domingo, 18 de marzo de 2018

Para romper con la hegemonía de las cuatro habitaciones

Acabo de preguntarme cuál es la razón por la cual la mayoría de la música pop está hecha en 4/4. Después de revisar un par de comentarios e ideas en internet he sacado algunas conclusiones.
De repente salen explicaciones relacionadas con cuestiones biológicas: "es un ritmo que empata con el latido del corazón". Sin embargo está demostrado que no es el 4/4 el que se adapta al corazón, sino más bien este se adapta al ritmo de la música. Incluso, dichos estudios afirman que las personas con educación musical tienen la habilidad de empatar sus frecuencias cardíacas con la música que interpretan, esto en un proceso inconsciente. Entonces podemos descartar una relación específica entre el 4/4 y el corazón.
Por otro lado, hay argumentos psicológicos: "el 4/4 es satisfactorio para el cerebro por su equilibrio y simetría, por eso resulta tan común en la música". En este respecto, pienso que no es del todo cierto que el 4/4 es un compás tan equilibrado. Es decir; si a esas vamos, el 2/4 es mucho más quilibrado, una sucesión de un pulso fuerte y uno débil, totalmente dual y ¿Qué es más equilibrado que algo que solo contiene dos elementos? A diferencia del 4/4 que tiene un pulso fuerte, luego un débil, después uno semifuerte y al final uno débil. Si hacemos una estadística, es un compás bastante desequilibrado, en escencia mucho más débil por su estructura. Por otro lado el 2/4 evoca cualidades e ideas como lo alto y lo bajo, lo bueno y lo malo, lo femenino y lo masculino, la luz y la oscuridad; todas estas cosas son complementarias entre sí, es decir alberga una idea de equilibrio muy bien definida. Así que después de esto, me atrevo a decir que también es incorrecto pensar que la naturalidad de 4/4 tenga una razón psicológica. Incluso, cabe agregar, que en los albores de la música tonal tal como la conocemos, se pensaba que el 3/4 era el compás perfecto, por su división tripartita, que evocaba la santísima Trinidad.
Creo que estamos ante un fenómeno particular, una paradoja donde no sabemos cuál es la causa y cuál el efecto: ¿el 4/4 es natural porque se usa a diestra y siniestra o se usa a diestra y siniestra porque es natural? Quizá nunca lo sabremos a con certeza...
Lo cierto es que nacemos rodeados de música en este compás. Quizá no es hiperbólico afirmar, que siguiendo el principio de Pareto, el 80% de lo que oímos está en 4/4... y a menor cultura musical, más bajo éste dominio rítmico estamos. Pero ¿qué hay del 20% de música restante? En géneros como el jazz, el rock progresivo o la música folclórica abundan divisiones rítmicas inusuales o diferentes (6/8, 12/8, 5/4, 7/4 ¡10/π!, 6.5/8... etc...) que ofrecen variedad y alternativa.
Ahora, podría clasificar estos compases diferentes en base a las dos sensaciones que producen:
Sutiles: cuando a pesar de que lo que oímos es un compás extraño, uno no se da cuenta.
Evidentes: cuando la sensación rítmica inusual está tan presente que da la impresión de estar oyendo algo que está incompleto, desfasado o hasta que los músicos tocan de manera errada.
Se me ocurre que hay mucha música que se decanta por una de estas dos posibilidades, y hay otra tanta que combina ambas posibilidades; incluso música que combina compases regulares e irregulares para diversificar las posibilidades sonoras.
Resta agregar que oír música sólo en 4/4 (o 2/4, 6/8 y su homólogo 3/4) no es algo totalmente malo, sólo un poco castrante en cuanto a las posibilidades de goce estético que nos estamos negando al no explorar más música; finalmente el 4/4 y cía. son límites y los límites tienden al infinito.
Para romper con la hegemonía de las cuatro habitaciones sería bueno comenzar por agregar una quinta habitación:
Animals del sexto álbum de la banda británica Muse. De lo más tranquilo de la producción de este trío. El 5/4 a veces se percibe sutil y otras veces la sensación de irregularidad es más convincente.
5/4 una canción de Gorillaz donde coexisten en bicrono un 5/4 sobre un 4/4, la sensación del ritmo irregular es evidente.
Take five un clásico del jazz, pequeña obra maestra del Dave Brubeck Quartet, un tema donde el ritmo es tan sutil que pasa desapercibida su división de 5/4, además de que el título es una alusión a su compás.
Seven days del genio Sting, un artista que ha tocado como pocos un sin fin de facetas sonoras, este tema en 5/4.
5 - 4=Unity de Pavement, una banda un tanto desconocida. El título de la canción es bastante original, ya que alude a su configuración rítmica de 5/4, a pesar de que en varios momentos cambia brevemente a un 6/8. Hay una clara influencia de Take five de Brubeck.

