sábado, 4 de noviembre de 2023

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida. Mi breve e ingenuo enunciado hizo eco, muchos años después en un verso de Eduardo Lizalde que reza: recuérdenme [...] por todo aquello que olvidé. Paso en silencio hablar de la coincidencia porque lo que me importa ahora es que al leer aquellas palabras se agolpan en mi mente miles de recuerdos de aquella época. Este fenómeno de despliegue mnemotécnico me parecía inexplicable hasta que leí el ensayo de Salvador Elizondo que ahora presento. 
En rigor, el texto aborda tres temas capitales: la infancia, la crueldad y la memoria. Sobre los primeros dos no hay mucho qué decir y posiblemente lo poco que se diga sea negativo; el autor enumera y distingue literaturas sobre infantes, para infantes y de infantes. Observa detalles que rayan el lugar común y se detiene en algunos aspectos casi morbosos de cómo la crueldad colinda con la infancia. Se atreve a exponer conjeturas tambaleantes como la de Hitler, que el lector podrá juzgar más adelante. El último tema es lo que salva al ensayo y la razón por la que lo transcribo. Con el análisis que Elizondo hace de la forma en la que Joyce y Proust despliegan la infancia es más que suficiente para mirar con una vista renovada no sólo la literatura, sino la vida.
Ya no busco quién se acuerde de lo que se me olvida porque soy yo quien al escribir, al invocar con palabras, guarda lo que pierdo.

