jueves, 28 de noviembre de 2024

5. En torno a creación y tradición

Me gusta pensar que mi identidad es como un cielo nocturno, con una serie de estrellas componiendo constelaciones que representan todas esas piezas fundamentales que me diferencian de los demás. Es una metáfora un poco más vanidosa que la de la mente-habitación amueblada que propuso Conan Doyle en su primer Sherlock. ¿Qué ideas conservamos como firmes convicciones, por qué y de dónde las tomamos? Valoro especialmente aquellos pensamientos-constelaciónes que sé de dónde vinieron y es el caso de este ensayo de Antonio Alatorre (filologo mexicano cuya participación en el desarrollo del continente de las letras es inestimable, cuanto y más en lo que refiere al desarrollo de mi propio ser). Leí la obra de Alatorre gracias a Álvaro, así que en ese sentido mi deuda es con ambos y el origen de lo que este ensayo ha llegado a representar y significar para mí comprensión del mundo es fácil de rastrear.
Evitaré hacer una penosa exposición esquemática del contenido del texto a continuación, no vale la pena si se puede leer directamente en lugar que de segunda mano. Lo que sí me gustaría comentar es que mientras leía las palabras de Alatorre viene a encontrar algo así como confirmación y correción de opacos pensamientos que ya guardaba en mí, otro pecado de vanidad de mi parte en menos de dos párrafos. En fin. Junto con Diderot, el atomismo, el homo ludens y la doctrina del silencio, esta reflexión sobre el papel del crítico, la lectura, la creación y la tradición, es una de esas brújulas para sortear el mundo y tener una perspectiva más clara, más ancha y profunda de él. 


* Fragmento de una conferencia ofrecida en la Universidad de Texas (Austin, Texas) en abril de 1958.