lunes, 12 de marzo de 2018

Antología de cuentos musicales: 4. Sueño de flauta

1. Leo a cuentagotas la Preceptiva Literaria de Juan Rey, una edición española de los 60, libro propiedad del doctor. En la página 8 hay algo que me dejó estupefacto: 

3. Las bellas artes se dividen en ópticas y acústicas, según el medio material de que se sirven para realizar la belleza. 
LAS ARTES ÓPTICAS se valen de un medio que impresiona el sentido de la vista. Son la arquitectura, la escultura y la pintura. 
LAS ARTES ACÚSTICAS emplean un medio que hiere el sentido del oído. Son la música y la literatura.

La música y la literatura emparentadas a un nivel que ni sospechaba. Razón por la cuál elegí el siguiente cuento, dónde la música se vuelve palabra hasta poesía y aún así sigue sonando su tonada, su sombría melodía.
1.2. [subnota posterior a la publicación inicial de esta entrega de la antología] Curiosamente leí, hace poco, la introducción del libro Teoría general de la música de Hans Moser, publicado por la editorial UTEHA; en dicho material el autor analiza las relaciones de la música con otras artes. En principio cataloga a la música como un arte Elocutiva, Temporal y Dinámica, en contraposición con las artes Plásticas, Espaciales y Estáticas.  Propone una tabla donde, por proximidad de contiguidad, la Danza (mímica) queda a la izquierda de la Música y la Poesía queda a la derecha. A manera de espejo están en correspondencia la Pintura y artes gráficas, junto a esta Construcción (arquitectura) y al final Escultura (plástica).  Además de relacionarse directamente con la Danza y la Poesía, la Música, se relaciona directamente con la Construcción (arquitectura). No podría estar más de acuerdo. Cito: “Con las artes plásticas, en particular con la arquitectura, la música tiene en común la elaboración de las formas y la ornamentación estilística temporal. Con la danza y la mímica se dan relaciones de coincidencia rítmicas y otras, debido a la facultad de la música de evocar, mediante figuras rítmicas, movimientos del cuerpo y expresiones del alma.”
2. La dinámica de trabajo en la materia de Historia de la música terminó siendo un tedioso ejercicio de exposiciones por equipos; uno de ellos habló sobre los Trovadores y Juglares medievales. Me llamó la atención el equivoco que cometieron al decir que los Bardos eran músicos, siendo que en realidad la figura del Bardo está más asociada con la de poeta (aunque algo hay de colindante entre los bardos y los juglares). El error deriva de tomar de manera literal la voz Cantar, siendo que al referirse al canto del Bardo se dice que Cantar es 13. tr. Componer o recitar textos en verso para celebrar algo o elogiar a alguien.  Cantar a la tierra natal, a la amada. U. t. c. intr.
3. Todo esto me recordó la fábula Canción de amor, de K. Gibrán Khalil, que versa sobre un bardo y su canción (esta última voz en el sentido de 

1. f. Composición en verso, que se canta, o hecha a propósito para que se pueda poner en música. Y 6. f. Métr. Antigua composición poéticaque podía corresponder a distintos géneros, tonos y formas, muchas con todos los caracteres de la oda.). En la versión en línea que hallé de la narración se sustituye la palabra bardo por poeta, supongo que por cuestiones de claridad.

4. En este cuento de Hesse la distinción entre Bardo, Poeta, Cantante y Trovador se ve un tanto diluida, haciendo pensar que a momentos el protagonista es o Poeta o Músico... Quizá no haya diferencia.

