jueves, 11 de febrero de 2021

¡Oh, inmemorable musa!

Memorabilia que ayuda al desconocimiento general de la musa ausente (y de otros famosos desconocidos); en éste cuento trato de hacer recuento de Mnemosyne y de Letheo, seres semejantes pero separados por su causa y su cause: ofrezco respuesta a la pregunta de ¿qué pasa cuando dos ríos se juntan?: ambos se pierden como en la mente de Platón preguntando por las unidades que dan 2 en el 1+1. Léase (en la medida de lo posible) sucesivo, como el agua que no se sabe dónde comienza y dónde acaba.

 
Antes que nada, debes saber que hay una diferencia definitiva entre «no poder olvidar» y «recordarlo todo»; pues lo primero es una prisión, mientras que lo segundo es la absoluta libertad.
Polaridades: diferencias e imitaciones / Gabriela Témprano

«Si yo fuera un dios —se decía una vez más— no tendría memoria, puesto que al ser eterno, estaría existiendo incesante en todos los tiempos, viendo suceder simultáneos los eventos pretéritos, presentes y porvenires»
«Pero soy mortal, tan frágil que nací, como toda mi estirpe, bajo el signo de la corrupción»
Aletheo pensaba tanto en lo mismo, que de repente se confundía un poco entre lo que era el pensamiento primero y su posterior recuerdo; pues su memoria era prodigiosa, de una precisión tal que, a veces, no distinguía entre un hecho sucediendo y otro siendo rememorado.
Hacia días que no salía de casa, precisaba de un ámbito cerrado para evitar que las cosas que percibía fuesen evocadoras de recuerdos; una flor y toda la geometría implícita que poseía, la primera y todas las sucesivas veces que sus sentidos se encontraron con aquel género botánico, los días y las horas exactas de esos acontecimientos, luego el significado extendido: la flor y ella, la flor marchita sin ella, la flor antes de la flor, la combinación de aromas entre ella y la flor, la flor y su situación espacial, la flor general, la flor única en su expresión...
En efecto, para Aletheo, que podía conservar la detallada impresión de sus días, había un evento capital que constituía la proyección del futuro, y la determinación del pasado; de algún modo asoció todos los acaecimientos de su existencia con el tiempo en el que se amó con Syne.
Syne, aunque no era la antítesis de Aletheo, era contrastante con él; gustaba de la impresión novedosa de los sentidos, buscaba hacer todo como si fuera la primera vez, sin dejar que la experiencia contaminara el resultado de sus acciones. A Syne, por ejemplo, le gustaba recostarse sobre la hierba y mirar el cielo, sin pensar en todas las veces que así lo había hecho, sintiendo diferente cada interacción entre su cuerpo y el enorme espacio que la contenía. Aletheo, no perdía ninguna impresión, en su pensamiento se acordaba de que: «Todas las cosas que hacemos, siempre se hacen por vez primera, aunque sean gestos conocidos y reconocidos». Veía a Syne y continuaba pensando en sus recuerdos: «La asociación de elementos semejantes crea un modelo ideal de las acciones y los objetos, que eventualmente se vuelve el recuerdo unívoco que impera en la memoria de aquellos que no pueden aprehenderlo todo». En la práctica estaba de acuerdo con Syne, pero, en la teoría, lamentaba que Syne no pudiera diferenciar, más que a fuerza de voluntad, todas sus acciones.
Aletheo no era ingenuo, en su primer encuentro con Syne, pudo vislumbrar con alta precisión el momento en que se separaría de ella definitivamente.  Recordaba las cosas que aún no habían sucedido porque las que ya lo habían hecho, lo encaminaban sin contratiempo a lo determinado; esa previsión tenía un límite de no más de 4 o 5 años, por lo que con todo y todo, siempre había una eternidad de ignorancia frente a él. Esto nunca lo afectó y antes, más bien, le dió el alivio de vivir una vida con un propósito tan definido que era imposible equivocarse puesto que el error era resultado del acierto.
Al menos así había sido hasta entonces, porque el dolor calculado que había previsto lo estaba superando últimamente, cuando la memoria, dócil por naturaleza, comenzaba a salírsele de las manos y lo hacía recordar contra su voluntad la felicidad y el amor perdidos.