La obra literaria perfecta, dice John Middleton Murry, es “aquella que combina el máximo de personalidad con el máximo de impersonalidad.” El gran crítico inglés ha expresado en esta frase una verdad llena de meollo. Máximo de personalidad y máximo de impersonalidad: lo universal y lo individual, lo general y lo particular. Murry alude a la fuerza máxima de conmoción en el espíritu del poeta, garantía y condición de la capacidad máxima de conmoción en el espíritu de sus lectores, pero tambien alude a la relación entre la tradición y la creación, entre la herencia común, dato pasivo, y el hecho único, sin repetición el gesto activo y original del creador literario.
Se trata más o menos de la misma distinción que, en el terreno de la lingüística, hace Ferdinand de Saussure entre langue (el lenguaje como entidad general, como fondo común, a la vez realización colectiva y potencia para múltiples actos) y parole (el lenguaje como selección individual, como manifestación de un querer personal, actualización concreta y viva de lo que era potencia indiscriminada).
Así como toda habla individual depende del idioma, de la lengua en cuanto fondo colectivo, así toda gran obra literaria tiene, en una o en otra forma, lazos con lo general, con lo ya sabido, lo ya vivido; necesita tocar fibras ya existentes, para agitarlas dulcemente o ferozmente, para herirlas o para acariciarlas. Aquí está su universalidad, su impersonalidad, su tradicionalidad. Pero también, toda gran obra literaria es una expresión nueva, nunca antes forjada, un producto nunca antes elaborado, fruto de una visión poderosa y única, de una sensibilidad sin paralelo. Y aquí está su personalidad, su individualidad. Tanto mayor será la validez y la vigencia de un poema —entendiendo por poema toda obra de arte literaria— cuanto mejor sepa excitar y conmover “lo eterno en el hombre”; pero sólo logrará excitar y conmover lo eterno en el hombre si el poema es fruto de la experiencia única, no repetida, no copiada, resultado de una convicción íntima, personal y nueva, producto de una verdadera creación. Es ésta una de las leyes y uno de los secretos constantes de la literatura.
Y constituye también una de las tensiones que el poeta debe resolver en armonía si quiere expresarse y comunicarse con sus lectores. Recordemos el apólogo de la paloma y el aire. La paloma, sintiendo que el aire de la atmósfera presenta una resistencia, pide a los dioses que se la quiten, para poder volar con una libertad sin límites; los dioses escuchan su ruego, le suprimen el aire y la paloma cae en tierra. La inercia del aire es la condición del vuelo. Para el poeta, para el artista, esta inercia es la tradición. Hay que superarla, hay que elaborarla, pero la inercia existe. Debe existir.
¿Qué otra cosa es el lenguaje con que se encuentra cada poeta sino una materia inerte, un peso muerto que debe sobrepujar? Las palabras son objetos ya fabricados, y cada una de ellas significa una cosa, está consagrada a denotar algo fijo y determinado, casi fatalmente ligada a un objeto consabido.
El idioma, pues, no es tanto un aliado cuanto un enemigo del poeta. La victoria que significa cada acto creador es ante todo una victoria contra el lenguaje, ese hecho general, tradicional, ya petrificado, convertido en molde. El poeta tiene que volverlo incandescente, tiene que hacerlo vibrar como si fuera un instrumento nunca antes pulsado. “Originalidad” tiene relación con origen. En cada gran poeta, el lenguaje tiene un nuevo origen, un nacimiento nuevo, un resplandor como de primer día de la creación. Esta lucha por la expresión original —“voluntad de estilo”, combate contra el lenguaje configurado que ofrece resistencia a la expresión fresca y nueva— ha movido a Octavio Paz a escribir su poema “Las palabras”:
Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desnúdalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
En muchos otros escritores toma también forma dramática esta lucha contra las palabras hechas, contra el lugar común, contra la lengua prostituida, contra la tradición que es forzoso vencer y superar. Pensemos en el Flaubert de Bouvard et Pécuchet y del Diccionario de las ideas recibidas. O en el Quevedo del Cuento de cuentos. O en las apasionadas diatribas lanzadas por Unamuno y por Borges contra la pereza lingüística. O en la necesidad, patente en Fernando de Herrera y en Góngora, de ennoblecer radicalmente la lengua española con voces cultas. O en el enriquecimiento paralelo de la lengua inglesa con palabras latinas, por obra de Milton, y con palabras teutónicas, por obra de Hopkins. O bien caso —extremo y terrible— en la violenta ansia de renovación que, para no perder un ápice de su impulso, llevó a James Joyce a crear todo un lenguaje nuevo para su Finnegans Wake.
Sin embargo, no todos los poetas son revolucionarios del lenguaje en esta forma radical e intransigente, y se podría decir que hay grandes creadores literarios —Racine, por ejemplo— que no han remoldeado en forma apreciable el lenguaje. Admito, desde luego, que la distinción puede pecar de arbitraria: en el fondo, no es posible separar el aspecto literario y el aspecto lingüístico de una tradición determinada —como tampoco de la revolución o ímpetu de originalidad que viene a protestar contra esa tradición. La generación de 1898, en España, significó un embate revolucionario contra la tradición española vigente. El empuje rebelde y renovador se enderezaba contra todo el conjunto de convenciones existentes, contra el modo de pensar y de sentir, contra la concepción del mundo, contra los ideales estéticos, morales y políticos que habían prevalecido antes de 1898, expresado todo ello en un lenguaje, una retórica y un vocabulario determinados. Al enfrentarse aquí creación y tradición, el choque no fue, pues, de índole puramente ideológica, estética y literaria, sino también de índole lingüística, pues el lenguaje es siempre la expresión orgánica de un modo de sentir, y es tan imposible separarlo de los demás aspectos como separar de un hombre, sin matarlo, su sangre o sus nervios.
De ahí que el estudio estilístico, la investigación del “máximo de personalidad”, pueda ser —como dice Juan Marichal— una fecunda vía de acceso para el conocimiento de toda una época, para la comprensión del “máximo de impersonalidad.”
El historiador de la literatura —escribe Marichal— debe centrar su atención primordial en la singularidad expresiva del escritor estudiado y debe dejar de lado la determinación de la validez más o menos objetiva de la imagen de la realidad humana presentada por el creador estético. Por el contrario, el historiador de la cultura [...] se interesa fundamentalmente en los textos, sean literarios o no, que puedan considerarse como testimonios fieles de una época, y se previene lógicamente contra todo testigo cuyo ángulo visual sea muy marcado. Mas un estilo literario —por haber preservado para siempre la singularísima y consistente ecuación visual de su autor— representa un elemento que el historiador debería esforzarse siempre por apresar: el de una conciencia ligada a su tiempo y en la cual son audibles los demás hombres coetáneos.
Quisiera asomarme al inmenso campo de la literatura por unas cuantas ventanas, para ver algunos aspectos de la polaridad enunciada: por una parte, la tradición, el conjunto de obras del pasado, tesoro acumulado de experiencias estéticas, con sus normas, sus temas, sus convenciones; por otra parte, la creación, el acto original que produce una obra fresca y nueva.
Pensemos, primero, en la existencia de los llamados “géneros literarios”, hecho eminentemente social y tradicional: la poesía lirica, la épica, la novela, la tragedia, la comedia. Los géneros literarios son sistemas de convenciones que cada escritor recibe y acepta. Esas normas legadas y legalizadas por la tradición son su punto de partida. Aquí, como en todo, la tradición representa la fuerza de inercia cuya existencia es necesaria y superación es la condición misma del acto creador. En Shakespeare, en Lope de Vega, en Corneille, en Schiller, en O'Neill distinguimos una serie de características en que reconocemos lo genérico, algo que nos descubre, en última instancia, su parentesco con la tragedia de Sófocles. Y sin embargo, ¡qué enorme distancia hay de Sófocles a O'Neill! No es sólo la distancia histórica, o geográfica, o cultural: es que la tradición teatral clásica, la tradición emanada de Sófocles, al llegar a O'Neil ha sido ya remoldeada y renovada innumerables veces, de tal manera que Shakespeare y Lope de Vega y todos los dramaturgos que vemos ahora, desde nuestro punto de vista, colocados en la línea intermedia de la tradición, han podido ser libres en su actividad creadora. Cada nuevo gran drama, a lo largo de los siglos, ha podido ser un acto estrictamente original, y la tradición, al llegar a O'Neill, a García Lorca, a Bertolt Brecht y a quienes vengan después de ellos, no significa un peso muerto sobre las alas, un lastre, sino un trampolín para saltos imprevistos.
Los “temas” literarios nos ofrecen otra muestra clarísima de lo que es esa labor lenta y acumulativa de la tradición. Un ejemplo elemental nos pondrá de manifiesto, aquí también, la tensión entre los dos polos. No hay literatura que no pose poemas sobre la muerte, y podemos estar seguros de que siempre los habrá. ¿Y qué dice este lugar común, esta secular tradición literaria? Dice algo perfectamente obvio, algo sabido y sobado, todos tenemos que morir, la vida pasa de prisa. Sin embargo, ¡cómo en cada gran poeta el viejo tema se transfigura y se pone a resonar como si jamás hubiera resonado! Cada uno de ellos descubre, sí, descubre por vez primera una verdad majestuosa y abrumadora, y expresa, literalmente, algo que jamás se había expresado. Es el viejo Homero comparando las generaciones humanas con las hojas de que cada año se cubren y se desnudan los árboles; es el Libro de Job con sus palabras sobre el destino del hombre, nacido de mujer; es el estoico Séneca, con su sereno meditar sobre cómo cada día nos acercamos a nuestro fin, cada día morimos un poco (quotidie morimur); es el grito entrañable de Quevedo: “¡Cómo de entre mi manos te resbalas, / oh, cómo te deslizas, edad mía!”; el clamor angustiado y estremecido de los sermones de John Donne; la intensa visión que tiene Rilke de esa muerte que llevamos como una dulce semilla que debe germinar y florecer... El “tema” se agota, se exprime hasta la última gota en cada uno de ellos, y sin embargo, una y otra vez se repite el milagro.
Pero abramos otras ventanas. Contemplemos otras reacciones de la originalidad frente a la tradición. “Tradición y originalidad” es justamente el subtítulo que Pedro Salinas puso a su hermoso libro sobre Jorge Manrique. En la época de Manrique hay una tradición poética perfectamente configurada, y tan completa en sus elementos que le podemos aplicar, sin titubeos, un término de connotaciones peyorativas: retórica. Los cancioneros del siglo XV contienen centenares de composiciones de distintos autores que parecen escritas por la misma mano: moldes idénticos, conceptos idénticos, idénticos juegos de palabras. No hay apenas intuiciones personales: sólo tópicos (con ligeras variaciones, si acaso), esquemas compartidos en amistosa promiscuidad por todos los contemporáneos. Si se trata de un poema de amor, todos juegan con las mismas ideas: es mejor ser cautivo del amor que libres de él, más vale ser esclavo que señor. Si el amor no es correspondido, el poeta está enfermo y prefiere su mal a la salud; está muerto, pero prefiere esa muerte a la vida. He aquí una muestra, elegida al azar:
Esta tal vida, señora, en tenella
más se pierde que en perdella.
Porque yo, vuestro cativo,
tal dolor sufro queriendo,
que muriendo estoy más vivo
que no tal vida viviendo;
porque hallo que tal vida
en perdella
gano, y piérdome en tenella.
Es un villancico de Soria; pero podría llevar la firma de cualquier otro poeta (y los había por docenas), pues nadie se picaba de originalidad: el ideal era hacer lo que todos, seguir la línea dominante.
En este aspecto, Jorge Manrique no se distingue de sus contemporáneos. Hace exactamente lo mismo. Su obra maestra, esas Coplas a la muerte de su padre “que deberían grabarse con letras de oro”, abundan en tópicos. “Nuestras vidas son los ríos...”, “¿Qué se hizo aquel trovar...?”, los versos más memorables, más sentidos, más suyos, son tan tradicionales como los versos de tantos poetas de entonces, tienen tras ellos la misma larga retahíla de lugares retóricos. ¿Qué ha pasado? Aqui, en este caso, una prodigiosa revivificación operada por el genio personal de Manrique y por la intensidad vital de su experiencia Las Coplas nos conmueven porque el poeta estaba conmovido (mientras que Soria, evidentemente, no lo estaba). La emoción del poeta concentró y catalizó la retórica tradicional. Y en virtud de esa concentración misteriosa, el sentir personal se ha universalizado. “Las melancólicas y entrecortadas cadencias de Jorge Manrique —ha dicho Américo Castro— tocan, en efecto, a ‘nuestras vidas’, a lo que fue, es o podrá ser en ellas y de ellas. Y como cada quien echa de menos algo en su vivir —esperanzas fallidas— y cuenta con su morir —esperanza sin falla—, las Coplas sobre lo inmortal en lo mortal ahí estarán siempre golpeándonos el alma con su compás alternado de abandonos y refranes.”
Lo que sucede con la tradición cancioneril en el siglo XV sucede, en otras épocas, con otros productos literarios convertidos asimismo en tradición. Lope de Vega llevó a cabo una revolución en el teatro español, como Góngora en la poesía lírica. La primera de estas revoluciones fue gradual y pacífica; la segunda, explosiva y casi sangrienta. Pero una y otra no tardaron en convertirse en “instituciones.” Pues no hay hallazgo, por sorprendente que sea, que no tienda a hacerse bien común y aun receta cómoda y barata; no hay metáfora, por novedosa y audaz que sea, que no se lexicalice, que no acabe por pasar al “diccionario de las ideas recibidas.” Los secuaces de Lope y los de Góngora operan así dentro de una comunidad de actitudes, dentro de una tradición. Tirso de Molina y Ruiz de Alarcón por una parte, y Jáuregui y Villamediana por otra parte, dependen de las chispas más o menos brillantes de su genio para levantarse a mayor o menor altura sobre la meseta que la tradición respectiva se ha ido encargando de aplanar y nivelar.
Ahora bien, si en el caso de Jorge Manrique el elemento que pasa aparentemente a la sombra es el personal y creativo, en el de Garcilaso de la Vega, en cambio, es el elemento impersonal y tradicional el que puede estar en peligro de olvidarse. Por eso, así como Pedro Salinas, y antes de él Antonio Machado, se preocupan por señalar la originalidad de las Coplas, así Rafael Lapesa, en su magistral estudio sobre Garcilaso, consagra un capítulo a subrayar lo que el poeta del Renacimiento debe a la tradición anterior, a la poesía cancioneril que lo precedió. De todos modos, es evidente que Garcilaso se nos presenta principalmente como revolucionario y él sabía que lo era. El injertó en la poesía castellana una tradición ajena, una serie de temas, de moldes, de imágenes y metros y tipos de versificación que habían tenido su evolución no en España, sino en Italia. Pero todo ello por una elección libre, espontánea, de tal manera que el trasvasamiento del poetizar renacentista italiano al poetizar español significó antes un proceso de osmosis en el espíritu del propio Garcilaso, una fusión íntima de la materia revolucionaria con toda la suma de su experiencia personal y creadora.
Los contemporáneos de Garcilaso, acostumbrados a la tradición anterior, con los oídos físicos y los oídos del espíritu mal preparados para percibir otros estímulos, no notaban, a menudo, sino lo extraño y ajeno que traía la nueva poesía. Ellos sentían que el verso sólo podía ser tal si tenía ocho sílabas (arte menor), o bien doce (arte mayor), como el que había empleado Juan de Mena: “Al múy prepoténte don Juán el segúndo...”; y algunos fueron tan radicales en su oposición a las novedades, que no le reconocieron a Garcilaso ni siquiera la capacidad de hacer versos. El endecasílabo era una criatura exótica, y a sus oídos sonaba como prosa. Recordemos la resistencia anti-italiana de los castellanistas tozudos, aferrados a la tradición indígena, como Cristóbal de Castillejo y Sebastián de Horozco. Sin embargo, Garcilaso triunfó, como triunfan, tarde o temprano, todos los poetas auténticos.
También Rubén Darío llevó a cabo una revolución. También él se rebeló contra la tradición tan firmemente asentada antes de él en la poesía escrita en lengua española. Y también él suscitó un escándalo. Cuentan que alguien —no sé quién: he oído atribuir la frase a más de uno, entre otros a García Lorca— dijo del verso del “Responso a Verlaine”, “Que púberes canéforas te ofrenden el acanto”, que lo único que entendía era la primera palabrita: que... El hecho es que Rubén Darío inyectó en la poesía de lengua española raudales de savia fresca, sobre todo de origen francés. Un nuevo y rudo choque con la tradición. Sin embargo, también en el caso de Darío ha tenido que señalarse el gran número de puntos en que se toca con esa tradición, los rasgos que lo emparientan con un Bécquer, con un Zorrilla, con un Campoamor, con un Menéndez Pelayo (el Menéndez Pelayo “poeta”) y con los poetas hispanoamericanos que escribían hacia 1880. ¡Pero qué distinto de todo lo anterior suena ese producto raro y exquisito que se llama Rubén Darío! Él, como Garcilaso, por necesidades íntimas, por un afán nacido orgánicamente de su intuición, injertó en su poesía una tradición extraña.
Un caso aparte es el de la tradición clásica. La herencia de Grecia y Roma, la obra de Homero y Eurípides, de Virgilio y Cicerón, es al mismo tiempo una tradición y una posibilidad revolucionaria. Todo depende de la actitud y de la personalidad del poeta que acuda a ese antiguo y siempre nuevo tesoro. Para unos, la literatura clásica es un adormilado Home, sweet home, una melodía trillada e inexpresiva. Para otros, una Marsellesa vibrante y provocadora. Lo primero no nos interesa. Las evocaciones muertas de lo clásico no tienen ninguna significación. Pero las evocaciones recreadoras saben convertir esas obras, viejas de siglos, en materia reluciente y tan válida como la experiencia más íntima y profunda. T.S. Eliot ha reivindicado en este sentido la vitalidad permanente de los clásicos. Alguien dijo: “Los escritores muertos están alejados de nosotros porque nosotros sabemos mucho más que ellos”; y Eliot replica: “Justamente; y ellos son lo que nosotros sabemos.” De ahí que una y otra vez, en la Edad Media, en el Renacimiento, en el barroco, en el prerromanticismo y en el romanticismo, en el siglo XIX y en nuestro propio siglo, el regreso a la tradición clásica haya podido significar el mismo despertar deslumbrante de que habla Keats en su célebre soneto escrito después de leer a Homero en la traducción de Chapman. De múltiples maneras, el redescubrimiento de los clásicos ha sido en todos los tiempos fecundo, y, para todos los poetas verdaderamente grandes, un excitante y un estímulo, un desafío para las facultades creadoras individuales.
¿Y la rebelión explícita contra la tradición, la rebelión como norma y como programa? Yo diría que no es sino un episodio, a la vez transitorio y necesario, del continuo flujo y reflujo de lo tradicional en lo original, o de la excitación de la “voluntad de estilo” por el fondo general y universal de la tradición. Lo importante es que esa rebelión sea fruto de una necesidad íntima de expresión personal. Esta necesidad profunda es lo que suele faltar en los llamados “estridentistas.” El movimiento estriden- tista hacía profesión de antitradicionalismo a toda costa, antitradicionalismo por encima de todo. Era, pues, una actitud exclusivamente destructora, negativa, sin nada que tuviera que ver con la creación auténtica. Con llamar “ombligo de la noche” a la luna, y “orquesta de jazz” a las estrellas, los estridentistas se sentían ya muy orondos. Daban una sonora bofetada a la tradición, y no iban más allá; no ponían nada en los pedestales vacíos.
Pero un Walt Whitman, un Pablo Neruda en Residencia en la tierra, no cultivan la rebeldía por la rebeldía: si son rebeldes, es porque para ellos la tradición ha llegado a un extremo tal, que es preciso apartarla para dejar libre el paso a la creación.. Y sin embargo, el rebelde Whitman, enemigo casi personal de las Musas griegas, recorría Broadway en un coche de caballos, según lo recuerda su amigo Thoreau, con la barba y la cabellera al aire, y recitando a voz en cuello al viejo Homero. Y el rebelde Neruda no puede impedir, en sus versos libres, la intromisión del alejandrino, el verso de Darío y de Lugones, el verso tradicional del modernismo; y uno de sus símbolos poéticos es la paloma, el ave amorosa, la misma paloma —dice Amado Alonso— asociada con Venus por la mitología griega, el mismo símbolo erótico del Cantar de los Cantares.
He aquí una última ventana. Dentro del problema general de la tradición y la originalidad hay un caso especialmente interesante: el de la poesía popular o folklórica. El tema tiene especial importancia en la literatura de lengua española. Muchos de sus historiadores, y a la cabeza de ellos don Ramón Menéndez Pidal, han hecho notar que una de las características más tenaces, una de las “constantes” de las letras hispánicas es su apego a la poesía del pueblo. Una y otra vez, a lo largo de los siglos, esa poesía folklórica ha salido de la oscuridad y del anonimato colectivo para inyectar nueva savia en las creaciones de los grandes poetas.
La poesía folklórica es radicalmente tradicional, apela, la tradición. La originalidad no puede tener en ella la parte que tiene en la poesía culta. La cosa es clara: para que un nuevo cantar pueda llegar a “pertenecer” realmente al pueblo, necesita ajustarse a un molde ya conocido por el pueblo, debe emplear los mismos temas, las mismas formas métricas, el mismo tipo de metáforas y símbolos, las mismas fórmulas estilísticas que caracterizan cierto género de poesía folklórica existente. En el siglo pasado, Ventura Ruiz Aguilera escribió este cantar:
En tu escalera mañana
he de poner un letrero,
con seis palabras que digan:
“Por aquí se sube al cielo.”
Poco después, el cantar no sólo andaba en boca del pueblo, sino que éste lo había sentido tan suyo, que sustituyó algunas palabras:
En la puerta de tu casa
he de poner un letrero
con letras de oro que digan:
“Por aquí se sube al cielo.”
La razón es que el cantar de Ruiz Aguilera era en esencia idéntico a miles de coplas que cantaba la gente; empleaba un metro, un tema, un estilo ya de sobra divulgados. ¿Podemos, en cambio, concebir que un poema verdaderamente original se generalice en esa forma?
En la literatura llamada “culta”, en la literatura “de arte”, como dicen los italianos, no puede existir verdadera creación sin un alto grado de originalidad. En esto radica su principal diferencia con respecto a la popular. Poesía “de arte menor” llama Benedetto Croce a la del pueblo, y, dando una interpretación principal personal de esa definición, diré que es poesía de arte menor porque en ella la originalidad queda reducida a un grado mínimo.
¿Quiere esto decir que la tradición folklórica es siempre la misma? ¿Que los poetas populares del siglo XI componían igual que los del siglo XX? No. La historia nos muestra que dentro de la tradición folklórica van ocurriendo, al pasar de los siglos, cambios fundamentales. Ciertos elementos perduran con una tenacidad pasmosa. La invocación a la madre, por ejemplo, aparece en las cancioncillas mozárabes del siglo XI (“¿Qué faré, mama?/Meu al-habib est ad yana” —es decir, “mi amigo está a la puerta”); reaparece en las cantigas d'amigo gallego-portuguesas (“Madre, namorada me leixou”); constituye una de las características de los villancicos castellanos recogidos e imitados en el Renacimiento (“Las mis penas, madre, / d'amores son”); y sigue marcando con su sello los cantares de los pueblos hispánicos de hoy (“Un marinerito, madre, / me tiene robada el alma”)... Y como este elemento hay muchos otros. No nos extrañará, pues, ver que si en el siglo XIII una muchacha enamorada interroga a las olas:
Ondas do mar de Vigo,
se vistes meu amigo?,
en el siglo XX ocurra exactamente lo mismo:
Todas las mañanas voy
a la orillita del mar,
y les pregunto a las olas
si han visto a mi amor pasar.
Pero al lado de esta asombrosa permanencia, el cambio. Frente al apasionado énfasis de la interrogación directa: “Ondas do mar de Vigo...”, el ritmo lento, el tono racional, objetivo y, a la verdad, un tanto prosaico del estilo indirecto en la copla actual: “y les pregunto a las olas...”
Un poeta o un grupo de poetas a la vez imbuidos del espíritu de la poesía folklórica y dotados de genio creador pueden lanzar, por así decir, un nuevo tipo de poesía, que combine las viejas formas y los viejos temas con otros nuevos, capaces de impresionar la imaginación del pueblo. Las “letrillas para cantar” compuestas por los grandes ingenios del Siglo de Oro y por sus imitadores a base de la lírica folklórica de su tiempo dejaron honda huella en la lírica folklórica posterior. Una frase que gustaba mucho a Lope de Vega, y que no encontramos antes de él, “retumba el agua”, sobrevive en la famosa canción asturiana “Tres hojitas madre, tiene el arbolé.” Y sabemos que el pueblo español canta ya ahora, como anónimas, ciertas composiciones hechas por García Lorca sobre modelos populares.
García Lorca, Lope de Vega: genios de la poesía que no pueden tocar nada sin hacerlo reverdecer y florecer. Cuando vuelven los ojos hacia la poesía del pueblo, saben encontrar en su tradición lo más hermoso y saben renovarlo, dentro del mismo espíritu, con primores insospechados. Así, el estudio de la tradición poética folklórica no sólo es importante en sí mismo —por cuanto nos revela un aspecto esencial de la dicotomia tradición-renovación—, sino que ilumina a su vez el proceso creador de los grandes poetas que, inspirándose en esa tradición folklórica y superándola de manera personalísima, la elevaron a las cumbres del arte.
Se ha podido decir que García Lorca encuentra en el folklore literario de su país el módulo y la razón de su estilo propio. Y Daniel Devoto ha consagrado un minucioso estudio a su aprovechamiento de esa fuente. En muchísimas imágenes, en versos, en poemas enteros, García Lorca parte de canciones tradicionales; pero éstas le sirven de materia prima para dar expresión a su propia visión de las cosas. La cita puede ser textual, y entonces el contexto es el que le confiere un nuevo sentido. Otras veces el cantar se alude o insinúa de manera directa o velada, o bien se confunde y esfuma con los elementos surgidos directamente de la fantasía del poeta. Y también crea García Lorca nuevos cantares “populares”, de una hermosura extraña y misteriosa:
Herido de amor huido,
herido,
muerto de amor...
Aun los poemas más directamente inspirados en motivos populares llevan grabada la marca lorquiana. Al elaborar el conocido tema “cuando me muera, entiérrenme en...”, proyecta su pasión, su ironía, su angustia profunda, su mundo interior poblado de árboles floridos y hierbas olorosas:
  Cuando yo me muera
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
  Cuando yo me muera
entre los naranjos
y la hierbabuena.
  Cuando yo me muera,
enterradme si queréis
en una veleta,
  Cuando yo me muera...
El paralelismo (elemento tradicional) cumple aquí una función muy especial: función análoga a la que desempeña aquel famoso “eran las cinco en punto de la tarde.”
La obra de García Lorca es un campo fecundo para la exploración de este fenómeno que he venido examinando: la elaboración original que el poeta hace de una tradición dada, en este caso la tradición folklórica. Mirándolo bien, es algo muy parecido a lo que ocurre en Garcilaso. García Lorca hace uso de la poesía popular porque quiere, quizá porque la necesita, pero en todo caso por elección libérrima y espontánea. La elección de una tradición dada, aunque suene a paradoja, constituye ya una forma de originalidad.
En cada momento de la historia literaria y en cada autor hay, de hecho, un gran número de elementos tradicionales casi forzosos: es el “máximo de impersonalidad” de que habla John Middleton Murry; pero al lado de esos elementos que la tradición impone al escritor y que él debe superar con su genio, están los temas, las formas, los procedimientos tradicionales libre y gozosamente adoptados por el poeta, elementos tan suyos y tan originales como el fondo imprevisible e insondable de su propia experiencia, el “máximo de personalidad” que nosotros, con amor y veneración, llamamos genio. Y en los grandes poetas, su personalidad misma es el secreto de su impersonalidad. Como ha dicho Amado Alonso a propósito de Neruda: “Los individuos más originales, si se les mira bien, resultan los más representativos de la vida circundante; no en lo contingente, sino en lo esencial. No hay estilo individual que no incluya en su constitución misma el hablar común de sus prójimos en el idioma, el curso de las ideas reinantes, la condición histórico- cultural de su pueblo y de su tiempo.”

