Este cuento pertenece a la rama de lo cocido. Encontramos un canibalismo sistemático; diseñado, estandarizado e incluso justificado por una tradición cultural. Entonces entra en la categoría de banquetes. Lo puse en la categoría de tierras de ultramar, debido a que a pesar de suceder en un ámbito aparentemente civilizado, el trasfondo deja entrever una motivación salvaje en las acciones de los habitantes de este imaginario país.
En el ámbito literario, pretende ser la traducción del texto de una sesión llevada a cabo en algún país africano; pertenece al libro Historias de Mala Muerte.
INFORME DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR HAMAMI NUMARUH ACERCA DE LA AYUDA A LOS PUEBLOS SUBDESARROLLADOS, PRONUNCIADO ANTE EL PARLAMENTO DE SU PAÍS EL 28 DE SEPTIEMBRE DE 1962
Traducido del francés por Max Aub
(Nos ha parecido mejor dar el texto taquigráfico —corregido— de la sesión celebrada en Turandú, el 28 de septiembre de 1962, que no las resoluciones públicas que, al fin y al cabo, no reflejaron exactamente el sentir de la mayoría, de acuerdo con la tesis de Hamami Numaruh; se impuso la experiencia del presidente M'kru Doval.)
A las 18.45 p.m. O. C. T., frente al gobierno en pleno, presidido por M'Kru Doval, las comisiones de Presupuesto, Finanzas, Ejército y Relaciones Exteriores, representadas por Mokhtar Diori Sedar, Jonathan David Trimor, Segor Maga y Huberto Murgonot O'Sheara Dako, empezó a hablar François Hamamí Numaruh.¹
Honorable Gobierno, Honorables Representantes:
La misión que me fue encargada ha sido cumplida en la medida de mis débiles fuerzas. Hice lo que pude, pido perdón si no llegué a más. Seguramente otro lo hubiera hecho mejor. Ahora bien, puedo aseguraros que dediqué todas mis horas a la resolución de nuestros problemas fundamentales. Ojalá que lo que vengo a proponer demuestre que no he perdido el tiempo. Por otra parte, sabéis que la oratoria no es mi fuerte.
La primera dificultad con la que tropecé, al llegar a París, con ocasión de la reunión del Consejo Ejecutivo de la UNESCO, fue que el honorable representante de un país suramericano que no hay para qué nombrar quiso convencerme de que no hay problemas sin solución. No me parece extemporáneo empezar por empezar su teoría que, menos clara y resumida, es la de muchos políticos del mundo blanco, Occidental u Oriental, aun no siendo —como es de suponer— la oficial de sus gobiernos. Es normal que su concepto, digamos helénico, de la vida, les lleve a estos extremos.
En las escuelas —me vino a decir, con cierto aire protector, el diplomático suramericano— nos enseñan que cualquier problema (matemático, físico, químico, histórico o de gramática) tiene solución. Para esto los plantean. El estudiante tiene que dar con ella —con la solución—. Según su aproximación a la verdad impresa en el “Libro del maestro” obtiene un diez, un siete, un ocho, un nueve y medio, o es suspendido, o reprobado como dicen los americanos. Esta manera de enfocar la educación, y, por ende, la vida, hace que los hombres ilustrados —cualquiera o vaya a la escuela primaria que sea— suponga que todos los problemas pueden resolverse de manera adecuada; que cualquier incógnita tiene y debe hallar su solución correcta. Y no es así. Hay problemas que no la tienen, que no la pueden tener más que con el tiempo, si es que lo ofrece, o, más sencillamente, caen en el olvido, que no tiene vuelta de hoja.
Honorables Representantes: esta teoría me impresionó desfavorablemente pensando que, tal vez, no fuera sino el esbozo de la opinión mayoritaria, a la que tuviera que recurrir, ahora, frente a sus señorías. No hay tal y me felicito de ello. Lo cual no quiere decir que la afirmación del honorable suramericano de base desde su equivocado ángulo de visión. Pero su concepto de los países subdesarrollados es muy distinto del nuestro, por muchas razones, de tipo geográfico, demográfico, histórico, económico y social que —con vuestro permiso— pasaré a examinar.
