viernes, 25 de noviembre de 2022

Antología de cuentos sobre antropofagia: AA2. Canibalismo en los vagones del tren

Los romanos retomaron de los griegos el término bárbaro para referirse a los incivilizados pueblos que habitaban más allá de las fronteras de su imperio. Con ello ponían de relieve la diferencia entre su avanzado sistema social y la precariedad del de los otros. Pero aquel juicio no fue más que vanidad arbitraria, pues, medían el éxito de una civilización a partir de elementos tan equívocos como su poder militar o prosperidad económica. En lo fundamental no había nada de qué jactarse y que en verdad hiciera una diferencia sustancial frente a los demás pueblos. En el seno del imperio romano se cometían los mismos barbarismos que en el de los otros grupos. A lo sumo, la diferencia es que los romanos habían institucionalizado sofisticadas formas de cometer actos bárbaros, maquillándolos con retóricas elegantes y protocolos solemnes que hacían parecer a sus maneras como el resultado de una superioridad cívica en lo moral e intelectual. La realidad es que aquella superioridad era aparente y tras bambalinas su civilidad se veía amenazada por las constantes intrigas y luchas de poder en sus esferas políticas; aquellos orgullosos romanos abandonaban con facilidad su circunspección en aras de hacerse con riquezas y poder. Y así como los bárbaros se mataban y engañaban sin pudor, los romanos se mataban y engañaban con estratagemas discretas y maliciosas. Es decir que, los medios cambiaban pero el resultado permanecía. El elemento de barbarie en la civilización romana ni siquiera estaba oculto, yacía a la luz pero atenuado por las leyes, la disciplina y el orden.
De esto podemos extraer el corolario de que la dicotomía civilidad-barbarie no es más que una ficción que favorece la imagen de un grupo que ostenta cierto poder frente a otros. Y, de hecho, en general las dicotomías son criterios frágiles y prejuiciosos a la hora de describir las formas y vicisitudes de un sistema. Es claro que la vida no es tan sencilla como una cuestión de blanco-negro y de civilidad-barbarie.
Cada texto que ingresa a la antología sigue cuestionando la conveniencia de usar, en el criterio de clasificación, la dicotomía civilidad-barbarie, pero hasta ahora no he podido matizar mejor la cuestión. Sin embargo, sépase que soy harto consciente de que la civilidad no es antónimo de barbarie, sino una de sus manifestaciones más acabadas.
Este cuento de Mark Twain es prueba de mi última afirmación. En él un grupo de náufragos —si nos ceñimos al significado literal del adjetivo— quedan varados en un erial de nieve sin provisiones y aislados de cualquier asentamiento humano; en cierta forma el trance de estos personajes de Twain es semejante al de los desfilantes antropófagos de Guy de Maupassant en cuanto a que la naturaleza muerta de los desiertos de nieve y arena no ofrece opciones para enfrentar la “ausencia de alimentos.”
Pronto la necesidad de manducar hace mella y, de forma asombrosamente paradójica y grotesca, los náufragos de tierra organizan un congreso demócrata para elegir a quién de ellos van a matar y devorar. Es decir, una herramienta de la civilidad sirve a propósitos de barbarie. Esa subversión no es fortuita; a lo largo de sus obras, el insigne autor norteamericano, se empeña en cuestionar la supuesta integridad del alma y la moral humanas. Mark Twain estaba desengañado de los hombres y en general no los creía especialmente honrados. Tampoco es que la faceta política de los hombres goce de crédito, antes uno esperaría sin sorpresa que, llegado el caso, los políticos desempeñen el papel del verdugo; como en la Sesión secreta de Max Aub.
No será la última vez que a ojos de Twain los políticos tengan una connotación antropofágica e inhumana. En una misiva enviada al Evening Post en mayo de 1879, el autor escribe de forma socarrona al editor que pretende postularse para presidente. La carta es una ensañada crítica a la inepcia de los candidatos políticos y remata con la swiftesca idea de enlatar a los pobres para aprovechar su carne:
I admit also that I am not a friend of the poor man. I regard the poor man, in his present condition, as so much wasted raw material. Cut up [&] properly canned, he might be made useful to fatten the natives of the cannibal islands [&] to improve our export trade with that region. I shall recommend legislation upon the subject in my first message. My campaign cry will be: “Desiccate the poor workingman; stuff him into sausages.” (Admito también que no soy amigo del hombre pobre. Considero al pobre, en su estado actual, como materia prima desperdiciada. Cortado [ & ] debidamente enlatado, podría ser útil para engordar a los nativos de islas caníbales [ & ] para mejorar nuestro comercio de exportación con esa región. Recomendaré legislación sobre el tema en mi primer mensaje. Mi grito de campaña será: “Deséquen al trabajador pobre; embutílenlo como salchichas.”)
La conocida frase de la excepción que confirma la regla está mal dicha, en realidad lo correcto es: la excepción que amplía y especifica la regla. Tenemos que decir que las formas en las que se manifiestan las sociedades humanas son todas y cada una de ellas estados de excepción. No hay, ni aún entre sociedades coterráneas, dos que pasen por ser idénticas. Por lo que hablar de dicotomías como civilidad-barbarie resulta inexacto en cuanto aparecen los matices y las particularidades, no por nada el diablo está en los detalles
Antes de pasar al último punto de esta introducción (y palinodia), hay que mencionar el aciago caso de la expedición Donner (The Donner Party), un grupo de peregrinos que durante invierno de 1846-1847 se quedaron atrapados en la Sierra Nevada. Algunos de los sobrevivientes afirmaron haberse visto orillados a recurrir a la antropofagia cuando los alimentos se agotaron, aunque a menudo se discute la veracidad de ésto. Es posible que el acontecimiento haya sido el punto de partida para la ficción de Twain, quien excluyó —¡por caballeresco pudor!— a los niños y las mujeres de la narración, conformando así su grupa de demócratas. El penoso y célebre episodio también dió tela de dónde cortar a Bret Hart, pero eso es algo de lo que me ocuparé después.
Réstame decir que este cuento queda en la categoría de la hambruna y el aislamiento, es un banquete y su tendencia es hacia lo cocido. Sin más que agregar, provecho.