martes, 22 de octubre de 2024

2. Torrente Sucinto (selección de textos)

ANTITORRI

Las mujeres
Asnas
Son la
Salvación
De los
Hombres
Inteligentes

Efraín Huerta 

Depende de a quién le preguntes es la respuesta que vas a obtener. Es lo fascinante de los testimonios, todos guardan una porción de la verdad y ninguno la representa.
Si le preguntas a Gerardo Deniz por Julio Torri, su testimonio reflejará a un viejito lujurioso y olvidado; en cambio, si te asomas al testimonio de Guadalupe Dueñas —no me parece coincidencia que las iniciales de los dos sean GD— vas a encontrarte con algo así como un anacrónico alquimista enamorado. Ambos coinciden en su tendencia por lo inveterado y el amor a la mujer, pero cada uno le da su propio matiz y la suma de ambos ofrece una imagen deformada e irreconciliable.
Si le preguntas a ella, Torri se acompaña de vírgenes legendarias y animales mitológicos; si le preguntas a él, Torri anda en bicicleta, come bocadillos baratos y persigue criadas que salen por el pan. Ella afirma que su charla se adorna con sátiras inteligentes y sutiles mientras que él afirma que en la intimidad Torri hablaba de chismes y cosas chuscas. 
No hay contradicción, en la obra de Torri se notan lo sublime y lo coloquial, en sus prosas breves y exactas palpitan el deseo idealista y el material. Torri es capaz de lo solemne y lo vulgar.
Tenía mucho tiempo queriendo hacer una pequeña selección de sus textos para (de)mostrar su pluma extravagante y contenida. Indagar en el misterio de su trabajo literario que fue tan escaso: en vida sólo publicó cuatro libros de los cuales uno fue una monografía de la literatura española que bien podemos descartar de su producción literaria. “Ensayos y poemas” (1917), “De fusilamientos” (1940) y “Tres libros” (1964) fueron por casi medio siglo todo su trabajo disponible —aunque en los 80, luego de su muerte aparecieron algunos inéditos—. Llaman la atención dos cosas, ningún libro supera las 50 páginas de extensión* y entre todos median más de 20 años de separación.
Mi testimonio, mi opinión de esto es que Julio se inmoló en ese puñado de trabajos; sin prisa, escribió lo que quiso. Lo cultivó hasta el máximo y luego de su modesta cosecha, guardó silencio, esperando a que le llegara su último segundo de vida.
Hoy día la obra completa de Torri supera las 700 páginas, un esmerado editor se encargó de sacar a la luz hasta la última palabra inédita de Julio, de compilar todo lo disperso por el viento del tiempo. Pero si me preguntan a mí, con el volúmen de “Tres libros” se puede abordar a Julio en plenitud.

* “Tres libros” compila los dos anteriores, una serie de páginas inéditas que no superan las 25 páginas y varios artículos dispersos.

A propósito de Torri,
algunos pasajes de “Aquellas charlas: Ensayo” de Efraín Huerta
COSA TÓRRIDA

Quienes
Lo conocieron
Están de acuerdo
En que
Su libro
Debió llamarse
No De fusilamientos
Sino
De refocilamientos

Efraín Huerta

«En nuestro país, dos escritores se singularizan por la brevedad de su obra: Julio Torri y José Gorostiza. Del primero, se conocen, por referencias privadas, sus debilidades por adorables y juveniles Circes (como siempre está decidido a perderse, Ulises en la Calzada Villalongín, casi nunca las sirenas cantan para él), y si bien declara que “Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores”, es asimismo quien confiesa, ávido y cortés: “Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas.” [...] “Julio Torri, que en 1917 hizo la primera edición de sus Ensayos y poemas, me parece el gran recreador de un estilo de ensayo muy francés y, posiblemente, muy inglés, y el creador absoluto del ensayo mexicano de nuestros días.” [...] “Es supremamente moral en su prosa, y jamás abrió una flor a la fuerza.”

Julio Torri 
por
Guadalupe Dueñas

Me ha invitado a recorrer su bosque. Su charla minuciosa descubre secretos de mujeres célebres y la sátira hace pensar en desnudeces de ninfas. Por mi imaginación pasan, con las vírgenes de Georges de La Tour, las doncellas de los libros medievales y también las damas que han inventado la tradición y el regocijo de los artistas: Berenice, Ninón, Sanseverina, Lucrecia, Kryssis, Aziyadé, las hijas de Papá Goriot, la amante de Sorel, la angustiada Emma Bovary.
Para él sí cantaron las sirenas… No, tal vez no cantaron; lo cierto, lo verdadero, es que él cantó para las sirenas. Lo veo como al dios Pan, coronado del amor de las mujeres. Camino a su lado por una avenida de juncos y papiros antiguos. El maestro dice:
—He conocido un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestían siempre de terciopelo negro. Tenían las pestañas largas y pesadas y sus ojillos de bestezuelas cándidas me miraban con simpatía casi humana.
Lo imagino acompañado de la esquiva señorita Julia o de la tumultuosa Nana. Nos internamos por un recodo. Hay una piedra derrumbada.
—El unicornio —dice— poseía un hermoso cuerno de marfil en la frente y se humillaba ante las doncellas… y coloca en su sitio la figura que a mí me ha parecido el comienzo de una estrella.
Él piensa que las mujeres son una especie bellísima a quienes no hay que exigir nada. Frágiles o fieles, ellas merecen su devoción. En sus ojos no hay desdén cuando las nombra. Pero yo no deseo que su optimismo destruya mi melancolía. Cultivo el sufrimiento con afán. Agonizo entre mis larvas cómodamente, sin admitir ideas que mitiguen mi infortunio. Cada mañana levanto la costra de mis llagas y me cercioro de su fertilidad; así que le hablo con rencor sobre mis celos.
—Los celos —explica— son turbación de nuestra alma que cobra agudísima conciencia de su soledad irremediable… Amargo y cruel resabio de lo quebradizo que es todo concierto y buena inteligencia.
Sus palabras no aumentan mi desdicha y ansiosa de mi daño interrogo:
—¿Cómo ha resuelto el problema de la soledad?
—¡No lo he resuelto! —contesta con risa joven—. ¿Conoces, acaso, a alguien que lo haya solucionado?
Me mira divertido.
—No, ni siquiera los santos. Padecieron infinita soledad, abandono de Dios que por razón inescrutable guardaba silencio.
Este tema produce malestar, pero él no deja que me hunda. Me arrastra en sus recuerdos, quizá me confunde con la Fornarina porque me pregunta por la salud de Alejandro VI. Torcemos hacia una vereda de cartulina; los árboles tienen cantos dorados y las hojas jeroglíficos. Masculla un poema de Verlaine:
Beauté des femmes, leur faiblesse et ces mains pâles
Qui font souvent le bien et peuvent tout le mal,
Et ces yeux, où plus rien ne reste d’animal…
Nota mi desolación y exclama:
—¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos en un manto que acabó ha mucho!
Ahora sí mi amargura llega al máximo. Trepamos una cuesta sombreada de pergaminos; las ramas tiemblan como páginas de un breviario. Redobla la elocuencia y murmura junto a mi oído: “¡No te entristezcas! Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las tentaciones.”

El maestro
…Royal Lear,
Whom I have ever honour’d as my king,
Lov’d as my father, as my master follow’d
As my great patron thougt on in my prayers…*
SHAKESPEARE

CON el crear, es el enseñar la actividad intelectual superior. Se trata, seguramente, de una forma más humilde que la otra, puesto que no realiza y prepara sólo a realizaciones ajenas. Pero implica, sin duda, la afirmación más enfática de la comunidad espiritual de la especie. La facultad creadora florece rara y maravillosamente. Cuando el artista flaquea, entrega sus armas a sus hermanos, en la más heroica de las acciones humanas. Crear y enseñar son actividades en cierto sentido antitéticas. La parábola de Wilde, del varón que perdió el conocimiento de Dios y obtuvo en cambio el amor de Dios, tiene una exacta aplicación en arte. Todos apetecemos oír el mensaje que trae nuestro amigo; pero éste olvidará las palabras sagradas, si se sienta a nuestra mesa, comparte nuestros juegos y se contamina de nuestra baja humanidad, en vez de recluirse en una alta torre de individualismo y extravagancia. En cambio de las voces misteriosas cuyo eco no recogió, ofrecerá a la especie un rudo sacrificio: la mariposa divina perderá sus alas, y el artista se tomará maestro de jóvenes.
* El rey Lear, a quien siempre he honrado como a mi rey, amado como a mi padre, seguido como a mi amo, y en quien he pensado en mis oraciones como mi gran patrón.