Desde hacía días que no podía poner un pie fuera de casa sin que lo asaltaran las visiones de lo acontecido, que lo llevaban a calcar las acciones de sus días más alegres junto a Syne, como si un yo del pasado tomara el control de su presente y lo obligara a ejecutar la pantomima de la felicidad; hacer de sus precisos recuerdos cosas que estaban sucediendo en ese instante.
Estas imitaciones que escapaban de su control le hacían perder el hilo de la realidad, porque eventualmente tenía que dormir, y al despertar comprobaba que Syne no estaba. Lo que sentía haber vivido era la falsificación de un momento único que vivió con ella. Lo irritaba bastante su pérdida de noción; le quitaba el carácter de único a esos recuerdos de su vida con Syne, pues para su memoria había seis o siete veces el mismo día, eidético, pero sólo uno era el original.
Al dolor de no estar con Syne, se le superponía el equívoco paliativo de recordar haber estado con ella la víspera. Entonces se quedaba quieto en medio de la habitación, haciendo una detallada distinción de lo que era real y lo que era falso. Y pensaba: «Si yo pudiera olvidar contra mi voluntad, como recuerdo también contra mi voluntad, podría ser mortal y alcanzar la paz de la distinción. Poder desechar las repeticiones por que no hacen más que redundar en lo inútil. Pero tengo ante mí toda mi vida para examinarla y a menudo me acuerdo de mi acordándome de otro recuerdo, y me siento atrapado en una habitación con paredes de espejos».
La única diferencia entre todos los lados de un triángulo equilátero es que cada cuál no es el otro; inclinación, longitud, y cualquier detalle es análogo entre cada recta, pero nunca llegan a la homologación y Aletheo que estaba perdido entre recuerdos, sólo podía asirse de esto para no terminar varado entre las repeticiones. En medio de la habitación dubitaba, sin llegar a darse cuenta del todo que, hacía mucho que recordaba la misma cosa: un enorme recuerdo compuesto de recuerdos igual de grandes; porque etéreos todos, cabían unos dentro de otros sin contradicción del espacio, puesto que no había espacio.
Harto de este bucle, donde su adorada Syne estaba cayendo en aquella repetición que él buscaba evitar, Aletheo tramó la solución definitiva, y consciente de que un mal recursivo no se puede combatir desde un sólo flanco, equilateró su estratagema:
A) No podía aceptar no estar con Syne, pero incapaz de recuperarla, decidió sucumbir a revivir los días que pasó con ella.
B) Pero para no traicionar la naturaleza de Syne con esta servidumbre, encontró en su memoria el momento antes de vislumbrarla en su porvenir. De este modo consiguió una forma de olvidar, superponiendo a todo recuerdo duplicado, la sensación de no conocer todavía, de no saber; pues la presencia de la ignorancia es capaz de encubrir cualquier fantasía.
C) La última determinación fue editar sus recuerdos, tomar un poco de todos para combinarlos y de alguna forma crear nuevas versiones de su vida con Syne, explotando las posibilidades infinitas de una memoria infinita, obligándose a recordar determinados gestos en determinados momentos, días felices que serían cubiertos con la esencia del desconocimiento al anochecer.
Sin embargo, éste abuso de la verdad para tornarla en mentira no podía haberse sosteniendo, sobre todo cuando presto para poner en marcha su plan, Aletheo se levantó por fin y saliendo a la calle por primera vez en mucho tiempo, se encontró con Syne, sin poder decirse si era ella o sólo la noción de ella.

domingo, 7 de febrero de 2021

El diablo es un tarado y puedo demostrarlo

Si yo fuese un poquito más ingenuo, sería a la vez un tanto maniqueo, que es lo mismo que decir obstinado. Me explico: los ingenuos no se dan cuenta de todos los engranajes que mueven las acciones de los hombres —¿y quién lo hace?, pero, los ingenuos son los que menos los perciben—, por lo tanto, suelen quedarse con la interpretación superficial y obvia de todo, detalle que los lleva finalmente a ver que las cosas son o no son: un pensamiento típicamente maniqueísta; al tener esa perspectiva total, los ingenuos se vuelven obstinados, se aferran a una idea o a una postura con un rigor que ya quisieran tener los menos ingenuos, vamos, que es regla consabida que el sabio duda y el tonto afirma. Sin miedo al perjuicio, por la tierra circulan los ingenuos, con la respuesta para todo en la punta de la lengua. Entonces, si yo tuviera un pelo de tonto más —de los que ya tengo, naturalmente—, andaría por allí viviendo sin tanta complicación; porque la moral maniquea, como diría Villiers de L'Isle-Adam, hace que un bonhomme le corté la mano a un niño, sin dudar, por robar una manzana, resolución justa, ciertamente; creo que se nota que las personas así son gente práctica, presta para resolver las cosas al momento.