Recientemente estuve en Saint Louis, y al regresar hacia el oeste, después de cambiar de tren en Terre Haute (Indiana), subió en una de las estaciones del trayecto un caballero de aspecto benévolo y agradable, de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, y se sentó junto a mí. Estuvimos hablando animadamente durante más o menos una hora sobre temas diversos, y encontré que era un hombre extraordinariamente divertido e inteligente. Cuando se enteró de que yo era de Washington, empezó de inmediato a preguntarme acerca de varios cargos públicos y de los asuntos del Congreso, y enseguida me di cuenta de que mi interlocutor era un hombre muy familiarizado con los entresijos de la vida política en la capital, e incluso de los procedimientos, costumbres y actitudes de los senadores y representantes de las Cámaras de la Asamblea Legislativa. En aquel momento, dos hombres se detuvieron cerca de nosotros durante un instante, y uno le dijo al otro:
—Harris, si haces esto por mí, nunca lo olvidaré, muchacho.
Los ojos de mi nuevo camarada se iluminaron agradablemente. Pensé que aquellas palabras habían despertado en él algún recuerdo feliz. Luego su rostro se serenó y se tornó pensativo, casi sombrío. Se volvió hacia mí y me dijo:
—Déjeme que le cuente una historia; déjeme revelarle un capítulo secreto de mi vida, un capítulo del que no he vuelto a hablar con nadie desde que acontecieron los sucesos que voy a narrarle. Escuche pacientemente y prométame que no me interrumpirá.
Le dije que no lo haría, y empezó a relatarme la extraña aventura que sigue, hablando a veces animadamente, otras con melancolía, pero siempre con completa seriedad y cargado de sentimiento.
El día 19 de diciembre de 1853 partí en el tren nocturno que salía de Saint Louis en dirección a Chicago. No éramos más que veinticuatro pasajeros en total. No había ni mujeres ni niños. Estábamos todos de un humor excelente, y no tardaron en entablarse agradables relaciones amistosas. El viaje se presentaba bajo los mejores auspicios, y no creo que nadie de aquel grupo tuviera el más vago presentimiento de los horrores por los que muy pronto tendríamos que pasar.
A las once empezó a nevar copiosamente. Poco después de abandonar el pequeño pueblecito de Welden, nos adentramos en las interminables praderas desiertas que se extienden durante leguas y leguas de tierras inhóspitas. El viento, sin encontrar el obstáculo de árboles o colinas, ni tan siquiera de alguna roca aislada, silbaba con violencia a través del llano desierto, y arrastraba la nieve como la espuma de las olas encrespadas de un mar tempestuoso. La nieve se acumulaba rápidamente, y al observar que el tren disminuía de velocidad, supimos que la locomotora se iba abriendo paso cada vez con más dificultad. De hecho, en algunos momentos casi llegó a pararse del todo, en medio de grandes ventisqueros que se atravesaban sobre la vía como lápidas colosales. La conversación empezó a decaer. La alegría se trocó en grave preocupación. La posibilidad de quedar atrapados en la nieve en la pradera desierta, a cincuenta millas de la casa más cercana, se representó en la mente de todos y fue extendiendo su depresiva influencia sobre nuestros espíritus.
A las dos de la mañana fui despertado del inquieto sueño en que me había sumido al darme cuenta de que a mi alrededor había cesado todo movimiento. La horrible verdad cruzó como un relámpago por mi mente: ¡estábamos bloqueados por la nieve! «¡Todo el mundo al rescate!». Y todos nos apresuramos a obedecer. Al salir a la lúgubre oscuridad de la noche, con la nieve azotándonos bajo la incesante tempestad, el corazón nos dio un vuelco a todos, asaltados por la certeza de que perder un solo momento podría acarrearnos la muerte. Palas, manos, tablas… cualquier cosa, todo lo que pudiera desplazar la nieve, se puso al momento en acción. Era una estampa ciertamente extraña, ver a aquel reducido grupo de hombres luchando frenéticamente contra la nieve amontonada, con sus siluetas oscilando entre la más negra penumbra y la luz airada del reflector de la locomotora.
Bastó apenas una hora para comprobar que nuestros esfuerzos eran completamente inútiles. En cuanto retirábamos un ventisquero, la tormenta volvía a obstaculizar la vía con una nueva docena. Y, para colmo de males, descubrimos que en la última carga que la locomotora había llevado a cabo contra el enemigo… ¡se habían roto las bielas de las ruedas! Aun cuando lográramos despejar la vía, no podríamos proseguir el viaje. Volvimos a subir al vagón, extenuados por el trabajo y totalmente abatidos. Nos reunimos en torno a las estufas para evaluar detenidamente nuestra situación. No teníamos provisiones de ningún tipo: esa era nuestra mayor desgracia. No corríamos riesgo de congelarnos, ya que llevábamos gran cantidad de leña en el furgón. Ese era nuestro único consuelo. La discusión llegó a su fin cuando aceptamos la descorazonadora conclusión del conductor: caminar cincuenta millas a través de una tempestad de nieve como aquella representaría la muerte para cualquiera que lo intentara. No podíamos enviar a nadie a buscar ayuda, e incluso si lo hiciéramos no lo conseguiría. Teníamos que resignarnos y esperar, con toda la paciencia que pudiéramos, a que llegara el auxilio, ¡o a morir de hambre! Creo que hasta el corazón más endurecido que allí pudiera haber experimentó un momentáneo escalofrío al oír aquellas palabras.
Al cabo de una hora la conversación se extinguió hasta convertirse en un débil murmullo aquí y allá del vagón, que se percibía a intervalos entre las ráfagas de viento; la luz de las lámparas fue bajando, y la mayoría de los náufragos se refugiaron entre las sombras oscilantes para pensar —para olvidar el presente, si podían—, y para dormir, si lo lograban.
La noche eterna —sin duda nos lo pareció a nosotros— fue desgranando lentamente sus horas hasta que por fin, al este, despuntó el gris y frío amanecer. A medida que la luz fue creciendo en intensidad, los pasajeros empezaron a rebullir y a dar signos de vida uno tras otro, y cada uno se echaba hacia atrás el sombrero que le había caído sobre la frente, estiraba sus miembros entumecidos y lanzaba una mirada por la ventanilla hacia la desoladora perspectiva. ¡Y era realmente desoladora! No se veía por ninguna parte ni un solo ser vivo, ni una sola morada humana: tan solo el vasto desierto blanco, lienzos de nieve alzados por el viento formando montículos por doquier, y un diluvio de copos que caían en remolinos impidiendo ver el firmamento.
Durante todo el día deambulamos arriba y abajo por los vagones, entregados a nuestros pensamientos y hablando muy poco. Otra noche monótona e interminable… y el hambre.
Otro amanecer, otro día de silencio, de tristeza, de hambre atroz, de inútil espera de un auxilio que no podía llegar. Una noche de inquieto duermevela, lleno de sueños de festines… y el descorazonador despertar entre retortijones de hambre.
Llegó y transcurrió el cuarto día… ¡y el quinto! ¡Cinco días de horrible encarcelamiento! Un hambre salvaje se traslucía en todas las miradas. Todas reflejaban el brillo de una espantosa idea, el presentimiento de algo que iba adquiriendo una forma imprecisa en la mente de todos, algo que ninguna boca se atrevía a convertir en palabras.
Transcurrió el sexto día; el séptimo amaneció sobre el grupo de hombres más demacrados, macilentos y desesperados que jamás hayan estado a la sombra de la muerte. ¡Había que decirlo ya! ¡El sombrío pensamiento que había estado germinando en la mente de todos estaba dispuesto por fin a aflorar a los labios! La naturaleza había forzado hasta el extremo: tenía que ceder. RICHARD H. GASTON , de Minnesota, alto y de una lividez cadavérica, se levantó. Todos sabían lo que iba a venir. Todos estaban preparados: toda emoción, toda expresión de excitación frenética se había serenado, y solo una seriedad tranquila y pensativa se traslucía en los ojos que tan salvajes habían mirado últimamente.
—Caballeros, no se puede postergar por más tiempo. ¡Ha llegado el momento! Debemos determinar quién de nosotros ha de morir para proporcionar alimento a los demás.
EL SEÑOR JOHN J. WILLIAMS , de Illinois, se levantó y dijo: «Caballeros, propongo al reverendo James Sawyer, de Tennessee».
EL SEÑOR WM. R. ADAMS , de Indiana, dijo: «Yo propongo al señor Daniel Slote, de Nueva York».
EL SEÑOR CHARLES J. LANGDON: «Yo propongo al señor Samuel A. Bowen, de Saint Louis».
EL SEÑOR SLOTE: «Caballeros, yo deseo declinar mi nombramiento en favor del señor John A. van Nostrand, Júnior, de New Jersey».
EL SEÑOR GASTON: «Si no hay objeción, se accederá al deseo del caballero».
EL SEÑOR VAN NOSTRAND objetó, y la renuncia del señor Slote fue desestimada. También los señores Sawyer y Bowen declinaron su designación, pero fueron desestimadas sobre las mimas bases.
EL SEÑOR A. L. BASCOM, de Ohio: «Propongo que se cierre la lista de las candidaturas y que la asamblea empiece la votación para la elección».
EL SEÑOR SAWYER: «Caballeros, protesto enérgicamente contra este procedimiento. Es, bajo cualquier punto de vista, irregular e improcedente. Propongo desestimarlo inmediatamente y que elijamos a un presidente de la asamblea, asistido por los cargos correspondientes, y luego podremos abordar el asunto que nos ocupa con toda ecuanimidad».
EL SEÑOR BELL, de Iowa: «Caballeros, protesto. No es este momento para detenerse en formalismos ni en consideraciones protocolarias. Durante más de siete días hemos estado privados de alimento. Cada momento que perdemos en inútiles discusiones no hace más que acrecentar nuestro infortunio. Yo estoy conforme con las designaciones que aquí se han hecho, y creo que todos los caballeros presentes también lo están. Por mi parte, no veo por qué no hemos de proceder inmediatamente a elegir a uno o varios de los designados. Deseo ofrecer mi resolución…».
EL SEÑOR GASTON: «También esta sería protestada, y nos pasaríamos todo el día discutiendo las normas, lo cual no haría más que aumentar el retraso que usted desea evitar. El caballero de New Jersey…».
EL SEÑOR VAN NOSTRAND: «Caballeros, soy extranjero entre ustedes; no he buscado la distinción que me ha sido conferida, y siento una cierta desazón…».
EL SEÑOR MORGAN, de Alabama [interrumpiéndole]: «Yo me decanto por la propuesta anterior».
La moción se llevó a cabo y, naturalmente, el debate se prolongó. Se aprobó la propuesta de elegir cargos, y se constituyó una asamblea formada por el señor Gaston como presidente, el señor Blake como secretario, los señores Holcomb, Dyer y Baldwin como miembros del comité de candidaturas, y el señor R. M. Howland como proveedor, para asistir al comité en las nominaciones.
Se acordó tomar un receso de media hora, durante el cual se pudo oír cierto rumoreo. Al sonar el aviso, la asamblea volvió a reunirse y el comité designó como candidatos a los señores George Ferguson, de Kentucky, Lucien Herrman, de Louisiana, y W. Messick, de Colorado. La propuesta fue aceptada.
EL SEÑOR ROGERS, de Missouri: «Señor presidente, una vez presentada debidamente la candidatura ante la asamblea, propongo una enmienda a la misma para sustituir el nombre del señor Herrman por el del señor Lucius Harris, de Saint Louis, a quien todos conocemos bien y tenemos en gran estima por su honorabilidad. No quisiera que se me entendiera como que pretendo empañar la valía y la posición del caballero de Louisiana; nada más lejos de mi intención. Le respeto y le estimo tanto como puede hacerlo cualquiera de los caballeros aquí presentes, pero ninguno de nosotros puede negarse a la evidencia de que, durante la semana que hemos permanecido aquí encerrados, ha perdido más carnes que cualquiera de nosotros; nadie puede cerrar los ojos ante el hecho de que el comité no ha cumplido con su deber, ya sea por negligencia o por alguna falta más grave, al elegir por sufragio a un caballero que, por puros que sean los motivos que le animan, tiene muy poco alimento que ofrecernos…».
EL PRESIDENTE : «El caballero de Missouri debe sentarse inmediatamente. La presidencia no puede permitir que se ponga en entredicho la integridad de este comité, salvo que se haga siguiendo el cauce habitual y ateniéndose a las reglas. ¿Qué decisión toma la asamblea con respecto a la moción del caballero?».
EL SEÑOR HALLIDAY, de Virginia: «Yo propongo una nueva enmienda a las designaciones, para sustituir al señor Messick por el señor Harvey Davis, de Oregón. Tal vez algunos caballeros aducirán que las durezas y las privaciones de la vida en un estado fronterizo han endurecido algo al señor Davis; pero, caballeros, ¿es este el momento de pensar en durezas? ¿Es este el momento de ponerse quisquillosos con trivialidades? ¿Es este el momento de discutir acerca de asuntos de mezquina insignificancia? No, caballeros; lo que necesitamos ahora es corpulencia: sustancia, peso, corpulencia…, estos son ahora los requisitos supremos, y no el talento, ni el genio, ni la educación. Insisto en mi moción».
EL SEÑOR MORGAN [muy excitado]: «Señor presidente, me opongo rotundamente a esta enmienda. El caballero de Oregón es viejo, y además es corpulento solo de huesos, no de carne. Yo pregunto al caballero de Virginia: ¿es caldo lo que queremos o una buena sustancia sólida? ¿Es que quiere embaucarnos con una sombra? ¿Quiere burlarse de nuestros sufrimientos dándonos un espectro de Oregón? Yo le pregunto si puede mirar a los rostros angustiados a su alrededor, si puede mirar directamente a nuestros tristes ojos, si puede escuchar el latido de nuestros corazones expectantes, y aun así pretender que nos conformemos con ese fraude medio muerto de hambre. Yo le pregunto si puede pensar en nuestro desolador presente, en nuestras pasadas amarguras, y en nuestro lúgubre futuro, y aun así arrojarnos despiadadamente este despojo, esta ruina, esta piltrafa, este huesudo y correoso vagabundo de las inhóspitas costas de Oregón. ¡Ah, no! ¡Jamás! [Aplausos].
Después de un reñido debate, la moción fue sometida a votación y rechazada. Luego se discutió la designación como sustituto del señor Harris en virtud de la primera enmienda. Se procedió a la votación. Se llevaron a cabo cinco escrutinios, sin resultado. Al sexto salió elegido el señor Harris, habiendo votado todos por él, excepto él mismo. Se propuso entonces que su elección fuera ratificada por unanimidad, lo cual no fue posible, ya que volvió a votar contra sí mismo.
EL SEÑOR RADWAY propuso que la asamblea procediera a elegir entre los candidatos restantes al que serviría como desayuno al día siguiente. El proceso se llevó a cabo.
En la primera votación se produjo un empate: la mitad de los miembros se decantó por un candidato a causa de su juventud, y la otra se decantó por otro a causa de su mayor corpulencia. El presidente otorgó el voto decisivo a este último, el señor Messick. Esta decisión provocó considerable disgusto entre los partidarios del señor Ferguson, el candidato derrotado, y hubo ciertos rumores de que se procediera a una nueva votación; pero cuando se disponían a ello, se presentó y aceptó una moción para aplazar la votación, y la asamblea se disolvió al instante.
Durante un buen rato, los preparativos para la cena distrajeron la atención de los partidarios de Ferguson del debate acerca de la afrenta recibida, y luego, cuando quisieron retomarlo, el feliz anuncio de que el señor Harris estaba ya listo acabó con toda intención de seguir discutiendo.
Improvisamos varias mesas con los respaldos de los sillones del vagón y nos sentamos a ellas con el corazón pleno de agradecimiento para disfrutar de la magnífica cena por la que suspirábamos desde hacía siete torturadores días. ¡Cómo cambió nuestro aspecto del que presentábamos hacía apenas unas horas! Hasta entonces, impotencia, hambre, ojos de triste desdicha, angustia febril, desesperación; y, en un momento, agradecimiento, serenidad, un goce demasiado intenso para ser proclamado. No me equivoco al decir que fue la hora más dichosa de mi atribulada existencia. El viento aullaba fuera, haciendo que la nieve golpeara furiosamente contra nuestro vagón-cárcel, pero ni uno ni otra podían hacernos sentir ya desgraciados. Harris me gustó. Sin duda podría haber estado un poco más hecho, pero puedo asegurar que nunca he hecho tan buenas migas con un hombre como con Harris, y que nadie me ha proporcionado nunca tan alto grado de satisfacción. Messick también estuvo muy bien, aunque quizá tenía un gusto un poco fuerte, pero como auténtico valor nutritivo y fibra delicada, nadie como Harris. Messick tenía sus buenas cualidades, no es mi intención negarlo ni pienso hacerlo, pero era tan adecuado para un desayuno como lo hubiera sido una momia: nada. ¡Qué delgadez! ¡Y qué duro! ¡Ah, estaba durísimo! No puede usted imaginarse hasta qué extremo. Es que no puede ni imaginárselo.
—¿Me está usted diciendo que…?
—Por favor, no me interrumpa. Después de desayunar, elegimos a un hombre llamado Walker, de Detroit, para cenar. Era exquisito. Así se lo conté por carta a su mujer. Era digno de todo elogio. Siempre me acordaré de Walker. Sabía un poco extraño, pero suculento. Y a la mañana siguiente tuvimos a Morgan, de Alabama, para desayunar. Era uno de los hombres más deliciosos que he tenido el gusto de conocer: apuesto, educado, refinado, hablaba perfectamente varias lenguas…, un perfecto caballero. Todo un caballero, y singularmente sabroso. Para cenar tuvimos a aquel patriarca de Oregón, y vaya un fraude, no hay discusión posible: viejo, correoso, duro; nadie puede imaginarse hasta qué punto. Así que acabé diciendo: «Caballeros, ustedes harán lo que les parezca, pero yo estoy dispuesto a esperar a que se haga otra elección». Y Grimes, de Illinois, dijo: «Caballeros, yo voy a esperar también. Cuando elijan a alguien que verdaderamente tenga “algo” que lo merezca, me uniré a ustedes con mucho gusto». Pronto se hizo patente el desagrado general respecto a Davis, de Oregón, así que, para conservar la buena armonía que tan agradablemente había imperado desde Harris, se convocó otra elección que dio como resultado la designación de Baker, de Georgia. ¡Estaba espléndido! Bueno, bueno… después de este, vinieron Doolittle, Hawkins, McElroy (hubo algunas quejas acerca de McElroy, porque era extraordinariamente bajo y delgado), Penrod, dos Smith, Bailey (Bailey tenía una pierna de palo, lo que evidentemente era una merma, pero por lo demás estaba excelente), un chico indio, un organillero y un caballero que respondía al nombre de Buckminister: un pobre vagabundo seco como un palo, que ni servía como compañía y mucho menos como desayuno. Nos alegramos de haberle elegido antes de que llegara el auxilio.
—¿Así que por fin llegó el bendito auxilio?
—Sí, llegó una mañana clara y soleada, justo después de una votación. El elegido fue John Murphy, y puedo asegurar que él habría sido el mejor de todos; pero John Murphy regresó con nosotros en el tren que vino a socorrernos, y vivió para casarse con la viuda de Harris…
—¿La viuda de…?
—La viuda de nuestra primera elección. Se casó con ella, y ahora es un hombre feliz, respetado y próspero. ¡Ah, fue como una novela, señor, como una auténtica novela…! Esta es mi parada, señor. Ahora debo despedirme. Cuando considere usted oportuno pasarse uno o dos días por mi casa, estaré encantado de recibirle. Me gusta usted, señor. Hasta diría que le he tomado cierto afecto. Puede que incluso llegara a gustarme tanto como el mismo Harris. Buenos días, señor, y que tenga un viaje agradable.
Y se marchó. Jamás en mi vida me había sentido tan asombrado, angustiado y desconcertado. Pero en el fondo me alegraba de que se hubiera marchado. Con aquellos modales tan exquisitos y aquella voz tan suave, me estremecía cada vez que dirigía su mirada hambrienta hacia mí; y cuando escuché que me había ganado su peligroso afecto y que estaba en su estima casi a la altura del finado Harris… ¡por poco se me para el corazón!
Me sentía anonadado hasta límites inimaginables. No dudaba de su palabra; no podía cuestionar ni un solo punto de una declaración impregnada de una verdad tan grave como la suya; pero sus horripilantes detalles me sobrepasaban y sumían mis pensamientos en una espantosa confusión. Vi que el revisor se me quedaba mirando y le pregunté:
—¿Quién es ese hombre?
—En otro tiempo fue miembro del Congreso, y uno de los buenos. Pero en una ocasión se quedó atrapado en un tren durante una gran nevada, y al parecer casi murió de hambre. Quedó tan trastornado por el frío y tan consumido por la falta de alimento, que después de aquello perdió la cabeza durante dos o tres meses. Ahora está bien, solo que es monomaníaco, y cuando habla de aquel viejo asunto no hay manera de pararle hasta que se ha comido todo el cargamento humano de aquel vagón. Si no llega a tener que apearse, a estas horas ya habría acabado con toda la gente del tren. Se sabe sus nombres tan de corrido como el abecedario. Cuando se los ha comido a todos y solo queda él, entonces siempre dice: «Habiendo llegado la hora de la habitual elección para el desayuno, y al no encontrar ningún tipo de oposición, salí debidamente elegido, tras lo cual, al no plantearse ninguna objeción, renuncié. Por eso estoy aquí».
Me sentí indeciblemente aliviado al saber que solo había estado escuchando las inofensivas divagaciones de un demente, en lugar del relato de la experiencia real de un caníbal sanguinario.
1868