Del epígrafe

EL epígrafe se refiere pocas veces de manera clara y directa al texto que exorna; se justifica, pues, por la necesidad de expresar relaciones sutiles de las cosas. Es una liberación espiritual dentro de la fealdad y pobreza de las formas literarias oficiales, y deriva siempre de un impulso casi musical del alma. Tiene aire de familia con las alusiones más remotas, y su naturaleza es más tenue que la luz de las estrellas. A veces no es signo de relaciones, ni siquiera lejanas y quebradizas, sino mera obra del capricho, relampagueo dionisíaco, misteriosa comunicación inmediata con la realidad. El epígrafe es como una lejana nota consonante de nuestra emoción. Algo vibra, como la cuerda de un clavicordio a nuestra voz, en el tiempo pasado.

La conquista de la luna

…Luna,
Tú nos das el ejemplo
De la actitud mejor…

DESPUÉS de establecer un servicio de viajes de ida y vuelta a la Luna, de aprovechar las excelencias de su clima para la curación de los sanguíneos, y de publicar bajo el patronato de la Smithsonian Institution la poesía popular de los lunáticos (Les Complaintes de Laforgue, tal vez) los habitantes de la Tierra emprendieron la conquista del satélite, polo de las más nobles y vagas displicencias.
La guerra fue breve. Los lunáticos, seres los más suaves, no opusieron resistencia. Sin discusiones en cafés, sin ediciones extraordinarias de El matiz imperceptible, se dejaron gobernar de los terrestres. Los cuales, a fuer de vencedores, padecieron la ilusión óptica de rigor —clásica en los tratados de Físico-Historia— y se pusieron a imitar las modas y usanzas de los vencidos. Por Francia comenzó tal imitación, como adivinaréis.
Todo el mundo se dio a las elegancias opacas y silenciosas. Los tísicos eran muy solicitados en sociedad, y los moribundos decían frases excelentes. Hasta las señoras conversaban intrincadamente, y los reglamentos de policía y buen gobierno estaban escritos en estilo tan elaborado y sutil que eran incomprensibles de todo punto aun para los delincuentes más ilustrados.
Los literatos vivían en la séptima esfera de la insinuación vaga, de la imagen torturada. Anunciaron los críticos el retorno a Mallarmé, pero pronto salieron de su error. Pronto se dejó también de escribir porque la literatura no había sido sino una imperfección terrestre anterior a la conquista de la Luna.

En elogio del espíritu de contradicción
A Pedro Henríquez Ureña

CONFIESO que el espíritu de contradicción no me irrita al punto y medida que al común de los hombres.
Si una persona nos contradice siempre es porque existe en ella una oculta aversión hacia nosotros, una de esas simpatías imperfectas que tan clara y sutilmente señaló el ensayista Lamb.¹
Quien no experimente la tiranía de un insensato deseo de tener en todo razón, que reconozca conmigo los derechos y fueros del contradictor sistemático. Estriban en la ventaja y superioridad que tiene lo que se edifica sobre lo puramente instintivo a lo que se pone sobre el fundamento de lo racional. Porque antes de admitir las argumentaciones ajenas debemos admitir nuestras propias afecciones, las secretas inclinaciones de nuestro ánimo, que están más cerca de nosotros que todo lo que construya nuestra razón, ya que ellas son nuestra propia esencia. Creo, finalmente, que la antipatía instintiva que supone el espíritu de contradicción debe ser tan respetable a nuestros ojos como los mejores argumentos y las razones de más subidos quilates, por lo menos.
El que a todo se opone es un hombre orgulloso que no quiere abajarse a reconocer que la verdad de los demás es también su verdad. Y todo acto de individualismo, por feroz que parezca o sea, nos debe ser acepto en los tiempos pos-nietzscheanos en que tenemos la ventura de vivir.
El menosprecio con que suele mirarse a los que contradicen siempre y al espíritu de contradicción mismo —como si éste pudiera existir en abstracto y no con consideración a determinadas personas— proviene de que se les mira desde el punto de vista de la sociabilidad, punto de vista mezquino y despreciable.
—Con una persona que todo lo limita con peros y sin embargos, y que ninguna verdad, por palmaria que sea, admite, como no salga de sus propios labios, no se puede conversar largo rato.
En estos o parecidos términos oímos expresarse a menudo a nuestros amigos.
De cierto, si la sociabilidad descendiera del Olimpo donde moran las ideas puras, y viniera a pedirnos cuentas, en mayor apuro se vería el contradicho que el contradicente. El trato se vuelve difícil y escabroso, no por culpa de este último —que lo quiere establecer sobre la más pura sinceridad— sino a causa del primero que procura asentarlo en el movedizo terreno de la complacencia y de las concesiones mutuas y no sobre la base de verdad en que debe ponerse todo trato entre hombres.
Además, si no soportamos vemos contradichos y nuestro humor se enturbia con una oposición constante a lo que decimos, es porque estamos lejos de ser los perfectos espectadores de la vida que nos hemos complacido en imaginar. Una simple obstinación de los demás, la más leve terquedad ajena, nos sacan de quicio, y nuestra calma y la serenidad cuasi-goetheana que presumimos tener desaparecen como por arte de encantamiento. A causa de nuestra vivacidad de humor se nos escapa de entre las manos la ocasión de gustar espectáculos interesantes. Nos aferramos en defender una proposición a cambio del trato de gentes que contradicen siempre, es decir, perdemos monedas de oro para ganarlas de metales viles.
La contradicción continua es efecto de la antipatía instintiva. Ahora bien, el mundo, nuestro mundo, se compone de gentes que nos tienen una suave inclinación, por virtud de la cual están bien dispuestas para nosotros. Y esa tibia simpatía en que vivimos falsea el concepto que nos vamos formando de la vida a medida que la vamos viviendo. Existe una suerte de contrato social tácito en fuerza del cual nos toleramos, nos engañamos y nos aburrimos mutuamente. Por desgracia, en nuestra época es más difícil inspirar una aversión confortativa que ganar media docena de amigos. Sin que haya de nuestra parte la más leve intención, contraemos los más estrechos vínculos con quienes caminan cerca de nosotros. Llegamos al matrimonio sin haber sido apenas consultados. Y muchos nos conceden a la ligera y gratuitamente el título de sus mejores amigos, título que por cierto nos impone los más insuaves deberes. Por ejemplo, si se muere gloriosamente en la horca, toca al «mejor amigo» recoger las últimas frases y pagar las cuentas póstumas. Y es también el «mejor amigo» quien pronuncia la oración fúnebre, y como sabéis, nada influye tan directamente en la reputación definitiva como unas exequias lucidas.
¿Cómo, pues, no hemos de regocijarnos cuando damos en nuestra senda con un hombre honrado que contradice a todo propósito?
La paradoja, a cuyo ruido de cascabeles empiezan a acostumbrarse nuestros oídos, es la traza más segura para descubrir contradictores. Lanzad cualquiera de las paradojas más usadas y veréis una legión de hombres indignados que os enseñan los dientes y amenazan con los puños. Proseguid en el tono más inocente elogiando las peores cosas y rebajando las más respetables. Al fin habréis conseguido suscitar una antipatía verdadera.
Apartaos entonces con vuestro hombre, porque la gente, en su amabilidad oficiosa, podría disponerlo en favor vuestro. Después conversad con él de lo que os plazca: contad de antemano con su oposición firme y bien intencionada. Comenzaréis desde luego a pensar de nuevo todos vuestros problemas, a reconstruir vuestra verdad, y a rectificaros vosotros mismos. La excitación exterior a la duda cartesiana, a prescindir en cualquier momento de todo cuanto se sabe y se ha adquirido, es, en efecto, el inestimable beneficio que nos procura el espíritu de contradicción.
Para mal nuestro, es difícil sostenerlo por largo tiempo en nuestro interlocutor. Aun en punto de intereses pecuniarios se acaba tarde o temprano por ponerse de acuerdo. Nuestro planeta fue hecho para quienes asienten, conceden y toleran. Los que contradicen no son de este mundo.
Y cuando las gentes están conformes absolutamente en todas las cuestiones discutibles y opinables con el resto del mundo civilizado y por civilizar, emplean sus esfuerzos en avenir a Moisés con Hammurabi, a los modernos con los griegos, a Nezahualcóyotl con Horacio. Este devaneo de querer concordarlo todo a través del tiempo y del espacio prevalece en la crítica literaria del día, en cuyo reino todo es influencia.

¹ Imperfect Sympathies, by Charles Lamb: “I confess that I do feel the differences of mankind, national or individual, to an unhealthy excess. I can look with no indifferent eye upon things or persons. Whatever is, is to me a matter of taste or distaste; or when once it becomes indifferent, it begins to be disrelishing. I am, in plainer words, a bundle of prejudices—made up of likings and dislikings—the veriest thrall to sympathies, apathies, antipathies.”

El ensayo corto

EL ENSAYO corto ahuyenta de nosotros la tentación de agotar el tema, de decirlo desatentadamente todo de una vez. Nada más lejos de las formas puras de arte que el anhelo inmoderado de perfección lógica. El afán sistematizador ha perdido todo crédito en nuestros días, y fuera tan ocioso embestirle aquí ahora, como decir mal de la hoguera en una asamblea de brujas.
No es el ensayo corto, sin duda alguna, la más adecuada expresión literaria ni aun para los pensamientos sin importancia y las ideas de más poca monta. Su leve contenido de apreciaciones fugaces —en que no debemos detener largo tiempo la atención so pena de dañar su delicada fragancia— tiene más apropiada cabida en el cuerpo de una novela o tratado; de la misma manera que un rico sillón español del siglo XVI estaría mejor, sin disputa, en una sala amueblada al desolado gusto de la época, que en el saloncito bric-à-brac en que departimos de la última comedia de Shaw, mientras fumamos cigarrillos y bebemos whisky y soda. A pesar de todo, el bric-à-brac hace vacilar aún a las cabezas más firmes.
Es el ensayo corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin desarrollo. Mientras menos acentuada sea la pauta que se impone a la corriente loca de nuestros pensamientos, más rica y de más vivos colores será la visión que urdan nuestras facultades imaginativas.
El horror por las explicaciones y amplificaciones me parece la más preciosa de las virtudes literarias. Prefiero el enfatismo de las quintas esencias al aserrín insustancial con que se empaquetan usualmente los delicados vasos y las ánforas.
El desarrollo supone la intención de llegar a las multitudes. Es como un puente entre las imprecisas meditaciones de un solitario y la torpeza intelectiva de un filisteo. Abomino de los puentes y me parece, con Kenneth Grahame, que «fueron hechos para gentes apocadas, con propósitos y vocaciones que imponen el renunciamiento a muchos de los mayores placeres de la vida». Prefiero los saltos audaces y las cabriolas que enloquecen de contento, en los circos, al ingenuo público del domingo. Os confieso que el circo es mi diversión favorita.

De la noble esterilidad de los ingenios

et néanmoins il n’a jamais réussi a rien,
parce qu’il croyait trop a l’impossible.
BAUDELAIRE

PARA el vulgo sólo se es autor de los libros que aparecen en la edición definitiva. Pero hay otras obras, más numerosas siempre que las que vende el librero, las que se proyectaron y no se ejecutaron; las que nacieron en una noche de insomnio y murieron al día siguiente con el primer albor.
El crítico de los ingenios estériles —ilustre profesión, a fe mía— debe evocar estas mariposas negras del espíritu y representamos su efímera existencia. Tienen para nosotros el prestigio de lo fugaz, el refinado atractivo de lo que no se realiza, de lo que vive sólo en el encantado ambiente de nuestro huerto interior.
Los escritores que no escriben —Rémy de Gourmont ensalzó esta noble casta—¹ se llevan a la penumbra de la muerte las mejores obras, las que están impregnadas de tan agudo sentido de la belleza que no las hubiera estimado tal vez la opinión, ni entendido acaso los devotos mismos.
Se escribe por diversos motivos; con frecuencia, por escapar a las formas tristes de una vida vulgar y monótona. El mundo ideal que entonces creamos para regalo de la inteligencia, carece de leyes naturales, y las montañas se deslizan por el agua de los ríos, o éstos prenden su corriente de las altas copas de los árboles. Las estrellas se pasean por el cielo en la más loca confusión y de verlas tan atolondradas y alegres los hombres han dejado de colgar de ellas sus destinos.
Evadirnos de la fealdad cotidiana por la puerta de lo absurdo: he aquí el mejor empleo de nuestra facultad creadora. Los que no podemos inventar asuntos, nos encaramamos en los zancos de la ideología estéril y forjando teorías sobre la forma de las nubes o enumerando las falacias populares que contiene la cabeza de un periodista, empleamos la vida que no consumió la acción.
¡Si fuéramos por ventura de la primera generación literaria de hombres, cuando florecían en toda su irresistible virginidad aun los lugares comunes más triviales!
La fanfarlo. «jamás había logrado nada, ya que creía demasiado en lo imposible».
¹ cf. Du style ou de L'écriture. La culture des idées, Rémy de Gourmont.