En este ensayo, me proponía yo, en principio, tratar la obra de dos autores que significativamente han hecho de la infancia el punto de partida de sus creaciones maestras. Es con atención a este criterio con el que éste ha sido pensado: “Proust y Joyce.” ¡Qué fácil sería la vida si en el proferimiento de sólo estos dos nombres, que en cierto modo abarcan los límites extremos de nuestra literatura, pudiéramos encontrar la clave mediante la cual descifrar ese lenguaje y ese mundo misterioso que es la infancia! Al ponerme a preparar este ensayo pensé que bastarían esas dos referencias magníficas para desarrollar mi tema. En la obra de estos dos autores parecían estar compendiados los aspectos más característicos del mundo de la niñez que interesan. Sin embargo sufrí un desengaño. Al repasar las páginas de estos autores que tratan de la niñez, me percaté de que, en cierto modo, resultaba imposible decir “Proust y Joyce”, y que lo que había que decir era más bien “Proust versus Joyce!”, porque esos nombres, que a primera vista sugerían posibilidades de exégesis excelentes, de hecho representaban una antítesis; las que parecían ser vías paralelas en la historia de la literatura no significaban sino un match, como un match de boxeo, del espíritu. ¿Por qué?
Para contestar a esta pregunta he de salirme del tema, es decir, del tema de Proust y Joyce. Quise, cuando las preparaba, enriquecer estas notas con referencias marginales, con ejemplos significativos que ampliaran esa relación que tanto Proust como Joyce establecen con la memoria. Consulté y leí no ya las obras literarias acerca de la infancia sino las obras literarias de la infancia. No tardé mucho en encontrarme con un ejemplar de Cuore de Edmundo D'Amicis¹ y de un curioso Bilderbuch alemán intitulado Der Struwwelpeter² entre las manos. Estas extralimitaciones, más allá del tema prescrito, modificaron radicalmente mi disposición mental. Proust y Joyce resultaban demasiado amplios, y demasiado limitados a la vez, para penetrar de un modo consciente y crítico en una cuestión que, creo yo, trasciende los meros límites de la crítica o de la historiografía literarias.
Debo pecar, para conducir estas notas a buen término, de hacer una confidencia. Conforme iba penetrando en el mundo de Corazón, Diario de un niño, conforme releía yo ciertos pasajes de Poil de Carotte,³ mientras proyectaba en mi imaginación, a partir del guión, las maravillosas escenas de Zéro de conduite de Jean Vigo, llegué a la conclusión de que tanto Proust como Joyce no representaban sino los dos métodos arquetípicos mediante los cuales a los adultos les es permitido volver a la infancia. Y es con este descubrimiento con el que el curso de mis observaciones vuelve a entroncar en el tema de este ensayo: invocación y evocación de la infancia, pero no ya invocación y evocación de la infancia en tal o cual autor, en tal o cual época literaria, en tal o cual literatura nacional, sino invocación y evocación de la infancia a secas... así no mas... en la vida, si se quiere.
Invocación y evocación, he aquí el bivio⁴ en el que se separan los caminos que conducen a la niñez. La literatura, como expresión del espíritu, no ignora esta bifurcación. Cuando nos lleva a ese destino añorado e inalcanzable de casi todos los adultos, ha de seguir ya sea uno u otro camino. Ahora bien, ¿por qué decimos que Proust evoca la infancia y que Joyce la invoca? ¿En qué se diferencia el acto de evocar del acto de invocar?
Creo yo que la evocación es un intento de recrear, en este caso el mundo de la infancia, mediante la concreción del recuerdo de las sensaciones experimentadas durante ese período. Es decir, que más que volver a ese mundo específico, lo que hacemos, cuando evocamos, es colocarnos en una situación propicia a la re-experiencia de las sensaciones, si no de los estímulos. La evocación se atiene invariablemente a los datos perceptivos; es un procedimiento, digamos, sensorial. Si evocamos la infancia en cojunción con un acto, por así decirlo, actual —como la aspiración del perfume de una rosa, por ejemplo—, no podemos decir: “Ésta es la rosa de entonces, de la época de la infancia...”, y más bien lo que decimos es: “El perfume de esta rosa me recuerda mi infancia.” La relación entre el presente y el pasado se establece mediante la identidad de las sensaciones sin las cuales esta evocación sería imposible. A este propósito Proust resume en un corto párrafo de Du coté de chez Swann⁵ esta conjetura, a la vez que sintetiza, en un sólo pensamiento, la esencia de su obra:
“Sucede así con nuestro pasado —dice—, es un esfuerzo vano tratar de evocarlo, todos los esfuerzos de nuestra inteligencia son inútiles. Está escondido fuera de su dominio y de su alcance, en algún objeto material (en la sensación que nos produciría este objeto material) cuya existencia ni siquiera sospechamos. Depende del azar que encontramos este objeto antes de morir o que no lo encontremos jamás.”
La evocación, como retorno a los orígenes siempre es incompleta, deficiente. Es un acto inscrito dentro de la temporalidad, y es esto lo que la convierte en una hipótesis —a posteriori— acerca de nuestros orígenes. Cuando evocamos la infancia, nos place sentir que la imagen que ahora tenemos de ella corresponde enteramente a la imagen que entonces era. Un principio de identidad dudoso nos hace sentir ahora que el olor de esta rosa es igual que el olor de la rosa de entonces. “Esta rosa huele igual que la de entonces”, decimos, y esto es una falacia, porque entre el perfume de entonces y el de ahora media el Tiempo.
Proust no se mantiene ajeno a esta consideración. Su proceso de evocación es un largo silogismo que termina en una conclusión unívoca; la de que el tiempo pervierte las sensaciones en la memoria y les confiere un carácter que las hace válidas más como sensaciones actuales que como sensaciones derivadas de sensaciones de entonces.
El cuerpo se convierte así, para los efectos de la evocación, en la referencia fundamental de la que se deriva nuestro recuerdo de la experiencia infantil. Fuera del cuerpo no podemos referir nuestras sensaciones a nada, y como dice Merleau Ponty, en la Phénoménologie de la perception,⁶ el cuerpo es la referencia del Universo. Ahora bien, el cuerpo, que ineluctablemente se encuentra inscrito en el tiempo, sufre modificaciones con el transcurso de éste, es decir, que la esencia misma de las sensaciones se ve modificada por los años. Tal es el caso de ese fenómeno frecuente de la confrontación de las escalas espaciales en relación con el transcurso del tiempo. Las dimensiones de un salón, la disposición de los muebles y la relación de sus dimensiones parecen aumentarse en la memoria. Cuando después de los años de la infancia volvemos a encontrarnos por azar en ese salón, ante ese mobiliario, tenemos la sensación de que, en relación con la imagen de la memoria, tales ámbitos, tales objetos, son mucho más pequeños de lo que los imaginábamos. Lo mismo que sucede con los objetos, con los espacios, sucede con los hombres y con los sentimientos. El tiempo recobrado, en Proust no es sino el término de una degradación racional de la imagen de la memoria, hasta volver a situar los objetos y los hombres que componían esa imagen en la posición justa que les corresponde en el mundo y no en la memoria.
La literatura abunda en ejemplos en los que se acentúa esta relación entre el cuerpo y la evocación de la infancia. El gusto del bizcocho mojado en té, el olor de los espinos florecidos en el campo Combray, los vitrales de la iglesia, la frase significativa de la sonata de Vinteuil, la forma de las catleyas y el sentido sexual que adquieren en París, en la vida de Swann; todas estas cosas tienen un sentido sensorial estrechamente ligado al desarrollo del cuerpo a lo largo de los años.
Es realmente difícil encontrar una instancia de evocación de la infancia en la que el cuerpo no juegue un papel fundamental. Aun en la poesía, que de hecho se sustrae a las formulaciones más o menos lógicas, encontramos ejemplos de ello. Esto se advierte claramente en un poema de Ramón López Velarde que es como una evocación típica:
Fuérame dado remontar el río
de los años, y en una reconquista
feliz de mi ignorancia, ser de nuevo
la frente limpia y bárbara del niño...
Volver hacer el arrebol, y el húmedo
pétalo, y la llorosa y pulcra infancia
que deja el baño por secarse al sol...
Abundan, como se puede ver, los elementos estrictamente sensoriales en estos versos.
Hay casos en que la evocación se invierte, en que el poeta “evoca”, por así decirlo, una sensación o una imagen futura cuya calidad ideal la asimila también a la calidad ideal del recuerdo. Tal es, por ejemplo, el caso de un poema de Rimbaud escrito a la edad de 16 años, o sea cuando el poeta carecía aún de la perspectiva necesaria para evocar su propio pasado. Evoca entonces, en cierto modo, su futuro:
Par les soirs bleus d'été j'irai par les sentiers,
Picoté par les blés, bouler l'herbe menue.
Reveur, je sentirai la fraicheur a mes pieds;
Je laisserai le vent baigner ma tête nue...
Este ejemplo de Rimbaud, con lo que tiene de falsa evocación, bien nos puede servir para adentrarnos en los mecanismos de la invocación, ya que ésta consiste, en cierto modo, en hacer presente algo que, como el futuro, de hecho está desprovisto de referencias sensoriales.
Hace ya bastantes años, una de esas editoriales parisienses dedicadas a publicar obras licenciosas y pornográficas en lengua inglesa sacó a la luz una interesante novelita intitulada Numina, cuyo autor se supuso, muchas veces, no sin cierto fundamento, y por encima del rimbombante pseudónimo de Ladwing di Belcazzo,⁹ que era nada menos que George Bataille. La novela, constituida fundamentalmente por los recuerdos sexuales de un jesuita renegado, entre muchos pasajes interesantes, contiene una declaración de principios que bien vale la pena citar, ya que en cierto modo sintetiza el sentido de lo es la invocación. En el curso de su ensoñación el que personaje llega a un callejón sin salida de la memoria, más allá del cual la imagen evocada no responde ya a su propia intuición de la realidad. El personaje entonces hace la siguiente reflexión:
Llega un momento —dice— en el curso de esa vida que revivimos constantemente en la memoria, en que todas las relaciones parecen romperse y en que el recuerdo huye como un fantasma aterrado por el exorcismo. El amor, esa relación que se desentiende del significado de lo inanimado, no es susceptible de ser recordado. La memoria no acepta sino los datos de los sentidos y aun el amor físico no trasciende este esquema rudimentario de la experiencia. Somos capaces de recordar el corte de un vestido, la textura de una tela, el olor de un perfume, la melodía de una canción, pero un nombre siempre acaba por olvidársenos. Es por ello que lo que acaba contando en la reconstrucción de las ruinas son los vestidos, las telas, los colores, las melodías. De ellos está hecha, fundamentalmente, la experiencia amorosa. Pero por ello mismo, ante esa experiencia que nos sitúa frente a una abstracción constituida por los sentimientos, aquello que no está impregnado de la realidad tangible que lo rodea, es como una oquedad que nos impide recordarlo.
Esta retórica tortuosa sirve —en pocas palabras— para decir que existen ciertos tipos de experiencia, que por su carencia de cualidades tangibles, no pueden ser evocados. “...pero un nombre siempre acaba por olvidársenos” —dice el autor. Esto quiere decir que justamente el concepto que sintetiza las cualidades tangibles de un modo abstracto es lo que se vuelve irrecuperable para la evocación. Y en efecto...
Otro poema de López Velarde que se llama No me condenes... es interesante porque en sus tres primeros versos sintetiza magistralmente las ideas expresadas en el párrafo citado acerca de la evocación y prefigura en dos palabras, el sentido de la invocación. Estos versos dicen así:
Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre: 
ojos inusitados de sulfato de cobre, 
Llamábase Maria...
“Llamábase María”... ¡He ahí la clave de la invocación! La enunciación de ese nombre, esa palabra —Maria— desprovista de todos sus atributos, desprovista de todo aquello que rodeaba los ojos color de sulfato de cobre, los ángeles de yeso, el silbido lejano de la locomotora, han de servir, en ese rito milagroso y mágico de la invocación para revivir, no de una manera sensible, sensorial, el amor y el noviazgo de María, novia pobre, sino de manera que trasciende la superficialidad y la aparente banalidad de las sensaciones que se originan en la carne. Los sentidos desaparecen, se vuelven como espectros inútiles al contacto con esa presencia trascendental de las esencias.
No somos ajenos al carácter mágico de la invocación en contraposición al carácter “lógico” de la evocación. La evocación nos lleva a nuestro destino de nostálgicos mediante un camino, que por medio del lenguaje pretende conducirnos a la reconstrucción de otro momento. La invocación nos lleva a él mediante el proferimiento de la palabra que como en los encantamientos encierra la clave del misterio. La historia de la magia, que no es sino el aspecto irracional de la historia de la poesía, consigna preeminentemente todos aquellos vocablos, o combinaciones de vocablos, mediante los cuales el anhelo se concreta; desde el “padrenuestro” hasta el “abracadabra”, las palabras de las invocaciones no son sino fórmulas mediante las cuales hemos de darnos gusto. “Perdónanos nuestros pecados...” dice uno, “Concédenos la vida eterna...” dice otro. Otro dice: “Quiero poseer a Margarita la que hila en la rueca...”, y otro, mediante un circunloquio alemán de 800 páginas dice: “Cambio la integridad de mis glóbulos sanguíneos y de mis neuronas por el genio...”¹⁰ Este trueque y esta dádiva se concreta invariablemente en una combinación de palabras, palabras que muchas veces, desgraciadamente, no quieren decir nada... pues, ¿qué significan los nombres... trascendentalmente? Margarita, el vocablo Margarita, ¿es acaso la concreción absoluta de ese ”Eterno Femenino que nos llama a lo alto”? “Combray!”, ¿es acaso este nombre el que evoca la sensación del olor de los espinos blancos y el gusto de la madeleine? “Balbec”, ¿es acaso este nombre el que evoca la visión de Albertina en bicicleta? ¿o “catleya” —transmutado en un prodigioso verbo— el que describe los amores de Swann y Odette? Parecería que no: sin embargo, nuestras sensaciones, para recapturar ese tiempo perdido de las páginas literarias, cuando quieren reconstruir esos pasados ficticios, no han de acudir a ninguna otra referencia.
Al final de cuentas no serán sino los nombres los que nos conduzcan a la recaptura del tiempo perdido, porque en ellos, a través de la historia es decir, a través del tiempo hemos de llegar a la figuración completa, a la reconstrucción perfecta, de lo ya perdido.
Esta divagación, que tiene un carácter desagradablemente lírico y estentóreo, quisiera que sirviera, aunque sea torpemente, para aproximarnos a Joyce, en quien la “reconquista feliz del pasado” no es sino un proferimiento exhaustivo de fórmulas verbales. ¿Despreciables acaso, porque son verbales? ¡Todo lo contrario! No hay que olvidar en ningún momento que Joyce, como todos los grandes literatos de nuestra época, no sufre la condición de leader de la juventud o de acatador de consignas. Sus fórmulas verbales lo aproximan más a la función del sacerdote que, de hecho, invoca los espíritus, que a la del pedagogo que dicta reglas para la infalible consecusión de la respetabilidad. Y hablando de Joyce es preciso hacer a un lado toda noción de respetabilidad y de decencia. Pasa, con Joyce, lo que con Rimbaud; que las buenas maneras le son ajenas. Y para analizar al niño que hay en Joyce y al niño que hay en Proust tendremos, forzosamente, que prescindir de esa noción del enfant sage, del good little boy que, por razones de hipocresía consumada, infesta la literatura occidental a partir de Dickens. El niño de Joyce es un niño provisto con todas las armas dignas del niño arquetípico... poco diligente, precozmente sensual, proclive a la pornografía y; sobre todas las cosas, a la escatología. Si hemos de afrontarlo con valor, dispongámonos a aceptarlo rodeado de prostitutas festivas, de frases soeces, de gestos groseros, de hábitos inconfesables.
Hemos de transportarnos en la imaginación a esa casa de mala nota en donde Stephen Dedalus va a realizar el acto mágico de la evocación de su infancia. Hemos de disponernos de la manera más liberal, a convivir con viejas prostitutas, con soldados ebrios y con los espectros del artista adolescente...
La invocación de la infancia en Joyce es, en cierto modo, la invocación de la presencia de la madre. Esa vida ideal que balbucea las primeras palabras terribles en los primeros cuentos de Dublineses, que descubre la sensualidad y la belleza en El retrato del artista adolescente, que penetra en el ámbito de la muerte para revivir a la madre en el Ulises y que ahí mismo habrá de desposarse con ella en la figura telúrica de Molly Bloom, no es sino la concreción de una fórmula mágica que permite remontar el río de los años para llegar hasta los orígenes.
El sentido de ese proferimiento se ve definido por Joyce mismo cuando exclama por boca de Stephen Dedalus: “Para que el gusto, entonces, y no la música ni los olores, sea como un lenguaje universal el don de las lenguas que haga visible no el sentido llano sino la primera entelequia...” Y ha de ser este gesto mágico el que concrete la presencia, insensible, de la madre de Stephen, que se materializa en medio de la ebriedad y de la orgia sin más característica que un nombre: “Yo fui una vez... May Goulding” —dice el espectro ante el hijo horrorizado que más tarde, en busca de la invocación absoluta, le dice al fantasma: “Dime la palabra madre, si es que la sabes ahora. La palabra que todos los hombres entienden...” Sin embargo, no ha de ser la madre espectral la que le de la clave y el encantamiento, sino esa madre que representa el término de su propia evocación en conjunción con la invocación de Stephen: Molly Bloom, a cuyo lecho ha de llegar Stephen como la reencarnación de su propio hijo muerto y en donde éste recobrará el significado de su propia infancia.
Es curioso observar que Joyce, al conjugar el personaje de Molly Bloom con el de Dedalus está jugando simultáneamente con la evocación y la invocación. Molly representa ese ritmo discursivo, amplio, pormenorizante, en que se sustenta la evocación de su pasado transcurrido en Gibraltar. Dedalus es la fórmula sintética, el proferimiento mínimo, el gesto casi que encierra esa recirculación de la vida que es el acto de recordar la infancia y que en Finnegans Wake jugará una parte tan importante. Ambas contemplaciones del pasado se sintetizan cuando quien ha evocado no extrae de esa evocación sino un vocablo que representa la aceptación de la vida y la ineluctable realidad de lo visible: ¡Yes!
Los extremos aparentes se tocan: el hijo se desposa con la madre en un rito que aúna el pasado y el presente. El parto y la muerte no son sino dos apariencias de una misma cosa. No es de extrañar por ello que innumerables veces la literatura de Occidente se complazca en presentar las dos caras de la moneda simultáneamente, poniendo al niño en contacto con la muerte como si se tratara de una conjunción lógica. Para el niño la muerte es un misterio sagrado y él es el guardián de ese misterio. Ese secreto trascendental, depositado en la discreción frágil de los niños se vuelve, además, un acto poético y terrible. Y no sólo la muerte, sino el amor y la vida también, cobran en la visión del niño un significado sobrenatural.
Las imágenes alucinantes de Juegos prohibidos no son sino un tratamiento in extenso de lo que en la literatura occidental muchas veces se reduce a unas cuantas líneas.
Vuelvo una vez más a la infancia —dice Drieu la Rochelle—, no por la razón de que en ella se encuentran todas las causas, sino porque el ser está todo entero en su germen¹¹ y que uno encuentra correspondencias entre todas las edades de la vida. He nacido melancólico, salvaje. Aun antes de haber sido maltratado y herido por los hombres o de haber sentido remordimientos por haberlos herido y maltratado, me confesaba a ellos. En los recesos del apartamento y del jardín, me encerraba en mí mismo para gustar de alguna cosa furtiva y secreta. Ya entonces adivinaba yo, mucho mejor de lo que habría podido hacerlo más tarde, cuando ya me encontraba de lleno en el mundo y sabía que existía, en mi alguna cosa que no era yo y que era mucho más preciosa que yo. Y presentía que ello podría gozarse mucho más exquisitamente en la muerte que en la vida y sucedía que no solamente jugaba a estar perdido, a haber escapado de los míos para siempre, sino también a estar muerto. Era una embriaguez triste y deliciosa la de estar acostado bajo el lecho, en una pieza silenciosa, a la hora en que mis padres habían salido y en que yo me imaginaba estar en el interior de una tumba. A pesar de mi educación religiosa y de todo lo que me habían dicho acerca del cielo y del infierno, estar muerto no era estar aquí o allá, lugares habitados donde uno era visible, era más bien estar en un lugar tan oscuro, tan desconocido, que era como no estar en ninguna parte y en el que se podía escuchar la caída, gota a gota, de alguna cosa indecible que no era ni mía ni de los otros, sino una cosa inaprehensible y ajena a todo lo vivo y lo visible y ajena también a todo lo invisible y a lo muerto, que existía de alguna otra manera infinitamente deseable.¹²
Ese impulso primario encuentra en Drieu la Rochelle su término lógico en el suicidio. Yo pienso que tal proceso es aplicable a todas las vidas que ya en la infancia se ven determinadas ineluctablemente.
La obra de Henry James, por ejemplo, nos muestra en innumerables instancias a los niños en situaciones que determinan en un grado mucho más alto que las pasiones el drama de los adultos. Resulta ya un lugar común citar, a este respecto, su cuento Una vuelta de tuerca, en que son propiamente los niños lo que detentan el influjo sobrenatural que se ejerce en torno a ellos. Otro cuento importante es El discípulo, en que la vida de un hombre se ve totalmente minada por una simple relación pedagógica con un niño.
Resulta frecuente encontrarse en la literatura con la falta de definición respecto al papel que juegan los niños en ella. Creo que es preciso, de una vez por todas, decir que ese vasto campo de la novelística, del teatro y de la poesía al que puede aplicársele el título genérico de “retorno a la infancia”, admite tres modalidades: en primer lugar está la literatura para niños. Esta literatura por lo general pocas veces trasciende los límites de la mediocridad, sólo que generalmente se la confunde con la literatura fantástica. Pocos son los niños que logran comprender realmente esas obras que sólo por equivocación se supone que les están dedicadas: es casi seguro que de cada cien niños que puedan haber leído Alicia en el país de las maravillas haya uno que lo entienda como lo que realmente es, o sea, como una prefiguración de la concepción serial del tiempo. Lo que los niños pueden percibir en este libro no es sino una serie de imágenes sensoriales mediante las cuales se expresa metafóricamente, por así decirlo, un pensamiento abstracto. En segundo lugar tenemos el género más importante de los que aquí hemos enunciado: la literatura sobre niños, género al que los niños han de permanecer irremediablemente ajenos, pues esta literatura es Los hermanos Karamazof, En busca del tiempo perdido, El retrato del artista adolescente, Dafnis y Cloe, o El dios de las moscas... En todas estas obras es indudable que los autores se asoman al mundo de los niños, no con la finalidad de describir ese mundo, sino de desentrañar su misterio, y justamente en función de algunos de los personajes infantiles que en estas obras aparecen, la literatura occidental ha planteado algunas de sus más terribles interrogantes. Baste, si no, recordar el inquietante problema que se plantea, al final de Los hermanos Karamazof, con la muerte de un niño. Por último existe la literatura de niños. A este género concurren por lo general algunas de las creaciones más detestables de lo que sólo por extensión puede llamarse literatura. Con excepción de Rimbaud, que representa más que nada un momento crítico de la condición humana, la literatura producida por niños ha carecido casi siempre de todo valor. Nuestro tiempo, casi más que ningún otro, ha pretendido valorizar de una manera totalmente artificial la creación literaria infantil. Todavía hace algunos años tuvimos que confrontar ese fenómeno profundamente desagradable de la niña poetisa Minou Druet, niña cuyo numen poético era algo así como la sublimación última de la estupidez humana. A este fenómeno que, de hecho, representa una tendencia inconsciente a desvalorizar el arte como expresión del espíritu, han coadyuvado, sin duda, toda esa interminable legión de escritores que inexplicablemente se rebajan a la condición de retrasados mentales adoptando un tono y un estilo pretendidamente infantiles. El origen de esta modalidad, hay que decirlo, se encuentra en uno de los libros más pretenciosamente imbéciles, más estúpidamente inteligentes, más engañosamente ingeniosos y más simplistamente morales que jamás se han escrito: El principito de Antoine de Saint-Exupéry. No dudo, por ningún motivo, de que esta afirmación resulte chocante a quienes han creído encontrar en este libro algo así como “un deleite espiritual”, sólo que considero que el tono y el principio estilístico en el que se funda encubren una falacia, que pretende hacernos aceptar una serie de lugares comunes como si fueran grandes descubrimientos filosóficos, por el solo hecho de que están enunciados con una pretendida simplicidad infantil. Enumerar los sucedáneos de este libro nefando sería interminable.
Para volver a algunas de las obras que habíamos citado al principio quiero, de nueva cuenta, patentizar mi desprecio, por lo que a este tema se refiere, hacia esas obras que se consideran como las cumbres del pensamiento filosófico infantil. Creo yo que para penetrar verdaderamente dentro de ese misterio constituido por el alma del niño es preciso desentenderse de consideraciones literarias. A este respecto “invoco” las imágenes inverosímiles, retóricas, ramplonas si se quiere, de Corazón, Diario de un niño con la seguridad de que, lo que de ellas queda en las mentes y en la memoria de todos nosotros, nos aproxima más a lo que ha sido la infancia que todas aquellas ideas pretendidamente cándidas que formulan los autores de libros como El principito.
No quisiera llevar el caos de ideas que es este ensayo a su conclusión sin apuntar otro aspecto relativo a la infancia que para mí destaca notoriamente a través de ciertas obras. Esto es la frecuente contigüidad de la existencia infantil con la crueldad. No me escapa que acabo de proferir un lugar común. Las imágenes de pájaros ahogados, perros apedreados, gatos incendiados, mendigos torturados, ciegos abandonados en la mitad del arroyo son ciertamente frecuentes.¹³ Recordemos si no esas dos maravillosas antologías de la crueldad infantil que han sido concretadas por el cine: Cero en conducta de Vigo y Los olvidados de Buñuel. La literatura también propone en algunos casos ejemplos magistrales de esta relación. Sin embargo, no es en esa literatura formal, en esa literatura cuyos autores están perfectamente clasificados dentro de la historia, en la que nos hemos de detener. ¿Para qué citar obras tan conocidas como algunos cuentos de Chejov y en especial el intitulado Un asesinato (del que por cierto existe una versión casi idéntica de Katherine Mansfield)? De seguro que nos perderíamos en especulaciones de orden estrictamente literario que en nada nos ayudarían a aproximarnos, aunque sea un poco más, a ese misterio al que nos impulsa la memoria de nuestra infancia. Para concretar mi idea acerca de la crueldad en la infancia deseo, antes de sacar algunas conclusiones, hojear sumariamente un pequeño libro.
Es un pequeño libro alemán para niños. Su autor es el doctor Heinrich Hoffmann. El doctor Hoffmann, a juzgar por el estilo de las ilustraciones, debió haber producido su obrita durante la segunda mitad del siglo pasado.¹⁴ El libro se intitula Der Struwwelpeter, título que aparece impreso en tortuosos caracteres góticos sobre la pasta cartoné. Sobre la misma pasta se puede ver un grabado que representa al Struwwelpeter, que es un niño de edad indefinida al que le ha crecido abundantísima cabellera rubia, así como las uñas de los dedos, que alcanzan una longitud proporcional de unos veinte o veinticinco centímetros. Este personaje se encuentra de pie, en actitud de Cristo, sobre un zócalo adornado con peines y tijeras, y en el centro del cual se dice que el libro contiene alegres historias e ingeniosos dibujos para recreo de los chiquitines. La primera de estas graciosas historias se intitula La historia del malvado Federico. Los dibujos que la acompañan representan a Federico en las siguientes circunstancias: después de haber dado muerte a un gallo, a una paloma, a un gato; en el acto de arrancar las alas a una mosca; en el acto de fustigar a su madre con un látigo; en el acto de fustigar a un perro y en el acto de ser mordido por ese perro. Como con secuencia de tal mordida Federico es recluido en la cama, se le hacen curaciones dolorosísimas y se le suministran medicinas de horrible sabor, mientras el perro que lo ha mordido se come el pastel y se bebe el vino de la cena de Federico.
El segundo cuento es el de Paulina y los fósforos. Paulina es una niña que se ha quedado sola en su casa con sus dos gatos. En repetidas ocasiones se le ha dicho que no juegue con los fósforos; sin embargo, Paulina no hace caso y toma los fósforos para jugar. Se produce el accidente fatal, Paulina se incendia y en la última imagen del cuento vemos a los dos gatos, con sendos crespones de luto en la cola, llorar desconsoladamente junto a un montoncito de cenizas humeantes que son los últimos restos de la desobediente Paulina.
Una de las más impresionantes de estas chistosas historietas es la de Conrado, el niño que se chupaba el dedo. Al salir de la casa, su madre advierte a Conrado que no debe chuparse el dedo, porque si lo hace vendrá el sastre con sus grandes tijeras y se lo cortará. Una vez que ha salido la madre, como es lógico suponer, lo primero que hace Conrado es chuparse los dedos y, como es totalmente ilógico suponer, entra el sastre y con sus grandes tijeras le corta los dos pulgares. La historieta termina con una tristísima imagen de Conrado llorando desconsoladamente con las manos chorreando sangre. Como es fácil suponer, la moraleja de esta historieta es que no hay que chuparse los dedos. 
Otra historia muy impresionante de este libro es la de Gaspar Sopa. Gaspar Sopa es un niño muy gordo, muy gordo, que un día decide no comer más. La historieta consta de cuatro imágenes. En la primera vemos a Gaspar Sopa protestando que no quiere comer, en la segunda lo vemos exactamente en la misma actitud después de haber perdido un buen número de kilos. En la tercera lo vemos reducido ya a los puros huesos, y en la última vemos una tumba con el nombre de Gaspar sobre la que humea un gran plato de sopa.
Todas las demás historias son más o menos por el estilo, y el libro termina con un pequeño poema debido a la inspiración del doctor Hoffmann. Dice así:
Cuando los niños son buenos
viene a visitarlos el Niño Dios.
Cuando comen su sopa
y no olvidan comer también el pan,
cuando juegan silenciosamente en su casa,
cuando se dejan conducir de la mano por su mamá en la calle,
entonces el Niño Dios les trae muchos regalos
y un bonito libro de historietas del doctor Hoffmann. 
Ahora bien, es indudable que todas las barbaridades contenidas en estas curiosas y alegres historietas no pueden dejar indiferente el alma de los niños que en un determinado momento las han leído con una fruición premonitoria. Este libro tiene, en Alemania, una difusión muy amplia. El famoso Struwwelpeter es un personaje de orden nacional, algo así como Huckleberry Finn en los Estados Unidos o como el Lazarillo de Tormes en España. En algún momento la difusión del libro ha trascendido las movedizas fronteras del Reich. En Paris existe una librería en el Barrio Latino dedicada exclusiva mente a la distribución de la versión francesa de la historietas. En Italia el Struwwelpeter es ampliamente conocido como Pierino Porcospino (Pedrito Puercoespín). Como quiera que sea, la amplitud editorial de esta pequeña obra no hace sino acentuar un hecho que, si no del todo, sí tiene muchas posibilidades de ser absolutamente plausible. Es indudable que las últimas cuatro generaciones de alemanes han nutrido su infancia con las alegres aventuras del malvado Federico y de Gaspar Sopa. Y de seguro que Adolfito Schicklgruber, que más tarde pasaría a la historia de la bestialidad humana con el nombre de Hitler, desde la más tierna infancia conservaba en su mente la voluptuosa imagen de Paulina envuelta en llamas o de Conrado mutilado y sangrante. Los años no lograron borrar de la mente de Adolfo aquellas chistosas imágenes y aquellas alegres e ingeniosas aventuras. Conforme fue creciendo sentía, en medio de las terribles vicisitudes de su época, una nostalgia de su infancia cada vez más pastosa y apremiante. Afortunadamente para él, la Historia llegó a colocarle, en un momento de su vida, en la situación privilegiada en la que su voluntad podría producir ese milagro definitivo de la vuelta a la infancia. Las jocosas imágenes del doctor Hoffmann cobrarían vida nuevamente ante sus ojos, aumentadas, multiplicadas a una escala, por así decirlo, “europea.” Cientos de miles de millones de malvados Federicos se incorporarían bajo su voluntad destinados a incendiar a millones de Paulinas desobedientes, a mutilar a todos los Conrados que se chupaban el dedo. En medio de esa apoteosis Adolfito Schicklgruber, empedernido lector del doctor Hoffmann, podía solazarse con las tiernas imágenes de su infancia, jactándose, a la vez, de haber elevado el alegre mundillo del Struwwelpeter a la categoría de un imperio universal.
He aquí, pues, un ejemplo de lo que puede ser el retorno a la infancia llevado a sus extremos críticos. Un hecho es importante: el de que las imágenes que han poblado nuestras mentes infantiles jamás se borran. A ellas acudimos siempre que queremos evocar ese período de nuestra vida, y es justamente por esto por lo que la literatura de nuestra infancia puede jugar, llegado el caso, un papel tan inmensamente importante.
Lo que nos asombra, al final de cuentas, es que esas imágenes rara vez corresponden a nuestra concepción “intelectual” del mundo. Una vez que hemos cobrado conciencia de nuestra cultura tratamos de mistificar nuestros recuerdos. Una vez que hemos leído a Proust elaboramos un Combray o un Balbec a la medida de nuestros gustos literarios. Nos place pensar que, para nosotros, igual que para Proust, existe una pequeña frase musical, en alguna sonata rebuscada, que nos remite al pasado, y lo peor del caso es que casi siempre nos engañamos irremediablemente, pues nuestros verdaderos recuerdos no son, como en el caso de Proust, tampoco del orden “intelectual” sino más bien del orden sensorial. Es justamente esta deficiencia la que nos permite evocarlos en un momento dado. En otros casos nuestros recuerdos se encuentran inmersos en una bruma que trasciende el alcance de los sentidos; no son sino conceptos latentes de sensaciones imprecisas que no pueden ser concretizados más que mediante el proferimiento de una invocación adecuada, porque al igual que al desfallecimiento de una rosa sigue siempre el florecimiento de otra rosa, al olvido, que es la muerte de la memoria, sigue siempre el renacimiento del recuerdo súbito y mágico de lo olvidado. No por nada se dice —claro que sin ningún funda mento lógico— que el acto de morir no es sino el acto de evocar, de pronto, toda la vida.
Si pensamos en la literatura —lo que no es sino nuestro deber en este ensayo—, llegamos a conclusiones que desdicen de la efectividad de las grandes obras. Conforme nos adentramos en la edad adulta —conforme consumamos eso que justamente es el adulterio de la vida, la adulteración de nuestros recuerdos—, sentimos cada vez con mayor apremio la necesidad de volver una mirada furtiva hacia nuestros primeros años... ¿qué libros, qué frases, qué versos encontramos allí?
Que cada quien conteste esta pregunta como pueda. Es un hecho que sólo con los años encontramos en Proust y en Joyce un significado que pueda ser el nuestro. En todos los casos, y cuando mejor nos vaya, encontraremos un verso ramplón y un párrafo cursi. Si he de contestar la pregunta en función de mi propia experiencia, no puedo sino decir que lo que los libros me dejaron en el recuerdo de mis primeros años son cosas como:
—¡Monzón!
¡Maldita! —rugió el ladrón reconocido—, ¡Tienes que morir! —y se volvió con el cuchillo levantado contra la vieja, que quedó desvanecida en el mismo instante...
O como:
...Un grito agudísimo, como el de un herido de muerte, resonó de repente por toda la casa.
El niño respondió con otro grito horrible y desesperado:
—¡Mi madre ha muerto!
El médico se presentó en la puerta y dijo:
—Tu madre se ha salvado.
El muchacho lo miró un momento, arrojándose luego a sus pies, sollozando:
—Gracias, doctor.
Pero el médico le hizo levantar diciéndole: 
—¡Levántate...! ¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!
Estos fragmentos son como la aspiración del perfume de la rosa de entonces, que se hace más fragante y más verdadero en la rosa de ahora. Para terminar estas notas, una fórmula que es como una despedida a la infancia, como una entrada en ese mundo en que la niñez empieza a convertirse en un recuerdo. Como el supuesto autor de Corazón, Diario de un niño, me alejo de la infancia evocada, supuesta, invocada, lleno de contrición:
A Garrón fue el último a quien abracé, ya en la calle, y tuve que sofocar un sollozo contra mi pecho; él me besó en la frente. Después corrí hacia mi padre y mi madre, que me esperaban. Mi padre me preguntó si me había despedido de todos. Respondí afirmativamente.
—Si hay alguno con el cual no te hayas portado bien en cualquier ocasión, ve a buscarle y a pedirle que te perdone.
¿Hay alguien?
—Nadie, ninguno —contesté.
—Bueno, entonces vamos —y añadió mi padre con voz conmovida, mirando por última vez la escuela—: ¡Adiós!
Y repitió mi madre:
—¡Adiós!
Y yo... yo no pude decir nada.
A esa ley que exige de todos el retorno a la niñez sólo escapa el niño terrible, a tal grado, que es justamente esta ausencia de infancia, en la perspectiva de los años, la que define al niño terrible. La infancia de Rimbaud es el equivalente de la vida, pero, claro..., esto ya sería el tema de otro ensayo.