lunes, 14 de noviembre de 2022

Antología de cuentos sobre antropofagia: CC4. La cocinera

Es perfectamente razonable que un grupo de enajenados gourmets esté dispuesto a justificar y hasta condonar los ingredientes criminales de un manjar siempre que sea egregio como pocos. Esto se debe a que la adicción al placer puede atrofiar la sindéresis; así, cualquier ser humano es capaz de apologar la crueldad porque ella no es más que un fin para un bien mayor. El caso es que, a medida que uno va leyendo esta brevísima narración de Julio Torri, se imagina que los fanáticos comensales de la “milagrosa cocinera” —convertidos en involuntarios antropófagos— estarían dispuestos a connivir que la mujer use niños para preparar sus exquisitos platillos. Sin embargo, eso no llega a suceder y pese a toda su congoja, los comensales dan parte a las autoridades y propician la muerte en la horca de la nunca antes vista cocinera.
Hay que decir que el sentido de la justicia de los antropofágicos comensales es inesperado y contradictorio, sobre todo porque su genuina aflicción es lo que cierra el texto en lugar del asco ante el terrible descubrimiento; cabe preguntarse por qué no simplemente hicieron lo que los tres monos sabios. Su civilizada resolución salpicada de arrepentimiento me lleva a clasificar este cuento en la categoría de lo psiquiátrico - consecuencialismo. Tanto para la cocinera como para sus comensales, el mero acto de la alimentación no es la razón de la antropofagia, sino que el deleite culinario alcanza una cota estética que supera a la ética, al menos si no en acciones, en pensamiento. En cuanto a la cantidad de carne humana consumida, estamos ante un platillo.
Resta agregar —como apunte inseguro— el ligero aire brujeril u ogresco que flota en la narración. La cocinera resulta una especie de bruja u ogro sofisticada cuyo bárbaro arte es puesto al servicio de la aséptica, civilizada, frívola y moderna gente.

...más vale que vayan los fieles a perder su tiempo en la maroma, que su dinero en el juego, o su pellejo en los fandangos.
GENERAL RIVA PALACIO: Calvario y Tabor

POR INAUDITO que parezca hubo cierta vez una cocinera excelente. La familia a quien servía se transportaba, a la hora de comer, a una región superior de bienaventuranza. El señor manducaba sin medida, olvidado de su vieja dispepsia, a la que aun osó desconocer públicamente. La señora no soportaba tampoco que se le recordara su antiguo régimen para enflaquecer, que ahora descuidaba del todo.
Y como los comensales eran cada vez más numerosos renacía en la parentela la esperanza de casar a una tía abuela, esperanza perdida hacía ya mucho.
Cierta noche, en esta mesa dichosa, comíamos unos tamales, que nadie los engulló mejores.
Mi vecino de la derecha, profesor de Economía Política, disertaba con erudición amena acerca de si el enfriamiento progresivo del planeta influye en el abaratamiento de los caloríferos eléctricos y en el consumo mundial de la carne de oso blanco.
—Su conversación, profesor, es muy instructiva. Y los textos que usted aduce vienen muy a pelo.
—Debe citarse, a mi parecer —dijo una señora—, cuando se empieza a olvidar lo que se cita.
—O más bien cuando se ha olvidado del todo, señora. Las citas sólo valen por su inexactitud.
Un personaje allí presente afirmó que nunca traía a cuento citas de libros, porque su esposa le demostraba después que no hacían al caso.
—Señores —dijo alguien al llenar su plato por sexta vez—, como he sido hasta hoy el más recalcitrante sostenedor del vegetarianismo entre nosotros, mañana, por estos tamales de carne, me aguardan la deshonra y el escándalo.
—Por sólo uno de ellos —dijo un sujeto grave a mi izquierda— perdería gustoso mi embajada en Mozambique.
Entonces una niña...
(¿Habéis notado la educación lamentable de los niños de hoy? Interrumpen con desatinos e impertinencias las ocupaciones más serias de las personas mayores.)
...Una niña hizo cesar la música de dentelladas y de gemidos que proferíamos los que no podíamos ya comer más, y dijo:
—Mirad lo que hallé en mi tamal.
Y la atolondrada, la aguafiestas, señalaba entre la tierna y leve masa un precioso dedo meñique de niño.
Se produjo gran alboroto. Intervino la justicia. Se hicieron indagaciones. Quedó explicada la frecuente desaparición de criaturas en el lugar. Y sin consideración para su arte peregrina, pocos días después moría en la horca la milagrosa cocinera, con gran sentimiento de algunos gastrónomos y otras gentes de bien que cubrimos piadosamente de flores su tumba.

jueves, 20 de octubre de 2022

Antología de cuentos sobre antropofagia: BR1. Dos diálogos sobre la incorporación y la transmudación

Es penoso extirpar estos fragmentos de la Historia cómica de los Estados e Imperios de la Luna y presentarlos sin el contexto que los significa en plenitud; por desgracia tampoco es viable transcribir el total de la novela de Cyrano de Bergerac sólo para fijarse en unas cuantas líneas. Por eso, ruego al eventual lector de este blog que, en la medida de lo posible, se proponga leer El otro mundo y apreciar la diversidad de matices y discursos que su autor sostiene: las críticas al geocentrismo, antropocentrismo y a la escolástica; el repaso de los progresos astronómicos de Copernico y Kepler; la extraña filiación a ideas de corte animista, esotérico y alquimista; el paradójico paganismo anacrónico del autor; y su atomismo, este último renovado por Pierre Gassendi. Pero no sólo eso, sino el argumento disparatado de un viajero sideral que se entrevista con una multitud de formas de vida; la desatada imaginación de un autor ecléctico y efusivo que dejaría una impronta notable en otras ficciones como Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift¹ o Micromegas de Voltaire.
Ahora bien, a primera vista, la brevedad de estos pasajes debería ser razón suficiente para que en lugar de dedicarles una entrada individual, los colocara modestamente en aquel wunderkammer llamado Golosina Caníbal; pero el motivo de la antropofagia presentado por Bergerac es tan inconvencional que exige un tratamiento especial

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Determinar si vivimos para comer o si comemos para vivir es una cuestión baladí porque finalmente vivimos y comemos; ambos actos son la cara de un disco de Odín. Hasta ahora, la mayoría de los antropófagos y caníbales que hemos encontrado, suelen tener el común denominador de que comen para vivir y viceversa. Por ejemplo, aquella nación que sesiona secretamente, dubitando en si enlatarán la carne de los viejos o de los infantes, piensa en un fin inmediato: alimentarse; es el caso, también, de Tombuctú, quien come prusianos a falta de otras alternativas de carne; y el de Margarita devorándose a su familia, presa de un apetito feroz. Todos ellos proceden bajo el sencillo principio de: comer para vivir, vivir para comer.
Pero comer para vivir no es la única razón que conduce a cometer antropofagia —como hemos podido comprobar a lo largo de esta antología—; si acaso, sólo es el motivo más convencional y lógico. Lo notable son los antropófagos que comen no para vivir, sino que en el acto de consumir materia humana tienen un fin posterior, incluso superior. Aunque no abundan los ejemplos, los cobradores de Eumolpo y todas las vendettas de la mitología griega son muestras de acciones que exceden la mera necesidad alimenticia; aunque, hay que decir que, sus motivaciones y finalidades son bastante vulgares y, no se comparan con la antropofagia imaginada por Bergerac.
El primero de los fragmentos es un coloquio donde el autor usa el discurso del selenita para atacar las tradiciones de la cristiana sepultura y la inmortalidad del alma, al tiempo que expone los fundamentos de lo que Sylvie Romanowski denomina cuerpo epistemológico.² Como comentaba al inicio, Cyrano sostenía, siguiendo a Gassendi, que la materia está compuesta por pequeños cuerpos llamados átomos; estas partículas se unen en el vacío para formar toda clase de estructuras complejas y diversas. El cuerpo, al ser el resultado de una combinación fortuita, no alberga un alma, podría decirse que es el alma en sí o que en realidad no hay alma; y que esta identidad está en constante tránsito y transmudación. Entonces, la antropofagia en la Luna no se comete para aprovechar la materia del cadáver, en realidad es una estrategia que propicia la trascendencia del ser que acaba de dejar su existencia. Estamos ante un ritual de caníbales donde materialismo y animismo se unen en la idea de que el cuerpo es información inmaterial que yace en partículas —válgame la redundancia— materiales; quien devora este cuerpo epistemológico, esta materia que es información, la incorpora a sí mismo y, después, en la orgía, hace transmudar esa esencia material garantizando, azarosamente, la vida después de la muerte. No hay un comer para vivir, a menos que sea vivir más allá de la vida.
El segundo fragmento es una embestida aún más vigorosa y abierta contra el cristianismo y la teología de la resurrección del alma. A propósito de este pasaje, Cătălin Avramescu nos dice que:
Después de este discurso, al visitante de la tierra le parece que el “Anticristo” acaba de hablar. En estos pasajes, el propósito del caníbal no es solo confundir a los teólogos sino también adormecer a Dios. Simultáneamente al libertinaje y al radicalismo filosófico de la Ilustración, el caníbal se convierte, por difícil encarnación, en vehículo de una crítica de la religión cristiana. Puede jugar el mismo papel porque ya está asociado con el ateísmo más escandaloso. Transgresor de la ley natural enunciada por Dios, es en esencia un rebelde contra la Divinidad. Enemigo implacable del Cielo, encarna una monstruosa inversión de los principios cristianos. En la Edad Media, personifica los extremos del ateísmo y la herejía. Sin embargo, los escritores modernos secuestran este potencial para criticar el fanatismo religioso.”³
El argumento del atomismo se retoma pero ahora es contrastado con las ideas que Dyrcona trae de la tierra; ante semejante retórica, la mente de cualquier piadoso cristianito se escandalizaría; para Bergerac es la oportunidad de ridiculizar los absurdos de la escolástica. Por otro lado, una vez más, la antropofagia no es un simple comer para vivir.
Hay que destacar cómo los mundanos actos de comer y copular adquieren, en la obra de Cyrano de Bergerac, posibilidades trascendentales: la incorporación y la transmudación de la materia.
Los caníbales de la Luna encarnan a la perfección el arquetipo del bárbaro; aunque en muchos aspectos terminan siendo más sensatos y civilizados que los terrícolas. Su antropofagia está sistematizada y persigue un fin trascendental, por lo que enmarcan en la categoría de Lo exótico y la subcategoría de los Ritos. En el aspecto de cuánta y qué partes del cuerpo humano consumen, los selenitas están en el segundo grado de la antropofagia, los platillos.

³ An Intellectual History of Cannibalism. Cap. 5. C. Avramescu, 2011.

Rito funerario selenita

»Pero esa no es nuestra manera más hermosa de inhumar. Cuando uno de nuestros filósofos llega a una edad en la que siente debilitarse su espíritu, y el hielo de los años embotar los movimientos de su alma, reúne a sus amigos en un banquete suntuoso; luego de haber expuesto los motivos que lo han orillado a la decisión de despedirse de la naturaleza, y la poca esperanza que hay de añadir algo a sus bellas acciones, se le concede la gracia; es decir, se le ordena la muerte, o bien se le exige enérgicamente que viva. Así, cuando unánimemente se ha hecho depender su aliento de sus manos, a sus allegados se les notifica el día y el lugar; éstos se purgan y se abstienen de comer durante veinticuatro horas; después, cuando llegan a la morada del sabio, y luego de haber hecho sacrificios al sol, entran en la recámara en la que el generoso los espera sobre un lecho de gala.¹ Todos quieren abrazarlo; y, cuando es el turno de aquél al que más ama, después de haberlo besado tiernamente, lo apoya sobre su vientre y, uniendo su boca a la de él, con la mano derecha se encaja un puñal en el corazón. El amante no separa sus labios de los del amado hasta que no lo siente expirar, entonces retira el arma de su seno, y, tapando la herida con su boca, traga su sangre, que chupa hasta que un segundo lo sucede, luego un tercero, un cuarto, y finalmente todo el grupo, y cuatro o cinco horas después le presentan a cada uno una muchacha de dieciséis o diecisiete años, y, durante los tres o cuatro días que disfrutan el placer del amor, solo se alimentan con la carne del muerto que les hacen comer totalmente cruda, con el fin de que, si de cien abrazos puede nacer algo, tengan la seguridad de que es su amigo quien revive.
Interrumpí ese discurso para decir al que lo pronunciaba que esas costumbres tenían mucha semejanza con las de algún pueblo de nuestro mundo [la Tierra] [...].

¹ Esa visión de que la muerte del sabio debe ser una fiesta para sus amigos remonta a la Antigüedad: es frecuente entre los estoicos, en particular Séneca (Epístolas morales a Lucilio, XVII) y fue rescatada por Francis Godwin en El hombre en la luna.