—¡Mira! —me dijo mi padre al entregarme una pequeña flauta de marfil— tómala y no olvides a tu viejo padre cuando trates de agradar a la gente en tierras lejanas cuando la arranques armonías bellas. Ya es hora de que viajes por el mundo y adquieras conocimientos. Mandé hacer esta flauta porque veo que no te gusta hacer trabajo alguno, pero te gusta cantar. Sólo que siempre debes escoger canciones alegres y festivas o de lo contrario echarías a perder ese don que Dios te ha dado...
Mi querido papá conocía poco de música, era un hombre de letras, y suponía que todo lo que tendría que hacer era soplar un poco la flauta y nada más. No quise decepcionarlo, así que le di las gracias y guardé la flauta en el bolsillo antes de despedirme.
Yo no conocía nuestro pequeño valle sino hasta llegar al molino de la finca; de ahí en adelante comenzaba el mundo para mí y eso me dió mucho gusto. Una abeja, cansada de zumbar por ahí se posó en la manga de mi chaqueta, la cogí con cuidado y la guardé con el fin de que desde el primer sitio de descanso la pudiera enviar como mensajera de mis más cordiales saludos.
Atravesé bosquecillos y praderas y seguí el curso del río; me fui dando cuenta de que el mundo era diferente a mi casa. Árboles y flores, las mazorcas de maíz y los arbustos de avellanos me platicaban al pasar. Me uní al coro de sus canciones y al escuchar la abeja los sones conocidos, despertó, subió hasta mi hombro y se echó a volar con su natural zumbido, dió un par de vueltas a mi alrededor y luego se alejó directa como una flecha rumbo a mi casa.
Un poco después, una jovencita salió por entre la urdimbre del verde follaje con una canasta bajo el brazo y con su rubia cabeza cubierta por un ancho sombrero de paja.
—¡Grüss Gott! —le dije tratando de ser cordial—¿dónde piensas ir?
—Llevo comida a los segadores —me contestó al caminar graciosamente a mi lado— ¿Y tú, a dónde vas hoy?
—Voy a conocer el mundo, mi padre me ha enviado. Piensa que debo dar conciertos con la flauta, pero no sé cómo hacerlo, necesito aprender primero a tocarla.
—Vamos, vamos. ¿Qué es lo que realmente puedes hacer? Todo el mundo sabe hacer algo...
—Pues, nada en especial. Puedo cantar.
—¿Qué clase de canciones?
—Tú sabes, toda clase de canciones, sones para la mañana y para el atardecer, para todos los árboles, animales y las flores. Por ejemplo, ahora puedo cantar una canción sobre una joven doncellita que sale del bosque con una canasta de almuerzo para los segadores.
—¿Deveras? Vamos, pues cántala ya...
—Está bien... ¿Pero cómo te llamas?
—Brigitte.
Entonces canté una linda canción sobre la bella Brigitte, con su sombrero de paja y lo que llevaba en la canasta, cómo las flores la contemplaban y una azul florecilla trataba de acariciarla. Todo eso con alusiones especiales. La chica prestaba gran atención y me dijo que la tonada era bonita. Cuando le dije que tenía hambre, destapó la canasta y me alargó un pedazo de pan. Le di una mordida y seguí caminando de prisa.
De improviso, ella dijo con alegre gracejo:
—No debes correr mientras comes. Cada cosa a su tiempo...
Así que nos sentamos sobre el pasto, comí el pan mientras ella se mecía con las manos alrededor de sus rodillas.
—¿Quieres cantarme otra canción? —me dijo cuando acabé el pan.
—Por supuesto. ¿Qué clase de versos quieres? 
—Versos sobre una doncella cuyo novio huye y está triste...
—No. Eso no lo puedo hacer. No sabría cómo expresarlo, además, nunca debemos estar tristes. Yo debo cantar sólo cosas alegres y animosas. Eso me dijo mi papá. Te cantaré una sobre el cuchillo o sobre la mariposa...
—¿Entonces, no sabes nada del amor?
—Del amor, pues claro que sí. Es lo más hermoso de la vida.
Sin pérdida de tiempo le canté sobre el rayo del sol enamorado de los capullos de la amapola, al jugar alegremente sobre las flores. Sobre la hembra del pinzón que aguarda a su macho, pero que al verlo se lanza al vuelo pretendiendo estar aterrorizada. Luego le canté acerca de la doncella de ojos oscuros y de su joven cantor que recibe en premio un pedazo de pan hogareño, pero que ya no quiere más pan, sino un beso de la niña, y mirarse en sus ojos oscuros, tan hermosos, y que no dejará de cantar hasta verla sonreír y sellar sus labios con los suyos...
Brigitte se inclinó al momento y oprimió sus labios con los míos, cerró los ojos y luego al abrirlos me miré reflejado en sus pupilas, fue un momento fugaz de dorados destellos y del brillo de las flores en la tibia pradera.
—El mundo es muy hermoso —le dije—. Mi padre tenía razón. Ahora, déjame que te ayude con la canasta y la llevaremos a tus segadores que aguardan ya con bendita impaciencia.