Como me aprecio mucho a mí mismo, creo —forma un poco más violenta de la duda— que no soy un ingenuo, dudo mucho, tanto que de vez en cuando me permito el lujo de afirmar alguna que otra cosa, por aquello de tener la excepción que amplia la regla; pero eso es otra historia. Si me preguntan quién es el mas grande ingenuo de todos los tiempos, yo contestaría, sin dudar, que es el diablo. Sí, Satanás, enemigo de la humanidad y de toda la creación, es un grandísimo tonto, un maniqueo recalcitrante. Para empezar, porque es ateo, el primero de esa larga estirpe [como comentario periférico, si él, que vio a Dios a la cara no cree en él, no sé qué nos depara a la humanidad]; en segundo lugar, porque se casó con su postura (...y no se le ven intenciones de disolver su matrimonio), es malo y punto; en tercer lugar porque cuando el necio no puede tener la razón se la inventa para salirse con la suya, y no conforme con ello, a los necios —que en el fondo son inseguros— les gusta la confirmación de los otros, y con cuánta razón, el respaldo nunca se desprecia; por lo que el rey de las tinieblas siempre está en busca de adeptos. En resúmen, sí, apreciado lector, el diablo no es el ser más inteligente de la creación y, aunque soy enemigo de ciertos prejuicios, tengo que reconocer que aquel que pesa sobre las personas bellas, que tienen la tendencia a ser cortos de inteligencia, se confirma en el triste diablo. Sé que en algunos círculos se dice —repitiendo como periquitos memoriosos— que más sabe el diablo por viejo que... a lo que yo respondo que la gente cree que todo lo que dice un viejo es sabiduría. Que no los engañe el diablo, los que prometen paraísos inmediatos es porque le temen al compromiso y un hombre (o diablo) sin compromiso, no vale nada.
Desde que papá lo echó de casa, el diablo se dedica a vagar por las propiedades de su progenitor... qué más quisiera uno que tener semejante abolengo y la vida resuelta de ese modo, sin importar lo ingratos que seamos. Y ya sea por aburrimiento o por ganas de llevar la contra, el diablo decidió dedicarse a hacerle la competencia a su padre, y éste, comprensivo, aceptó a regañadientes la iniciativa de su oveja descarriada, finalmente, es bueno que un hijo trate de hacer lo propio, y mejor si es en el negocio familiar. Pero a pesar de tener buena escuela, el diablo anda dándose de topes contra la pared, como digna cabra que es: por ejemplo, Dios, cuando promete la gracia, la vida eterna y la iluminación, pide antes que los hombres seamos caritativos, piadosos y que nos amemos los unos a los otros como él nos ama; en cambio, el pobre diablo da las recompensas antes de los sacrificios. En Sudamérica circula la tradición de Bartolo Lara, que es una de las historias de más vergüenza para el diablo. Resulta que este haragán se vió en un aprieto de dinero, haciendo acopio de coraje, invocó al diablo y le dijo que le daría su alma a cambio de la suma necesario para solventar sus deudas, nuestro malvado Satanás aceptó, era un trato corriente, como todos,  incluso se burló de lo tonto que era Bartolo Lara, pues cambiar un alma inmortal por un montón de metal sacado del sucio barro era un arreglo estupendo. Le preguntó a Bartolo que cuándo quería que se llevara su alma, una cortesía profesional, y éste le respondió que al día siguiente: firmaron un contrato, porque al diablo no le gusta dejar cabos sueltos (precaución de ingenuos que no saben que las cosas nunca pasan como las planeamos). El documento en cuestión, rezaba sencillamente: Bartolo Lara, no te llevo hoy, pero te llevo mañana. Hecho esto, le entregó el dinero a Lara y se marchó muy satisfecho de él mismo. Al día siguiente, volvió para cosechar el fruto de su trabajo y Lara increpó al diablo: ¡¿Cómo así que vienes tan pronto, HOY, por mi alma?! Nuestro trato dice que debes venir MAÑANA. Y en vista de que quieres despacharme antes del plazo, debes darme una indemnización, ¡exijo el doble de dinero de lo que me diste originalmente! El diablo miró consternado el contrato; en efecto, no podía llevarse a Bartolo Lara ese día, tendría que volver al siguiente. No hay que ser muy avispado para ver que el diablo firmó un contrato infinito —mientras dura el inacabable tiempo— que jamás se podría cumplir y la escena donde Lara sangra al diablo se repitió un par de veces más, hasta que éste desistió de llevárselo. 