Contra la inmortalidad del alma

—Pero —le dije— si nuestra alma muriera, como bien veo que quiere usted concluir, la resurrección que esperamos no sería pues más que una quimera, pues Dios tendría que volver a crearla, y eso no sería resurrección.
Me interrumpió con un cabeceo:
—¡Ay, a fe suya! —exclamó—, ¿quién lo ilusionó con ese cuento? ¡Cómo!, ¿usted? ¡Cómo!, ¿yo? ¡Cómo!, ¿mi sirvienta resucitar?
—No es —le respondí— un cuento inventado sin motivo; es una verdad indudable que voy a probarle.
—Y yo —dijo— le probaré lo contrario: Para empezar, pues, supongamos que se come a un mahometano; ¡usted lo convierte, por lo tanto, en su sustancia! ¿No es cierto que ese mahometano, una vez digerido, se vuelve en parte carne, en parte sangre, en parte esperma? Luego, usted abraza a su mujer, y del semen, sacado por completo del cadáver mahometano, usted da la vida a un hermoso cristianito. Yo le pregunto: ¿el mahometano tendrá su cuerpo? Si la tierra se lo devuelve, el cristianito no tendrá el suyo, puesto que sólo es por completo una parte del mahometano. Si me dice que el cristianito tendrá el suyo, Dios le arrebatará, pues, al mahometano lo que el cristianito sólo ha recibido del mahometano. Así, ¡es absolutamente necesario que el uno o el otro carezca de cuerpo! Tal vez me responda que Dios reproducirá la materia para proporcionársela a aquel que no tenga la suficiente. Si, pero otra dificultad nos sale al paso, y es que, al resucitar el mahometano condenado, y al proveerlo Dios de un cuerpo nuevecito, debido a que el cristiano le ha robado el suyo, como el cuerpo por sí solo, como el alma por sí sola no constituye al hombre, sino el uno y la otra unidos en un solo sujeto, y como el cuerpo y el alma son partes también integrantes del hombre tanto el uno como la otra, si Dios modela a ese mahometano otro cuerpo aparte del suyo, ya no es el mismo individuo. Así, Dios condena otro hombre diferente de aquel que ha merecido el infierno; así, ese cuerpo se ha entregado al libertinaje, ese cuerpo ha abusado criminalmente de todos sus sentidos, y Dios, para castigar a ese cuerpo, arroja a otro al fuego, otro que es virgen y puro, y que nunca ha prestado sus órganos a la ejecución del menor crimen. Y lo que sería aún más ridículo, es que ese cuerpo habría merecido el infierno y el paraíso a la vez, pues, como mahometano, debe ser condenado; como cristiano, debe ser salvado; de manera que Dios no podría ponerlo en el paraíso sin ser injusto, al recompensar con la muerte eterna la beatitud que había merecido como cristiano. Debe, pues, si quiere ser equitativo, condenar y salvar eternamente a ese hombre.

lunes, 9 de mayo de 2022

Reunión: 7. La muerte de Halpin Frayser

«Todo texto literario es, de cierta manera, un acertijo por resolver».
Rubem Fonseca
 
Entre un acertijo y su respuesta, el primero es un tesoro, una gloria duradera; mientras que el segundo es una efímera y poderosa impresión que caduca casi un segundo después de hallada. Podríamos decir que esto es el equivalente a ese lugar común de que el viaje es el verdadero encanto, no el destino. Algo tiene de cierto.
Aunque soy de naturaleza curiosa, en lo más elemental de mis convicciones creo que todo misterio debería permanecer insoluble. Las respuestas no siempre están a la altura de las preguntas, muchas veces pueden ser decepcionantes. Una aterradora sombra colándose por la ventana en una noche inquietante se convierte en una rama defoliada al amanecer, entonces la verdad resulta ofensivamente ridícula, porque unas horas antes esa sombra hacía las delicias del terror y unas horas después simplemente nos avergüenza.
Prefiero el misterio antes que la vulgaridad de su explicación. Es por ello que ahora me complazco en presentar este célebre cuento de Ambrose Bierce.
La narración constituye un misterio desde hace más de un siglo. Los críticos y estudiosos no logran acertar con la identidad del asesino de Halpin Frayser; esto se debe a que Bitter Bierce dotó de una inusual carga de ambigüedad a la trama de su historia. Pienso que las claves para la interpretación de una obra están implícitas en ésta; sólo que a veces resultan tan sutiles y confusas que la imaginación se desata con facilidad y uno comienza a elaborar toda suerte de suposiciones no siempre acertadas. Por ahora sólo puedo decir que independientemente de la solución a este enigma, el cuento de Bierce es un ejemplo formidable de narrativa ambigua.
Al igual que muchos antes que yo, también creo conocer la identidad del asesino de Frayser, pero me reservo la respuesta para el final de la lectura, en ánimo de no condicionar ni anular las conjeturas de los insospechados lectores de este blog.

«A partir de la muerte se producen metamorfosis más extraordinarias de lo que hasta aquí se ha dicho. Y si, ordinariamente el alma salida del cuerpo vuelve a su envoltura corporal para aparecerse a los seres de carne, también ha sucedido que el cuerpo desprovisto de su alma haya pisado la tierra. Los que después de haber visto a tales espectros han sobrevivido para contarlo, afirman que no poseen sentimientos, como no sea el del odio. Y ocurre que ciertas almas, asimismo, muy buenas cuando vivían en un cuerpo, se convierten, después de la muerte, en espíritus malignos».
HALI

I

En una oscura noche de mediados de verano, un hombre que dormía en un bosque alzó la cabeza después de un sueño sin pesadillas y, tras haber mirado fijamente las tinieblas, pronunció las siguientes palabras: «Catherine Larue». No dijo nada más, y, que él supiera, no tenía motivos para haber dicho siquiera aquello.
El hombre se llamaba Halpin Frayser. En aquella época vivía en Santa Helena, pero nadie sabe dónde vive ahora, ya que está muerto. Los que duermen en los bosques, sin tener debajo de ellos más que las hojas secas y el suelo húmedo, sin más techo que las ramas que han dejado caer las hojas, y el cielo que ha dejado caer la tierra, no pueden esperar llegar a viejos: sin embargo, Frayser había alcanzado ya el trigésimo segundo año de su existencia. En el mundo existen millones de seres, los mejores de entre nosotros, que consideran la treintena como una edad muy avanzada. Esos seres son los niños. Para los que contemplan el viaje de la vida desde el punto de partida, el navío que está ya en alta mar, a una distancia notable de la orilla, parece hallarse muy cerca de la orilla opuesta. Sin embargo, no es cierto que Halpin Frayser encontrara la muerte sólo por haber dormido al raso.
Había pasado todo el día en las colinas situadas al oeste del valle de Napa, en busca de palomas y de otra caza menor propia de la estación. Al atardecer, el cielo se había cubierto de nubes y le resultó imposible orientarse. Aunque no tenía más que avanzar en línea recta (que es siempre el camino más seguro para un viajero perdido), al no encontrar ningún sendero se había desconcertado hasta tal punto, que a la caída de la noche se hallaba aún en el bosque. Incapaz, en aquellas tinieblas, de abrirse paso a través de la espesura de manzanitas, abrumado de fatiga, se había dejado caer al pie de un enorme madroño para sumergirse inmediatamente en un sueño sin pesadillas. Muchas horas después, en la oscuridad de la noche, uno de los misteriosos mensajeros celestes, precediendo a la innumerable cohorte de sus compañeros que se deslizaban hacia occidente huyendo del alba, pronunció la palabra «¡Despierta!» al oído del durmiente, el cual se incorporó murmurando, sin saber por qué, un nombre desconocido.
Halpin Frayser no era un filósofo ni un hombre de ciencia. El hecho de haber pronunciado en alta voz, al despertar de un profundo sueño en el corazón de un bosque, un hombre que no figuraba en sus recuerdos, no provocó en él una excesiva curiosidad. Lo encontró algo raro, pero eso fue todo. Tras haberse estremecido ligeramente, como para confirmar la opinión de los que creen que las noches son muy frescas durante el verano en aquellos parajes, se acostó de nuevo y volvió a quedarse dormido. Pero, esta vez, su descanso se vio turbado por un sueño.
Andaba por un camino polvoriento cuya blancura destacaba en medio de las tinieblas crecientes de una noche de verano. Ignoraba de dónde procedía aquel camino, adónde conducía y por qué se encontraba en él. Sin embargo, todo aquello le parecía sencillo y natural, como ocurre siempre en sueños, ya que en el País de los Sueños no hay lugar para la sorpresa y la razón ha abdicado su imperio. No tardó en llegar a un sendero que partía del camino principal y que parecía abandonado desde hacía mucho tiempo. Halpin Frayser pensó que habrían dejado de utilizarlo porque debía conducir a un lugar maldito; sin embargo, se adentró por él sin vacilar, impulsado por una imperiosa necesidad de hacerlo.
A medida que avanzaba, se daba cuenta de que el sendero estaba frecuentado por invisibles presencias a las cuales no podía dar forma concreta en su mente. De ambos la dos, entre los árboles que bordeaban el sendero, oía murmurar frases incoherentes en un idioma extranjero que sólo comprendía a medias. Las interpretó como frases sueltas de un monstruoso complot contra su cuerpo y su alma.
Era noche cerrada desde hacía mucho tiempo; sin embargo, el interminable bosque a través del cual avanzaba estaba bañado por una pálida claridad que no procedía de ningún lugar determinado y que no proyectaba sombra alguna debajo de ella. De pronto, la mirada de Halpin Frayser se sintió atraída por el reflejo carmesí de un pequeño charco que una lluvia reciente había formado a un lado del sendero. Se inclinó para mojar sus manos... ¡y las retiró manchadas de sangre! Entonces se dio cuenta de que estaba rodeado de sangre por todas partes. Las grandes hojas de las plantas silvestres que crecían al borde del sendero mostraban unas siniestras salpicaduras. Grandes manchas rojas salpicaban asimismo los troncos de los árboles, cuyo follaje dejaba filtrar un fúnebre resplandor rojizo.
Aquel espectáculo le inspiró un sentimiento de terror, a pesar de que al mismo tiempo lo encontraba natural. Le pareció que esperaba desde hacía mucho contemplar aquella escena, como castigo de un crimen que no recordaba haber cometido, aunque tenía consciencia de su culpabilidad. Aquello fue para él un horror que añadir a las misteriosas amenazas del ambiente que le rodeaba. Trató en vano de recordar toda su vida anterior, para descubrir en ella el instante de su falta; incidentes e imágenes acudieron en tropel a su mente, entremezclándose en gran tumulto, sin que Halpin Frayser consiguiera encontrar lo que buscaba. El fracaso, aumentó su terror; tuvo la sensación de haber matado a alguien en la oscuridad, sin saber a quién ni por qué. La misteriosa claridad constituía una amenaza tan espantosa, los árboles (a los cuales todos los humanos atribuyen un carácter melancólico o funesto) conspiraban tan abiertamente contra la paz de su alma, los suspiros y los murmullos procedentes de los seres sobrenaturales que le rodeaban eran tan alarmantes, en una palabra, su situación resultaba tan horrorosa, que no pudo resistir más. Realizando un enorme esfuerzo para romper el nefasto sortilegio que le reducía a la inmovilidad y al silencio, se puso a gritar a pleno pulmón. Su voz pareció quebrarse en una multitud de sonidos poco familiares, perderse en balbuceos volubles en las profundidades del bosque, para luego apagarse; y todo continuó igual. Pero ahora, reconfortado por aquel principio de resistencia, Halpin Frayser declaró en voz alta:
«No me someteré sin haber hablado. En este sendero maldito existen, quizás, potencias benéficas. Voy a dejarles un testimonio escrito, y un ruego. Voy a exponer mis pesares, las persecuciones de que soy víctima, yo, débil mortal, humilde pecador, poeta inofensivo (Halpin Frayser no era poeta ni pecador más que en su sueño).»
Habiendo sacado de su bolsillo un pequeño cuaderno de tapas de cuero rojo, se dio cuenta de que no tenía lápiz. Rompió una ramita de un arbusto, la sumergió en el charco de sangre y empezó a escribir rápidamente. Apenas la punta de su improvisada pluma tocó el papel, Halpin Frayser oyó resonar una carcajada a una distancia incalculable; una carcajada que fue acercándose y aumentando en intensidad; una carcajada sin alma, sin corazón, sin alegría; una carcajada que culminó en un aullido demoníaco a los oídos del hombre y se extinguió lentamente en el horizonte, como si el ser maldito que la había lanzado se hubiese retirado más allá de los límites del mundo, de donde había surgido. Pero Halpin Frayser adivinó que no era así: el ser maldito no se había movido, se hallaba aún cerca de él.
Lentamente, una extraña sensación se apoderó de todo su ser. No hubiese podido decir cuál de sus sentidos estaba afectado por ella. En realidad, no sabía siquiera si gozaba del uso de sus sentidos. Se trataba más bien de un fenómeno de consciencia mental: tenía la misteriosa certidumbre de que a poca distancia suya se encontraba una presencia maligna, una presencia sobrenatural distinta de todas las que murmuraban a su alrededor, e infinitamente más poderosa. Y aquella presencia era la que había proferido la odiosa carcajada. Ahora, parecía acercarse a él, sin que le fuera posible adivinar la dirección en que llegaba. Todos sus temores primitivos quedaron sumergidos en un nuevo terror, formidable y tiránico. Halpin Frayser tenía una sola idea en el pensamiento: redactar su ruego a las potencias benéficas que, al atravesar el alucinante bosque, podían quizá salvarle si le era negada la gracia de morir. Se puso a escribir con toda rapidez, ya que la sangre goteaba sin interrupción de la ramita que sostenía entre sus dedos. Pero, de repente, en mitad de una frase, su mano se negó a obedecer a su voluntad, sus brazos cayeron a lo largo de sus costados, y el cuaderno se desprendió de sus dedos. Incapaz de moverse o de gritar, vio alzarse ante él un rostro de rasgos cansados, de ojos sin mirada... ¡El rostro de su propia madre, pálida y muda en su sudario!