No quiero dejar pasar la ocasión de hacer constar mi agradecimiento al reverendo padre Tomás Gilliard, bien conocido por algunos de vosotros, por la ayuda que me prestó. No se le oculta que los buenos tiempos de su iglesia, a las orillas de nuestros lagos, pasaron para siempre, pero, de todos modos, conserva nuestros paisajes en su corazón. No se hace ilusiones, lo que facilita —y facilitó— las cosas. Quiero repetirle, desde aquí, las gracias que, adelantándome a vuestro sano espíritu de comprensión, le hice patentes lo mismo en París que en Nueva York.
De algún tiempo a esta parte, la vida de los pueblos subdesarrollados es uno de los temas preferidos en las reuniones internacionales; uno de los pretextos de las reflexiones de los actuales conductores de los pueblos más importantes del mundo. Nuestra existencia les da ocasión de hacer resaltar sus buenas intenciones, despiertan enternecimientos, principalmente de las solteronas y de las sociedades protectoras de animales.
El presidente M'kru Doval: (interrumpe al orador). No necesita el honorable Hamamí Numaruh hacer gala de su ingenio. Lo conocemos y apreciamos.
Hamamí Numaruh: Agradezco al señor Presidente del Consejo su llamada al orden. Procuraré ceñirme a los hechos sin perderme —que no me perdía— en divagaciones. No hay duda —ni pudo haberla— para quien viaja al mundo blanco de la enorme equivocación de su punto de vista para con nosotros —y supongo que para los asiáticos—. Para ellos, aun sin colonialismo, somos un mercado —lo mismo para el Oriente que para el Occidente—, lo que es normal tratándose de una civilización que tiene por objeto de desarrollar sus industrias. Ahora bien, este hecho debe ser examinado y hacer que la ayuda que buscamos no sea una ayuda —aun en el sentido más peyorativo de la palabra— (Rumores)..., sino el convertirnos nosotros también en país industrial y no solamente industrializado.
Honorables Representantes: siempre hubo, hay y habrá pueblos subdesarrollados, como hay y habrá hombres más altos y más bajos, más inteligentes y más tontos. Siempre se es el subdesarrollado de alguien (Rumores). Veamos las razones que han llevado a las potencias solventes a ocuparse con tanta insistencia de nuestro bienestar. No voy a hablar del hecho de que no haya ni se vislumbre guerras altamente destructoras. Es un problema que el señor Ministro de la Guerra podría explicar mejor que nadie: la fisión del átomo, el terror engendrado por una cierta paz, etc. Gracias le sean dadas a los hombres de ciencia que tal lograron.
Pero antes de seguir o mejor dicho de volver al tema quiero dejar patente otro agradecimiento —aunque corte el hilo de mi discurso—: me refiero al señor profesor Rougier, de las Universidades del Cairo y de Caen, sin cuyas ideas básicas no hubiera podido construir con tanta claridad el informe que tengo el honor de presentaros. El hecho de que sea un sabio francés refuerza nuestro agradecimiento. Señores...
El Presidente de la Cámara: Honorables Representantes...
Hamamí Numaruh: Honorables Representantes: La primera razón que aducen los países superdesarrollaros referente a su interés hacia nosotros es de orden demográfico. Aseguran —tienen datos además de razones— que durante milenios la tasa de crecimiento de las sociedades humanas ha sido apenas un cero, coma, uno por ciento (0,1%) por año; que ha pasado, casi de repente hoy a uno, coma, siete por ciento (1,7%) para el conjunto de la humanidad, lo que supone, si se mantiene el crecimiento actual, un aumento de cuatrocientos sesenta y tres millones (463,000,000) en los diez (10) próximos años por alcanzar, al comienzo del siglo XXI, la cifra de cinco, coma, seis miles de millones (5, 6000,000,000).