Xenias

Las buenas frases son la verdad en números redondos.

EL POETA sin genio ve correr las aguas del río. En vano se fatiga por una nueva imagen poética sobre el correr del agua. La frase no viene nunca y las ondas siguen implacables su curso.
El agua que pasa tiene una gran semejanza con su vida; no la relación secreta que inútilmente se esfuerza en discernir, sino ésta, que su vida pasa también adelante sin dejarle versos en las manos. 

Una vez hubo un hombre que escribía acerca de todas las cosas; nada en el universo escapó a su terrible pluma, ni los rumbos de la rosa náutica y la vocación de los jóvenes, ni las edades del hombre y las estaciones del año, ni las manchas del sol y el valor de la irreverencia en la crítica literaria.
Su vida giró alrededor de este pensamiento: «Cuando muera se dirá que fui un genio, que pude escribir sobre todas las cosas. Se me citará —como a Goethe mismo— a propósito de todos los asuntos».
Sin embargo, en sus funerales —que no fueron por cierto un brillante éxito social— nadie le comparó con Goethe. Hay además en su epitafio dos faltas de ortografía.

De fusilamientos

EL FUSILAMIENTO es una institución que adolece de algunos inconvenientes en la actualidad. 
Desde luego, se practica a las primeras horas de la mañana. «Hasta para morir precisa madrugar», me decía lúgubremente en el patíbulo un condiscípulo mío que llegó a destacarse como uno de los asesinos más notables de nuestro tiempo.
El rocío de las yerbas moja lamentablemente nuestros zapatos, y el frescor del ambiente nos arromadiza. Los encantos de nuestra diáfana campiña desaparecen con las neblinas matinales.
La mala educación de los jefes de escolta arrebata a los fusilamientos muchos de sus mejores partidarios. Se han ido definitivamente de entre nosotros las buenas maneras que antaño volvían dulce y noble el vivir, poniendo en el comercio diario gracia y decoro. Rudas experiencias se delatan en la cortesía peculiar de los soldados. Aun los hombres de temple más firme se sienten empequeñecidos, humillados, por el trato de quienes difícilmente se contienen un instante en la áspera ocupación de mandar y castigar.
Los soldados rasos presentan a veces deplorable aspecto: los vestidos, viejos; crecidas las barbas; los zapatones cubiertos de polvo; y el mayor desaseo en las personas. Aunque sean breves instantes los que estáis ante ellos, no podéis sino sufrir atrozmente con su vista. Se explica que muchos reos sentenciados a la última pena soliciten que les venden los ojos.
Por otra parte, cuando se pide como postrera gracia un tabaco, lo suministrarán de pésima calidad piadosas damas que poseen un celo admirable y una ignorancia candorosa en materia de malos hábitos. Acontece otro tanto con el vasito de aguardiente, que previene el ceremonial. La palidez de muchos en el postrer trance no procede de otra cosa sino de la baja calidad del licor que les desgarra las entrañas.
El público a esta clase de diversiones es siempre numeroso; lo constituyen gentes de humilde extracción, de tosca sensibilidad y de pésimo gusto en artes. Nada tan odioso como hallarse delante de tales mirones. En balde asumiréis una actitud sobria, un ademán noble y sin artificio. Nadie los estimará. Insensiblemente os veréis compelidos a las burdas frases de los embaucadores.
Y luego, la carencia de especialistas de fusilamientos en la prensa periódica. Quien escribe de teatros y deportes tratará acerca de fusilamientos e incendios. ¡Perniciosa confusión de conceptos! Un fusilamiento y un incendio no son ni un deporte ni un espectáculo teatral. De aquí proviene ese estilo ampuloso que aflige al connaisseur, esas expresiones de tan penosa lectura como «visiblemente conmovido», «su rostro denotaba la contrición», «el terrible castigo», etcétera.
Si el Estado quiere evitar eficazmente las evasiones de los condenados a la última pena, que no redoble las guardias, ni eleve los muros de las prisiones. Que purifique solamente de pormenores enfadosos y de aparato ridículo un acto que a los ojos de algunos conserva todavía cierta importancia.

La humildad premiada

EN UNA Universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo, que como carecía por completo de ideas propias era muy estimado en sociedad y tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.
Lo que leía en los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípulos la mañana siguiente. Tan inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la desesperación de los más consumados constructores de máquinas parlantes.
Y así transcurrieron largos años hasta que un día, en fuerza de repetir ideas ajenas, nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia luciente y bella como un pececito rojo tras el irisado cristal de una pecera.

El descubridor

A SEMEJANZA del minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará la dura faena pronto, pues la veta no es profunda. Otras veces dará con rico yacimiento del mejor metal, del oro más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos en un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué fuerza la del pensador que no llega ávidamente hasta colegir la última conclusión posible de su verdad, esterilizándola; sino que se complace en mostrarnos que es ante todo un descubridor de filones y no mísero barretero al servicio de codiciosos accionistas!

Los unicornios

CREER que todas las especies animales sobrevivieron al diluvio es una tesis que ningún naturalista serio, sostiene ya. Muchas perecieron; la de los unicornios entre otras. Poseían un hermoso cuerno de marfil en la frente y se humillaban ante las doncellas.
Ahora bien, en el arca, triste es decirlo, no había una sola doncella. Las mujeres de Noé y de sus tres hijos estaban lejos de serlo. Así que el arca no debió de seducir grandemente al unicornio. Además Noé era un genio, y como tal, limitado y lleno de prejuicios. En lo mínimo se desveló por hacer llevadera la estancia de una especie elegante. Hay que imaginárnoslo como fue realmente: como un hombre de negocios de nuestros días: enérgico, grosero, con excelentes cualidades de carácter en detrimento de la sensibilidad y la inteligencia. ¿Qué significaban para él los unicornios?, ¿qué valen a los ojos del gerente de una factoría yanqui los amores de un poeta vagabundo? No poseía siquiera el patriarca esa curiosidad científica pura que sustituye a veces al sentido de la belleza.
Y el arca era bastante pequeña y encerraba un número crecidísimo de animales limpios e inmundos. El mal olor fue intolerable. Con su silencio a este respecto el Génesis revela una delicadeza que no se prodiga por cierto en otros pasajes del Pentateuco.
Los unicornios, antes que consentir en una turbia promiscuidad indispensable a la perpetuación de su especie, optaron por morir. Al igual que las sirenas, los grifos, y una variedad de dragones de cuya existencia nos conserva irrecusable testimonio la cerámica china, se negaron a entrar en el arca. Con gallardía prefirieron extinguirse. Sin aspavientos perecieron noblemente. Consagrémosles un minuto de silencio, ya que los modernos de nada respetable disponemos fuera de nuestro silencio.

Almanaque de las horas
(Aforismos)

CUANDO alguien fracasa, nadie se ríe ni se alegra sino el que fracasó antes. 

INTRAVERTIDOS Y EXTRAVERTIDOS . A los ojos de Dios ¿quién contará más, el que toda su vida libra una batalla interior y padece a menudo derrotas vergonzosas y retiradas sin cuento, en una palabra, el que lleva un conflicto interno —no por silencioso menos cruento—; que el ser todo acción exterior cuya guerra es a la luz del sol y no a la indecisa de la meditación; contra otros hombres y no contra un enemigo de la misma carne; y cuya espada no hace correr calladamente y gota a gota la sangre más roja del propio corazón?

LA VIDA presente está compuesta como de muchas notas. Nos corresponde sin embargo escoger de ellas la que sea dominante en este acorde, que tiene a veces disonancias tan extrañas y desapacibles.

NADA importa pagar caro o barato las cosas del mundo. Los que dan poco por ellas revélanse hábiles y a veces picaros. Los que las compran caro acredítanse de torpes; y si con desdén y altivez, de señores. No tiene importancia el precio en números, puesto que si varían en el juego falaz del deseo sujeto y objeto, la posesión trae siempre el mismo gozo y el mismo desengaño.

UN DÍA se hastiaron las sirenas de los crepúsculos marinos y de la agonía de los erráticos nautas. Y se convirtieron en mujeres las terribles enemigas de los hombres.

Fantasías

EL MÉDICO arrugó el entrecejo y sentenció gravemente:
—Este riñón derecho no me gusta y tendremos que arrancarlo desde luego. Lo mismo que esas amígdalas que nos pueden dar mañana más de un dolor de cabeza. Los dientes… por supuesto, hay que sacarlos, sin que quede uno. Después seguiremos con el apéndice y con un palmo de intestino, que se nos puede ulcerar cualquier día. Habrá que extraer también la vesícula biliar, que no anda muy bien…
Y salí del consultorio al buen sol de la calle que infundía alegría de vivir en la gentes del barrio. Y he seguido viviendo hasta el día de hoy con mis órganos deteriorados y con mi viejo y casi inservible juego de glándulas.

Lucubraciones de medianoche
(Pensamientos)

¡CUÁNTOS millares de parejas tenemos en nuestra ascendencia que viene desde la aparición del hombre en el planeta! ¡Cuántas casualidades han ocurrido para que cada uno de nosotros exista y en este instante se dé cuenta de que su ser reposa sobre un altísimo edificio de cartas! ¡Somos juguetes e hijos de la contingencia infinita!

EL HEROÍSMO verdadero es el que no obtiene galardón, ni lo busca, ni lo espera; el callado, el escondido, el que con frecuencia ni sospechan los demás.

SOMOS una planta de sol (acción); pero también de sombra (reconditez, intimidad, aislamiento propicio al perezoso giro de nuestros sueños y meditaciones).

EL DESDEÑOSO todo lo paga caro y el estafador lo obtiene de balde. Pero entre estos dos extremos hay un término medio, punto equidistante de ambos: el que regatea. Con bajo y exacto sentido de lo que puede alcanzarse con el dinero y sin la osadía del ladrón que pone a riesgo su libertad fructífera.

sábado, 4 de noviembre de 2023

6. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida. Mi breve e ingenuo enunciado hizo eco, muchos años después en un verso de Eduardo Lizalde que reza: recuérdenme [...] por todo aquello que olvidé. Paso en silencio hablar de la coincidencia porque lo que me importa ahora es que al leer aquellas palabras se agolpan en mi mente miles de recuerdos de aquella época. Este fenómeno de despliegue mnemotécnico me parecía inexplicable hasta que leí el ensayo de Salvador Elizondo que ahora presento. 
En rigor, el texto aborda tres temas capitales: la infancia, la crueldad y la memoria. Sobre los primeros dos no hay mucho qué decir y posiblemente lo poco que se diga sea negativo; el autor enumera y distingue literaturas sobre infantes, para infantes y de infantes. Observa detalles que rayan el lugar común y se detiene en algunos aspectos casi morbosos de cómo la crueldad colinda con la infancia. Se atreve a exponer conjeturas tambaleantes como la de Hitler, que el lector podrá juzgar más adelante. El último tema es lo que salva al ensayo y la razón por la que lo transcribo. Con el análisis que Elizondo hace de la forma en la que Joyce y Proust despliegan la infancia es más que suficiente para mirar con una vista renovada no sólo la literatura, sino la vida.
Ya no busco quién se acuerde de lo que se me olvida porque soy yo quien al escribir, al invocar con palabras, guarda lo que pierdo.