II

Halpin Frayser había pasado toda su juventud con sus padres en Nashville, Tennessee. Los Frayser eran gente acomodada y ocupaban un rango bastante elevado en la sociedad que había sobrevivido a los desastres de la guerra civil. Sus hijos, que habían recibido la mejor educación y frecuentado los ambientes más distinguidos que podían ofrecer la época y el lugar, poseían unos modales excelentes y una sólida cultura. Halpin, el benjamín, había sido un poco mimado a causa de su delicada salud. Había tenido la doble desventaja de ser objeto de los asiduos cuidados de su madre y de la negligencia de su padre. Este último era lo que todo plantador del Sur que se preciara un poco no podía dejar de ser: un político. Su país, o mejor dicho, su Estado, le absorbía hasta tal punto que sólo podía prestar un oído distraído a las exigencias familiares: un oído ensordecido por los detonantes discursos de los jefes políticos, así como por las aclamaciones y los silbidos, incluidos los suyos propios.
Soñador, indolente, romántico, el joven Halpin se sentía más atraído por la literatura que por el bufete de abogado que le aguardaba. Aquellos de sus parientes que creían en las modernas teorías acerca de la herencia, estaban convencidos de que el joven había heredado el talento poético de su bisabuelo Myron Bayne, considerado en su tierra natal como un poeta de altos vuelos. Un hecho notable era que los Frayser, todos los cuales poseían un lujoso ejemplar de las «obras poéticas» de su antepasado (editadas a costa de la familia y retiradas, desde hacía muchísimo tiempo, de un mercado que no las absorbía), manifestaban, en contraste con esa actitud, una curiosa falta de lógica negándose a honrar al ilustre difunto en la persona de su heredero espiritual. En términos generales, adoptaban una actitud reprobatoria en lo que respecta a Halpin, aquella sarnosa oveja intelectual que, un día u otro, sería capaz de deshonrar a la familia poniéndose a balar en verso. Los Frayser de Tennessee era gente práctica: lo cual no quiere decir que se dedicaran a ocupaciones de bajo nivel intelectual, sino que alimentaban un sano desdén hacia toda cualidad capaz de apartar a un hombre de la saludable vocación política.
Para ser justos con el joven Halpin, hay que decir que si bien se encontraban en él, fielmente reproducidas, la mayor parte de las características atribuidas al célebre bardo local por la tradición histórica y familiar, sólo por deducción era considerado como el depositario del don divino. No solamente no había cortejado nunca a la musa poética, sino que, en realidad, era incapaz de escribir un verso correcto, aunque de ello hubiese dependido su vida. Sin embargo, nadie podía saber si la facultad dormida despertaría en cualquier momento para inducirle a pulsar las cuerdas de la lira.
Entretanto, el joven no servía para gran cosa. Entre su madre y él reinaba el más perfecto acuerdo, ya que la bella Mrs. Frayser era una ferviente discípula de Myron Bayne, a pesar de que, con el tacto tan justamente admirado en las personas de su sexo (a despecho de las lenguas calumniosas que lo atribuyen a astucia), ponía el mayor cuidado en ocultar su debilidad a todo el mundo, excepto a aquellas personas que la compartían con ella. Su complicidad en ese punto constituía otro lazo entre ellos. Si su madre le había mimado en su infancia, él se había dejado mimar dócilmente. A medida que llegaba a ese grado de virilidad que puede alcanzar un hombre del Sur indiferente al resultado de las elecciones, la unión entre él y su madre (a la cual llamaba Katy desde su más tierna infancia) se hacía cada vez más fuerte. Madre e hijo eran casi inseparables, hasta el punto de que quienes no les conocían los tomaban a menudo por una pareja de enamorados.
Un día, Halpin Frayser entró en el gabinete de su madre. Después de besarla en la frente y de juguetear unos instantes con uno de sus negros rizos, acabó por decir, con una voz que se esforzaba por parecer tranquila:
—¿Te disgustaría mucho, Katy, que me marchase a California por algunas semanas?
Mrs. Frayser no tuvo necesidad de formular una respuesta en alta voz: sus indiscretas mejillas acababan de contestar elocuentemente la pregunta de su hijo. Sí, le disgustaría mucho, y las lágrimas que se deslizaron de sus grandes ojos color de avellana no hicieron más que confirmar el testimonio de sus mejillas.
—¡Ah! ¡Hijo mío! —exclamó Mrs. Frayser, contemplando a su hijo con infinita ternura—. Me estaba temiendo algo por el estilo... Anoche se me apareció en sueños el abuelo Bayne, y al despertar estuve llorando mucho tiempo. De pie junto a su retrato, que le representa joven y guapo, me señalaba con el dedo tu retrato, colgado en la misma pared. Pero, cuando miré en aquella dirección, no pude ver los rasgos de tu fisonomía, pues aparecía cubierta con uno de esos pañuelos que ponemos sobre el rostro de los difuntos. Y debajo del pañuelo, vi la huella de unos dedos en tu garganta... Perdona si te cuento todo esto, pero nunca nos hemos ocultado nada el uno al otro. Tal vez puedas darme una interpretación de mi sueño distinta a la mía. Tal vez no quiera decir que vas a marcharte a California. Tal vez significa que me llevarás contigo...
Hay que confesar que aquella ingeniosa interpretación del sueño a la luz de una prueba recién descubierta no mereció la plena aprobación de la mente bastante más lógica de Halpin. El joven quedó convencido, al menos de momento, que aquel sueño anunciaba una calamidad más simple y más inmediata que una visita a la costa del Pacífico: tuvo la impresión de que sería estrangulado algún día en su tierra natal.
—¿No hay fuentes termales en California? —continuó Mrs. Frayser, sin dejarle tiempo para exponer el verdadero significado del sueño—. ¿No hay villas donde uno pueda curarse el reuma y las neuralgias? Mira: tengo los dedos rígidos, y estoy segura de que me duelen mucho mientras duermo.
Mrs. Frayser tendió las manos para someterlas a la inspección de su hijo. El historiador no podría decir cuál fue el diagnóstico que el joven se reservó para sí, sonriendo, pero su opinión personal es que jamás dedos más flexibles y más exentos de dolor han sido sometidos a examen médico por la más encantadora de las pacientes, deseosa de visitar, por prescripción facultativa, un país desconocido.
Finalmente, de aquellos dos extraños personajes que tenían un concepto tan singular del deber, uno se marchó a California tal como exigían los intereses de su cliente, y el otro se quedó en casa conformándose a no ver realizado un deseo que por otra parte su marido no se hubiese sentido inclinado a aprobar.
En el curso de su visita a California, una tarde que se paseaba a solas por la orilla del mar, Halpin Frayser se vio convertido en marinero de un modo que le sorprendió enormemente. En realidad, fue embarcado a la fuerza a un buque de altura, y navegó hacia un país lejano. Aquel viaje no fue su única desdicha: en efecto, el buque encalló sobre la costa de una isla del Pacífico, donde los supervivientes tuvieron que permanecer seis años esperando la llegada de una goleta que les recogió y les llevó a San Francisco.
Aunque tenía los bolsillos completamente vacíos, Frayser continuaba siendo tan orgulloso como en la época de su viaje a California, época que para él parecía remontarse a varios siglos. No quiso aceptar ninguna ayuda de personas desconocidas, y durante su estancia en casa de un compañero de viaje, cerca del pueblo de Santa Helena, en espera de noticias y de ayuda de su familia, fue cuando se le ocurrió ir a cazar... y a soñar.

III

¡El espectro que acababa de surgir ante el hombre alucinado en el bosque maldito, aquel espectro tan parecido y tan distinto a su madre, era horrible! No suscitó amor alguno en el corazón de Halpin Frayser; no evocó ninguno de los agradables recuerdos de un pasado dichoso. Todos los delicados sentimientos de Halpin quedaron anulados por el miedo. Trató de dar media vuelta con la intención de huir, pero sus piernas se habían convertido en plomo y se negaron a moverse. Sus brazos, asimismo, pendían inertes a sus costados. Sólo podía mover los ojos; sin embargo, no se atrevía a apartarlos de las apagadas pupilas de la aparición, una aparición que no era un alma sin cuerpo, sino el más espantoso de todos los fantasmas que circulaban por aquel lugar maldito: ¡un cuerpo sin alma! Aquella mirada vacía no expresaba amor, ni compasión, ni comprensión: no expresaba nada capaz de sugerir una posible inclinación a la misericordia.
Transcurrió un espacio interminable de tiempo, tan largo que el universo envejeció bajo la doble carga de la edad y del pecado, y el bosque alucinante, tras haber alcanzado su objetivo en aquella monstruosa culminación de sus terrores, desapareció de la consciencia de Halpin Frayser con todos sus ruidos, todas sus imágenes fúnebres; y durante todo ese tiempo, la aparición continuó enfrente del joven, con los ojos llenos de la obtusa malignidad de una fiera salvaje. De repente, extendiendo la mano hacia delante, la aparición saltó sobre él en un impulso de espantosa ferocidad. Aquel gesto liberó la energía física de Frayser sin liberar su cerebro. Su mente permaneció prisionera del horrible sortilegio, pero su cuerpo poderoso y sus ágiles miembros, fortalecidos por una existencia llena de dificultades, resistieron vigorosamente. Por un instante, como sucede en sueños, tuvo la sensación de ser espectador desinteresado de aquel monstruoso combate entre una inteligencia muerta y un mecanismo dotado del soplo vital; recobró bruscamente su identidad: el autómata dispuesto a luchar recobró a su vez una voluntad tan feroz como la de su odioso adversario.
Pero, ¿qué mortal puede llegar a vencer a un personaje que él mismo ha creado en sueños? La imaginación está vencida en el instante mismo en que crea al enemigo: y el resultado del combate está asimismo predeterminado. A pesar de su resistencia física, a pesar de sus desesperados esfuerzos que parecían proyectarse contra el vacío, Halpin Frayser sintió cómo los dedos helados rodeaban implacablemente su cuello. De espaldas sobre el húmedo suelo, vio al rostro de rasgos cansados a unos diez centímetros de distancia del suyo, y luego todo se desvaneció en insondables tinieblas. Un lejano redoblar de tambores, un enjambre de voces susurrantes, un agudo grito quebrando el silencio de todo el Universo... y Halpin Frayser soñó que estaba muerto.