¹ Corazón: Diario de un niño, de Edmund D'Amicis. Se trata de una exitosa novela italiana que sigue el crecimiento emocional y espiritual de Enrique. Prototipo, por excelencia, de la piadosa literatura moralizadora enfocada a un público infantil.
² Bilderbuch, literalmente “libro ilustrado.” El autor se refiere en concreto al famoso tomo que al español llegó como Pedro Melenas, de Heinrich Hoffmann.
³ Poil de Carotte, de Jules Renard, que en español nos llegó como Pelo se zanahoria.
⁴ La elección del término biviopor el contexto del ensayo, no podría ser más afortunada. Se refiere a la Y potagórica —letra supuestamente inventada por Pitágoras— que representa la infancia (la edad donde todos los seres humanos son iguales, éticamente hablando) y las dos sendas o vías antitéticas que pueden tomar al llegar a la edad consciente: por la izquierda, la vía del vicio y por la derecha, la vía de la virtud, debido a que por el Este sale el sol. Aunque en el sentido más laxo sólo representa oposición entre dos elementos.
⁵ Primer volúmen de En busca del tiempo perdido
Fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty
⁷ Fragmento de Ser una casta pequeñez
⁸ Fragmento de Sensación: Iré, cuando la tarde cante, azul, en verano, / herido por el trigo, a pisar la pradera; / soñador, sentiré su frescor en mis plantas / y dejaré que el viento me bañe la cabeza.
⁹ No me fue posible verificar que Georges Bataille utilizó, en efecto, dicho seudónimo —que dicho sea de paso, significa Ludwig de Buenamierda, semejante al de Lord Auch (Señor ‘A la mierda’), que Bataille sí llegó a usar—; tampoco que haya escrito una novela intitulada Numina. No me atrevo a aventurar la hipótesis de que Elizondo se equivoca, él conocía bien la obra de Bataille. A lo sumo se me ocurre pensar, con sus debidas reservas, que posiblemente se alude a la novela El abate C.
¹⁰ Alude al Fausto de Johann Wolfgang von Goethe.
¹¹ Esta idea remite a la entelequia aristotélica, la idea de que en el ser está contenida en potencia la expresión definitiva de su naturaleza, la semilla que contiene potencialmente al árbol es un buen ejemplo. En este caso, la infancia contiene en potencia la vida toda.
¹² En el capítulo XII de la inconclusa nouvelle Interludio Romano, el mismo La Rochelle escribe: «¿Por qué se efectúan, a fin de cuentas, oposiciones entre el niño, el hombre y el anciano? No hay más que un sólo ser en el que el hombre se manifiesta poco, en el que el niño y el anciano se confunden».
¹³ Alude al Lazarillo de Tormes.
¹⁴ Se publicó en 1845.