En este ensayo, me proponía yo, en principio, tratar la obra de dos autores que significativamente han hecho de la infancia el punto de partida de sus creaciones maestras. Es con atención a este criterio con el que éste ha sido pensado: “Proust y Joyce.” ¡Qué fácil sería la vida si en el proferimiento de sólo estos dos nombres, que en cierto modo abarcan los límites extremos de nuestra literatura, pudiéramos encontrar la clave mediante la cual descifrar ese lenguaje y ese mundo misterioso que es la infancia! Al ponerme a preparar este ensayo pensé que bastarían esas dos referencias magníficas para desarrollar mi tema. En la obra de estos dos autores parecían estar compendiados los aspectos más característicos del mundo de la niñez que interesan. Sin embargo sufrí un desengaño. Al repasar las páginas de estos autores que tratan de la niñez, me percaté de que, en cierto modo, resultaba imposible decir “Proust y Joyce”, y que lo que había que decir era más bien “Proust versus Joyce!”, porque esos nombres, que a primera vista sugerían posibilidades de exégesis excelentes, de hecho representaban una antítesis; las que parecían ser vías paralelas en la historia de la literatura no significaban sino un match, como un match de boxeo, del espíritu. ¿Por qué?
Para contestar a esta pregunta he de salirme del tema, es decir, del tema de Proust y Joyce. Quise, cuando las preparaba, enriquecer estas notas con referencias marginales, con ejemplos significativos que ampliaran esa relación que tanto Proust como Joyce establecen con la memoria. Consulté y leí no ya las obras literarias acerca de la infancia sino las obras literarias de la infancia. No tardé mucho en encontrarme con un ejemplar de Cuore de Edmundo D'Amicis¹ y de un curioso Bilderbuch alemán intitulado Der Struwwelpeter² entre las manos. Estas extralimitaciones, más allá del tema prescrito, modificaron radicalmente mi disposición mental. Proust y Joyce resultaban demasiado amplios, y demasiado limitados a la vez, para penetrar de un modo consciente y crítico en una cuestión que, creo yo, trasciende los meros límites de la crítica o de la historiografía literarias.
Debo pecar, para conducir estas notas a buen término, de hacer una confidencia. Conforme iba penetrando en el mundo de Corazón, Diario de un niño, conforme releía yo ciertos pasajes de Poil de Carotte,³ mientras proyectaba en mi imaginación, a partir del guión, las maravillosas escenas de Zéro de conduite de Jean Vigo, llegué a la conclusión de que tanto Proust como Joyce no representaban sino los dos métodos arquetípicos mediante los cuales a los adultos les es permitido volver a la infancia. Y es con este descubrimiento con el que el curso de mis observaciones vuelve a entroncar en el tema de este ensayo: invocación y evocación de la infancia, pero no ya invocación y evocación de la infancia en tal o cual autor, en tal o cual época literaria, en tal o cual literatura nacional, sino invocación y evocación de la infancia a secas... así no mas... en la vida, si se quiere.
Invocación y evocación, he aquí el bivio⁴ en el que se separan los caminos que conducen a la niñez. La literatura, como expresión del espíritu, no ignora esta bifurcación. Cuando nos lleva a ese destino añorado e inalcanzable de casi todos los adultos, ha de seguir ya sea uno u otro camino. Ahora bien, ¿por qué decimos que Proust evoca la infancia y que Joyce la invoca? ¿En qué se diferencia el acto de evocar del acto de invocar?
Creo yo que la evocación es un intento de recrear, en este caso el mundo de la infancia, mediante la concreción del recuerdo de las sensaciones experimentadas durante ese período. Es decir, que más que volver a ese mundo específico, lo que hacemos, cuando evocamos, es colocarnos en una situación propicia a la re-experiencia de las sensaciones, si no de los estímulos. La evocación se atiene invariablemente a los datos perceptivos; es un procedimiento, digamos, sensorial. Si evocamos la infancia en cojunción con un acto, por así decirlo, actual —como la aspiración del perfume de una rosa, por ejemplo—, no podemos decir: “Ésta es la rosa de entonces, de la época de la infancia...”, y más bien lo que decimos es: “El perfume de esta rosa me recuerda mi infancia.” La relación entre el presente y el pasado se establece mediante la identidad de las sensaciones sin las cuales esta evocación sería imposible. A este propósito Proust resume en un corto párrafo de Du coté de chez Swann⁵ esta conjetura, a la vez que sintetiza, en un sólo pensamiento, la esencia de su obra:
“Sucede así con nuestro pasado —dice—, es un esfuerzo vano tratar de evocarlo, todos los esfuerzos de nuestra inteligencia son inútiles. Está escondido fuera de su dominio y de su alcance, en algún objeto material (en la sensación que nos produciría este objeto material) cuya existencia ni siquiera sospechamos. Depende del azar que encontramos este objeto antes de morir o que no lo encontremos jamás.”
La evocación, como retorno a los orígenes siempre es incompleta, deficiente. Es un acto inscrito dentro de la temporalidad, y es esto lo que la convierte en una hipótesis —a posteriori— acerca de nuestros orígenes. Cuando evocamos la infancia, nos place sentir que la imagen que ahora tenemos de ella corresponde enteramente a la imagen que entonces era. Un principio de identidad dudoso nos hace sentir ahora que el olor de esta rosa es igual que el olor de la rosa de entonces. “Esta rosa huele igual que la de entonces”, decimos, y esto es una falacia, porque entre el perfume de entonces y el de ahora media el Tiempo.
Proust no se mantiene ajeno a esta consideración. Su proceso de evocación es un largo silogismo que termina en una conclusión unívoca; la de que el tiempo pervierte las sensaciones en la memoria y les confiere un carácter que las hace válidas más como sensaciones actuales que como sensaciones derivadas de sensaciones de entonces.
El cuerpo se convierte así, para los efectos de la evocación, en la referencia fundamental de la que se deriva nuestro recuerdo de la experiencia infantil. Fuera del cuerpo no podemos referir nuestras sensaciones a nada, y como dice Merleau Ponty, en la Phénoménologie de la perception,⁶ el cuerpo es la referencia del Universo. Ahora bien, el cuerpo, que ineluctablemente se encuentra inscrito en el tiempo, sufre modificaciones con el transcurso de éste, es decir, que la esencia misma de las sensaciones se ve modificada por los años. Tal es el caso de ese fenómeno frecuente de la confrontación de las escalas espaciales en relación con el transcurso del tiempo. Las dimensiones de un salón, la disposición de los muebles y la relación de sus dimensiones parecen aumentarse en la memoria. Cuando después de los años de la infancia volvemos a encontrarnos por azar en ese salón, ante ese mobiliario, tenemos la sensación de que, en relación con la imagen de la memoria, tales ámbitos, tales objetos, son mucho más pequeños de lo que los imaginábamos. Lo mismo que sucede con los objetos, con los espacios, sucede con los hombres y con los sentimientos. El tiempo recobrado, en Proust no es sino el término de una degradación racional de la imagen de la memoria, hasta volver a situar los objetos y los hombres que componían esa imagen en la posición justa que les corresponde en el mundo y no en la memoria.
La literatura abunda en ejemplos en los que se acentúa esta relación entre el cuerpo y la evocación de la infancia. El gusto del bizcocho mojado en té, el olor de los espinos florecidos en el campo Combray, los vitrales de la iglesia, la frase significativa de la sonata de Vinteuil, la forma de las catleyas y el sentido sexual que adquieren en París, en la vida de Swann; todas estas cosas tienen un sentido sensorial estrechamente ligado al desarrollo del cuerpo a lo largo de los años.
Es realmente difícil encontrar una instancia de evocación de la infancia en la que el cuerpo no juegue un papel fundamental. Aun en la poesía, que de hecho se sustrae a las formulaciones más o menos lógicas, encontramos ejemplos de ello. Esto se advierte claramente en un poema de Ramón López Velarde que es como una evocación típica:
Fuérame dado remontar el río
de los años, y en una reconquista
feliz de mi ignorancia, ser de nuevo
la frente limpia y bárbara del niño...
Volver hacer el arrebol, y el húmedo
pétalo, y la llorosa y pulcra infancia
que deja el baño por secarse al sol...
Abundan, como se puede ver, los elementos estrictamente sensoriales en estos versos.
Hay casos en que la evocación se invierte, en que el poeta “evoca”, por así decirlo, una sensación o una imagen futura cuya calidad ideal la asimila también a la calidad ideal del recuerdo. Tal es, por ejemplo, el caso de un poema de Rimbaud escrito a la edad de 16 años, o sea cuando el poeta carecía aún de la perspectiva necesaria para evocar su propio pasado. Evoca entonces, en cierto modo, su futuro:
Par les soirs bleus d'été j'irai par les sentiers,
Picoté par les blés, bouler l'herbe menue.
Reveur, je sentirai la fraicheur a mes pieds;
Je laisserai le vent baigner ma tête nue...
Este ejemplo de Rimbaud, con lo que tiene de falsa evocación, bien nos puede servir para adentrarnos en los mecanismos de la invocación, ya que ésta consiste, en cierto modo, en hacer presente algo que, como el futuro, de hecho está desprovisto de referencias sensoriales.
Hace ya bastantes años, una de esas editoriales parisienses dedicadas a publicar obras licenciosas y pornográficas en lengua inglesa sacó a la luz una interesante novelita intitulada Numina, cuyo autor se supuso, muchas veces, no sin cierto fundamento, y por encima del rimbombante pseudónimo de Ladwing di Belcazzo,⁹ que era nada menos que George Bataille. La novela, constituida fundamentalmente por los recuerdos sexuales de un jesuita renegado, entre muchos pasajes interesantes, contiene una declaración de principios que bien vale la pena citar, ya que en cierto modo sintetiza el sentido de lo es la invocación. En el curso de su ensoñación el que personaje llega a un callejón sin salida de la memoria, más allá del cual la imagen evocada no responde ya a su propia intuición de la realidad. El personaje entonces hace la siguiente reflexión:
Llega un momento —dice— en el curso de esa vida que revivimos constantemente en la memoria, en que todas las relaciones parecen romperse y en que el recuerdo huye como un fantasma aterrado por el exorcismo. El amor, esa relación que se desentiende del significado de lo inanimado, no es susceptible de ser recordado. La memoria no acepta sino los datos de los sentidos y aun el amor físico no trasciende este esquema rudimentario de la experiencia. Somos capaces de recordar el corte de un vestido, la textura de una tela, el olor de un perfume, la melodía de una canción, pero un nombre siempre acaba por olvidársenos. Es por ello que lo que acaba contando en la reconstrucción de las ruinas son los vestidos, las telas, los colores, las melodías. De ellos está hecha, fundamentalmente, la experiencia amorosa. Pero por ello mismo, ante esa experiencia que nos sitúa frente a una abstracción constituida por los sentimientos, aquello que no está impregnado de la realidad tangible que lo rodea, es como una oquedad que nos impide recordarlo.
Esta retórica tortuosa sirve —en pocas palabras— para decir que existen ciertos tipos de experiencia, que por su carencia de cualidades tangibles, no pueden ser evocados. “...pero un nombre siempre acaba por olvidársenos” —dice el autor. Esto quiere decir que justamente el concepto que sintetiza las cualidades tangibles de un modo abstracto es lo que se vuelve irrecuperable para la evocación. Y en efecto...
Otro poema de López Velarde que se llama No me condenes... es interesante porque en sus tres primeros versos sintetiza magistralmente las ideas expresadas en el párrafo citado acerca de la evocación y prefigura en dos palabras, el sentido de la invocación. Estos versos dicen así:
Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre: 
ojos inusitados de sulfato de cobre, 
Llamábase Maria...
“Llamábase María”... ¡He ahí la clave de la invocación! La enunciación de ese nombre, esa palabra —Maria— desprovista de todos sus atributos, desprovista de todo aquello que rodeaba los ojos color de sulfato de cobre, los ángeles de yeso, el silbido lejano de la locomotora, han de servir, en ese rito milagroso y mágico de la invocación para revivir, no de una manera sensible, sensorial, el amor y el noviazgo de María, novia pobre, sino de manera que trasciende la superficialidad y la aparente banalidad de las sensaciones que se originan en la carne. Los sentidos desaparecen, se vuelven como espectros inútiles al contacto con esa presencia trascendental de las esencias.
No somos ajenos al carácter mágico de la invocación en contraposición al carácter “lógico” de la evocación. La evocación nos lleva a nuestro destino de nostálgicos mediante un camino, que por medio del lenguaje pretende conducirnos a la reconstrucción de otro momento. La invocación nos lleva a él mediante el proferimiento de la palabra que como en los encantamientos encierra la clave del misterio. La historia de la magia, que no es sino el aspecto irracional de la historia de la poesía, consigna preeminentemente todos aquellos vocablos, o combinaciones de vocablos, mediante los cuales el anhelo se concreta; desde el “padrenuestro” hasta el “abracadabra”, las palabras de las invocaciones no son sino fórmulas mediante las cuales hemos de darnos gusto. “Perdónanos nuestros pecados...” dice uno, “Concédenos la vida eterna...” dice otro. Otro dice: “Quiero poseer a Margarita la que hila en la rueca...”, y otro, mediante un circunloquio alemán de 800 páginas dice: “Cambio la integridad de mis glóbulos sanguíneos y de mis neuronas por el genio...”¹⁰ Este trueque y esta dádiva se concreta invariablemente en una combinación de palabras, palabras que muchas veces, desgraciadamente, no quieren decir nada... pues, ¿qué significan los nombres... trascendentalmente? Margarita, el vocablo Margarita, ¿es acaso la concreción absoluta de ese ”Eterno Femenino que nos llama a lo alto”? “Combray!”, ¿es acaso este nombre el que evoca la sensación del olor de los espinos blancos y el gusto de la madeleine? “Balbec”, ¿es acaso este nombre el que evoca la visión de Albertina en bicicleta? ¿o “catleya” —transmutado en un prodigioso verbo— el que describe los amores de Swann y Odette? Parecería que no: sin embargo, nuestras sensaciones, para recapturar ese tiempo perdido de las páginas literarias, cuando quieren reconstruir esos pasados ficticios, no han de acudir a ninguna otra referencia.
Al final de cuentas no serán sino los nombres los que nos conduzcan a la recaptura del tiempo perdido, porque en ellos, a través de la historia es decir, a través del tiempo hemos de llegar a la figuración completa, a la reconstrucción perfecta, de lo ya perdido.
Esta divagación, que tiene un carácter desagradablemente lírico y estentóreo, quisiera que sirviera, aunque sea torpemente, para aproximarnos a Joyce, en quien la “reconquista feliz del pasado” no es sino un proferimiento exhaustivo de fórmulas verbales. ¿Despreciables acaso, porque son verbales? ¡Todo lo contrario! No hay que olvidar en ningún momento que Joyce, como todos los grandes literatos de nuestra época, no sufre la condición de leader de la juventud o de acatador de consignas. Sus fórmulas verbales lo aproximan más a la función del sacerdote que, de hecho, invoca los espíritus, que a la del pedagogo que dicta reglas para la infalible consecusión de la respetabilidad. Y hablando de Joyce es preciso hacer a un lado toda noción de respetabilidad y de decencia. Pasa, con Joyce, lo que con Rimbaud; que las buenas maneras le son ajenas. Y para analizar al niño que hay en Joyce y al niño que hay en Proust tendremos, forzosamente, que prescindir de esa noción del enfant sage, del good little boy que, por razones de hipocresía consumada, infesta la literatura occidental a partir de Dickens. El niño de Joyce es un niño provisto con todas las armas dignas del niño arquetípico... poco diligente, precozmente sensual, proclive a la pornografía y; sobre todas las cosas, a la escatología. Si hemos de afrontarlo con valor, dispongámonos a aceptarlo rodeado de prostitutas festivas, de frases soeces, de gestos groseros, de hábitos inconfesables.
Hemos de transportarnos en la imaginación a esa casa de mala nota en donde Stephen Dedalus va a realizar el acto mágico de la evocación de su infancia. Hemos de disponernos de la manera más liberal, a convivir con viejas prostitutas, con soldados ebrios y con los espectros del artista adolescente...
La invocación de la infancia en Joyce es, en cierto modo, la invocación de la presencia de la madre. Esa vida ideal que balbucea las primeras palabras terribles en los primeros cuentos de Dublineses, que descubre la sensualidad y la belleza en El retrato del artista adolescente, que penetra en el ámbito de la muerte para revivir a la madre en el Ulises y que ahí mismo habrá de desposarse con ella en la figura telúrica de Molly Bloom, no es sino la concreción de una fórmula mágica que permite remontar el río de los años para llegar hasta los orígenes.
El sentido de ese proferimiento se ve definido por Joyce mismo cuando exclama por boca de Stephen Dedalus: “Para que el gusto, entonces, y no la música ni los olores, sea como un lenguaje universal el don de las lenguas que haga visible no el sentido llano sino la primera entelequia...” Y ha de ser este gesto mágico el que concrete la presencia, insensible, de la madre de Stephen, que se materializa en medio de la ebriedad y de la orgia sin más característica que un nombre: “Yo fui una vez... May Goulding” —dice el espectro ante el hijo horrorizado que más tarde, en busca de la invocación absoluta, le dice al fantasma: “Dime la palabra madre, si es que la sabes ahora. La palabra que todos los hombres entienden...” Sin embargo, no ha de ser la madre espectral la que le de la clave y el encantamiento, sino esa madre que representa el término de su propia evocación en conjunción con la invocación de Stephen: Molly Bloom, a cuyo lecho ha de llegar Stephen como la reencarnación de su propio hijo muerto y en donde éste recobrará el significado de su propia infancia.
Es curioso observar que Joyce, al conjugar el personaje de Molly Bloom con el de Dedalus está jugando simultáneamente con la evocación y la invocación. Molly representa ese ritmo discursivo, amplio, pormenorizante, en que se sustenta la evocación de su pasado transcurrido en Gibraltar. Dedalus es la fórmula sintética, el proferimiento mínimo, el gesto casi que encierra esa recirculación de la vida que es el acto de recordar la infancia y que en Finnegans Wake jugará una parte tan importante. Ambas contemplaciones del pasado se sintetizan cuando quien ha evocado no extrae de esa evocación sino un vocablo que representa la aceptación de la vida y la ineluctable realidad de lo visible: ¡Yes!
Los extremos aparentes se tocan: el hijo se desposa con la madre en un rito que aúna el pasado y el presente. El parto y la muerte no son sino dos apariencias de una misma cosa. No es de extrañar por ello que innumerables veces la literatura de Occidente se complazca en presentar las dos caras de la moneda simultáneamente, poniendo al niño en contacto con la muerte como si se tratara de una conjunción lógica. Para el niño la muerte es un misterio sagrado y él es el guardián de ese misterio. Ese secreto trascendental, depositado en la discreción frágil de los niños se vuelve, además, un acto poético y terrible. Y no sólo la muerte, sino el amor y la vida también, cobran en la visión del niño un significado sobrenatural.