IV

A la noche clara y cálida había seguido un amanecer envuelto en una densa neblina. El día anterior, a media tarde, una nubecilla de vapor, un fantasma de nube, en realidad, se había enganchado al flanco occidental del monte Santa Helena, al nivel de las áridas extensiones de terreno cercanas a la cumbre. Era una nubecilla tan frágil, tan diáfana, que parecía un simple capricho de la imaginación.
En un instante, se hizo más ancha y más espesa. Mientras uno de sus extremos continuaba adherido a la montaña, el otro se extendía más y más en el aire, encima de las inclinadas pendientes. La nube se alargaba al mismo tiempo hacia el norte y hacia el sur, hasta que la cima de la montaña fue completamente invisible desde el valle, encima del cual no había más que una bóveda opaca y grisácea. En Calistoga, que se hallaba a la entrada del valle, al pie de la montaña, hubo una noche sin estrellas, seguida por una mañana sin sol. La niebla, hundiéndose más y más hacia el sur, se había tragado las granjas, una detrás de otra, antes de engullirse al pueblo de Santa Helena, nueve millas más allá. Sobre la carretera, el polvo había dejado de levantarse; los árboles desprendían gotas de agua; los pájaros permanecían callados en sus escondites; la claridad diurna, pálida y espectral, no tenía calor ni color.
A punta de alba, dos hombres salieron de Santa Helena y enfilaron la carretera que remonta el valle en dirección norte, hacia Calistoga. Cada uno de ellos iba armado con un fusil, pero ningún indígena, por poco avispado que fuera, les habría tomado por cazadores de pájaros o de conejos. Uno de los hombres, llamado Holker, era el sheriff de Napa; el otro, llamado Jaralson, era inspector de policía y procedía de San Francisco. Habían salido para la caza de un hombre.
—¿Está muy lejos? —preguntó Holker, mientras andaban, levantando de nuevo con sus pies el polvo bajo la húmeda superficie de la carretera.
—¿La Iglesia Blanca? Se encuentra a media milla, aproximadamente de aquí. Y, a propósito, debo decirle que no se trata de una iglesia, sino de una escuela abandonada. Además, la escuela en cuestión no es blanca; con el paso del tiempo sus paredes se han convertido en grises. En la época en que los muros eran blancos, se habían celebrado en ella algunos oficios religiosos, y cerca de allí hay un cementerio que encantaría a un poeta. ¿Adivina usted por qué le he hecho venir rogándole que se trajera su fusil?
—Ya sabe usted que nunca le hago preguntas en circunstancias como éstas: me consta que no es usted de los que se callan cuando llega el momento de hablar. Sin embargo, si desea usted que aventure una hipótesis, yo diría que me necesita usted para detener a uno de los muertos del cementerio.
—¿Se acuerda usted de Branscom? —preguntó Jaralson, concediendo a la chanza de su compañero el desdén que merecía.
—¿El tipo que le cortó el cuello a su esposa? Tengo buenos motivos para acordarme de él: perdí una semana de trabajo a cuenta suya. Se ofreció una recompensa de quinientos dólares por su captura, pero nadie de nosotros pudo echarle la vista encima. No irá usted a decirme...
—Pues, sí. Lo ha tenido usted ante sus narices durante todo este tiempo. Aprovecha la oscuridad de la noche para acudir al viejo cementerio de la Iglesia Blanca.
—¡Qué desfachatez! ¿No es allí dónde está enterrada su víctima?
—Sí, y debió usted suponer que, tarde o temprano, acudiría a visitar la tumba de su esposa.
—Es el último lugar del mundo donde hubiese esperado verle.
—Y vigiló usted inútilmente todos los demás escondrijos posibles. Pero yo me enteré de su fracaso y decidí emboscarme en el cementerio.
—¿Y lo encontró?
—¡Santo cielo! ¡Él me encontró a mí! Se me echó en cima, y sólo por verdadero milagro conseguí escapar de entre sus manos. Es un bruto, lo confieso, y me contentaré con la mitad de la recompensa si necesita usted la otra mitad.
Holker se echó a reír, y luego declaró alegremente que sus acreedores no se habían mostrado nunca tan insistentes como en aquellos momentos.
—Hoy —explicó el inspector—, deseo simplemente en señarle el terreno, a fin de que podamos trazar un plan de acción. Pero he creído preferible que fuésemos armados, incluso en pleno día. Yo creo que ese tipo está loco. La recompensa será entregada a la persona que consiga su captura y su condena. Pero, si está loco, no podrán condenarle...
(Holker quedó tan dolorosamente afectado por la perspectiva de ese eventual fallo de la justicia, que se detuvo unos instantes en medio de la carretera, antes de reemprender la marcha con mucho menos entusiasmo).
—Desde luego, tiene el aspecto de un loco convino Jaralson—. Debo reconocer que no había visto nunca un malhechor peor afeitado, peor vestido, peor todo lo que usted quiera, en la antigua y honorable cofradía de los vagabundos. Pero me he propuesto capturarle, y no estoy dispuesto a abandonar la empresa. De todos modos, si no dinero, obtendremos por lo menos algo de gloria. Nadie sospecha siquiera que pueda encontrarse a este lado de las montañas de la luna.
—De acuerdo —dijo Holker—, vamos a examinar el terreno... «donde no tardarás en reposar tú también» —añadió (ya que ésta era la frase ritual que antiguamente se grababa en las tumbas)—. Y, desde luego, es lo que le aguarda a usted si el viejo Branscom se cansa de su impertinente intromisión sus asuntos. Y, a propósito, el otro día me enteré de que el viejo no se llama realmente Branscom.
—¿No? ¿Cómo se llama, entonces?
—No lo recuerdo. Como me había desinteresado por completo de este asunto, no presté demasiada atención a este detalle; pero tengo la impresión de que es algo pare cido a Pardee... La mujer a quien tuvo el mal gusto de cortar el cuello era viuda cuando nuestro hombre la conoció. Habla venido a California a buscar a un pariente suyo.... Pero, ya debe usted estar enterado de todo eso.
—Desde luego.
—Hay una cosa que me intriga: si no conoce usted el verdadero nombre del asesino, ¿cómo pudo encontrar la tumba de su esposa? El tipo que me ha informado dijo que el nombre estaba grabado en la lápida.
—Ignoro dónde se halla la tumba —respondió Jaralson, a regañadientes: era evidente que le molestaba tener que confesar su ignorancia acerca de aquel extremo—. Me limité a vigilar todo el cementerio. Parte de nuestro trabajo de esta mañana consistirá en localizar esa tumba. Mire, ahí está la Iglesia Blanca.
Hasta entonces, la carretera había estado bordeada de campos por ambos lados. Ahora, a mano izquierda se veía un bosque de encinas, de madroños, y de abetos gigantes que no dejaban ver más que el tronco, en tanto que las copas aparecían sumergidas en una niebla espectral. Durante algún tiempo, Holker no pudo ver el edificio señalado por su compañero; luego, cuando los dos hombres hubieron avanzado un trecho por entre los árboles, apareció confusamente en medio de la bruma, enorme, gris, lejano.
Como la mayor parte de las escuelas campesinas, tenía el aspecto de una caja rectangular; su tejado estaba cubierto de musgo; sus abiertas ventanas no tenían cristales ni postigos. Aunque estaba en ruinas, no era propiamente una ruina, sino un ejemplar perfecto de lo que California puede ofrecer como sucedáneo de los «monumentos del pasado» que nuestros turistas visitan en el extranjero. Sin dirigir una sola mirada a aquel edificio desprovisto de interés, Jaralson pasó ante él, murmurando:
—Voy a enseñarle el lugar donde me atacó ese hombre. Nos hallamos ya en el cementerio.
Esparcidos entre los arbustos veíanse varios cercados, cada uno de los cuales contenía una o más tumbas. Estas podían ser reconocidas por una lápida descolorida, una tabla podrida o una cerca de estacas que señalaba sus contornos. De cuando en cuando, el lugar donde reposaban los despojos de un pobre mortal abandonado de «sus amigos sumidos en la aflicción» quedaba señalado por una simple depresión del terreno, más duradera que la impresión que había dejado en el corazón de sus amigos su paso por la vida. Las avenidas habían desaparecido hacía muchísimo tiempo. La maleza y los arbustos habían crecido anárquicamente entre las tumbas, y por doquier reinaba una atmósfera de abandono y de decrepitud que en ninguna parte se hace tan ostensible como en una ciudad de muertos olvidados.
Mientras los dos hombres se abrían un camino a través de los arbustos, Jaralson, que marchaba en cabeza, se detuvo bruscamente, alzó el fusil a la altura de su pecho, murmuró una palabra de aviso y se quedó inmóvil, con la mirada fija ante él. Su compañero, a pesar de que no podía ver nada, adoptó la misma actitud y esperó los acontecimientos. Unos segundos después, Jaralson avanzó prudentemente, siendo imitado a continuación por Holker.
Bajo un enorme abeto yacía el cadáver de un hombre. De pie junto a él, los investigadores observaron los detalles que atraen la atención al primer momento: el rostro, la posición de los miembros, los vestidos, en suma, todo lo que responde con más claridad a las mudas preguntas de una curiosidad mezclada de compasión.
El cadáver estaba tendido de espaldas, con las piernas muy separadas. Uno de los brazos se alzaba hacia el cielo; el otro estaba doblado formando un ángulo agudo, con la mano cerca de la garganta. Los dos puños aparecían fuertemente crispados. Todos estos detalles revelaban una resistencia desesperada, aunque inútil... Pero, ¿contra qué, o contra quién?
No lejos del cadáver veíanse una escopeta de caza y un zurrón; las mallas de este último permitían ver el plumaje de varios pájaros muertos. Alrededor del cadáver se advertían las huellas de una lucha furiosa: las encinas enanas mostraban las ramas tronchadas; a lo largo de las piernas, unos pies que no eran los del muerto habían dejado su impronta en el montón de hojas podridas; cerca de las caderas veíanse las huellas clarísimas de dos rodillas humanas.
Una ojeada al rostro y a la garganta del cadáver puso de manifiesto la naturaleza de la lucha. En efecto, aquellas dos partes de su cuerpo aparecían de un color violáceo, en contraste con la blancura de las manos. Los hombros descansaban sobre una leve prominencia del terreno; aquella posición permitía que la cabeza quedase completamente echada hacia atrás, de modo que los dilatados ojos miraban en dirección opuesta a la de los pies. La boca, entreabierta y llena de espuma, permitía ver una lengua negra e hinchada. El cuello mostraba unas horribles contusiones: no ya simples huellas de dedos, sino heridas y laceraciones producidas por dos manos fuertes que, una vez hundidas en la carne, debieron prolongar su terrible opresión hasta mucho después de la muerte. El pecho, la garganta y el rostro estaban húmedos; los vestidos, empapados en agua; los cabellos y el bigote llenos de gotas que semejaban de rocío.
Los dos hombres contemplaron unos instantes en silencio aquel macabro espectáculo. Luego, Holker dijo:
—¡Pobre diablo! Indudablemente, debió pasar un mal rato.
Jaralson vigilaba atentamente los alrededores, sosteniendo el fusil con las dos manos, con el dedo apoyado en el gatillo.
—Esto ha sido obra de un loco dijo, sin volver los ojos. Y el asesino se llama Branscom... o Pardee.
Un objeto oculto entre las hojas muertas atrajo la atención de Holker. Era un pequeño cuaderno con las tapas de cuero rojo. Lo recogió y lo abrió. Contenía varias hojas blancas destinadas a tomar notas. La primera llevaba el nombre de Halpin Frayser. En las páginas siguientes, escritos con tinta roja y garabateados a toda prisa, casi ilegibles, había varios versos que Holker leyó en voz alta mientras su compañero escudriñaba con inquietud los confines grisáceos de su angosto universo, percibiendo una terrible amenaza en las gotas de agua que caían continuamente de las ramas de los árboles.

Un sortilegio me encadenó en medio de las tumbas,
en este bosque encantado lleno de claras tinieblas.
El mirto y el ciprés mezclaban sus ramas
y el sauce murmuraba negros secretos,
en tanto que encina del sendero
la siempreviva y la ortiga entrecruzaban sus tallos
formando severos arcos.
La abeja estaba callada, ningún pájaro cantaba;
el viento permanecía silencioso.
El aire estaba inerte, y el Silencio era
como un ser viviente en medio de la enramada.
Los espíritus malignos planeaban en la oscuridad
siniestros proyectos que herían mis oídos.
Los árboles goteaban sangre; yo podía ver
sus hojas llenas de una claridad rojiza.
¡Grité! Pero el poderoso sortilegio
mantuvo cautivas mi voluntad y mi alma.
Desesperado, temblando, impotente como un niño,
traté de luchar contra un funesto designio.
Y, al fin, la oscuridad...

Holker se interrumpió, pues no había más que leer; el escrito terminaba en medio de un verso.
—Ese poema parece de Bayne —dijo Jaralson, el cual no carecía de cierta cultura.
—¿Quién es Bayne? —preguntó su compañero en tono indiferente, mientras el inspector, renunciando a su vigilancia, contemplaba el cadáver tendido a sus pies.
—Un tipo que gozó de cierto renombre como poeta, hace cosa de un siglo. Escribió unos poemas realmente lúgubres. Yo poseo sus obras completas. Ese poema no figura en ellas, pero debieron omitirlo por error.
—Hace frío —dijo Holker—. Marchémonos de aquí. Tenemos que dar cuenta en Napa de lo que hemos encontrado. Jaralson emprendió la marcha sin decir palabra. Al pasar junto al cadáver, su pie tropezó con un objeto duro que se hallaba debajo de las hojas podridas. Se inclinó a recogerlo. Era un trozo de lápida sobre el cual aparecía escrito un nombre, apenas legible: «Catherine Larue».
—¡Larue! —exclamó Holker vivamente—. ¡Ese es el verdadero nombre de Branscom! Sí, Larue, y no Pardee. Y, ahora recuerdo otra cosa: ¡la mujer asesinada se llamaba Frayser!
—En todo este asunto hay un siniestro misterio —dijo el inspector Jaralson—. No me gusta un pelo.
Entonces, en el corazón de la niebla, a una distancia incalculable, resonó una carcajada ahogada, sin corazón y sin alma, tan desprovista de alegría como la risa de una hiena en medio del desierto; una carcajada que gradualmente se hizo más fuerte, más audible, más terrorífica; una carcajada tan inhumana, tan diabólica, que inspiró a aquellos dos rudos cazadores de hombres un indecible horror. No se les ocurrió siquiera la idea de empuñar sus armas; los fusiles eran impotentes contra la amenaza de aquel horrible sonido. La carcajada se extinguió en la lejanía, de donde había llegado. El grito culminante que había resonado casi en los mismos oídos de los dos hombres se atenuó lentamente mientras flotaba hacia el horizonte, hasta que sus notas supremas, siempre maquinales y sin alegría, hubieron desaparecido en un silencio total, a una distancia incalculable.