lunes, 22 de mayo de 2023

Lecturas imposibles: Dissertation simply upon the word Tristram [Disertación acerca de la palabra Tristram]

Melancholy dissyllable of sound!
The life and opinions of Tristram Shandy, gentleman. I, XIX.

Estoy tumbado en mi sofá divagando sobre mi nombre. La extraña palabra donde se supone que debo caber con todo y mi identidad. No es un pensamiento gratuito, sucede que tengo a la vista la Disertación... de Walter Shandy, un pequeño volumen con poco más de tres siglos de antigüedad que versa sobre todo lo nefasto que tiene y sugiere el nombre Tristram
Es en verdad admirable lo que produce el escozor en los temperamentos retóricos: el señor Shandy expone a través de un centenar de páginas el origen, el significado y la difusión del nombre Tristram. No se guarda nada y aprovecha cualquier información para vilipendiar el par de sílabas. Me da gracia que tanto celo y esmero estén al servicio de una tarea que en principio parece tan detestable para el autor. 
Me imagino a Walter sentado frente a su escritorio, regocijándose con malicia por cada nueva línea que abona en contra del nombre. Él mismo dice en el breve prólogo a su obra que ni los nombres de Judas, Calígula o Gilles le parecen tan despreciables y criminales como el de Tristram. ¿Cómo habrá tolerado el señor Shandy que su nombre figurara junto al otro que tanta náusea le provocaba, ahí, paralelo en la pasta de su libro?
A los ojos del autor, yo tengo un nombre común e inofensivo. Eso me apena un poco. Viendo que hay hombres que le temen tanto a los nombres y que comienzan a intuir el temperamento de los otros por esa palabra que se adelanta a nosotros mismos y nos distingue de los demás, me gustaría tener un nombre como Tristram; que las personas al escucharlo sintieran una leve perturbación, algo así como inquietud, incluso desprecio injustificado... bueno, justificado sólo por el prejuicio, el brillante y argumentado prejuicio que guía a Walter.
Según Shandy, desde las letras que componen el nombre, ya se adivinan sombras poco gratas: la T tiene el hedor de las cruces donde cuelgan los criminales ajusticiados por los romanos, la R el desesperante sonido de los miembros poniéndose rígidos y ¡oh! la horrísona M que cierra el nombre es un insulto, un escupitajo. El autor nos explica que el nombre tiene origen en onomatopeyas de vidrio rompiéndose: 'tris' y 'tras.' Esto ya implica fragilidad y destrucción, conceptos agoreros e indeseables. Juntas remiten a la voz anglosajona 'thereostru' (oscuridad, melancolía) que —en una conveniente paretimología para el autor— contiene el nombre de Tereo, el mítico rey tracio que violó a su cuñada y la silenció cortándole la lengua.  Su esposa, en venganza por ese salvaje crímen, mató a sus hijos en común para cocinarlos y servírselos como alimento. Luego, el nombre colinda finalmente con la voz 'triste', de la que a Shandy no le falta qué decir: es por ventura de Dios que tenemos el lenguaje para decir lo que pensamos y nombrar lo que existe, pero es por desventura de Adán que tenemos tantas palabras que son una pústula en nuestros labios. Lo triste de la palabra Triste es que exista y luego que venga a formar parte del tan vomitivo vocablo: Tristram, ni el nombre del andrógino Tiresias es tan repudiable. Sólo de la voz de Tiniebla, del eco del Báratro pudo salir el nombre de Tristram. Pero acepto la tristeza porque fue hecha para los hombres, lo que no acepto es lo osado, la ausencia de humildad en Tristram que significa “el que no siente tristeza”, Tristram no es nombre humano, es nombre para bestia, para perro sarnoso.
No le faltan epítetos negativos para seguir acompañando sus explicaciones y descubrimientos. Saca a la luz todo lo rastrero que contiene el nombre. Y yo vuelvo a pensar en el mío, tan gastado de no significar nada que merezca ni dedicarle una cuartilla. Al contrario, a Walter parece faltarle espacio para justificar por qué de entre el océano de nombres que existen, el más soez de todos es Tristram. Puede nombrar al menos a un hombre que haya portado cualquiera de los nombres prohibidos y que con su reputación haya lavado un poco la desgraciada mácula en su nombre. Verbigracia: frente al traidor Judas está el otro, Judas Tadeo. Pero no hay ni un sólo Tristram en la historia que sea honorable:
De entre los primeros e ignominiosos Tristrames que podemos encontrar en la memoria de Clío está Trystan el terrorífico, un asesino despiadado que asoló el norte de Irlanda durante la primera mitad del siglo X, fue conocido por devorar los pulgares de sus víctimas. También el Conde Tristano della Spada, celebre por promover insensatos impuestos que arruinaron su condado y provocaron una carestía mortal, solía pasearse por las calles en un suntuoso carruaje, abarrotado de alimentos, y le sacaba los ojos a quienes trataban de robarle algo. No hay que olvidar a uno de los peores de todos, Tristram Trouble, el pícaro que según informes secretos del Vaticano asesinó al papa Gregorio V. En esta galería de malhechores no puede faltar Tristranius de Théâtre, el filósofo natural que pretendió abolir la muerte con una poción que había destilado de la sangre de 100 inocentes...
Las sílabas de la vergüenza —como las llama el autor— parecen semillas de mala hierba, germinando cada tanto con un nuevo ejemplar que nombrado con ellas cifra su aciago destino. Hasta el más inofensivo de la lista, un tal Tristrán Cervantes (depravado poeta, autor de obras pornográficas, muy posiblemente basadas en vivencias auténticas) es abominable.
Tomo el libro, abro la primera página y en el margen inferior derecho estampo mi propio nombre, una costumbre ridícula que tengo. Me consuela saber que mi nombre, el del autor y el de los infaustos Tristrames se acompañarán por muchos años.

