caemos en la gratuitidad de juzgar tal o cual cosa sin al menos habernos ocupado de comenzar por entenderla; esto sucede con frecuencia en la música. Pasa que, al abrigo de razones endebles; se cree que una mera inclinación afectiva es suficiente para denostar o apoteizar una canción, un artista: una obra. El jucio es siempre parco y vacío: me gusta / no me gusta. Pero, ¿por qué?, podríamos cuestionar; y entonces se nos diría que el arte no se puede explicar, que simplemente gusta y disgusta. No faltará el astuto que hablando de la letra de una canción pretenda justificar su apreciación en ésto y no en la música en sí; porque la realidad es que puesto que carecemos de entendimiento sobre la música, entonces no podemos argumentar sobre ella.
La máxima de que en gustos se rompen géneros ha sido subvertida y pasa por excusa para no dar explicaciones sobre nuestras elecciones. Sería difícil creer que algo nos gusta si ni siquiera sabemos explicar por qué; cuesta trabajo, pero algo se debe hacer. Para no elegir indistintamente música sólo por instinto, por cierta afinidad imprecisa. ¿qué sería lo primero que deberíamos poder apreciar de la música para justificar nuestros gustos? ¿cómo dejar de oír, cómo aprender a escuchar? Porque, hay que notar, antes que nada, que no sabemos escuchar; a lo sumo oímos con pasiva receptividad; el oído distingue que el ruido del tráfico y la música no se parecen, pero la mente no sabe decir exactamente por qué. Oír es apenas un proceso biológico que nos ayuda a sobrevivir en el mundo: un estruendo súbito puede desatar la alerta y el instinto de autopreservación en el cuerpo; escuchar va más allá, es un proceso de atención. Pero como sólo sabemos oír entonces nos perdemos de la sustancia que hay en la música; nuestra atención no sabe en qué fijarse. Podemos seguir accidentadamente un ritmo cuando mucho, sin embargo, nos perdemos de tanto. En afán de —comenzar a—  solventar esas deficiencias, me valdré de dos conceptos de la filosofía de Miguel de Unamuno:
En su opus magna Del sentimiento trágico de la vida el autor rescata el concepto de conato según la Ética de Spinoza, para hablar de lo que es el hombre: “Y ser un hombre es ser algo concreto, unitario y sustantivo es ser cosa, «res». Y ya sabemos lo que otro hombre, el hombre Benito Spinoza, aquel judío portugués que nació y vivió en Holanda a mediados del siglo XVII, escribió de toda cosa. La proposición 6.a de la parte III de su «Ética» dice: "unaquaeque res, quatenus in se est, in suo esse perseverare conatur", es decir, cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser. Cada cosa es cuanto es en sí, es decir, en cuanto sustancia, ya que, según él, sustancia es "id quod in se est et per se concipitur"; lo que es por sí y por sí se concibe. Y en la siguiente proposición, la 7.a, de la misma parte añade: "conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur nihil est praeter ipsius rei actualem essentiam"; esto es, el esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma. Quiere decirse que tu esencia, lector, la mía, la del hombre Spinoza, la del hombre Butler, la del hombre Kant y la de cada hombre que sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir. Y la otra proposición que sigue a estas dos, la 8.a, dice: "conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur, nullum tempus finitum, sed indefinitum involvit, o sea: el esfuerzo con que cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser, no implica tiempo finito, sino indefinido. Es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que este nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual.” En resúmen: la esencia del hombre y de las cosas es el conato que ponen en permanecer siendo lo que son; parece confuso, pero basta con darle un par de vueltas a la idea para comenzar a tomarle el hilo del sentido. Entonces, ¿qué tiene esto que ver con la música? pues que de la definición de la esencia del ser, Unamuno deriva dos conceptos que son claves para entender al hombre, pero no sólo eso; sino que la acertividad de estas ideas es tal, que puede aplicarse a otros ámbitos.
Hablando de identidad, Unamuno continua: “Y lo que determina a un hombre, lo que hace «un» hombre, uno y no otro, el que es y no el que no es, es un principio de unidad y un principio de continuidad. Un principio de unidad primero, en el espacio, merced al cuerpo, y luego en la acción y en el propósito. [...] Y principio de continuidad en el tiempo.” El autor nos explica en unas pocas palabras cómo el cuerpo del hombre (unidad) trabaja en sincronía para mantener la esencia de lo que es y que sólo admite cambios y modificaciones (continuidad) en tanto que no rompan el conato. Ejemplifica una enfermedad que entorpece el trabajo general del cuerpo, para hablar de una discontinuidad, es decir; algo que rompe con la unidad elemental.
Carmen Aguilar define —antoniomachadístacamente— a la música como: “Estructuras sonoras en el tiempo.” En esto se le parece al hombre, somos estructuras en el tiempo. La música es un cuerpo cuyas partes funcionan para cumplir un propósito estético: este cuerpo se va moviendo en el tiempo, modificando sus elementos pero tratando de no romper su unidad. Y a pesar de que no es susceptible a enfermedades (discontinuidades) como tal, sí lo es de elementos que chocan con su escencia. El escuchar música consiste en poner en juego la atención suficiente en lo que es la unidad de una canción/pieza y cómo va evolucionando en su continuidad. Nos dice Unamuno que uno “sólo acepta un cambio en su modo de pensar o de sentir en cuanto este cambio pueda entrar en la unidad de su espíritu y engarzar en la continuidad de él; en cuanto ese cambio pueda armonizarse e integrarse con todo el resto de su modo de ser, pensar y sentir, y puedo a la vez enlazarse sus recuerdos. [...] se le puede cambiar mucho, hasta por completo casi, pero dentro de la continuidad.” Así con la música, lo que va sucediendo en ella siempre guarda una consecución lógica con respecto a su antecedente. Conspirar en romper con estos dos principios, destruye al cuerpo, al hombre en sí; y en la música, da como resultado una pieza desigual.
Pongamos en práctica estas ideas escuchando un par de canciones. Pero, hay que advertir que así como existen una amplia variedad de cuerpos, también de unidades musicales, y de continuos que sólo se pueden explicar a niveles demasiado técnicos; hemos de tener en mente que éste es apenas un primer paso en la concientización del proceso de escuchar música.