Mitología, muerte y resurrección: una teoría
«La solución al misterio es siempre inferior al misterio».
Jorge Luis Borges

Hay una multitud de exegesis que pretenden desenmascarar al asesino de Frayser y dilucidar el sentido de los ambiguos hechos de su historia. Van desde explicaciones sencillas hasta otras que parecen producto de mentes con tendencias paranoides; y aún hoy —en pleno 2022, poco más de un siglo después de la primera publicación de La muerte de Halpin Frayser— no se puede llegar a un consenso.
M. Grant Kellermeyer repasa, en este ensayo, varias de las teorías más significativas que existen en torno al cuento de Bierce. Nombremos algunas:
La más descolorida de todas es digna de la navaja de Ockham. Resulta plausible pensar que Branscom asesinó a Halpin por casualidad, al encontrarlo merodeando en los mismos páramos que él, ésto bajo el razonamiento de que Halpin podría dar aviso a las autoridades sobre su misteriosa presencia; y si forzamos la suposición, es posible pensar que Branscom confundió a Halpin con uno de sus perseguidores, y que, en consecuencia lo atacó sin premeditación. Sin embargo, la propuesta se viene abajo porque resulta demasiado reduccionista y excluye todos los elementos fantásticos, ambiguos y sugerentes del resto de la historia. Vuelve irrelevantes detalles como la naturaleza de la relación de Halpin con su madre; el por qué Jaralson tiene una copia de las obras completas de Myron Bayne (que por lo que sugiere la narración es altamente exclusiva); el insospechado nexo entre Halpin, su madre y Branscom; las sendas pesadillas de Halpin y su madre; el lóbrego poema de Halpin; y hasta el desconcertante epígrafe de la historia. Resulta obvio que cada elemento es relevante en el cuadro completo; sería ingenuo de nuestra parte anular los esfuerzos del autor por matizar todos estos relieves y quedarnos con una conclusión tan simple, por no decir decepcionante.
Hay quien sigue apuntando a Branscom no sólo como el autor material de la muerte de Halpin, sino que además lo señalan como el autor intelectual de ésta. Según tal postura, Branscom conocería la verdad sobre la relación incestuosa entre Halpin y su madre; entonces, víctima del asco y los celos, asesinaría a su esposa para después asesinar al amante. La idea resulta sugerente pero sigue excluyendo los elementos fantásticos tan patentes. Esta solución tampoco explíca la conveniente alineación de los personajes: que Halpin regresara de su naufragio justo en el lugar donde su madre/amante está sepultada y también en el lugar donde el asesino de ésta merodea, excede el límite de las casualidades. Si la pesadilla de Halpin hubiese sucedido antes de haber llegado a San Francisco, esta teoría se sostendría mejor, pues podríamos interpretar su sueño como el aliciente para que Halpin fuese al cementerio donde su madre reposa; claro, sin que él lo supiera más allá de la mera intuición.
El colmo de la especulación está en el postulado que propone al padre de Halpin como autor de la desgracia de su esposa y su hijo. Según esta teoría, el señor Frayser estaría al tanto de la depravada relación entre su mujer y su vástago, así que fingiría su muerte luego de la partida de Halpin, para eventualmente volverse a casar, una vez más, con Katy Frayser, pero esta vez bajo el disfraz de Larue; después, asesinaría a la recién declarada señora de Larue y huiría cambiando de nombre una vez más, por el de Branscom; perseguiría a Halpin hasta matarlo cerca del cementerio donde descansaba su mujer y cambiaría una vez más de nombre, ahora al de Jaralson; sólo así se puede explicar el profundo conocimiento que tiene Jaralson sobre la obra de Myron Bayne, además de la posesión de la exclusiva edición de sus poesías completas; con este último alías convencería a Holker de cazar a Branscom en el cementerio, donde naturalmente darían con el cadáver de Halpin y se lavaría las manos de cualquier indicio de culpabilidad. Esta teoría también justifica el cambio de nombres de Branscom, elemento que raya en lo excesivo. Sin embargo, toda la propuesta es delirante y demasiado entramada, al grado de forzar la interpretación.
Auspiciarse a los elementos fantásticos de la narración para revelar al asesino de Halpin es más sencillo y frecuente porque, generalmente un hecho sobrenatural no precisa de una explicación racional; lo sobrenatural es una explicación en sí mismo. Pero esto no significa que por arte de magia o un deus ex machina los sinsentidos cobren sentido; más bien, hay una lógica menos intuitiva en ellos. Las explicaciones que involucran el factor sobrenatural de la historia son las más aceptadas porque casi se sostienen solas, aunque es igual de fácil ponerlas en tela de juicio, es decir: ¿quién puede negar que a Halpin lo asesinó una manifestación rediviva de su madre?, la narración así lo sugiere, ¿no?; por otro lado, ¿acaso no podemos afirmar, también, que Halpin se suicidó ante el conocimiento del asesinato de su madre, y que, además, lo hizo estrangulándose tal y como ella lo soñó, todo movido por un implacable sentimiento de culpa?, porque, también esa posibilidad es admisible en algún grado.
Las claves fantásticas del relato están tanto al principio como al final de la historia: en el epígrafe de Hali y en la risa demoníaca que inquieta a Jaralson y Holker; las pesadillas de Halpin y su madre no son un elemento fantástico como tal, pues en el plano onírico puede suceder cualquier fantasía por más absurda que sea. La cita de Hali es doblemente fantástica por su procedencia y su contenido. Sabemos —gracias al cuento de An Inhabitant of Carcosa, también de Bierce— que Hali es una especie de filósofo de un antiquísimo e indefinido tiempo (y posiblemente hasta de otro planeta) quien al parecer se abocó al estudio de lo que le sucede al espíritu¹ y al cuerpo después de la muerte; el narrador de An Inhabitant... alude a ciertos testimonios recogidos por Hali:
«For there be divers sorts of death—some wherein the body remaineth; and in some it vanisheth quite away with the spirit.  This commonly occurreth only in solitude (such is God’s will) and, none seeing the end, we say the man is lost, or gone on a long journey—which indeed he hath; but sometimes it hath happened in sight of many, as abundant testimony showeth.  In one kind of death the spirit also dieth, and this it hath been known to do while yet the body was in vigor for many years.  Sometimes, as is veritably attested, it dieth with the body, but after a season is raised up again in that place where the body did decay» [Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió].
Podríamos decir que el epígrafe de La muerte de Halpin Frayser tiene una marcada continuidad con este pasaje. Ahora bien, un lector incauto se apresuraría a proponer, partiendo de las palabras de Hali, que el cadáver de la madre de Halpin se convirtió en un zombie y lo asesinó; pero debemos desterrar esta idea de inmediato. Si bien un cadáver andante o muerto viviente es lo que en la cultura popular denominamos zombie, el concepto en su acepción auténtica refiere a algo bastante distinto, además de que el término es muy posterior al cuento de Bierce, data de al menos los años 30 del siglo XX. A lo sumo se puede hablar de protozombies avant la lettre, lo cual condiciona demasiado la lectura. En cualquier caso, asegurar que Halpin fue víctima de un zombie es impreciso e injustificado. Lo que sí es cierto es que lo más natural sería pensar que, tal y como sugiere Hali, el cuerpo sin espíritu de la madre de Halpin tuvo la voluntad de levantarse del sepulcro y cometer el asesinato del que fuese su hijo en vida. Parece demasiado obvio que así sucedieron los acontecimientos, pero aún quedan cabos sueltos, como la insistente presencia de Branscom en la misma geografía donde se hayan Halpin y los oficiales de policía o la inexplicable posesión de Jaralson de las obras de Myron Bayne. Es posible que Bierce decidiera sembrar pistas falsas para confundir al lector. Y una vez más redundamos en la irresolubilidad del problema, porque ni siquiera es posible confiar en el narrador quien, ante las contradicciones de las perspectivas ofrecidas, asume un rol infidente.
Ninguna conjetura deshace el impasse, antes parecen complicarlo todo. Hemos explorado la historia de cabo a rabo buscando una solución total y temo decir que tal vez no exista. Sin embargo, una revisión exhaustiva de algunos detalles minúsculos y el complemento con otras obras de Bierce parecen apoyar la teoría del asesino-cuerpo sin alma.
Junto con sus cuentos crueles, una de las obras más famosas de Ambrose es el cáustico Diccionario del diablo; se trata de una nutrida colección de palabras redefinidas desde la óptica mordaz e indolente de un periodista misántropo. Bierce va más allá del desdén que autores como Mark Twain predicaron hacia el género humano, y se atreve a exponer la miseria de los hombres sin atenuarla con humor condescendiente, más bien, el humor es un elemento adicional de escarnio. Este léxico no sólo es la afrenta de un desengañado contra la estulticia, en buena medida también es una declaración de principios que más allá del valor satírico, permite observar los intereses del autor, lo que arroja luz sobre el misterio que nos compete.
De entre las primeras redefiniciones de Bierce que son de nuestro interés, tenemos:
alma, s. Entidad espiritual sobre la que ha habido encendidas disputas. Platón sostenía que las almas de aquellos que, en una existencia anterior (entiéndase, anterior a Atenas), habían alcanzado a ver con mayor nitidez la verdad eterna, revivieron en los cuerpos de personas que se convirtieron en filósofos. Platón era filósofo. Las almas que ni siquiera habían vislumbrado la verdad divina animaban los cuerpos de usurpadores y déspotas. Dionisio I, que había amenazado con decapitar al filósofo de frente despejada, era un usurpador y un déspota. Sin duda, Platón no fue el primero en construir un sistema filosófico a medida, que podía utilizarse contra sus enemigos; por descontado, tampoco ha sido el último. / «Acerca de la naturaleza del alma —sostiene el famoso autor de Diversiones Sanctorum—, el tema principal de discusión ha sido su ubicación en el cuerpo. Mi opinión es que se asienta en el abdomen; y esta creencia nos sirve para descubrir e interpretar una verdad hasta ahora incomprensible, a saber: que el glotón es el más devoto de los hombres. En las Sagradas Escrituras se dice de él que “hace un dios de su barriga” (Filipenses III:19) y, siendo así, ¿cómo no iba a ser piadoso si lleva en su interior a la Deidad para renovar su fe? ¿Quién va a conocer mejor que él el poder y la majestuosidad de lo que guarda en su santuario? La prudencia y la verdad nos inclinan a pensar que el alma y el estómago forman una única Entidad Divina; y eso era lo que creía también Promasio, quien, sin embargo, erró al negarle la inmortalidad. Él había observado que su sustancia visible y material moría y se corrompía con el resto del cuerpo después de la muerte; pero desconocía por completo su esencia inmaterial. A ésta la denominamos Apetito y sobrevive a los estragos y la corrupción de la mortalidad para ser recompensada o castigada en el otro mundo, según se haya comportado cuando era de carne y hueso. El Apetito que clamaba groseramente por las insanas viandas del mercado barato y de los comedores públicos será arrojado al hambre eterna, mientras que el que, con firmeza pero educadamente, insistió en que le dieran aves exquisitas, caviar, tortugas, anchoas, patés de foie gras y demás comestibles cristianos de similar calidad, seguirá hincando el diente espiritual en las almas de esos manjares por toda la eternidad y saciará su sed divina en las cosechas inmortales de los vinos más raros y exquisitos jamás degustados por aquí. Así es mi fe religiosa, aunque me duele confesar que ni Su Santidad el Papa ni Su Gracia el Arzobispo de Canterbury (a quienes venero sinceramente y por igual) aceptarían de buen grado su propagación».
A primera vista no parece haber una clara relación entre la definición de Bierce y la identidad del asesino de Halpin. Pero es menester señalar la insistente opinión del autor —en los postulados de Hali como en esta socarronería— de que el alma goza de individualidad con respecto al cuerpo y viceversa. No sólo eso, sino que cada elemento es capaz de tener una existencia independiente de su complemento, ya sea anterior o posterior. Por otro lado, la referencia a Platón también es crucial; el concepto del alma es característico de su sistema filosófico y cobra relevancia histórica en tanto que la tradición cristiana llegó a rechazar su existencia, pues su concepción y acepción originales provienen de un pensador pagano. De hecho, tal y como la entiende Platón, el alma es igual o más humana que el cuerpo, lo cual dificulta la relación con Dios partiendo del supuesto de que seríamos ⅔ de materia corrupta, es decir cuerpo y alma terrenales y solamente el espíritu como porción divina. En cierta forma, el alma es lo que modernamente entendemos como psique: una dimensión humana e inmaterial de nuestra existencia individual. Platón no define si el alma es mortal o inmortal, a lo sumo específica su procedencia extraterrena y su sujeción a la materia; pero para el prejuicio escolástico y dadas sus características, siempre fue más frecuente pensar que al expirar el cuerpo, el alma seguiría un destino semejante; por ello no sorprende el rechazo de las instituciones eclesiásticas por un concepto que amenaza su ligamento con Dios.
Estas alusiones a personalidades y términos paganos son frecuentes en el Diccionario. Como buen occidental, Bierce conocía razonablemente la cultura grecorromana y sobre todo sus mitologías. Algo patente en esta otra definición:
manes, s. Almas inmortales de los difuntos griegos y romanos. Permanecían incómodas y sombrías hasta que los cuerpos de los que habían salido eran incinerados y enterrados; pero tampoco parecían especialmente felices después.
En esta nueva entrada del Diccionario, Bierce insiste sobre el postulado pagánico de la independencia entre alma y cuerpo, además de sus respectivas persistencias después de la separación que se da con la muerte. Hay que precisar que los manes son: «genios romanos relacionados con el culto de los muertos a quienes se les asignaba como madre a la diosa Manía». Manía, por su parte, es una deidad que personifica la locura delirante y está vinculada al culto de Dioniso junto con las ménades y las bacantes; las primeras son ninfas que personifican fuerzas naturales salvajes, mientras que las segundas son mujeres que participan en el culto y los misterios dionisíacos, aunque no son clasificaciones exactas, porque las mujeres mortales también pueden considerarse ménades. Durante dichos misterios, ambas se entregaban a efervescencias orgíasticas, violentas danzas y adquirían un enorme vigor que a veces les permitía desmembrar (sparagmos) a hombres y fieras, luego todo culminaba en una omofagia mística. 
Estas referencias no son gratuitas y hay que decir que, si Bierce sabía acerca de los manes y los postulados de Platón sobre el alma, es consecuente pensar que también estaba al tanto de los misterios dionisíacos y sus participantes, en particular del mito de Penteo y su madre Ágave.² El mitógrafo Higino cuenta una versión muy sintética de lo acontecido:
CLXXXIV. PENTEO Y ÁGAVE
1. Penteo, hijo de Equíon y de Ágave, dijo que Líber³ no era un dios y no quiso aceptar sus ritos mistéricos. Por ello su madre Ágave, junto con sus hermanas Ino y Autónoe, lo despedazó miembro a miembro a raíz de una locura infundida por Líber.
2. Cuando Ágave volvió en razón y vio que ella había perpetrado tamaño crimen a impulsos de Líber, huyó de Tebas, y errabunda llegó a los confines de Iliria, ante el rey Licoterses, quien la acogió.
El mito del filicidio que comete Ágave corre un tanto paralelo con el argumento de La muerte de Halpin Frayser: en ambos hay una madre que asesina a su hijo mientras está en un trance psíquico. El estado báquico de Ágave es equivalente al estado de cuerpo sin alma de Katy en tanto que ambos son enajenaciones donde la capacidad intelectual queda anulada y lo único que subsiste es un impulso violento y salvaje; ya Hali hace hincapié, en el epígrafe de la historia, que «los que después de haber visto a tales espectros [cuerpos sin alma] han sobrevivido para contarlo, afirman que NO POSEEN SENTIMIENTOS, como no sea el del odio», es decir que, tales apariciones están limitadas a una gama de emociones asociadas con la feralidad. Hay que sumar, además, el simbolismo sexual; en el Diccionario de símbolos de Jean Chevalier leemos:
Otro mito se interpreta, con una cierta libertad en cuanto a los detalles de las leyendas antiguas, en el mismo sentido y pone en causa el mismo árbol, el pino. El héroe es Penteo hijo de Equión, la culebra, él mismo serpiente por naturaleza. Curioso por espiar las orgías de las Ménades, trepa a un pino. «Pero su madre, apercibiéndose, alarma a las Ménades. El árbol es abatido y Penteo, tomado por un animal, es desgarrado en girones. Su propia madre es la primera en lanzarse sobre él… Así se encuentran reunidos en este mito el sentido fálico del árbol (pues su tala simboliza la castración) y su sentido maternal, figurado por la subida al pino y la muerte del hijo» (JUNI, 413).
La muerte de Halpin acaese por estrangulamiento, acto que tiene una marcada connotación erótica, lo cual aumenta la sospecha sobre la posible relación incestuosa entre él y su madre, además de terminar de delinear el parentesco con el mito de Penteo y Ágave. El punto donde ambas historias se separan no es menos significativo, se trata de una oposición: Halpin se queda dormido al pie de un madroño, un arbusto que está asociado a los ritos funerales, mientras que Penteo trepa un pino, otro árbol funerario. Penteo sabe quién lo asesina, a diferencia de Halpin, que presumiblemente muere en la ignorancia de la identidad de su agresor. De este modo Penteo, que está despierto, trepa las alturas del árbol y ve a su madre; lleva a cabo un acto simbólico: subir y mirar el misterio báquico; mientras que Halpin se queda dormido al pie (abajo) del arbusto y no alcanza a ser testigo de misterio alguno, es posible que por ello se despierte pronunciando un nombre desconocido, como queriendo decirnos que Halpin no penetra en el saber secreto.
El mito de Ágave y Penteo puede ser el antecedente argumental que nos permita suponer la naturaleza de la relación entre Halpin y su madre, además de dejar a ésta como principal sospechosa del homicidio. Pero para terminar de asentar tal papel, debemos remitirnos a una referencia que a primera vista no parece tener importancia en la historia.
Cuando Jaralson y Holker andan entre las tumbas, hay un instante en que el segundo le dice al primero que deben explorar el terreno “«donde no tardarás en reposar tú también»”, el narrador nos informa, a continuación, que se trata de una expresión que se grababa comúnmente en las lápidas; esto no nos consta y de momento no hay forma de afirmarlo o negarlo. Lo cierto es que la frase se puede rastrear hasta un himno del siglo XVIII, obra del teólogo y compositor inglés Isaac Watts.
Antes de seguir, es menester hablar un momento sobre los himnos y su fuerte impronta en la cultura y la vida religiosa de los Estados Unidos de América.
A raíz de la separación de Inglaterra de la Iglesia Católica Romana, y la formación de la nueva Iglesia Anglicana, ésta última atravesó un periodo de decadencia musical, pues ya no podía utilizar abiertamente las antiguas formas musicales en sus oficios y liturgias; lo ideal habría sido componer nuevas expresiones musicales para la iglesia recién instaurada, pero la respuesta fue sencillamente comenzar un proceso de adaptación y apropiación de la tradición anterior; es así que formas como el motete católico encuentran su equivalente en el himno anglicano. Paralelo a esto, hay que señalar que la creación de la Iglesia Anglicana propició el surgimiento y la formación de dogmas cismáticos como el calvinismo; que pronto recibió el nombre de puritanismo, una corriente religiosa que pretendía depurar de una vez por todas las porciones católicas de su seno;⁴ durante poco más de un siglo estuvieron en pugna contra las facciones menos radicales de los anglicanos y las corrientes católicas sin que pudieran conseguir su objetivo de purificación, antes bien sufrieron persecusiones religiosas que desembocaron en algunas masacres. Eventualmente emprendieron una diaspora hacia los distintos territorios de ultramar que le pertenecían a la corona inglesa, sobre todo a las colonias de América; buscaban una mayor libertad religiosa y establecer una comunidad acorde a sus ideales espirituales e intelectuales. A diferencia de otros colonos de América, los puritanos contaban con una instrucción académica mucho mayor al promedio, pues sus rígidos sistemas de creencias propiciaban la formación de personas versadas. La piedad y el celo religioso fueron vitales para establecer una forma de culto consistente con un grupo cuyo estándar ético e intelectual se puede considerar alto; los puritanos de América conservaron el himno anglicano como una parte importante de sus oficios religiosos. En el Diccionario enciclopédico de la música de Alison Latham leemos respecto al himno:
Muchos eclesiásticos ingleses y escoceses, huyendo de las persecuciones de la época, se refugiaron en Ginebra, sede del calvinismo. Llevaron consigo algunas paráfrasis salmódicas inglesas con sus melodías y regresaron con melodías nuevas; de esta manera llegaron de Ginebra muchas de las melodías salmódicas métricas tan gustadas por las congregaciones inglesas y escocesas actuales. Algunos ejemplos son el Old Hundredth (que al parecer deriva de una melodía tradicional holandesa contenida en el Souterliedekens o “Little Psalm-Songs”, de 1540), el Old 113th, el Old 124th y otros que aparecen con frecuencia en los himnarios actuales; sus nombres se refieren a las versiones métricas de los salmos a los que estuvieron originalmente vinculados. A diferencia del luteranismo, la práctica calvinista restringía el canto de la congregación a las versiones métricas de los salmos, restricción que se mantuvo en Inglaterra y por un periodo mucho más prolongado en Escocia.
Los himnarios jugaron un papel preeminente en la reafirmación de la identidad religiosa de los anglicanos y pronto se compilaron y difundieron multitudes de ellos. Entonces no es difícil darse una idea del arraigo del himno en el seno popular de las 13 colonias de América, que pasaron a conformar una nación en las postrimeras del siglo XVIII.
No fue sino hasta la llegada de Isaac Watts que el himno comenzó a tener una mayor cohésion. Entre las innovaciones de Watts se cuentan el haber introducido poesía extrabíblica a los himnos que componía pues, en sus formas elementales, los textos se tomaban exclusiva y directamente de los Salmos;⁵ tal iniciativa dotó de variedad a la experiencia religiosa de los anglicanos. Watts resulta tan trascendente para los himnos que incluso se le conoce como “El padre de la himnología inglesa.” Llegó a componer poco más de 750 piezas de las que es de nuestro interés la que figura como la número 63 en sus obras completas. Los himnos regularmente no recibían un título como tal, lo frecuente era nombrarlos según el número de salmo del que procedían, o por el primer verso de la primera estrofa; en el caso del 63 se conoce extensamente como «Hark! from the tombs a doleful sound!», y hay que decir que todavía hoy sigue gozando de cierta relevancia. Seguramente ya desde los tiempos de Bierce el himno 63 era popular y si sumamos a esto que la familia de nuestro autor era profundamente calvinista, es decir puritana, ya no es tan imposible suponer que Ambrose no sólo llegó a conocer los himnos de Watts, sino que posiblemente hasta los entonó en su infancia.
La letra del himno reza:

1 Hark! from the tombs a doleful sound!
My ears attend the cry:
Ye living men! come view the ground
Where you must shortly lie.
2 Princes! this clay must be your bed,
In spite of all your towers;
The tall, the wise, the reverend head
Must lie as low as ours.
3 Great God! is this our certain doom?
And are we still secure?
Still walking downward to our tomb,
And yet prepare no more!
4 Grant us the powers of quickening grace
To fit our souls to fly;
Then, when we drop this dying flesh,
We'll rise above the sky.⁶
La obra tiene como subtítulo: A funeral thought [un pensamiento funerario] y versa sobre dos temas recurrentes de la piedad cristiana que a estas alturas rayan en lugar común: 1. la muerte que iguala a los hombres y 2. la escatología. Respecto a lo primero no hay gran cosa que decir, sólo hacer hincapié en qué la tradición occidental atribuye a la muerte y al sueño la facultad de colocar a los hombres en un plano horizontal; hay egregios ejemplos de este pensamiento en autores de todas las tradiciones y épocas, como en el Quijote de Miguel de Cervantes La mano encantada de Gérard de Nerval, por mencionar un par. Lo que debe llamar nuestra atención del himno 63 de Watts es el verso 4 de la primera estrofa: «Where you must shortly lie», que a su vez son las palabras exactas que Holker le dice Jaralson en el cuento en su idioma original. La sugerente coincidencia se va tornando más significativa cuando miramos la estrofa final del himno: Concédenos los poderes de la gracia vivificante Para preparar nuestras almas para volar; Entonces, cuando soltamos esta carne moribunda, / Nos elevaremos sobre el cielo. Como decía, alude a la escatología, o sea: el destino del alma después de su separación del cuerpo en el momento de la muerte.
Miguel de Unamuno comenta que es apresurado decir que los cristianos primitivos (los de la teología del antiguo testamento) eran anescatológicos, i. e. que no creían en una vida después de la muerte, pero en general esto es cierto. El Antiguo testamento no se ocupa del destino del alma separada del cuerpo; de esto se ocupa a detalle el Nuevo testamento: la promesa de la resurrección después de la muerte. Esto se ve sobre todo en el último milagro de Cristo, cuando aparece redivivo antes sus discípulos. Llegados a este punto es complicado no ver la coincidencia del argumento de La muerte de Halpin Frayser y el himno 63, de hecho, casi podríamos afirmar que el cuento de Bierce es una acerba subversión de la resurrección de Cristo.
La resurrección de Catherine Frayser es una parodia de la resurrección de Cristo. Esta sátira de la muerte y la resurrección es demasiado cruel en tanto que Catherine significa Pura, Inmaculada. Hemos de pensar que la suerte de Katy corre en sentido opuesto a la divinización de Cristo: en primera instancia y por obvio que parezca, Catherine es mujer, lo que para el criterio de la época de Bierce ya consistía en una falta en sí misma, debido al estigma que pesa sobre el género femenino desde Eva. Especular sobre la muerte y la resurrección de una mujer debe partir de la idea de que no hay salvación ni milagro, antes bien hay perdición y maldición. En segunda instancia, Cristo como Catherine mueren martirizados; pero mientras uno vuelve bendecido del sepulcro, la segunda, al cargar con el pecado del incesto, ve malogrado su retorno al mundo de los vivos. En tercera instancia, Katy regresa de la muerte para cometer un crimen, mientras que cristo regresa para traer esperanza. Y por si no fuera suficiente, si bien el himno de Watts es conocido como Hark! from the tombs a doleful sound!, otra forma de llamarlo es por su tema: Death and resurrection.
Aunque así parezca, no pretendo solucionar el misterio de La muerte de Halpin Frayser, pero si así fuese, yo me atrevería a decir que, pese a todas la ambigüedades: Katy es una nueva Ágave, resurrecta, maldita y desalmada, en muchos sentidos; que Bierce se empeñó con furia, rabia e ingenio en pervertir la bienaventuranza cristiana; y que El mirto y el ciprés mezclaban sus ramas es una forma hermosa de decir que el amor erótico y la muerte inmortal se hicieron uno entre sueños y pesadillas.

¹ El autor hace un uso indistinto e inapropiado de los términos alma - soul (esencia inmaterial del hombre) y espíritu - spirit (aspecto de la humanidad que liga al hombre con Dios), tomándolos las más de las veces como sinónimos. En general, cuando habla de espíritu se refiere, en realidad, al alma. En adelante usaré solamente el término alma para evitar confusiones.
² Hay varias historias de filicidio en la mitología grecorromana, conviene consultar la fab. CCXXXIX Las madres que mataron a sus hijos de Higino.
³ Una pequeña aclaración: en las mitologías grecolatinas Dioniso, Baco y Líber Pater fueron dioses independientes con funciones y atributos semejantes; merced a un largo proceso de asimilación, han terminado por representar una sola identidad, por lo que al hablar de cualquiera de ellos debemos asumir que se hace referencia a la misma deidad.
⁴ Hay que recordar la aguda problemática entre los ingleses anglicanos y los irlandeses católicos, tan bien retratada por autores como Jonathan Swift.
⁵  En el Diccionario de Latham se nos dice que los términos “himno” y “salmo” se usa[ban] indistintamente.
⁶ “Psalms, hymns, and spiritual songs”, of the Rev. Isaac Watts, D.D.: to which are added select hymns, from various authors, and directions for musical: Watts, Isaac, 1674-1748.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...