***


viernes, 25 de noviembre de 2022

Antología de cuentos sobre antropofagia: AA2. Canibalismo en los vagones del tren

Los romanos retomaron de los griegos el término bárbaro para referirse a los incivilizados pueblos que habitaban más allá de las fronteras de su imperio. Con ello ponían de relieve la diferencia entre su avanzado sistema social y la precariedad del de los otros. Pero aquel juicio no fue más que vanidad arbitraria, pues, medían el éxito de una civilización a partir de elementos tan equívocos como su poder militar o prosperidad económica. En lo fundamental no había nada de qué jactarse y que en verdad hiciera una diferencia sustancial frente a los demás pueblos. En el seno del imperio romano se cometían los mismos barbarismos que en el de los otros grupos. A lo sumo, la diferencia es que los romanos habían institucionalizado sofisticadas formas de cometer actos bárbaros, maquillándolos con retóricas elegantes y protocolos solemnes que hacían parecer a sus maneras como el resultado de una superioridad cívica en lo moral e intelectual. La realidad es que aquella superioridad era aparente y tras bambalinas su civilidad se veía amenazada por las constantes intrigas y luchas de poder en sus esferas políticas; aquellos orgullosos romanos abandonaban con facilidad su circunspección en aras de hacerse con riquezas y poder. Y así como los bárbaros se mataban y engañaban sin pudor, los romanos se mataban y engañaban con estratagemas discretas y maliciosas. Es decir que, los medios cambiaban pero el resultado permanecía. El elemento de barbarie en la civilización romana ni siquiera estaba oculto, yacía a la luz pero atenuado por las leyes, la disciplina y el orden.
De esto podemos extraer el corolario de que la dicotomía civilidad-barbarie no es más que una ficción que favorece la imagen de un grupo que ostenta cierto poder frente a otros. Y, de hecho, en general las dicotomías son criterios frágiles y prejuiciosos a la hora de describir las formas y vicisitudes de un sistema. Es claro que la vida no es tan sencilla como una cuestión de blanco-negro y de civilidad-barbarie.
Cada texto que ingresa a la antología sigue cuestionando la conveniencia de usar, en el criterio de clasificación, la dicotomía civilidad-barbarie, pero hasta ahora no he podido matizar mejor la cuestión. Sin embargo, sépase que soy harto consciente de que la civilidad no es antónimo de barbarie, sino una de sus manifestaciones más acabadas.
Este cuento de Mark Twain es prueba de mi última afirmación. En él un grupo de náufragos —si nos ceñimos al significado literal del adjetivo— quedan varados en un erial de nieve sin provisiones y aislados de cualquier asentamiento humano; en cierta forma el trance de estos personajes de Twain es semejante al de los desfilantes antropófagos de Guy de Maupassant en cuanto a que la naturaleza muerta de los desiertos de nieve y arena no ofrece opciones para enfrentar la “ausencia de alimentos.”
Pronto la necesidad de manducar hace mella y, de forma asombrosamente paradójica y grotesca, los náufragos de tierra organizan un congreso demócrata para elegir a quién de ellos van a matar y devorar. Es decir, una herramienta de la civilidad sirve a propósitos de barbarie. Esa subversión no es fortuita; a lo largo de sus obras, el insigne autor norteamericano, se empeña en cuestionar la supuesta integridad del alma y la moral humanas. Mark Twain estaba desengañado de los hombres y en general no los creía especialmente honrados. Tampoco es que la faceta política de los hombres goce de crédito, antes uno esperaría sin sorpresa que, llegado el caso, los políticos desempeñen el papel del verdugo; como en la Sesión secreta de Max Aub.
No será la última vez que a ojos de Twain los políticos tengan una connotación antropofágica e inhumana. En una misiva enviada al Evening Post en mayo de 1879, el autor escribe de forma socarrona al editor que pretende postularse para presidente. La carta es una ensañada crítica a la inepcia de los candidatos políticos y remata con la swiftesca idea de enlatar a los pobres para aprovechar su carne:
I admit also that I am not a friend of the poor man. I regard the poor man, in his present condition, as so much wasted raw material. Cut up [&] properly canned, he might be made useful to fatten the natives of the cannibal islands [&] to improve our export trade with that region. I shall recommend legislation upon the subject in my first message. My campaign cry will be: “Desiccate the poor workingman; stuff him into sausages.” (Admito también que no soy amigo del hombre pobre. Considero al pobre, en su estado actual, como materia prima desperdiciada. Cortado [ & ] debidamente enlatado, podría ser útil para engordar a los nativos de islas caníbales [ & ] para mejorar nuestro comercio de exportación con esa región. Recomendaré legislación sobre el tema en mi primer mensaje. Mi grito de campaña será: “Deséquen al trabajador pobre; embutílenlo como salchichas.”)
La conocida frase de la excepción que confirma la regla está mal dicha, en realidad lo correcto es: la excepción que amplía y especifica la regla. Tenemos que decir que las formas en las que se manifiestan las sociedades humanas son todas y cada una de ellas estados de excepción. No hay, ni aún entre sociedades coterráneas, dos que pasen por ser idénticas. Por lo que hablar de dicotomías como civilidad-barbarie resulta inexacto en cuanto aparecen los matices y las particularidades, no por nada el diablo está en los detalles
Antes de pasar al último punto de esta introducción (y palinodia), hay que mencionar el aciago caso de la expedición Donner (The Donner Party), un grupo de peregrinos que durante invierno de 1846-1847 se quedaron atrapados en la Sierra Nevada. Algunos de los sobrevivientes afirmaron haberse visto orillados a recurrir a la antropofagia cuando los alimentos se agotaron, aunque a menudo se discute la veracidad de ésto. Es posible que el acontecimiento haya sido el punto de partida para la ficción de Twain, quien excluyó —¡por caballeresco pudor!— a los niños y las mujeres de la narración, conformando así su grupa de demócratas. El penoso y célebre episodio también dió tela de dónde cortar a Bret Hart, pero eso es algo de lo que me ocuparé después.
Réstame decir que este cuento queda en la categoría de la hambruna y el aislamiento, es un banquete y su tendencia es hacia lo cocido. Sin más que agregar, provecho.