Esta es Paso al aire de la banda mexicana Miró. Los primeros 25 segundos son una introducción donde nos presenta algunos de los elementos que constituyen a la canción; podemos fijar buena parte de la unidad en este pasaje, lo volveremos a oír pero ya no de forma instrumental, sino con letra en los coros de los minutos 1:25, 2:27 y 3:25; con esto podemos hacernos una idea bastante clara del principio de unidad; la forma en la que se van retomando los elementos musicales, aunque no exactamente idénticos, esto se lo vamos a atribuir a la continuidad, la canción ha admitido sus cambios dentro de lo lógico, no hay un choque. Después de los primeros 25 segundos tenemos lo que se llama tradicionalmente el verso. A pesar de que la intensidad de la música ha bajado con respecto al intro, la batería ha vuelto al ritmo que suena hasta el segundo 5 de la canción. Ha admitido nuevos cambios, pero conservando cosas que ya nos había presentado; la letra dice:
 
Dibujo un paso al aire
respiro y se hace tarde tal vez
Mañana pueda encontrar un final

Parado entre la noche
me escondo en mis temores me
Abrazo al tiempo y quiero volar soltar 

Sin importar lo que diga la letra, la música es igual para ambos párrafos, podríamos intercambiarlos y no causarían discontinuidad en su constitución, puesto que su continuidad es bastante lógica; presenta una unidad y la repite; esa simetría es uno de los recursos de la continuidad similar a haber repetido lo coros de la canción (1:25, 2:27 y 3:25).

En el minuto 1:07 tenemos un pequeño precoro, nos presenta una preparación para ir al momento álgido del minuto 1:25. Éste mismo pasaje lo traerá en el minuto 2:07 y el 3:08. Entonces, en el 1:25, ya sabemos que viene el primer coro.
En el minuto 1:48 escuchamos un par de nuevos versos; en principio son iguales a los comienzan después del segundo 25 de la canción; salvo por un mínimo detalle, nos han introducido un teclado con timbre de caja de música; decíamos que esto es posible merced a no chocar con la unidad elemental, y en realidad no lo hace en la práctica, pero por supuesto que en teoría, el timbre de este instrumento puede gustarnos o no, —cosa que es ajena a si es continuo con la unidad o no.
2:07 es el precoro idéntico al del minuto 1:07; el coro del 2:27 tampoco nos ofrece nada nuevo.

Hemos llegado al momento por el cual elegí este ejemplo: el minuto 2:48. Vamos a escuchar un denso pasaje musical con la guitarra electrica cargada de distorsión y una melodía que choca con todo lo que nos ganan presentado hasta entonces: estamos ante un discontinuo. Decíamos que la música no puede enfermarse, pero sí puede abrigar en su seno pasajes que rompen con su programa general. Estos momentos, acaso de confusión, son los que restan valor al todo. Sólo podemos conjeturar porque suena este pasaje: quizá porque la banda quería alargar la canción, pero sin repetir directamente el precoro y el coro que comienzan en el minuto 3:08; tal vez trataban de guardar la convención de un solo instrumental tan caro al rock; es difícil decirlo, lo cierto es que sin importar el objetivo de este momento, lo que consiguen es desestabilizar su conjunto.