La estupidez del diablo no está manifiesta en toda su expresión con la historia de Bartolo Lara (a mi ver, quien merece más el título de diablo), sino en la ingenuidad primaria que yace en el acto de comprar lo que te pertenece, pues Dios, es un tramposo; ¿de dónde crees que lo sacó el diablo? Verás, divino lector, entre todos los dones que nos proporcionó Dios, está el del libre albedrío: la máxima libertad que nos permite guiar nuestro paso por la tierra, pero al mismo tiempo, Dios nos impuso la obligación de adorarle, y no conforme con eso, de ¡hacerlo con sinceridad!, fuimos víctimas de una infame coacción, tal como si nos regalaran un avión con la condición de nunca usarlo para volar. Estamos atrapados en este trato desleal de Dios... pobre diablo, de nada le sirve la buena escuela; entonces, como consecuencia de no acatar esta deslealtad que nos obliga a ser leales, y no conforme con todo, Dios nos tiene bajo amenaza (otro que puede ostentar sin problema el título de real diablo), de que si no hacemos su voluntad nos va a mandar al infierno, con el desobediente diablo que lo regentea. Volviendo al punto de la estulticia del diablo: Dios nos permite —para que se diga que al menos algo tenemos— autocorrompernos, el diablo no necesita tentarnos ni hacer tratos con nosotros para ganarse nuestra alma, somos autosuficientes para entregarla. El diablo no se dió cuenta que lo único que hizo con Bartolo Lara fue liberarlo de la obligación de acogerse a Dios o él mismo; sin la intervención del diablo, es seguro que Lara hubiese terminado en el infierno. Y como Lara, todos los que hacen tratos con el diablo, todos los que aceptan sus seducciones, lo hacen porque constituyen una ganancia en algo que de todos modos iban a hacer. Nos bastamos y sobramos para hacernos daño y echarnos del paraíso... cosa no tan complicada gracias a las reglas de Dios, que sin hacer contratos, nos tiene contra la pared. 
Sí, el diablo paga bien por lo que ya era suyo. Pero hay que guardar el secreto, de no ser así, puede que en un tiempo próximo, veamos a un ejército de oportunistas tratando de sacarle algo, y bueno, el diablo no tiene empacho en prodigar su fortuna, porque en realidad es de Dios. Este hábito del despilfarro es característico de los zoquetes, pues uno de los principios de la inteligencia es el esfuerzo por ganarse lo que uno tiene. La necesidad es buena maestra de administración, pero, ¿qué puede saber de esto el hijo de un soberano? El diablo vive en su burbuja de inmortalidad, aunque es renuente al aprendizaje, de otro modo ya habría perfeccionado su existencia en una tarea más productiva, y no seguiría tentando a pecadores avant la lettre
Es que, en verdad, no alcanzo a disculpar tanta tontera. Nadie cuya filosofía de vida sea el exceso puede ser inteligente: la gula, la avaricia, la soberbia, la pereza, la ira, la lujuria y la envidia son ante todo actitudes desmedidas que tratan de satisfacer a lo más primario de los seres: los sentidos. Y en general todas las cosas afines al diablo están también vinculadas a la ignorancia; la oscuridad que le es tan cara, es un antónimo del saber; la maldad, elemento diabólico, es constante en los seres que no tienen una comprensión desarrollada; el miedo también se funda en la ignorancia; la jactancia, manifestación de la soberbia cardinal, es hija de la ignorancia de ignorar; el odio, adorno en la corona del diablo, es la negación de la empatía, que no es como dicen ponerse en los zapatos del otro, sino ser sensible en los demás, o sea estudiar el sentimiento del otro, lo que es aprender. Y bueno, la genealogía continúa, y el diablo parece cercado por todos sus flancos, casi que uno querría excusarlo un poco; pero hace falta definir una cosa, para descubrir que no tiene perdón. 