Recientemente estuve en Saint Louis, y al regresar hacia el oeste, después de cambiar de tren en Terre Haute (Indiana), subió en una de las estaciones del trayecto un caballero de aspecto benévolo y agradable, de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, y se sentó junto a mí. Estuvimos hablando animadamente durante más o menos una hora sobre temas diversos, y encontré que era un hombre extraordinariamente divertido e inteligente. Cuando se enteró de que yo era de Washington, empezó de inmediato a preguntarme acerca de varios cargos públicos y de los asuntos del Congreso, y enseguida me di cuenta de que mi interlocutor era un hombre muy familiarizado con los entresijos de la vida política en la capital, e incluso de los procedimientos, costumbres y actitudes de los senadores y representantes de las Cámaras de la Asamblea Legislativa. En aquel momento, dos hombres se detuvieron cerca de nosotros durante un instante, y uno le dijo al otro:
—Harris, si haces esto por mí, nunca lo olvidaré, muchacho.
Los ojos de mi nuevo camarada se iluminaron agradablemente. Pensé que aquellas palabras habían despertado en él algún recuerdo feliz. Luego su rostro se serenó y se tornó pensativo, casi sombrío. Se volvió hacia mí y me dijo:
—Déjeme que le cuente una historia; déjeme revelarle un capítulo secreto de mi vida, un capítulo del que no he vuelto a hablar con nadie desde que acontecieron los sucesos que voy a narrarle. Escuche pacientemente y prométame que no me interrumpirá.
Le dije que no lo haría, y empezó a relatarme la extraña aventura que sigue, hablando a veces animadamente, otras con melancolía, pero siempre con completa seriedad y cargado de sentimiento.
El día 19 de diciembre de 1853 partí en el tren nocturno que salía de Saint Louis en dirección a Chicago. No éramos más que veinticuatro pasajeros en total. No había ni mujeres ni niños. Estábamos todos de un humor excelente, y no tardaron en entablarse agradables relaciones amistosas. El viaje se presentaba bajo los mejores auspicios, y no creo que nadie de aquel grupo tuviera el más vago presentimiento de los horrores por los que muy pronto tendríamos que pasar.
A las once empezó a nevar copiosamente. Poco después de abandonar el pequeño pueblecito de Welden, nos adentramos en las interminables praderas desiertas que se extienden durante leguas y leguas de tierras inhóspitas. El viento, sin encontrar el obstáculo de árboles o colinas, ni tan siquiera de alguna roca aislada, silbaba con violencia a través del llano desierto, y arrastraba la nieve como la espuma de las olas encrespadas de un mar tempestuoso. La nieve se acumulaba rápidamente, y al observar que el tren disminuía de velocidad, supimos que la locomotora se iba abriendo paso cada vez con más dificultad. De hecho, en algunos momentos casi llegó a pararse del todo, en medio de grandes ventisqueros que se atravesaban sobre la vía como lápidas colosales. La conversación empezó a decaer. La alegría se trocó en grave preocupación. La posibilidad de quedar atrapados en la nieve en la pradera desierta, a cincuenta millas de la casa más cercana, se representó en la mente de todos y fue extendiendo su depresiva influencia sobre nuestros espíritus.
A las dos de la mañana fui despertado del inquieto sueño en que me había sumido al darme cuenta de que a mi alrededor había cesado todo movimiento. La horrible verdad cruzó como un relámpago por mi mente: ¡estábamos bloqueados por la nieve! «¡Todo el mundo al rescate!». Y todos nos apresuramos a obedecer. Al salir a la lúgubre oscuridad de la noche, con la nieve azotándonos bajo la incesante tempestad, el corazón nos dio un vuelco a todos, asaltados por la certeza de que perder un solo momento podría acarrearnos la muerte. Palas, manos, tablas… cualquier cosa, todo lo que pudiera desplazar la nieve, se puso al momento en acción. Era una estampa ciertamente extraña, ver a aquel reducido grupo de hombres luchando frenéticamente contra la nieve amontonada, con sus siluetas oscilando entre la más negra penumbra y la luz airada del reflector de la locomotora.
Bastó apenas una hora para comprobar que nuestros esfuerzos eran completamente inútiles. En cuanto retirábamos un ventisquero, la tormenta volvía a obstaculizar la vía con una nueva docena. Y, para colmo de males, descubrimos que en la última carga que la locomotora había llevado a cabo contra el enemigo… ¡se habían roto las bielas de las ruedas! Aun cuando lográramos despejar la vía, no podríamos proseguir el viaje. Volvimos a subir al vagón, extenuados por el trabajo y totalmente abatidos. Nos reunimos en torno a las estufas para evaluar detenidamente nuestra situación. No teníamos provisiones de ningún tipo: esa era nuestra mayor desgracia. No corríamos riesgo de congelarnos, ya que llevábamos gran cantidad de leña en el furgón. Ese era nuestro único consuelo. La discusión llegó a su fin cuando aceptamos la descorazonadora conclusión del conductor: caminar cincuenta millas a través de una tempestad de nieve como aquella representaría la muerte para cualquiera que lo intentara. No podíamos enviar a nadie a buscar ayuda, e incluso si lo hiciéramos no lo conseguiría. Teníamos que resignarnos y esperar, con toda la paciencia que pudiéramos, a que llegara el auxilio, ¡o a morir de hambre! Creo que hasta el corazón más endurecido que allí pudiera haber experimentó un momentáneo escalofrío al oír aquellas palabras.
Al cabo de una hora la conversación se extinguió hasta convertirse en un débil murmullo aquí y allá del vagón, que se percibía a intervalos entre las ráfagas de viento; la luz de las lámparas fue bajando, y la mayoría de los náufragos se refugiaron entre las sombras oscilantes para pensar —para olvidar el presente, si podían—, y para dormir, si lo lograban.
La noche eterna —sin duda nos lo pareció a nosotros— fue desgranando lentamente sus horas hasta que por fin, al este, despuntó el gris y frío amanecer. A medida que la luz fue creciendo en intensidad, los pasajeros empezaron a rebullir y a dar signos de vida uno tras otro, y cada uno se echaba hacia atrás el sombrero que le había caído sobre la frente, estiraba sus miembros entumecidos y lanzaba una mirada por la ventanilla hacia la desoladora perspectiva. ¡Y era realmente desoladora! No se veía por ninguna parte ni un solo ser vivo, ni una sola morada humana: tan solo el vasto desierto blanco, lienzos de nieve alzados por el viento formando montículos por doquier, y un diluvio de copos que caían en remolinos impidiendo ver el firmamento.
Durante todo el día deambulamos arriba y abajo por los vagones, entregados a nuestros pensamientos y hablando muy poco. Otra noche monótona e interminable… y el hambre.
Otro amanecer, otro día de silencio, de tristeza, de hambre atroz, de inútil espera de un auxilio que no podía llegar. Una noche de inquieto duermevela, lleno de sueños de festines… y el descorazonador despertar entre retortijones de hambre.
Llegó y transcurrió el cuarto día… ¡y el quinto! ¡Cinco días de horrible encarcelamiento! Un hambre salvaje se traslucía en todas las miradas. Todas reflejaban el brillo de una espantosa idea, el presentimiento de algo que iba adquiriendo una forma imprecisa en la mente de todos, algo que ninguna boca se atrevía a convertir en palabras.
Transcurrió el sexto día; el séptimo amaneció sobre el grupo de hombres más demacrados, macilentos y desesperados que jamás hayan estado a la sombra de la muerte. ¡Había que decirlo ya! ¡El sombrío pensamiento que había estado germinando en la mente de todos estaba dispuesto por fin a aflorar a los labios! La naturaleza había forzado hasta el extremo: tenía que ceder. RICHARD H. GASTON , de Minnesota, alto y de una lividez cadavérica, se levantó. Todos sabían lo que iba a venir. Todos estaban preparados: toda emoción, toda expresión de excitación frenética se había serenado, y solo una seriedad tranquila y pensativa se traslucía en los ojos que tan salvajes habían mirado últimamente.
—Caballeros, no se puede postergar por más tiempo. ¡Ha llegado el momento! Debemos determinar quién de nosotros ha de morir para proporcionar alimento a los demás.
EL SEÑOR JOHN J. WILLIAMS , de Illinois, se levantó y dijo: «Caballeros, propongo al reverendo James Sawyer, de Tennessee».
EL SEÑOR WM. R. ADAMS , de Indiana, dijo: «Yo propongo al señor Daniel Slote, de Nueva York».
EL SEÑOR CHARLES J. LANGDON: «Yo propongo al señor Samuel A. Bowen, de Saint Louis».
EL SEÑOR SLOTE: «Caballeros, yo deseo declinar mi nombramiento en favor del señor John A. van Nostrand, Júnior, de New Jersey».
EL SEÑOR GASTON: «Si no hay objeción, se accederá al deseo del caballero».
EL SEÑOR VAN NOSTRAND objetó, y la renuncia del señor Slote fue desestimada. También los señores Sawyer y Bowen declinaron su designación, pero fueron desestimadas sobre las mimas bases.
EL SEÑOR A. L. BASCOM, de Ohio: «Propongo que se cierre la lista de las candidaturas y que la asamblea empiece la votación para la elección».
EL SEÑOR SAWYER: «Caballeros, protesto enérgicamente contra este procedimiento. Es, bajo cualquier punto de vista, irregular e improcedente. Propongo desestimarlo inmediatamente y que elijamos a un presidente de la asamblea, asistido por los cargos correspondientes, y luego podremos abordar el asunto que nos ocupa con toda ecuanimidad».
EL SEÑOR BELL, de Iowa: «Caballeros, protesto. No es este momento para detenerse en formalismos ni en consideraciones protocolarias. Durante más de siete días hemos estado privados de alimento. Cada momento que perdemos en inútiles discusiones no hace más que acrecentar nuestro infortunio. Yo estoy conforme con las designaciones que aquí se han hecho, y creo que todos los caballeros presentes también lo están. Por mi parte, no veo por qué no hemos de proceder inmediatamente a elegir a uno o varios de los designados. Deseo ofrecer mi resolución…».
EL SEÑOR GASTON: «También esta sería protestada, y nos pasaríamos todo el día discutiendo las normas, lo cual no haría más que aumentar el retraso que usted desea evitar. El caballero de New Jersey…».
EL SEÑOR VAN NOSTRAND: «Caballeros, soy extranjero entre ustedes; no he buscado la distinción que me ha sido conferida, y siento una cierta desazón…».
EL SEÑOR MORGAN, de Alabama [interrumpiéndole]: «Yo me decanto por la propuesta anterior».
La moción se llevó a cabo y, naturalmente, el debate se prolongó. Se aprobó la propuesta de elegir cargos, y se constituyó una asamblea formada por el señor Gaston como presidente, el señor Blake como secretario, los señores Holcomb, Dyer y Baldwin como miembros del comité de candidaturas, y el señor R. M. Howland como proveedor, para asistir al comité en las nominaciones.
Se acordó tomar un receso de media hora, durante el cual se pudo oír cierto rumoreo. Al sonar el aviso, la asamblea volvió a reunirse y el comité designó como candidatos a los señores George Ferguson, de Kentucky, Lucien Herrman, de Louisiana, y W. Messick, de Colorado. La propuesta fue aceptada.
EL SEÑOR ROGERS, de Missouri: «Señor presidente, una vez presentada debidamente la candidatura ante la asamblea, propongo una enmienda a la misma para sustituir el nombre del señor Herrman por el del señor Lucius Harris, de Saint Louis, a quien todos conocemos bien y tenemos en gran estima por su honorabilidad. No quisiera que se me entendiera como que pretendo empañar la valía y la posición del caballero de Louisiana; nada más lejos de mi intención. Le respeto y le estimo tanto como puede hacerlo cualquiera de los caballeros aquí presentes, pero ninguno de nosotros puede negarse a la evidencia de que, durante la semana que hemos permanecido aquí encerrados, ha perdido más carnes que cualquiera de nosotros; nadie puede cerrar los ojos ante el hecho de que el comité no ha cumplido con su deber, ya sea por negligencia o por alguna falta más grave, al elegir por sufragio a un caballero que, por puros que sean los motivos que le animan, tiene muy poco alimento que ofrecernos…».
EL PRESIDENTE : «El caballero de Missouri debe sentarse inmediatamente. La presidencia no puede permitir que se ponga en entredicho la integridad de este comité, salvo que se haga siguiendo el cauce habitual y ateniéndose a las reglas. ¿Qué decisión toma la asamblea con respecto a la moción del caballero?».
EL SEÑOR HALLIDAY, de Virginia: «Yo propongo una nueva enmienda a las designaciones, para sustituir al señor Messick por el señor Harvey Davis, de Oregón. Tal vez algunos caballeros aducirán que las durezas y las privaciones de la vida en un estado fronterizo han endurecido algo al señor Davis; pero, caballeros, ¿es este el momento de pensar en durezas? ¿Es este el momento de ponerse quisquillosos con trivialidades? ¿Es este el momento de discutir acerca de asuntos de mezquina insignificancia? No, caballeros; lo que necesitamos ahora es corpulencia: sustancia, peso, corpulencia…, estos son ahora los requisitos supremos, y no el talento, ni el genio, ni la educación. Insisto en mi moción».
EL SEÑOR MORGAN [muy excitado]: «Señor presidente, me opongo rotundamente a esta enmienda. El caballero de Oregón es viejo, y además es corpulento solo de huesos, no de carne. Yo pregunto al caballero de Virginia: ¿es caldo lo que queremos o una buena sustancia sólida? ¿Es que quiere embaucarnos con una sombra? ¿Quiere burlarse de nuestros sufrimientos dándonos un espectro de Oregón? Yo le pregunto si puede mirar a los rostros angustiados a su alrededor, si puede mirar directamente a nuestros tristes ojos, si puede escuchar el latido de nuestros corazones expectantes, y aun así pretender que nos conformemos con ese fraude medio muerto de hambre. Yo le pregunto si puede pensar en nuestro desolador presente, en nuestras pasadas amarguras, y en nuestro lúgubre futuro, y aun así arrojarnos despiadadamente este despojo, esta ruina, esta piltrafa, este huesudo y correoso vagabundo de las inhóspitas costas de Oregón. ¡Ah, no! ¡Jamás! [Aplausos].
Después de un reñido debate, la moción fue sometida a votación y rechazada. Luego se discutió la designación como sustituto del señor Harris en virtud de la primera enmienda. Se procedió a la votación. Se llevaron a cabo cinco escrutinios, sin resultado. Al sexto salió elegido el señor Harris, habiendo votado todos por él, excepto él mismo. Se propuso entonces que su elección fuera ratificada por unanimidad, lo cual no fue posible, ya que volvió a votar contra sí mismo.
EL SEÑOR RADWAY propuso que la asamblea procediera a elegir entre los candidatos restantes al que serviría como desayuno al día siguiente. El proceso se llevó a cabo.
En la primera votación se produjo un empate: la mitad de los miembros se decantó por un candidato a causa de su juventud, y la otra se decantó por otro a causa de su mayor corpulencia. El presidente otorgó el voto decisivo a este último, el señor Messick. Esta decisión provocó considerable disgusto entre los partidarios del señor Ferguson, el candidato derrotado, y hubo ciertos rumores de que se procediera a una nueva votación; pero cuando se disponían a ello, se presentó y aceptó una moción para aplazar la votación, y la asamblea se disolvió al instante.
Durante un buen rato, los preparativos para la cena distrajeron la atención de los partidarios de Ferguson del debate acerca de la afrenta recibida, y luego, cuando quisieron retomarlo, el feliz anuncio de que el señor Harris estaba ya listo acabó con toda intención de seguir discutiendo.
Improvisamos varias mesas con los respaldos de los sillones del vagón y nos sentamos a ellas con el corazón pleno de agradecimiento para disfrutar de la magnífica cena por la que suspirábamos desde hacía siete torturadores días. ¡Cómo cambió nuestro aspecto del que presentábamos hacía apenas unas horas! Hasta entonces, impotencia, hambre, ojos de triste desdicha, angustia febril, desesperación; y, en un momento, agradecimiento, serenidad, un goce demasiado intenso para ser proclamado. No me equivoco al decir que fue la hora más dichosa de mi atribulada existencia. El viento aullaba fuera, haciendo que la nieve golpeara furiosamente contra nuestro vagón-cárcel, pero ni uno ni otra podían hacernos sentir ya desgraciados. Harris me gustó. Sin duda podría haber estado un poco más hecho, pero puedo asegurar que nunca he hecho tan buenas migas con un hombre como con Harris, y que nadie me ha proporcionado nunca tan alto grado de satisfacción. Messick también estuvo muy bien, aunque quizá tenía un gusto un poco fuerte, pero como auténtico valor nutritivo y fibra delicada, nadie como Harris. Messick tenía sus buenas cualidades, no es mi intención negarlo ni pienso hacerlo, pero era tan adecuado para un desayuno como lo hubiera sido una momia: nada. ¡Qué delgadez! ¡Y qué duro! ¡Ah, estaba durísimo! No puede usted imaginarse hasta qué extremo. Es que no puede ni imaginárselo.
—¿Me está usted diciendo que…?
—Por favor, no me interrumpa. Después de desayunar, elegimos a un hombre llamado Walker, de Detroit, para cenar. Era exquisito. Así se lo conté por carta a su mujer. Era digno de todo elogio. Siempre me acordaré de Walker. Sabía un poco extraño, pero suculento. Y a la mañana siguiente tuvimos a Morgan, de Alabama, para desayunar. Era uno de los hombres más deliciosos que he tenido el gusto de conocer: apuesto, educado, refinado, hablaba perfectamente varias lenguas…, un perfecto caballero. Todo un caballero, y singularmente sabroso. Para cenar tuvimos a aquel patriarca de Oregón, y vaya un fraude, no hay discusión posible: viejo, correoso, duro; nadie puede imaginarse hasta qué punto. Así que acabé diciendo: «Caballeros, ustedes harán lo que les parezca, pero yo estoy dispuesto a esperar a que se haga otra elección». Y Grimes, de Illinois, dijo: «Caballeros, yo voy a esperar también. Cuando elijan a alguien que verdaderamente tenga “algo” que lo merezca, me uniré a ustedes con mucho gusto». Pronto se hizo patente el desagrado general respecto a Davis, de Oregón, así que, para conservar la buena armonía que tan agradablemente había imperado desde Harris, se convocó otra elección que dio como resultado la designación de Baker, de Georgia. ¡Estaba espléndido! Bueno, bueno… después de este, vinieron Doolittle, Hawkins, McElroy (hubo algunas quejas acerca de McElroy, porque era extraordinariamente bajo y delgado), Penrod, dos Smith, Bailey (Bailey tenía una pierna de palo, lo que evidentemente era una merma, pero por lo demás estaba excelente), un chico indio, un organillero y un caballero que respondía al nombre de Buckminister: un pobre vagabundo seco como un palo, que ni servía como compañía y mucho menos como desayuno. Nos alegramos de haberle elegido antes de que llegara el auxilio.
—¿Así que por fin llegó el bendito auxilio?
—Sí, llegó una mañana clara y soleada, justo después de una votación. El elegido fue John Murphy, y puedo asegurar que él habría sido el mejor de todos; pero John Murphy regresó con nosotros en el tren que vino a socorrernos, y vivió para casarse con la viuda de Harris…
—¿La viuda de…?
—La viuda de nuestra primera elección. Se casó con ella, y ahora es un hombre feliz, respetado y próspero. ¡Ah, fue como una novela, señor, como una auténtica novela…! Esta es mi parada, señor. Ahora debo despedirme. Cuando considere usted oportuno pasarse uno o dos días por mi casa, estaré encantado de recibirle. Me gusta usted, señor. Hasta diría que le he tomado cierto afecto. Puede que incluso llegara a gustarme tanto como el mismo Harris. Buenos días, señor, y que tenga un viaje agradable.
Y se marchó. Jamás en mi vida me había sentido tan asombrado, angustiado y desconcertado. Pero en el fondo me alegraba de que se hubiera marchado. Con aquellos modales tan exquisitos y aquella voz tan suave, me estremecía cada vez que dirigía su mirada hambrienta hacia mí; y cuando escuché que me había ganado su peligroso afecto y que estaba en su estima casi a la altura del finado Harris… ¡por poco se me para el corazón!
Me sentía anonadado hasta límites inimaginables. No dudaba de su palabra; no podía cuestionar ni un solo punto de una declaración impregnada de una verdad tan grave como la suya; pero sus horripilantes detalles me sobrepasaban y sumían mis pensamientos en una espantosa confusión. Vi que el revisor se me quedaba mirando y le pregunté:
—¿Quién es ese hombre?
—En otro tiempo fue miembro del Congreso, y uno de los buenos. Pero en una ocasión se quedó atrapado en un tren durante una gran nevada, y al parecer casi murió de hambre. Quedó tan trastornado por el frío y tan consumido por la falta de alimento, que después de aquello perdió la cabeza durante dos o tres meses. Ahora está bien, solo que es monomaníaco, y cuando habla de aquel viejo asunto no hay manera de pararle hasta que se ha comido todo el cargamento humano de aquel vagón. Si no llega a tener que apearse, a estas horas ya habría acabado con toda la gente del tren. Se sabe sus nombres tan de corrido como el abecedario. Cuando se los ha comido a todos y solo queda él, entonces siempre dice: «Habiendo llegado la hora de la habitual elección para el desayuno, y al no encontrar ningún tipo de oposición, salí debidamente elegido, tras lo cual, al no plantearse ninguna objeción, renuncié. Por eso estoy aquí».
Me sentí indeciblemente aliviado al saber que solo había estado escuchando las inofensivas divagaciones de un demente, en lugar del relato de la experiencia real de un caníbal sanguinario.
1868