Según las autoridades de los que más pueden, esta súbita explosión demográfica se debe a la difusión de la medicina entre nuestras poblaciones; “demasiado atrasadas —aseguran— para limitar voluntariamente el número de nacimientos, de tal modo que, en ellas, la mortalidad ha adoptado el porte occidental en tanto que la natalidad ha conservado el tipo primitivo de la fecundidad natural.”²
Honorables Representantes, quiero que comprendan mi natural (Risas) indignación ante aseveraciones tan primitivas. Les voy a leer una frase del informe de una de las eminencias nada grises de un país, cuyos nombres, por agradecimiento y respeto, callaré: "En estos países (los nuestros, el nuestro), el crecimiento de las subsistencias no ha podido seguir el ritmo de la población, porque el costo de los servicios médicos suficientes para contener las grandes epidemias, que hasta entonces mantenían la proporción entre la población y los recursos alimenticios, es insignificante comparado con el costo de las inversiones necesarias para mantener el nivel de la vida de una población rápidamente ascendente. De ahí resulta una distorsión trágica entre la tasa de crecimiento demográfico y la tasa de desarrollo económico en los pueblos subdesarrollados." Es decir que, al fin y al cabo, somos los responsables de nuestro subdesarrollo por el hecho mismo de nuestro desarrollo. (Aplausos.)
La segunda razón que esgrimen los expertos blancos es de orden geográfico, sin tener en cuenta que la tierra es, más o menos, la misma desde que los hombres tienen uso de razón, o, por lo menos, memoria. Aducen que debido a las restricciones inmigratorias, la gente no puede emigrar como antes. Achacan a la geografía el mal de la historia, como a nosotros los males producidos precisamente por ellos. (Aplausos.) Evidentemente, sí los países ricos no protegieran tan celosamente sus fronteras, los salarios elevados, el estilo de vida del que tanto presumen estarían al alcance de nuestra mano de obra. Pero se defienden con sus famosas "visas" o "cuotas" contra lo que llaman sin buscar paliativos, el "rush de los miserables".
La tercera razón con la que procuran explicar —y nunca remediar— el problema de los pueblos subdesarrollados, es de orden psicológico. Han descubierto, con cierto asombro —inexplicable, para mí por lo menos— que los pueblos comienzan a sentirse impacientes de su miseria y que los responsables de este hecho son los medios de información y las becas. Notan que nos vamos dando cuenta de la distancia que media entre nuestra indigencia y su opulencia. Y de que si no hallan un remedio la distancia que nos separa crecerá sin cesar. La disparidad de ingreso medio per cápita entre un habitante de la India y un norteamericano ha pasado de la relación de uno a cinco, en 1938, a la relación de uno a treinta y cinco, en 1959. Se extrañan de que nuestros pueblos se sientan frustrados de los actuales métodos que emplean para resolver este problema. A veces me pregunto si, por un azar inexplicable, los subdesarrollados no son ellos. (Aplausos.)
Todos sabemos que la economía de nuestros países descansa sobre las exportaciones de materias primas que nos permiten comprar, a cambio de ellas, bienes de producción hechos con los productos básicos que proporcionamos. Ahora bien, desde 1956, las materias primas bajaron de precio en más de un veinte por ciento (20%) lo cual, naturalmente, ha hecho que la balanza de pagos de los países no industrializados —como el nuestro— se haya saldado con un déficit creciente que ha absorbido totalmente nuestras reservas. Por si fuera poco, Honorables Representantes, se añade el desarrollo de los productos sintéticos inventados por el ingenio de algunos blancos, que mejor harían en dedicarse a otra cosa, y que compiten en el mercado de tal manera que nuestros países —que se hartan de llamar subdesarrollados— suministran hoy apenas el 56% de los productos básicos utilizados por los grandes países industrializados.
Esta improrrogable situación ha impulsado a éstos a querernos ayudar, por tres razones:
En primer término, para tener la conciencia tranquila; es decir, por lo que a ellos llaman una razón de orden moral. No les parece justo —pero se aguantan— que una quinta parte de la población mundial absorba dos tercios del ingreso de toda la tierra. Les parece moralmente —he dicho moralmente— intolerable que, por ejemplo, los Estados Unidos consuma casi la mitad de las materias primas del mundo, cuando nosotros estamos como estamos.
Existe, en segundo lugar, una razón de orden político. Consideran que nuestra pobreza nos convierte en una presa fácil para lo que, unos y otros, llaman propagandas subversivas. Tienen miedo de que la guerra fría favorezca una puja constante y tienen interés en ponerle fin sin darse cuenta de que nosotros vemos el problema de manera muy distinta.