La característica elemental del tonto es su capacidad potencial para no serlo. De otro modo, sin la posibilidad de aprender y volverse más inteligente y sabio, el tonto está determinado, y finalmente su tontera no es cosa suya, sino algo que lo supera, querer algo diferente es pedirle peras al olmo. El diablo no tienen ningún impedimento para cambiar, antes diría que lo tiene todo a favor (cosa que agrava su insensatez), y sin embargo, helo allí: siendo el mal de muchos, por lo tanto se consuela tontamente y no se da cuenta que hasta siendo malo, es pésimo.

miércoles, 3 de febrero de 2021

De cómo aconsejar no es aconsejable y la experiencia tras el golpe

¿Qué es un consejo?, para ponerlo en mis propias palabras, es una sugerencia que pretende ahorrarle descalabros a alguien, un preventivo, o —si se quiere una idea de orden diferente— la vacuna para prevenir una enfermedad. Etimológicamente, la palabra viene de latín consilium (deliberación, consulta). 
Casi todos sabemos lo que es un consejo y a la vez, casi todos los ignoramos. Es posible que, por esta razón se llegó al conocimiento superior de que los consejos no sirven para nada y alguien exclamó: «No des consejos, el sabio no los necesita y el necio no los escucha». Recuerdo que la primera vez que escuché esta máxima de la sabiduría proverbial, me quedé muy contrariado por la (aparente) paradoja de la declaración: ¡Un consejo para acabar con todos los consejos! A primera vista, este consejo cae en su propio juego y hace pensar a uno lo irónico que es cuando alguien grita pidiendo silencio. Pero tiene sentido que sólo con un consejo se pueda acabar con todos los consejos, es decir, fuego contra fuego, ¿no? 
Siendo justos, las personas fluctuamos entre ser sabios a lo inútil y necios tajantemente; es extraño cómo hay gente que sabiendo que marcha al matadero, no hace nada para evitarlo; nos puede resultar común la escena donde le dices a un amigo o a un familiar que está equivocado y que debe reconsiderar su postura, para luego recibir como respuesta un lacónico: lo , pero no ver ninguna acción preventiva de su parte. Saber que uno está errado y no hacer nada para corregirse es sabiduría inútil y tanto da saber como no. En el otro extremo de la balanza están los necios, que no obtusos. Aquellos que andan extraviados sin darse cuenta, y que cuando reciben un consejo lo hacen con incredulidad; aquellos que responden sarcásticamente que no es posible que anden errando errados. Estar en alguna de esas dos posibilidades no excluye que en la eventualidad no pasemos a la otra. En última instancia está el verdadero sabio, al que no se le puede aconsejar, porque no hay razón para hacerlo. Y la conclusión vuelve a recaer en que, en efecto, el consejo es estéril.
Entonces, si el consejo es desoído indistintamente por aparentes sabios e inconvenientes necios, ¿para qué sirve un consejo? Las definiciones arriba podrían contestar en parte esta pregunta; pero debo aclarar que hablo del verdadero y posterior fin del consejo y no de su aparente aplicación inmediata. 
Un consejo, en realidad, sirve para predecir el futuro (las más de las veces aciago y) evidente. Una anticipación con un margen de error muy bajo: pues, el consejo es la sugerencia de acción para evitar un resultado negativo —que es lo mismo que propiciar uno positivo—, en ese sentido, el consejo es el hermano amable de la advertencia (también ignorada, pero en menor medida) y la amenaza (que nadie ignora pero que sí tiene un índice de incredulidad más alto).  A mi ver, tal es la razón por la que seguimos dando consejos e ignorándolos; porque al ser humano le gusta la idea de saber qué es lo que va a pasar, y claro, al saber qué es lo que va a pasar, le gusta también contradecir a su destino, aunque finalmente lo cumpla.
La forma prosaica de decir qué no debemos dar consejos es: deja que la gente se parta su madre, como diría mi padre, para luego agregar: ya aprenderán. De conocimiento popular es, también, que nadie experimenta en cabeza ajena o que las verdades generales no les gustan a los individuos, pero, también, es de todos sabido que dos cabezas piensan mejor que una. De lo que podemos deducir que existen dos posturas: de los empíricos y de los estadísticos. Los primeros piensan que el consejo no conduce a nada porque la soberbia y la naturaleza del hombre impiden que éste alcance su función; mientras que los segundos creen que es bueno actuar según las constantes para no caer en los mismos errores que los otros, cosa que finalmente lleva a otra máxima de la sabiduría universal: «El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra». Hay una tendencia condenatoria en todo esto, pareciera que por más que el hombre trata de evitar una y otra vez el tener que subir la piedra cuesta arriba, continúa cayendo en el mismo dialelo. La sabiduría de la humanidad pone en duda la evolución del hombre, porque hemos analizado y acumulado siglos de filosofía y ciencia, y sin embargo, vamos repitiendo los mismos esquemas viciosos de todos los tiempos.