Recogí la canasta y seguimos caminando, sus pasos al ritmo con los míos y con el mismo júbilo los dos; la floresta murmuraba gentil y fresca desde su ámbito en la altura. Jamás había vagado en forma tan placentera y no dejé de cantar hasta que noté que me excedía: pero es que había tantas canciones sugeridas por el propio valle y las montañas, del prado y de los árboles, del murmullo de las aguas del río, tantas historias que contar al canto...
Entonces reflexioné que si yo podía comprender simultáneamente tantos miles de sones mundanos acerca de los prados y las flores, de la gente y de las nubes y de todas las cosas, de los animales, de las montañas y los mares distantes, de las estrellas y la luna, y si todo esto podía resonar en mi interior simultáneamente, entonces sería un dios todopoderoso y cada una de mis canciones ocuparía un lugar en cada estrella.
—Aquí tengo que desviarme —me dijo—. Nuestra gente trabaja en el campo de ese lado. ¿Y tú, a dónde vas? ¿Quieres venir conmigo?
—No. No puedo acompañarte. Tengo que salir al mundo. Mil gracias por el pan, Brigitte, y por el beso. Pensaré en ti.
Tomó la canasta, y sobre ella me volvió a mirar profundamente y sus labios se prendieron de los míos y su beso fue algo tan dulce y tan agradable que apenas pude contenerme; pero luego le dije rápidamente adiós y seguí mi camino por el sendero.
La muchacha trepó lentamente por la colina boscosa, y bajo el follaje de los avellanos a la orilla de la floresta, se detuvo y se volvió para verme; yo le hice señales con la mano y agitando el sombrero, movió ligeramente la cabeza y desapareció entre la sombra de los árboles, silenciosamente.
Yo, por mí parte, seguí mi camino entretenido con mis pensamientos y llegué a un recodo del sendero.
Ahí había un molino y junto a sus rulos una barca sobre el agua en la que estaba sentado un hombre solitario, que parecía esperarme, porque al tocarme el sombrero para saludar y subir a la lancha, ésta comenzó a deslizarse a favor de la corriente. Me senté hacia el centro y el hombre se colocó a la popa junto al timón. Le pregunté a dónde íbamos y el hombre se concentró a mirarme con fríos ojos grises nublados.
—Donde tú quieras —dijo al fin—. Río abajo y hasta el océano, o a las grandes ciudades. Escoge. Todo me pertenece.
—¿Qué todo es tuyo? Entonces, ¿eres el rey?
—Quizá —repuso—. Y al parecer tú eres un poeta. Cántame una canción mientras viajamos.
Pude controlarme un poco. Tenía temor por la solemnidad del hombre gris y porque la barca iba tan aprisa y silenciosa sobre el río. Canté sobre el rio que deja cruzar las barcas y refleja el sol; que se estrella contra los arrecifes costeros y se alegra cuando llega a su destino.
El rostro del hombre seguía impasible. Cuando dejé de cantar, aprobó con un movimiento de cabeza y luego, para mí sorpresa, él comenzó a cantar, y también le cantó al río y al curso del río a través de los valles, y su canción era más hermosa y profunda que la mía, aunque todo sonaba en forma diferente.
Mientras el hombre cantaba, el río se precipitaba por entre las colinas como un vándalo, negro y salvaje, con los dientes apretados al luchar contra las represas de los molinos y el arco de los puentes; parecía odia a todas las barcas que transportaba y entre sus olas y plantas verdes acuáticas parecía mecer todos los cuerpos que había ahogado.
Nada de esto me agradaba, y sin embargo, el sonido del tránsito era tan bello y misterioso que quedé completamente confuso y guardé silencio. Si lo que este sutil y sagaz individuo iba cantando en su voz apagada era verdad, entonces todas mis canciones eran puras tonterías y chiquilladas. Era de ver que el mundo no era bueno y brillante como el propio corazón de Dios, sino algo oscuro y desesperado, maligno y sombrío; que cuando las selvas crujían, no era de gozo sino de dolor.
Seguimos viajando y las sombras se hacían más largas, y cada vez que yo comenzaba a cantar, me faltaba énfasis y seguridad, mi corazón se debilitaba, mientras que cada vez que él me replicaba lo hacía con una canción proyectando al mundo como más enigmático y desgraciado. Yo me sentía más oprimido y apenado.
Me dolía el alma y lamentaba no haberme quedado en la orilla admirando las flores y a la bella Brigitte. Para consolarme, volví a cantar en voz alta, mientras se iba oscureciendo y entonces canté la canción de Brigitte y de sus besos.