Existe, por último, una razón de orden económico, fuera de nuestros alcances: el crecimiento de la producción en los países superdesarrollaros conduce a la saturación de sus mercados, a la existencia de excedentes que necesitan vender. Por esto la ayuda a nuestra pobreza se ha convertido en una idea fija de los grandes próceres que rigen hoy la humanidad sea al Este, sea al Oeste, sea al Oeste, sea al Este, según dónde y cómo nos coloquemos.
Mientras los peligros de una guerra general y no atómica han persistido, la ayuda a "los países subdesarrollados" ha tenido una importancia mediocre. Formosa, Corea del Sur, Vietnam del Sur han recibido enormes cantidades de toda clase de implementos al mismo tiempo que China, Corea del Norte y Vietnam del Norte recibían tanto o más. Pero, desde el momento en que una guerra general se hace más problemática, es evidente que la ayuda a los países subdesarrollados amenaza con ampliar y acrecentarse.
La idea de la ayuda a los países "subdesarrollados" se basa en la idea, llamémosla europea, del trabajo. Idea retardataria, idea oscurantista, idea que nada tiene que ver con el hecho mismo de ser hombre. Tomemos por ejemplo la Oficina de Nigeria, establecida en 1932 para incrementar cultivos de arroz, algodón, etc., en millares de hectáreas. Estas gentes, diremos de mentes obtusas para que nadie se moleste ni llame a engaño, creían que podrían "utilizar" millón y medio de indígenas. Tuvieron que contentarse con ocho mil en 1937 y, a pesar de todos sus doctores Schweitzer, diez años más tarde, es decir en 1947, no llegaban a treinta mil. Igual sucedió en Tangañica, bajo el dulce yugo de los ingleses. De hecho, Honorables Representantes, las ayudas no han hecho sino agravar la situación.
El Ministro de Hacienda: me parece que el Honorable Hamamí Numaruh exagera...
Hamamí Numaruh: Tomemos como ejemplo la famosa UNICEF, es decir, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia. Bien está proteger a los niños, ¿pero no sería mejor asegurar la subsistencia de los adolescentes o aún mejor la de los adultos? De ello se confiesa totalmente incapaz la propia organización. Tomemos otro ejemplo: la no menos famosa OMS, la Organización Mundial de la Salud, que consiguió, con muy reducidos gastos, suprimir la malaria en Ceilán. ¿Qué ha sucedido según ellos? Que la isla, hasta hace poco exportadora de arroz, desde la supresión del paludismo no produce el suficiente para nutrir a la población. A esto llaman los superdesarrollaros, los industrializados, una catástrofe.
Honorable Asamblea: Seguramente hablamos un idioma distinto, porque por muchas vueltas que le dé, el hecho de que una isla como Ceilán haya pasado en doce años de seis a nueve millones de habitantes podrá serlo todo, todo, todo, menos una catástrofe.
De acuerdo con los cálculos del profesor Tabah se necesitaría de cincuenta a sesenta mil millones de dólares —a partir del primer año— para duplicar en treinta y cinco el nivel de vida de 1,600 millones de seres humanos que disponen de menos de 100 dólares por año. Este gasto se elevaría después progresivamente hasta 200 y 300 mil millones. Ahora bien, tened en cuenta que, hoy por hoy, la totalidad de ayuda a los países subdesarrollados no llega a tres mil quinientos millones de dólares anuales, o sea alrededor de la sexta parte de las necesidades mínimas calculadas.
Honorables Representantes: Si se consiguiera el desarme, si el dinero que se gasta en armamentos se diese, se nos diese, las sumas que he citado como necesarias, según los cálculos del profesor Tabah, no serían imposibles de obtener. Si los gobiernos escogieran la mantequilla en vez de los cañones —para seguir un símil si no muy afortunado, muy popular— tal vez llegarámos con el tiempo a resultados apreciables, aunque, por mi parte, lo dudo.
Honorables Representantes: Los no menos honorables representantes de los países usufructuarios de la riqueza han empezado a preguntarse si nuestras reivindicaciones están justificadas, lo cual equivale a dudar de que el estado de estancamiento de nuestros pueblos se deba exclusivamente a su explotación. El profesor Rougier, de quien, como les he dicho, sigo los grandes lineamientos, encuentra justificada esta idea aunque admite que hubo "pueblos rapaces que han exterminado sistemáticamente las poblaciones subyugadas, como las hordas de Gengis Khan o los Conquistadores españoles."³ Ahora bien, reconoce, por lo menos, nuestra antigüedad. Mas no halla salida viable. Honorables Representantes: El problema aparece mal planteado y por eso no le hallan solución: no son los países adelantados los que deben ayudar a los subdesarrollados sino al revés.