Las imágenes alucinantes de Juegos prohibidos no son sino un tratamiento in extenso de lo que en la literatura occidental muchas veces se reduce a unas cuantas líneas.
Vuelvo una vez más a la infancia —dice Drieu la Rochelle—, no por la razón de que en ella se encuentran todas las causas, sino porque el ser está todo entero en su germen¹¹ y que uno encuentra correspondencias entre todas las edades de la vida. He nacido melancólico, salvaje. Aun antes de haber sido maltratado y herido por los hombres o de haber sentido remordimientos por haberlos herido y maltratado, me confesaba a ellos. En los recesos del apartamento y del jardín, me encerraba en mí mismo para gustar de alguna cosa furtiva y secreta. Ya entonces adivinaba yo, mucho mejor de lo que habría podido hacerlo más tarde, cuando ya me encontraba de lleno en el mundo y sabía que existía, en mi alguna cosa que no era yo y que era mucho más preciosa que yo. Y presentía que ello podría gozarse mucho más exquisitamente en la muerte que en la vida y sucedía que no solamente jugaba a estar perdido, a haber escapado de los míos para siempre, sino también a estar muerto. Era una embriaguez triste y deliciosa la de estar acostado bajo el lecho, en una pieza silenciosa, a la hora en que mis padres habían salido y en que yo me imaginaba estar en el interior de una tumba. A pesar de mi educación religiosa y de todo lo que me habían dicho acerca del cielo y del infierno, estar muerto no era estar aquí o allá, lugares habitados donde uno era visible, era más bien estar en un lugar tan oscuro, tan desconocido, que era como no estar en ninguna parte y en el que se podía escuchar la caída, gota a gota, de alguna cosa indecible que no era ni mía ni de los otros, sino una cosa inaprehensible y ajena a todo lo vivo y lo visible y ajena también a todo lo invisible y a lo muerto, que existía de alguna otra manera infinitamente deseable.¹²
Ese impulso primario encuentra en Drieu la Rochelle su término lógico en el suicidio. Yo pienso que tal proceso es aplicable a todas las vidas que ya en la infancia se ven determinadas ineluctablemente.
La obra de Henry James, por ejemplo, nos muestra en innumerables instancias a los niños en situaciones que determinan en un grado mucho más alto que las pasiones el drama de los adultos. Resulta ya un lugar común citar, a este respecto, su cuento Una vuelta de tuerca, en que son propiamente los niños lo que detentan el influjo sobrenatural que se ejerce en torno a ellos. Otro cuento importante es El discípulo, en que la vida de un hombre se ve totalmente minada por una simple relación pedagógica con un niño.
Resulta frecuente encontrarse en la literatura con la falta de definición respecto al papel que juegan los niños en ella. Creo que es preciso, de una vez por todas, decir que ese vasto campo de la novelística, del teatro y de la poesía al que puede aplicársele el título genérico de “retorno a la infancia”, admite tres modalidades: en primer lugar está la literatura para niños. Esta literatura por lo general pocas veces trasciende los límites de la mediocridad, sólo que generalmente se la confunde con la literatura fantástica. Pocos son los niños que logran comprender realmente esas obras que sólo por equivocación se supone que les están dedicadas: es casi seguro que de cada cien niños que puedan haber leído Alicia en el país de las maravillas haya uno que lo entienda como lo que realmente es, o sea, como una prefiguración de la concepción serial del tiempo. Lo que los niños pueden percibir en este libro no es sino una serie de imágenes sensoriales mediante las cuales se expresa metafóricamente, por así decirlo, un pensamiento abstracto. En segundo lugar tenemos el género más importante de los que aquí hemos enunciado: la literatura sobre niños, género al que los niños han de permanecer irremediablemente ajenos, pues esta literatura es Los hermanos Karamazof, En busca del tiempo perdido, El retrato del artista adolescente, Dafnis y Cloe, o El dios de las moscas... En todas estas obras es indudable que los autores se asoman al mundo de los niños, no con la finalidad de describir ese mundo, sino de desentrañar su misterio, y justamente en función de algunos de los personajes infantiles que en estas obras aparecen, la literatura occidental ha planteado algunas de sus más terribles interrogantes. Baste, si no, recordar el inquietante problema que se plantea, al final de Los hermanos Karamazof, con la muerte de un niño. Por último existe la literatura de niños. A este género concurren por lo general algunas de las creaciones más detestables de lo que sólo por extensión puede llamarse literatura. Con excepción de Rimbaud, que representa más que nada un momento crítico de la condición humana, la literatura producida por niños ha carecido casi siempre de todo valor. Nuestro tiempo, casi más que ningún otro, ha pretendido valorizar de una manera totalmente artificial la creación literaria infantil. Todavía hace algunos años tuvimos que confrontar ese fenómeno profundamente desagradable de la niña poetisa Minou Druet, niña cuyo numen poético era algo así como la sublimación última de la estupidez humana. A este fenómeno que, de hecho, representa una tendencia inconsciente a desvalorizar el arte como expresión del espíritu, han coadyuvado, sin duda, toda esa interminable legión de escritores que inexplicablemente se rebajan a la condición de retrasados mentales adoptando un tono y un estilo pretendidamente infantiles. El origen de esta modalidad, hay que decirlo, se encuentra en uno de los libros más pretenciosamente imbéciles, más estúpidamente inteligentes, más engañosamente ingeniosos y más simplistamente morales que jamás se han escrito: El principito de Antoine de Saint-Exupéry. No dudo, por ningún motivo, de que esta afirmación resulte chocante a quienes han creído encontrar en este libro algo así como “un deleite espiritual”, sólo que considero que el tono y el principio estilístico en el que se funda encubren una falacia, que pretende hacernos aceptar una serie de lugares comunes como si fueran grandes descubrimientos filosóficos, por el solo hecho de que están enunciados con una pretendida simplicidad infantil. Enumerar los sucedáneos de este libro nefando sería interminable.
Para volver a algunas de las obras que habíamos citado al principio quiero, de nueva cuenta, patentizar mi desprecio, por lo que a este tema se refiere, hacia esas obras que se consideran como las cumbres del pensamiento filosófico infantil. Creo yo que para penetrar verdaderamente dentro de ese misterio constituido por el alma del niño es preciso desentenderse de consideraciones literarias. A este respecto “invoco” las imágenes inverosímiles, retóricas, ramplonas si se quiere, de Corazón, Diario de un niño con la seguridad de que, lo que de ellas queda en las mentes y en la memoria de todos nosotros, nos aproxima más a lo que ha sido la infancia que todas aquellas ideas pretendidamente cándidas que formulan los autores de libros como El principito.
No quisiera llevar el caos de ideas que es este ensayo a su conclusión sin apuntar otro aspecto relativo a la infancia que para mí destaca notoriamente a través de ciertas obras. Esto es la frecuente contigüidad de la existencia infantil con la crueldad. No me escapa que acabo de proferir un lugar común. Las imágenes de pájaros ahogados, perros apedreados, gatos incendiados, mendigos torturados, ciegos abandonados en la mitad del arroyo son ciertamente frecuentes.¹³ Recordemos si no esas dos maravillosas antologías de la crueldad infantil que han sido concretadas por el cine: Cero en conducta de Vigo y Los olvidados de Buñuel. La literatura también propone en algunos casos ejemplos magistrales de esta relación. Sin embargo, no es en esa literatura formal, en esa literatura cuyos autores están perfectamente clasificados dentro de la historia, en la que nos hemos de detener. ¿Para qué citar obras tan conocidas como algunos cuentos de Chejov y en especial el intitulado Un asesinato (del que por cierto existe una versión casi idéntica de Katherine Mansfield)? De seguro que nos perderíamos en especulaciones de orden estrictamente literario que en nada nos ayudarían a aproximarnos, aunque sea un poco más, a ese misterio al que nos impulsa la memoria de nuestra infancia. Para concretar mi idea acerca de la crueldad en la infancia deseo, antes de sacar algunas conclusiones, hojear sumariamente un pequeño libro.
Es un pequeño libro alemán para niños. Su autor es el doctor Heinrich Hoffmann. El doctor Hoffmann, a juzgar por el estilo de las ilustraciones, debió haber producido su obrita durante la segunda mitad del siglo pasado.¹⁴ El libro se intitula Der Struwwelpeter, título que aparece impreso en tortuosos caracteres góticos sobre la pasta cartoné. Sobre la misma pasta se puede ver un grabado que representa al Struwwelpeter, que es un niño de edad indefinida al que le ha crecido abundantísima cabellera rubia, así como las uñas de los dedos, que alcanzan una longitud proporcional de unos veinte o veinticinco centímetros. Este personaje se encuentra de pie, en actitud de Cristo, sobre un zócalo adornado con peines y tijeras, y en el centro del cual se dice que el libro contiene alegres historias e ingeniosos dibujos para recreo de los chiquitines. La primera de estas graciosas historias se intitula La historia del malvado Federico. Los dibujos que la acompañan representan a Federico en las siguientes circunstancias: después de haber dado muerte a un gallo, a una paloma, a un gato; en el acto de arrancar las alas a una mosca; en el acto de fustigar a su madre con un látigo; en el acto de fustigar a un perro y en el acto de ser mordido por ese perro. Como con secuencia de tal mordida Federico es recluido en la cama, se le hacen curaciones dolorosísimas y se le suministran medicinas de horrible sabor, mientras el perro que lo ha mordido se come el pastel y se bebe el vino de la cena de Federico.
El segundo cuento es el de Paulina y los fósforos. Paulina es una niña que se ha quedado sola en su casa con sus dos gatos. En repetidas ocasiones se le ha dicho que no juegue con los fósforos; sin embargo, Paulina no hace caso y toma los fósforos para jugar. Se produce el accidente fatal, Paulina se incendia y en la última imagen del cuento vemos a los dos gatos, con sendos crespones de luto en la cola, llorar desconsoladamente junto a un montoncito de cenizas humeantes que son los últimos restos de la desobediente Paulina.
Una de las más impresionantes de estas chistosas historietas es la de Conrado, el niño que se chupaba el dedo. Al salir de la casa, su madre advierte a Conrado que no debe chuparse el dedo, porque si lo hace vendrá el sastre con sus grandes tijeras y se lo cortará. Una vez que ha salido la madre, como es lógico suponer, lo primero que hace Conrado es chuparse los dedos y, como es totalmente ilógico suponer, entra el sastre y con sus grandes tijeras le corta los dos pulgares. La historieta termina con una tristísima imagen de Conrado llorando desconsoladamente con las manos chorreando sangre. Como es fácil suponer, la moraleja de esta historieta es que no hay que chuparse los dedos. 
Otra historia muy impresionante de este libro es la de Gaspar Sopa. Gaspar Sopa es un niño muy gordo, muy gordo, que un día decide no comer más. La historieta consta de cuatro imágenes. En la primera vemos a Gaspar Sopa protestando que no quiere comer, en la segunda lo vemos exactamente en la misma actitud después de haber perdido un buen número de kilos. En la tercera lo vemos reducido ya a los puros huesos, y en la última vemos una tumba con el nombre de Gaspar sobre la que humea un gran plato de sopa.
Todas las demás historias son más o menos por el estilo, y el libro termina con un pequeño poema debido a la inspiración del doctor Hoffmann. Dice así:
Cuando los niños son buenos
viene a visitarlos el Niño Dios.
Cuando comen su sopa
y no olvidan comer también el pan,
cuando juegan silenciosamente en su casa,
cuando se dejan conducir de la mano por su mamá en la calle,
entonces el Niño Dios les trae muchos regalos
y un bonito libro de historietas del doctor Hoffmann. 
Ahora bien, es indudable que todas las barbaridades contenidas en estas curiosas y alegres historietas no pueden dejar indiferente el alma de los niños que en un determinado momento las han leído con una fruición premonitoria. Este libro tiene, en Alemania, una difusión muy amplia. El famoso Struwwelpeter es un personaje de orden nacional, algo así como Huckleberry Finn en los Estados Unidos o como el Lazarillo de Tormes en España. En algún momento la difusión del libro ha trascendido las movedizas fronteras del Reich. En Paris existe una librería en el Barrio Latino dedicada exclusiva mente a la distribución de la versión francesa de la historietas. En Italia el Struwwelpeter es ampliamente conocido como Pierino Porcospino (Pedrito Puercoespín). Como quiera que sea, la amplitud editorial de esta pequeña obra no hace sino acentuar un hecho que, si no del todo, sí tiene muchas posibilidades de ser absolutamente plausible. Es indudable que las últimas cuatro generaciones de alemanes han nutrido su infancia con las alegres aventuras del malvado Federico y de Gaspar Sopa. Y de seguro que Adolfito Schicklgruber, que más tarde pasaría a la historia de la bestialidad humana con el nombre de Hitler, desde la más tierna infancia conservaba en su mente la voluptuosa imagen de Paulina envuelta en llamas o de Conrado mutilado y sangrante. Los años no lograron borrar de la mente de Adolfo aquellas chistosas imágenes y aquellas alegres e ingeniosas aventuras. Conforme fue creciendo sentía, en medio de las terribles vicisitudes de su época, una nostalgia de su infancia cada vez más pastosa y apremiante. Afortunadamente para él, la Historia llegó a colocarle, en un momento de su vida, en la situación privilegiada en la que su voluntad podría producir ese milagro definitivo de la vuelta a la infancia. Las jocosas imágenes del doctor Hoffmann cobrarían vida nuevamente ante sus ojos, aumentadas, multiplicadas a una escala, por así decirlo, “europea.” Cientos de miles de millones de malvados Federicos se incorporarían bajo su voluntad destinados a incendiar a millones de Paulinas desobedientes, a mutilar a todos los Conrados que se chupaban el dedo. En medio de esa apoteosis Adolfito Schicklgruber, empedernido lector del doctor Hoffmann, podía solazarse con las tiernas imágenes de su infancia, jactándose, a la vez, de haber elevado el alegre mundillo del Struwwelpeter a la categoría de un imperio universal.
He aquí, pues, un ejemplo de lo que puede ser el retorno a la infancia llevado a sus extremos críticos. Un hecho es importante: el de que las imágenes que han poblado nuestras mentes infantiles jamás se borran. A ellas acudimos siempre que queremos evocar ese período de nuestra vida, y es justamente por esto por lo que la literatura de nuestra infancia puede jugar, llegado el caso, un papel tan inmensamente importante.
Lo que nos asombra, al final de cuentas, es que esas imágenes rara vez corresponden a nuestra concepción “intelectual” del mundo. Una vez que hemos cobrado conciencia de nuestra cultura tratamos de mistificar nuestros recuerdos. Una vez que hemos leído a Proust elaboramos un Combray o un Balbec a la medida de nuestros gustos literarios. Nos place pensar que, para nosotros, igual que para Proust, existe una pequeña frase musical, en alguna sonata rebuscada, que nos remite al pasado, y lo peor del caso es que casi siempre nos engañamos irremediablemente, pues nuestros verdaderos recuerdos no son, como en el caso de Proust, tampoco del orden “intelectual” sino más bien del orden sensorial. Es justamente esta deficiencia la que nos permite evocarlos en un momento dado. En otros casos nuestros recuerdos se encuentran inmersos en una bruma que trasciende el alcance de los sentidos; no son sino conceptos latentes de sensaciones imprecisas que no pueden ser concretizados más que mediante el proferimiento de una invocación adecuada, porque al igual que al desfallecimiento de una rosa sigue siempre el florecimiento de otra rosa, al olvido, que es la muerte de la memoria, sigue siempre el renacimiento del recuerdo súbito y mágico de lo olvidado. No por nada se dice —claro que sin ningún funda mento lógico— que el acto de morir no es sino el acto de evocar, de pronto, toda la vida.
Si pensamos en la literatura —lo que no es sino nuestro deber en este ensayo—, llegamos a conclusiones que desdicen de la efectividad de las grandes obras. Conforme nos adentramos en la edad adulta —conforme consumamos eso que justamente es el adulterio de la vida, la adulteración de nuestros recuerdos—, sentimos cada vez con mayor apremio la necesidad de volver una mirada furtiva hacia nuestros primeros años... ¿qué libros, qué frases, qué versos encontramos allí?
Que cada quien conteste esta pregunta como pueda. Es un hecho que sólo con los años encontramos en Proust y en Joyce un significado que pueda ser el nuestro. En todos los casos, y cuando mejor nos vaya, encontraremos un verso ramplón y un párrafo cursi. Si he de contestar la pregunta en función de mi propia experiencia, no puedo sino decir que lo que los libros me dejaron en el recuerdo de mis primeros años son cosas como:
—¡Monzón!
¡Maldita! —rugió el ladrón reconocido—, ¡Tienes que morir! —y se volvió con el cuchillo levantado contra la vieja, que quedó desvanecida en el mismo instante...
O como:
...Un grito agudísimo, como el de un herido de muerte, resonó de repente por toda la casa.
El niño respondió con otro grito horrible y desesperado:
—¡Mi madre ha muerto!
El médico se presentó en la puerta y dijo:
—Tu madre se ha salvado.
El muchacho lo miró un momento, arrojándose luego a sus pies, sollozando:
—Gracias, doctor.
Pero el médico le hizo levantar diciéndole: 
—¡Levántate...! ¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!
Estos fragmentos son como la aspiración del perfume de la rosa de entonces, que se hace más fragante y más verdadero en la rosa de ahora. Para terminar estas notas, una fórmula que es como una despedida a la infancia, como una entrada en ese mundo en que la niñez empieza a convertirse en un recuerdo. Como el supuesto autor de Corazón, Diario de un niño, me alejo de la infancia evocada, supuesta, invocada, lleno de contrición:
A Garrón fue el último a quien abracé, ya en la calle, y tuve que sofocar un sollozo contra mi pecho; él me besó en la frente. Después corrí hacia mi padre y mi madre, que me esperaban. Mi padre me preguntó si me había despedido de todos. Respondí afirmativamente.
—Si hay alguno con el cual no te hayas portado bien en cualquier ocasión, ve a buscarle y a pedirle que te perdone.
¿Hay alguien?
—Nadie, ninguno —contesté.
—Bueno, entonces vamos —y añadió mi padre con voz conmovida, mirando por última vez la escuela—: ¡Adiós!
Y repitió mi madre:
—¡Adiós!
Y yo... yo no pude decir nada.
A esa ley que exige de todos el retorno a la niñez sólo escapa el niño terrible, a tal grado, que es justamente esta ausencia de infancia, en la perspectiva de los años, la que define al niño terrible. La infancia de Rimbaud es el equivalente de la vida, pero, claro..., esto ya sería el tema de otro ensayo.