lunes, 14 de noviembre de 2022

Antología de cuentos sobre antropofagia: CC4. La cocinera

Es perfectamente razonable que un grupo de enajenados gourmets esté dispuesto a justificar y hasta condonar los ingredientes criminales de un manjar siempre que sea egregio como pocos. Esto se debe a que la adicción al placer puede atrofiar la sindéresis; así, cualquier ser humano es capaz de apologar la crueldad porque ella no es más que un fin para un bien mayor. El caso es que, a medida que uno va leyendo esta brevísima narración de Julio Torri, se imagina que los fanáticos comensales de la “milagrosa cocinera” —convertidos en involuntarios antropófagos— estarían dispuestos a connivir que la mujer use niños para preparar sus exquisitos platillos. Sin embargo, eso no llega a suceder y pese a toda su congoja, los comensales dan parte a las autoridades y propician la muerte en la horca de la nunca antes vista cocinera.
Hay que decir que el sentido de la justicia de los antropofágicos comensales es inesperado y contradictorio, sobre todo porque su genuina aflicción es lo que cierra el texto en lugar del asco ante el terrible descubrimiento; cabe preguntarse por qué no simplemente hicieron lo que los tres monos sabios. Su civilizada resolución salpicada de arrepentimiento me lleva a clasificar este cuento en la categoría de lo psiquiátrico - consecuencialismo. Tanto para la cocinera como para sus comensales, el mero acto de la alimentación no es la razón de la antropofagia, sino que el deleite culinario alcanza una cota estética que supera a la ética, al menos si no en acciones, en pensamiento. En cuanto a la cantidad de carne humana consumida, estamos ante un platillo.
Resta agregar —como apunte inseguro— el ligero aire brujeril u ogresco que flota en la narración. La cocinera resulta una especie de bruja u ogro sofisticada cuyo bárbaro arte es puesto al servicio de la aséptica, civilizada, frívola y moderna gente.

...más vale que vayan los fieles a perder su tiempo en la maroma, que su dinero en el juego, o su pellejo en los fandangos.
GENERAL RIVA PALACIO: Calvario y Tabor

POR INAUDITO que parezca hubo cierta vez una cocinera excelente. La familia a quien servía se transportaba, a la hora de comer, a una región superior de bienaventuranza. El señor manducaba sin medida, olvidado de su vieja dispepsia, a la que aun osó desconocer públicamente. La señora no soportaba tampoco que se le recordara su antiguo régimen para enflaquecer, que ahora descuidaba del todo.
Y como los comensales eran cada vez más numerosos renacía en la parentela la esperanza de casar a una tía abuela, esperanza perdida hacía ya mucho.
Cierta noche, en esta mesa dichosa, comíamos unos tamales, que nadie los engulló mejores.
Mi vecino de la derecha, profesor de Economía Política, disertaba con erudición amena acerca de si el enfriamiento progresivo del planeta influye en el abaratamiento de los caloríferos eléctricos y en el consumo mundial de la carne de oso blanco.
—Su conversación, profesor, es muy instructiva. Y los textos que usted aduce vienen muy a pelo.
—Debe citarse, a mi parecer —dijo una señora—, cuando se empieza a olvidar lo que se cita.
—O más bien cuando se ha olvidado del todo, señora. Las citas sólo valen por su inexactitud.
Un personaje allí presente afirmó que nunca traía a cuento citas de libros, porque su esposa le demostraba después que no hacían al caso.
—Señores —dijo alguien al llenar su plato por sexta vez—, como he sido hasta hoy el más recalcitrante sostenedor del vegetarianismo entre nosotros, mañana, por estos tamales de carne, me aguardan la deshonra y el escándalo.
—Por sólo uno de ellos —dijo un sujeto grave a mi izquierda— perdería gustoso mi embajada en Mozambique.
Entonces una niña...
(¿Habéis notado la educación lamentable de los niños de hoy? Interrumpen con desatinos e impertinencias las ocupaciones más serias de las personas mayores.)
...Una niña hizo cesar la música de dentelladas y de gemidos que proferíamos los que no podíamos ya comer más, y dijo:
—Mirad lo que hallé en mi tamal.
Y la atolondrada, la aguafiestas, señalaba entre la tierna y leve masa un precioso dedo meñique de niño.
Se produjo gran alboroto. Intervino la justicia. Se hicieron indagaciones. Quedó explicada la frecuente desaparición de criaturas en el lugar. Y sin consideración para su arte peregrina, pocos días después moría en la horca la milagrosa cocinera, con gran sentimiento de algunos gastrónomos y otras gentes de bien que cubrimos piadosamente de flores su tumba.