Alguien ha cuestionado con mucha razón: ¿para qué sirve el aprendizaje después del golpe?, y el cándido dirá que para no golpearse de nuevo; pero la cuestión no es la de evitar una recaída, sino recalcar el hecho de que siempre vamos a tener que caer, aún antes de saber que estamos arriba. Con esto podríamos darle un punto a los empiristas del error humano y decir que en el orden del saber humano el error siempre va a estar antes de todo. 
Partimos de la equivocación, para eventualmente llegar a ella de nuevo, y el estado de acierto es, más bien, un feliz accidente. Claro que no faltan quienes pretenden atenuar el brillo del fracaso y exclaman como cierto inventor: «No fracasé, sólo descubrí 999 veces de cómo no hacerlo bien». Y ciertamente que en perspectiva, un acierto rodeado de fracasos parece destacar.
La vida es un experimento personal y no hay panacea para los males del hombre. El consejo debe cumplir su función inútil de ser un vaticinio: no evitar el tropiezo, sino decretarlo. El consejo está para recordarnos que de nada nos vale nuestra memoria histórica, que estamos condenados a repetirla, porque el fracaso de la invasión alemana a Rusia durante la segunda guerra mundial ya había sucedido poco más de un siglo antes cuando Francia intentó la misma campaña, y si vamos más atrás, podremos hallar multitud de episodios símiles donde la osadía de un líder embriagado de soberbia lleva a su ejército a enfrentarse con las adversidades del clima por subestimar a su contrincante.
Dice Francis Bacon que «Dice Salomón: Nihil Novum Sub Sole (a lo que exclama Pedro Antonio de Alarcón que entonces lo nuevo debe estar Supra Sole), así como Platón imaginaba que todo conocimiento era sólo una remembranza», a lo que hay que decir que podemos recordar el porvenir y todavía más, ponerlo en práctica. No sé, no sé... quiero decir, «Sé la verdad, pero no puedo razonar la verdad». ¿Será que estamos luchando contra el destino, contra la repetición incesante de siempre lo mismo per secula seculorum, que una voz ab aeterno nos llama, nos advierte de la fatalidad?
Los consejos tienen otra dimensión, porque si de antemano sabemos que no los seguimos y que no nos sirven, resulta paradójico pedirlos o recibirlos de buena y mala fe. Bacon dice, también, que: «La mayor confianza entre hombre y hombre es la confianza de aconsejar; pues en otras confianzas los hombres confían partes de su vida [...]; pero a quienes hacen sus consejeros les confían todo». Esto explicaría la dificultad que implica atender un consejo, pues la apuesta es demasiado alta. Es fácil recelar del consejero y el consejo, ellos no se juegan la vida. Y sin embargo, vamos por allí buscando confidentes, amigos de alta confianza que escuchen nuestras cuitas, y eso: el acto de confesión, el poder hablar de lo que nos aqueja, de nuestros dilemas, nos acerca a la respuesta o la resolución de ellos; no tanto el consejo en sí, que invariablemente no seguiremos, pero no porque se nos dió la respuesta, que en muchos casos ya conocemos, sino porque es parte del círculo de la fatalidad. Hay que decir que la tendencia es buscar la autoconfirmación y no tanto una solución.  Aconsejarse permite el desahogo, la comprobación de qué tan graves o grandes son nuestros problemas; si nos dan un consejo sabio o no, poco importa, mientras podamos obedecer al impulso un tanto egoísta de sentir que nuestros conflictos son únicos, que nadie más antes ha padecido adversidades semejantes. Cuando Jacques y su amo andaban sin rumbo, y el segundo le pedía al primero que le contara la historia de sus amores, puede que, de haber tenido pericia, hubiese sacado una interesante conclusión de esas desventuras, pero el pensamiento del amo siempre fue que él era de otra clase, que nada podían enseñarle las experiencias de Jacques. Claro que estaba errado, pero no podía saberlo. Nos contamos la bonita fantasía de que los hombres no pueden ser iguales. Si Platón tiene razón, la respuesta de todo ya está en nosotros y sólo debemos extraerla, la confesión y el consejo permiten que las cosas veladas se vayan aclarando.