¹ Corazón: Diario de un niño, de Edmund D'Amicis. Se trata de una exitosa novela italiana que sigue el crecimiento emocional y espiritual de Enrique. Prototipo, por excelencia, de la piadosa literatura moralizadora enfocada a un público infantil.
² Bilderbuch, literalmente “libro ilustrado.” El autor se refiere en concreto al famoso tomo que al español llegó como Pedro Melenas, de Heinrich Hoffmann.
³ Poil de Carotte, de Jules Renard, que en español nos llegó como Pelo se zanahoria.
⁴ La elección del término biviopor el contexto del ensayo, no podría ser más afortunada. Se refiere a la Y potagórica —letra supuestamente inventada por Pitágoras— que representa la infancia (la edad donde todos los seres humanos son iguales, éticamente hablando) y las dos sendas o vías antitéticas que pueden tomar al llegar a la edad consciente: por la izquierda, la vía del vicio y por la derecha, la vía de la virtud, debido a que por el Este sale el sol. Aunque en el sentido más laxo sólo representa oposición entre dos elementos.
⁵ Primer volúmen de En busca del tiempo perdido
Fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty
⁷ Fragmento de Ser una casta pequeñez
⁸ Fragmento de Sensación: Iré, cuando la tarde cante, azul, en verano, / herido por el trigo, a pisar la pradera; / soñador, sentiré su frescor en mis plantas / y dejaré que el viento me bañe la cabeza.
⁹ No me fue posible verificar que Georges Bataille utilizó, en efecto, dicho seudónimo —que dicho sea de paso, significa Ludwig de Buenamierda, semejante al de Lord Auch (Señor ‘A la mierda’), que Bataille sí llegó a usar—; tampoco que haya escrito una novela intitulada Numina. No me atrevo a aventurar la hipótesis de que Elizondo se equivoca, él conocía bien la obra de Bataille. A lo sumo se me ocurre pensar, con sus debidas reservas, que posiblemente se alude a la novela El abate C.
¹⁰ Alude al Fausto de Johann Wolfgang von Goethe.
¹¹ Esta idea remite a la entelequia aristotélica, la idea de que en el ser está contenida en potencia la expresión definitiva de su naturaleza, la semilla que contiene potencialmente al árbol es un buen ejemplo. En este caso, la infancia contiene en potencia la vida toda.
¹² En el capítulo XII de la inconclusa nouvelle Interludio Romano, el mismo La Rochelle escribe: «¿Por qué se efectúan, a fin de cuentas, oposiciones entre el niño, el hombre y el anciano? No hay más que un sólo ser en el que el hombre se manifiesta poco, en el que el niño y el anciano se confunden».
¹³ Alude al Lazarillo de Tormes.
¹⁴ Se publicó en 1845.

5. En torno a creación y tradición

Me gusta pensar que mi identidad es como un cielo nocturno, con una serie de estrellas componiendo constelaciones que representan todas esas...