jueves, 20 de octubre de 2022

Antología de cuentos sobre antropofagia: BR1. Dos diálogos sobre la incorporación y la transmudación

Es penoso extirpar estos fragmentos de la Historia cómica de los Estados e Imperios de la Luna y presentarlos sin el contexto que los significa en plenitud; por desgracia tampoco es viable transcribir el total de la novela de Cyrano de Bergerac sólo para fijarse en unas cuantas líneas. Por eso, ruego al eventual lector de este blog que, en la medida de lo posible, se proponga leer El otro mundo y apreciar la diversidad de matices y discursos que su autor sostiene: las críticas al geocentrismo, antropocentrismo y a la escolástica; el repaso de los progresos astronómicos de Copernico y Kepler; la extraña filiación a ideas de corte animista, esotérico y alquimista; el paradójico paganismo anacrónico del autor; y su atomismo, este último renovado por Pierre Gassendi. Pero no sólo eso, sino el argumento disparatado de un viajero sideral que se entrevista con una multitud de formas de vida; la desatada imaginación de un autor ecléctico y efusivo que dejaría una impronta notable en otras ficciones como Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift¹ o Micromegas de Voltaire.
Ahora bien, a primera vista, la brevedad de estos pasajes debería ser razón suficiente para que en lugar de dedicarles una entrada individual, los colocara modestamente en aquel wunderkammer llamado Golosina Caníbal; pero el motivo de la antropofagia presentado por Bergerac es tan inconvencional que exige un tratamiento especial

***

Determinar si vivimos para comer o si comemos para vivir es una cuestión baladí porque finalmente vivimos y comemos; ambos actos son la cara de un disco de Odín. Hasta ahora, la mayoría de los antropófagos y caníbales que hemos encontrado, suelen tener el común denominador de que comen para vivir y viceversa. Por ejemplo, aquella nación que sesiona secretamente, dubitando en si enlatarán la carne de los viejos o de los infantes, piensa en un fin inmediato: alimentarse; es el caso, también, de Tombuctú, quien come prusianos a falta de otras alternativas de carne; y el de Margarita devorándose a su familia, presa de un apetito feroz. Todos ellos proceden bajo el sencillo principio de: comer para vivir, vivir para comer.
Pero comer para vivir no es la única razón que conduce a cometer antropofagia —como hemos podido comprobar a lo largo de esta antología—; si acaso, sólo es el motivo más convencional y lógico. Lo notable son los antropófagos que comen no para vivir, sino que en el acto de consumir materia humana tienen un fin posterior, incluso superior. Aunque no abundan los ejemplos, los cobradores de Eumolpo y todas las vendettas de la mitología griega son muestras de acciones que exceden la mera necesidad alimenticia; aunque, hay que decir que, sus motivaciones y finalidades son bastante vulgares y, no se comparan con la antropofagia imaginada por Bergerac.
El primero de los fragmentos es un coloquio donde el autor usa el discurso del selenita para atacar las tradiciones de la cristiana sepultura y la inmortalidad del alma, al tiempo que expone los fundamentos de lo que Sylvie Romanowski denomina cuerpo epistemológico.² Como comentaba al inicio, Cyrano sostenía, siguiendo a Gassendi, que la materia está compuesta por pequeños cuerpos llamados átomos; estas partículas se unen en el vacío para formar toda clase de estructuras complejas y diversas. El cuerpo, al ser el resultado de una combinación fortuita, no alberga un alma, podría decirse que es el alma en sí o que en realidad no hay alma; y que esta identidad está en constante tránsito y transmudación. Entonces, la antropofagia en la Luna no se comete para aprovechar la materia del cadáver, en realidad es una estrategia que propicia la trascendencia del ser que acaba de dejar su existencia. Estamos ante un ritual de caníbales donde materialismo y animismo se unen en la idea de que el cuerpo es información inmaterial que yace en partículas —válgame la redundancia— materiales; quien devora este cuerpo epistemológico, esta materia que es información, la incorpora a sí mismo y, después, en la orgía, hace transmudar esa esencia material garantizando, azarosamente, la vida después de la muerte. No hay un comer para vivir, a menos que sea vivir más allá de la vida.
El segundo fragmento es una embestida aún más vigorosa y abierta contra el cristianismo y la teología de la resurrección del alma. A propósito de este pasaje, Cătălin Avramescu nos dice que:
Después de este discurso, al visitante de la tierra le parece que el “Anticristo” acaba de hablar. En estos pasajes, el propósito del caníbal no es solo confundir a los teólogos sino también adormecer a Dios. Simultáneamente al libertinaje y al radicalismo filosófico de la Ilustración, el caníbal se convierte, por difícil encarnación, en vehículo de una crítica de la religión cristiana. Puede jugar el mismo papel porque ya está asociado con el ateísmo más escandaloso. Transgresor de la ley natural enunciada por Dios, es en esencia un rebelde contra la Divinidad. Enemigo implacable del Cielo, encarna una monstruosa inversión de los principios cristianos. En la Edad Media, personifica los extremos del ateísmo y la herejía. Sin embargo, los escritores modernos secuestran este potencial para criticar el fanatismo religioso.”³
El argumento del atomismo se retoma pero ahora es contrastado con las ideas que Dyrcona trae de la tierra; ante semejante retórica, la mente de cualquier piadoso cristianito se escandalizaría; para Bergerac es la oportunidad de ridiculizar los absurdos de la escolástica. Por otro lado, una vez más, la antropofagia no es un simple comer para vivir.
Hay que destacar cómo los mundanos actos de comer y copular adquieren, en la obra de Cyrano de Bergerac, posibilidades trascendentales: la incorporación y la transmudación de la materia.
Los caníbales de la Luna encarnan a la perfección el arquetipo del bárbaro; aunque en muchos aspectos terminan siendo más sensatos y civilizados que los terrícolas. Su antropofagia está sistematizada y persigue un fin trascendental, por lo que enmarcan en la categoría de Lo exótico y la subcategoría de los Ritos. En el aspecto de cuánta y qué partes del cuerpo humano consumen, los selenitas están en el segundo grado de la antropofagia, los platillos.

³ An Intellectual History of Cannibalism. Cap. 5. C. Avramescu, 2011.

Rito funerario selenita

»Pero esa no es nuestra manera más hermosa de inhumar. Cuando uno de nuestros filósofos llega a una edad en la que siente debilitarse su espíritu, y el hielo de los años embotar los movimientos de su alma, reúne a sus amigos en un banquete suntuoso; luego de haber expuesto los motivos que lo han orillado a la decisión de despedirse de la naturaleza, y la poca esperanza que hay de añadir algo a sus bellas acciones, se le concede la gracia; es decir, se le ordena la muerte, o bien se le exige enérgicamente que viva. Así, cuando unánimemente se ha hecho depender su aliento de sus manos, a sus allegados se les notifica el día y el lugar; éstos se purgan y se abstienen de comer durante veinticuatro horas; después, cuando llegan a la morada del sabio, y luego de haber hecho sacrificios al sol, entran en la recámara en la que el generoso los espera sobre un lecho de gala.¹ Todos quieren abrazarlo; y, cuando es el turno de aquél al que más ama, después de haberlo besado tiernamente, lo apoya sobre su vientre y, uniendo su boca a la de él, con la mano derecha se encaja un puñal en el corazón. El amante no separa sus labios de los del amado hasta que no lo siente expirar, entonces retira el arma de su seno, y, tapando la herida con su boca, traga su sangre, que chupa hasta que un segundo lo sucede, luego un tercero, un cuarto, y finalmente todo el grupo, y cuatro o cinco horas después le presentan a cada uno una muchacha de dieciséis o diecisiete años, y, durante los tres o cuatro días que disfrutan el placer del amor, solo se alimentan con la carne del muerto que les hacen comer totalmente cruda, con el fin de que, si de cien abrazos puede nacer algo, tengan la seguridad de que es su amigo quien revive.
Interrumpí ese discurso para decir al que lo pronunciaba que esas costumbres tenían mucha semejanza con las de algún pueblo de nuestro mundo [la Tierra] [...].

¹ Esa visión de que la muerte del sabio debe ser una fiesta para sus amigos remonta a la Antigüedad: es frecuente entre los estoicos, en particular Séneca (Epístolas morales a Lucilio, XVII) y fue rescatada por Francis Godwin en El hombre en la luna.

Contra la inmortalidad del alma

—Pero —le dije— si nuestra alma muriera, como bien veo que quiere usted concluir, la resurrección que esperamos no sería pues más que una quimera, pues Dios tendría que volver a crearla, y eso no sería resurrección.
Me interrumpió con un cabeceo:
—¡Ay, a fe suya! —exclamó—, ¿quién lo ilusionó con ese cuento? ¡Cómo!, ¿usted? ¡Cómo!, ¿yo? ¡Cómo!, ¿mi sirvienta resucitar?
—No es —le respondí— un cuento inventado sin motivo; es una verdad indudable que voy a probarle.
—Y yo —dijo— le probaré lo contrario: Para empezar, pues, supongamos que se come a un mahometano; ¡usted lo convierte, por lo tanto, en su sustancia! ¿No es cierto que ese mahometano, una vez digerido, se vuelve en parte carne, en parte sangre, en parte esperma? Luego, usted abraza a su mujer, y del semen, sacado por completo del cadáver mahometano, usted da la vida a un hermoso cristianito. Yo le pregunto: ¿el mahometano tendrá su cuerpo? Si la tierra se lo devuelve, el cristianito no tendrá el suyo, puesto que sólo es por completo una parte del mahometano. Si me dice que el cristianito tendrá el suyo, Dios le arrebatará, pues, al mahometano lo que el cristianito sólo ha recibido del mahometano. Así, ¡es absolutamente necesario que el uno o el otro carezca de cuerpo! Tal vez me responda que Dios reproducirá la materia para proporcionársela a aquel que no tenga la suficiente. Si, pero otra dificultad nos sale al paso, y es que, al resucitar el mahometano condenado, y al proveerlo Dios de un cuerpo nuevecito, debido a que el cristiano le ha robado el suyo, como el cuerpo por sí solo, como el alma por sí sola no constituye al hombre, sino el uno y la otra unidos en un solo sujeto, y como el cuerpo y el alma son partes también integrantes del hombre tanto el uno como la otra, si Dios modela a ese mahometano otro cuerpo aparte del suyo, ya no es el mismo individuo. Así, Dios condena otro hombre diferente de aquel que ha merecido el infierno; así, ese cuerpo se ha entregado al libertinaje, ese cuerpo ha abusado criminalmente de todos sus sentidos, y Dios, para castigar a ese cuerpo, arroja a otro al fuego, otro que es virgen y puro, y que nunca ha prestado sus órganos a la ejecución del menor crimen. Y lo que sería aún más ridículo, es que ese cuerpo habría merecido el infierno y el paraíso a la vez, pues, como mahometano, debe ser condenado; como cristiano, debe ser salvado; de manera que Dios no podría ponerlo en el paraíso sin ser injusto, al recompensar con la muerte eterna la beatitud que había merecido como cristiano. Debe, pues, si quiere ser equitativo, condenar y salvar eternamente a ese hombre.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...