Cuando Cronos devoró a sus hijos con la finalidad de no perder su soberanía, fue una profecía la que lo llevó a semejante determinación; es curioso cómo una predicción ambigua pudo activar tal resorte de acción en aquel dios primordial, lo cierto es que sólo Júpiter se salvó de compartir el mismo destino que sus hermanos, luego, cuando tuvo la edad y fuerza para hacerle frente a su padre; Júpiter recibió la ayuda de Metis, conocida como la diosa consejera, quien le dió un poderoso emético que hizo que Cronos devolviera a su prole. Entre otras cosas que sucedieron después, Metis fue la primera pareja de Júpiter y una profecía ídem a la que amenzó en su momento a Cronos, cayó sobre Júpiter, y éste, de tal palo, tal astilla, hizo casi lo mismo que su padre; devoró a Metis, quien estaba en cinta. En la fábula, la relación entre Júpiter y Metis pretende decirnos que la soberanía está casada con el consejo; en cierta forma todos somos soberanos de nuestra vida —lo cual explicaría nuestra actitud desmedida y soberbia en el proceder que a veces llegamos a tomar—, y como tal precisamos del consejo. Pero precisamos de él, a menudo, por comprobación, incluso para usurparlo y hacerlo pasar por nuestra determinación; no en vano Júpiter dió a luz a Pallas Atena, aunque la gestación real fue de Metis. Y podríamos decir, que al final, algunos atienden consejo, y se libran —posiblemente— de algún problema, pero, también hay que observar que estas salvaciones que proceden parcialmente de la deslealtad hacia nuestros consejeros, evidencian nuestra malicia... y bueno, no pretendo moralizar, la conclusión ya está aquí, sólo hace falta que, usted, querido lector, la dé a luz.
Entre los consejeros hay algunos que pasan por estar, creo yo, en el escalafón más alto de virtud. «Optimi consiliarii mortui» o sea: los mejores consejeros son los muertos, según Alonso V de Aragón. Por supuesto no hablamos en términos literales. Que se sepa, nadie puede pedir consejo a los que han dejado la tierra —salvo Lemuel Gulliver, quien tuvo una espectacular audiencia con algunas grandes mentes del pasado cuando estuvo en Glubbdubdrib—, y lo siento por aquellos que creen en la quiromancia, pero la veo como una tomadura de pelo. Esos mortui de Alonso V son en realidad los libros, la voz, en efecto, de los muertos. Se piensa que dado que un libro —que es decir lo mismo que un pensador del pasado— no tienen ningún interés para con nosotros, su imparcialidad y objetividad a la hora de emitir sus juicios y resoluciones, son las más sinceras. Quizá, los antiguos, guiados por este pensamiento, se dieron a la tarea de legarnos multitud de manuales consiliares: máximas, refraneros, emblematas, escudos, epigramas, dichos, largas disertaciones filosóficas sobre las cuatro virtudes cardinales, es decir: hay para todos los gustos y necesidades. —Si sigo por mi senda de pensamiento, se puede creer que tengo algo en contra de los consejos, aclaro que no es así; como todos, los doy, los escucho y los ignoro—. Pero, aunque aquellas obras, fruto del prolongado ensayo y error de la humanidad están muy bien, de poco nos han valido en la práctica y su más alto mérito está en el campo de la calología literaria: el arte de escribir de forma clara/bella/concisa/súbita la sabiduría humana. Por más que el preclaro Baltazar Gracián encomió la virtud de la prudencia con gran celo de la brevedad; por más que los emblemas de Alciato conjugaron la doble cualidad de escritura e imágen para democratizar el campo de la transmisión de sabiduría, hemos vuelto a eludir, con igual arte, la obligación de poner en práctica ese saber. Digo obligación, porque en efecto, hay un carácter imperativo en la sabiduría que puede resolvernos la vida; es que, tal cual, nos está allanando el camino, y no hay más alto don que el que nos evita las desgracias (evitables, claro) de la inexperiencia. Para poner en práctica la prudencia, el libro resulta ser un consejero soslayado, porque al final es más pasivo con sus llamadas de atención y sus ejemplos tienden a verse anacrónicos; por más que en Levíticos se nos hace hincapié de las bendiciones de la obediencia, es más fácil actuar por el miedo a las consecuencias y a la señal de la vasija rota, o sea, por coacción y amenaza. Aunque, a estas alturas casi nadie le teme al sitio y al anatema de que nos devoremos los unos a los otros. Es esa parte del consejo, que no alcanza nunca el punto de violencia, que sí toca la amenaza, por la que ese condicionamiento al dolor resulta ser más sugestivo que la incierta (ya demostrado arriba que no es así) consecuencia de no seguir un consejo. La promesa de sufrimiento puede poner en movimiento más fácilmente que la exhortación amable (recuérdese a Cronos), lo cual nos lleva al punto de que el hombre, a pesar de toda su herencia sapiencial, quiere experimentar en carne propia.