Suena el precoro del minuto 3:08, pero en éste, rescatando el sonido de la caja de música como único acompañamiento; de nuevo reciclan. Luego el coro del 3:25 que repiten con insistencia para cerrar en el minuto 4:00 con otro elemento de continuidad: un par de frases que se repiten sobre el fondo musical del coro; de nuevo, esto es posible respetando la integridad unitaria de la música. Este es un ejemplo que puede ser aplicado a otras canciones, sin importar el género, y es el principio de la apreciación musical, escuchar cómo articulan sus discursos los artistas: intercalando repeticiones de las unidades elementales, superponiéndolas o introduciendo pequeños rasgos de variedad con sentido de continuidad. 

jueves, 13 de agosto de 2020

Antología de cuentos sobre antropofagia: D2. Margarita o El poder de la farmacopea

Hay un tipo de pez en el que el color rojo del pecho de los machos juega un papel importante para sus dinámicas de vida y apareamiento. Un grupo de investigadores hicieron el experimento de pintar un pez de madera con un rojo que no existe naturalmente en la especie y, al colocarlo con el resto de peces, descubrieron que éstos actuaban desaforadamente debido al estímulo antinatural de dicho color. Los pececitos en cuestión se lanzaban en un desquiciado ataque y terminaban hasta autolesionándose por su desmedida reacción. Un experimento similar repitieron con una especie de mariposas donde los colores también juega un papel importante en su reproducción; colocaron un rehilete que iridecía de manera antinatural: los machos preferían tratar de reproducirse con un carton pintado e ignoraban a las hembras. Estos investigadores nombraron a este fenómeno como Estímulos super normales. Se trata de todos los que siendo artificiales producen reacciones amplificadas en los seres vivos. En los humanos, por ejemplo, son super normales: la pornografía, los dientes blancos y derechos, el azúcar en los alimentos o hasta el arte: todas estas cosas impactan en nuestros sentidos e instintos, haciendo que actuemos de forma contranatural: La constante es que detrás de todos esos estímulos está la manipulación, la artificialidad: somos capaces de excitarnos sexualmente con un papel; modificar los dientes que instintivamente nos hacen sentir que la persona poseedora de ellos es más atractiva (y tiene buenos genes); podemos reír o llorar con una película donde se nos muestran simulacros de felicidad y tristeza. Nada de eso es natural: son simulaciones. Es curioso darse cuenta de lo mucho que estamos condicionados sin darnos cuenta. Esta narración de Adolfo Bioy Casares habla sobre eso [desconozco si el autor sabía o no acerca del fenómeno]: algo que actúa sobre la naturaleza del ser humano y produce una reacción aumentada. Esto es de gran novedad en la narrativa que versa sobre el tema de la antropofagia: usualmente los motivos para cometer este acto son de índole social o psicológico. En este respecto, me acuerdo mucho de dos obras que hablaron de éste fenómeno sin ser concientes de ello: La máquina de gloria de Villiers de L'Isle-Adam y Congreso de futurología de Stanislaw Lem. El primero retrata cierta máquina diseñada para excitar de manera positiva o negativa al público de una obra teatral; valiéndose de una suerte de mecanismos descritos a detalle por su autor, esta máquina haría suscitar la aclamación de una obra mediocre; allí —a mi ver— esta el principio de un estímulo súper normal: algo que no es natural y que provoca una reacción aumentada y hasta controlada. Villiers habla hasta de químicos, dispuestos en la sala para hacer reír y llorar a los espectadores, si es preciso; en esto termina por colindar con las descripciones de una sociedad química propuesta por Lem: su obra, a grandes rasgos, versa sobre un futuro donde la vida humana es manipulada por toda clase de drogas, que pueden lograr la paz entre los hombres (o la guerra, de ser necesaria). La idea del químico: estímulo súper normal, que cura la inapetencia; que provoca el sentimiento de benevolencia; que hace reír y llorar. En suma, su efecto es antinatural. Por eso éste cuento de Bioy pertenece a la categoría de lo extraordinario: su autor le dió la vuelta al tema, escribió una fantasía menor de gran modernidad: historia sobre un apetito súper natural.

Tus triunfos, pobres triunfos pasajeros 
(Mano a mano, tango)

No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión: 
—A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
—No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
—El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho —contestaba.
—Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
—No el triunfo —me interrumpía— sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de que todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de «Caras y Caretas», la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano el mundo recurre hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles. 
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras. 
—Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...