Los sociólogos norteamericanos han buscado en la influencia de la raza y el medio una explicación de nuestras diferentes maneras de ser. No se dan cuenta de que lo que caracteriza al occidental, a los hijos de Grecia y de Roma, ya que ninguno de ellos deja de serlo, es una voluntad constante de contestar a los desafíos de la existencia, a no aceptar ninguna fatalidad que se presume natural, ninguna injusticia que se repute estatuida, lo que les ha hecho pensar —infelices— que la condición humana es perfectible por el conocimiento de las leyes de la naturaleza y la utilización de sus fuerzas. Si esto fuera verdad podemos ver el hermoso resultado a que han llegado. (Risas)
Llaman a nuestra manera de considerar el mundo, a nuestra seguridad, fatalismo. Desprecian nuestra idea de la intemporalidad. "Toda innovación —llegan a decir refiriéndose a nuestras costumbres— se condena en nombre de la costumbre de los antepasados." Como si no fuese lo único que nos lega la historia. Sálense de sí si un jefe marroquí admite que la cultura introducida por Francia es, quizá, útil pero que no sirve para nada a los musulmanes puesto que les basta el Corán. Naturalmente, estos hijos de Prometeo, estos trabajadores infatigables, estos seres que se matan por producir no se dan cuenta de su equivocación. Se empeñan en hacernos creer que están en lo cierto. No creo que nos convenga, en ningún momento, sacarles de su error. Si la razón es blanca —vamos a concedérselo— el sentimiento es negro. (Larga y prolongada ovación.) Creen que el sentido del trabajo es lo único que vale la pena, sin darse cuenta que nuestra vida, la vida africana, la vida negra, está exclusivamente dedicada al goce de la vida. Es cierto que, como lo señala el profesor Jacobo Bergue, la palabra, la noción "empresa", no tiene el menor sentido ni para nosotros ni para los orientales, islamizados o no. En contraste, la civilización blanca es el resultado de una acumulación inaudita de iniciativas individuales, de investigaciones metódicas, de rigor, de trabajo obstinado, de disciplina terrible de las cuales no somos capaces, gracias le sean dadas al cielo. (Varias voces: ¡Al grano!) No tenemos ninguna razón de avergonzarnos de nuestra superioridad. Pero tampoco veo el motivo por el cual no saquemos el provecho posible de la misma. Tristes los que piensan que el rocío no es un don de Alá.
Tampoco podemos suponer y mucho menos exigir un cambio radical de mentalidad de los blancos. Implicaría una mutación psicológica que no tiene precedente. Entonces, Honorables Representantes, voy a exponer las proporciones que considero pertinentes. (Una voz: ¡Ya era hora!)
El problema se plantea de la siguiente manera: aunar nuestro gusto por la vida con la industrialización. Esto, Honorables Representantes, lo tenemos en las manos. Lo único que teníamos que hacer para dar con la solución era, como lo mandan nuestros cánones, volver la vista atrás, bucear en nuestro pasado, dar con la lección secular de nuestro pueblo.
Según las cifras que he puesto en vuestro conocimiento, demográficamente aumentamos a una velocidad increíble. Cada día nacen un enorme número de elementos innecesarios y que producen, a la larga, disturbios y depauperación. (Fuertes rumores.) Honorables Representantes, estén o no de acuerdo con mi teoría les pido que me dejen exponer mis soluciones.
Los blancos y su enorme y natural influencia han hecho que gran parte de la humanidad se nutra hoy de productos enlatados. Honorables Representantes: enlatemos nuestros sobrantes. Vendámoslos, cambiémoslos por lo que necesitamos. (Enorme revuelo. El presidente de la Cámara golpea repentinamente su mesa. La calma se restablece lentamente.) El establecimiento de la industria en sí no presenta ningún problema: la Machinery Corporation of America tiene todo lo necesario, desde el punto de vista técnico, y está dispuesto a proporcionarlo, de acuerdo con el Banco Mundial Internacional. Lo único que habrá que resolver sobre la marcha será que las fábricas de hojalata del Dahomey estén dispuestas a surtir las laminas necesarias para la latería. Las etiquetas pueden hacerse en Francia, por el procedimiento de huecograbado, que dará al género una presentación adecuada y atractiva.