El último territorio del consejo está en la maduración del pensamiento individual, ir al fondo de uno mismo, para buscar la respuesta, porque si es cierto que hay tal cosa como un mundo elemental de ideas al que estamos conectados, hacer esto es escuchar en nosotros a los otros, pero con el agregado de que la respuesta obtenida parece ser solamente nuestra. Sin embargo, es difícil llegar a ese punto de autoconfianza y autoconocimiento, y sería extraño que a pesar de cargar con tal saber andemos errando tan fácilmente; por simple lógica de orden, el saber a priori la forma en la que hay que vivir, nos debería ahorrar los accidentes. Lo que pasa es que el consejo apunta siempre por el bien común y la virtud, que las más de las veces está en dirección contraría al bien personal y la autocomplacencia. Por eso, también, el autoconsejo nace bajo el signo del error, porque cada cual es muy considerado y permisivo consigo mismo. 
Un fallo más del consejo es su apariencia de contingente: la mayoría de personas no confía en las cosas hechas al calor del momento, resulta difícil de creer que la solución a nuestros problemas puede zanjarse con un par de palabras. Porque claro, olvidamos (quién sabe si convenientemente para nuestro perjuicio) que el consejo es más antiguo que nuestra existencia personal. Tenemos la necesidad de «consultar con la almohada antes de hacer nada», como dice el refrán; dejando muchas veces que «la oportunidad la pinte calva». Y es que el consejo propone la acción antes que la meditación. Tal vez nos hiere el amor propio ver que nuestros problemas, que sufrimos bonitamente y llegamos a defender, se resuelvan de forma tan sencilla, casi tan ¡mágica! Uno de los posibles significados etimológicos del nombre de la diosa Metis es truco. El consejo tiene, malamente, esa ascendencia de ardid: y el ser humano podrá ser todo lo tramposo que se quiera con los demás, pero el hacerse trampa a uno mismo es carecer de toda dignidad (aunque de que los hay, los hay).
Es aconsejable que «non deas consello a quen non cho pida» (no des consejo a quien no lo pida), pues por lo regular no se te verá con gratitud, además de que los que andan penando dificultades, suficiente tienen con el problema, que muchas veces no han terminado de comprender, como para entender la solución, todo va paso a paso. También hay que recordar que «qui bonum respuit consilium, sibi ipsi nocet» (quien rechaza un buen consejo, se daña a sí mismo) y sobre todo «post factum, nullum conciium» (después de hecho, ningún consejo). Sabias máximas que albergan estas ideas: 1) el consejo es un mal agüero, por eso no debe soltarse a mansalva, sobre todo con los supersticiosos; 2) aconsejar es señalar que alguien va camino del tropiezo, cosa que se recibe con incredulidad; 3) también, que el consejo desoído (o sea el de siempre) hiere y uno debe guardarse de tener injerencia en lo que cada cuál se hace a sí mismo; y por último, 4) por la misma consideración que tenemos hacia nosotros mismos, decir qué es lo que alguien debió o pudo haber hecho antes de su fatalidad, no hace más que herir el amor propio de los otros.
Aconsejar es un mérito muy alto, reservado a los que están libres de pecado, pero como de esos no hay ni uno sólo, los que se equivocan son los que asumen esa noble labor, y es que ¿cómo podría un santo o un virtuoso ayudar mejor a las ovejas descarriadas que ellas mismas entre sí?, aunque su ayuda no ayude, se agradece la solidaridad. Estamos aprendiendo, después de todo; sabrá dios para qué o por qué, pero echando a perder...

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...