Desde el punto de vista de las asociaciones protectoras de todas las clases, que no dejarán de poner el grito en el cielo, si mi proposición es aceptada, podemos presentar diversas proposiciones tendientes a tranquilizar sus "buenas" conciencias.
Una voz: ¡Hable más claro!
Hamamí Numaruh: Lo está más que el agua. Es cuestión de vista. Por primera vez en la historia los propios elementos —y alimentos— servirán para resolver los problemas que plantea su carencia o su abundancia.
Aquí es donde quiero especificar las gracias que le debemos al padre Tomás Gilliard por haberme insinuado el enlatar los sobrantes antes de ser bautizados y no tener así problemas con los otros mundos.
No creo que este hecho tenga influencia en la calidad del género, ya que hace tiempo no hay paladares acostumbrados a tal manjar. Al principio, por lo menos, podríamos limitarnos a los menores de seis meses. Además de ser justo, y justa correspondencia a las atenciones médicas, los actuales medios suprimen todo dolor y como, por la edad, el elemento primario no puede darse cuenta de su fin, no hay pecado posible.
No olvidemos, Honorables Representantes, que estamos intentando resolver un problema que los blancos tienen por insoluble —uno más de los que, según mi colega suramericano, les ofrecemos—. Es una salida natural, con poco daño y excelentes beneficios, en la que, quiérase o no, como en cualquier empresa humana, existirán fallas, trances amargos, decisiones duras; pero dado el estado de la cuestión que he tenido el honor de exponer, la solución que propongo me parece —y perdonen— no sólo excelente sino única. Sucede, como en todo, que había que haber pensado en ello.
Una voz aguda: Podría aderezarse para todos los gustos: con dulce, con pimiento o pimientos, con azúcar, piloncillo o azafrán... (Rumores).
Hamamí Numaruh: Son problemas secundarios. Por otra parte, no me atribuiré, ni mucho menos, la gloria del hallazgo. Bastaría para volverme despiadadamente a la modestia, la grandeza de nuestro pasado. A nuestros héroes epónimos, a una tradición tan gloriosa como la que más es a la que debemos rendir homenaje. La antropofagia, Honorables Representantes, fue un signo de cultura tan glorioso como el que más. (Grandes aplausos.)
Antes de terminar quiero presentar dos aspectos particulares del problema. Discutí largamente con mi colega katangués acerca de la posibilidad de usar voluntarios para la producción; sostenía el profesor Fulbert Lumbé que la autosugestión, la seguridad de saber estar cumpliendo un deber en bien de la colectividad, serían suficientes para que toda clase de personas, vistos los evidentes beneficios otorgados durante su engorda, harían que se abastecieran sin dificultad algunas empacadoras. Siento diferir de tan ilustre e ilustradora opinión.
No rebato la posibilidad de la existencia de unas comunidades decididas a ofrecerse gustosamente al bien público, pero lo considero inadecuado por el momento y —desde el ángulo político— no exento de peligros. En cambio, el enlatado de recién nacidos no ofrece peligro ni dificultades sin contar que el costo —aun comparado al peso— será infinitamente más bajo, redundando en beneficio del Ministerio de Hacienda y Crédito Público.
Una voz joven: ¡Moción de orden!
El Presidente de la Cámara: No hay desorden.
Una voz joven: Es de prioridad. No estoy de acuerdo —en parte— con las proposiciones del honorable Hamamí Numaruh, por la cuestión de orden... en el tiempo. Propongo una modificación escencial a su proyecto: que se enlate a los viejos (Escándalo). Lo demás es ir en contra del progreso de la nación. (Continúa el escándalo).
Voces: ¡No! ¡No! ¡No!
Una voz joven: El objeto de la inteligente operación propuesta es preservar el porvenir del país. Esto sólo lo conseguiremos con elementos nuevos y jóvenes (Protestas). ¡Claro, a ustedes no les conviene! (Escándalo).
El Presidente de la Cámara: ¡Orden! ¡Orden! Ruego al fogoso representante de Oubanga-Oldia que guarde sus fuerzas y sus argumentos para cuando se discuta el articulado del proyecto, si éste se aprueba en lo general.
Una voz joven: No tengo inconveniente en esperar. Yo puedo hacerlo (Rumores).
El Presidente de la Cámara: sigue nuestro honorable representante ante la ONU en el uso de la palabra.
Hamamí Numaruh: Ya serán muy pocas. Queda un punto por tratar y no el menos importante: la carne enlatada —en condiciones tan higiénicas que nada dejen de desear al más exigente—, presentada elegantemente según las maquetas parisinas de las que hablé, ¿será consumida en los estados unidos? Demos por sentado —a mí no me cabe la menor duda— que la ONU apruebe nuestra proposición como la única apta para detener el catastrófico aumento demográfico llamado a promover, si no se ataja, las más sangrientas revoluciones; a pesar de ello, ¿no tendrán los norteamericanos —tan afectos a lo enlatado— reparo en comer carne que, en su origen y en su tiempo, fue de epidermis negra? Éste es el peligro que representan de nuevo los blancos para nosotros. Dejo a la superior opinión del gobierno el resolverlo. He dicho. (Aplausos.)
El Presidente del Consejo: El Gobierno y Parlamento dan las gracias a su excelencia Hamamí Numaruh por su informe. El Gobierno que me honro en presidir toma buena nota de la sugestión de nuestro honorable representante ante la ONU. La proposición me parece de tal interés que el menor soplo que acerca de ello pudiera tener cualquier país de raíz helénica sería funesto. ¡Y no digamos sí llegarán a enterarse algunos de nuestros países vecinos! El Gobierno que me honro en presidir, exige a los presentes la mayor discreción, el total silencio. Si no fuera así, el o los culpables y sus familias podrían servir para surtir los primeros pedidos (Sensación). Referente a los escrúpulos de nuestro compañero en lo que se refiere a ciertas prevenciones —que soy el primero en lamentar— de algunos pueblos blancos, no creo que sean ni mucho menos insalvables, en cuestión de propaganda sin contar que, no tratándose de derechos y sí de buenos alimentos, nuestros actuales favorecedores nunca han puesto inconveniente alguno a aprovecharse de nuestro trabajo. Desde ahora puedo asegurar que la propuesta de nuestro ilustre compañero abre horizontes absolutamente insospechados para toda la humanidad. Gracias le sean dadas. (Grandes aplausos. Bravos.)
El Presidente de la Cámara: Se levanta la sesión.
NOTA POSTERIOR
El 23 de octubre de 1964, estalló la rebelión —vencida mes y medio después— de las tribus Mau-Kona. Hamamí Numaruh fue el primer elemento utilizado en la Fábrica número 1, inaugurada oficialmente por él quince días antes, pero que no pudo ponerse en marcha por la falta de una pieza mecánica. Esta falla, debido a otra de un avión Convair, le costó posiblemente la vida.
¹ Nacido en 1919, se dedicó primero al comercio y no inició su carrera política hasta 1947. Fue uno de los fundadores del Partido Democrático Progresista (P. D. P.)
Es elegido miembro de la Asamblea Territorial, en 1953, fue reelegido en 1958. Diputado de la primera Asamblea Legislativa de la nueva República, el año siguiente fue nombrado representante ante la ONU, puesto que acaba de dejar para hacerse cargo del Ministerio de Educación Pública (enero, 1963). Soltero.
² Hemos podido comprobar la perfecta exactitud de lo asegurado por el orador, ya que existe una traducción española de un texto del profesor Rougier que trata estos problemas. Temas contemporáneos, México, 1963 (N. del T.)
³ Es curioso cómo la leyenda negra española puede llegar hasta los pueblos más oscuros. Efectivamente en el ensayo citado por el autor, el eminente pensador francés, que fue profesor de Filosofía en la Facultad de Letras de Bensaçon, y autor de libros muy apreciados compara, con la mayor naturalidad, a las "hordas de Gengis Khan con los Conquistadores españoles". Es verdaderamente inaudito cómo se escribe la historia y se reproduce en Venezuela sin protesta. (N. del T.)
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