Llegó el crepúsculo y guardé silencio, entonces el hombre al timón volvió a cantar y él también hablaba de amor y de los placeres del amor, de ojos azules y ojos castaños, de labios húmedos. Su apasionado cantar en medio del fragor de la corriente era algo hermoso e impresionante, pero en su canción, también el amor tenía tintes negros y terribles y encerraba un gran misterio que todos los hombres buscaban a tientas, locos y sangrantes en su dolor, y con el cual se torturaban y mataban entre sí. 
Escuché con atención mientras me invadía el cansancio, como si ya hubiera viajado durante años y no hubiera encontrado nada sino tristeza y miseria. Me llegaba del extraño sujeto una rara corriente de angustia y desesperación que oprimía el corazón.
—Entonces... la vida no es lo más alto y mejor —grité al fin con argura—, sino la muerte. Te ruego, afligido rey, que me cantes una canción a la muerte...
El extraño personaje accedió a mi petición y cantó a la muerte, y su canto era más hermoso de todo lo que yo había oído. Pero tampoco la muerte era lo mejor y más elevado, incluso en la muerte no había satisfacción. La muerte era la vida, y la vida era la muerte, y vas estaban atadas en una eterna y loca lucha amorosa, y esto era la palabra final y el significado del mundo; de ahí surgía una sombra que enturbiaba todo gozo y belleza, envolviéndolos en su oscuridad. Pero del fondo de la oscuridad, el gozo ardía con más fervor y belleza, y el amor tenía un brillo más profundo en medio de la noche.
Escuché y quedé totalmente inmóvil; ya no tenía voluntad propia sino la del hombre extraño y enigmático. Me miraba con calma y con cierta amabilidad triste; sus ojos grises estaban llenos de la pena y belleza del mundo. Finalmente me sonrió y cobré un poco de valor en medio de mi angustia.
—¡Oh... atraquemos la barca ya! Siento pavor aquí en la oscuridad y quiero regresar hasta el sitio donde dejé a Brigitte, y volver a casa con mi padre...
El hombre se incorporó y apuntó el dedo hacia la noche, la luz de la linterna hacía destacar su rostro.
—No hay forma de regresar —dijo en tono solemne y amable—. Uno debe siempre seguir adelante si quiere captar el mundo. Tú ya has disfrutado de lo mejor y más agradable con la muchacha de ojos castaños, y mientras más lejos te mantengas de ella mejor será para ti. Pero, no importa, conduce al sitio que quieras; toma mi lugar en el timón...
A pesar de sentirme mortalmente desesperado, me di cuenta de que tenía razón. Lleno de anhelo pensé en Brigitte, en mi casa y en todo lo que había estado cerca de mí, y que ahora había perdido. Pero ahora tenía que llevar el timón, era necesario.
Me incorporé a mi vez y caminé por la barca hasta el banco del piloto, en el tránsito el hombre vino a mi encuentro y me miró con fijeza; luego me entregó la linterna.
Pero cuando me senté al timón y coloqué la linterna a mi lado, me encontré solo en la barca. Estremecido me di cuenta de que el extraño individuo había desaparecido, pero esto no me sorprendió. Había tenido una premonición. Me parecía que todo ese día de aventuras con Brigitte, el recuerdo de papá y de mi aldea, todo había sido un sueño y de que ya era viejo y amargado, que había viajado eternamente por este río nocturno.
Supe que no debía llamar al extraño y este reconocimiento me dió escalofríos.
Para asegurarme de lo que ya sospechaba, me incliné afuera de la barca y levanté la linterna; del negro espejo de las aguas un rostro me atisbaba, un rostro de facciones severas y solemnes, de ojos grises, un rostro bien conocido... ¡Era mi rostro!
Y cómo no había camino de regreso, seguí bogando sobre las negras aguas a lo profundo de la noche.

Antología de cuentos musicales: 3. El tambor de Shiloh

Cuando uno comienza a estudiar música, una de las primeras cosas que le enseñan es que esta está constituida por tres elementos: Ritmo, Melodía y Armonía; la división obedece, quizá, a una de las posibles evoluciones históricas del arte sonoro: En el principio, puramente rítmico, primitivo y cercano a los instintos más básicos del ser humano; después, el surgimiento de la melodía, una forma de manipular las alturas de manera consecutiva para articular discursos; y al final la armonía, la parte más intelectual y estructurada de la música.
El siguiente cuento va del ámbito rítmico, pero con un uso no propiamente musical, sino con una finalidad bélica.
La idea de la música con aplicaciones bélicas es relativamente nueva en nuestra época, pero hay referentes culturales importantes, como el pasaje bíblico del libro de Josué, que habla sobre la conquista de Jericó. El versículo 20 relata que 7 sacerdotes con 7 trompetas y el pueblo israelita gritando a voz en cuello derribaron los muros de la ciudad sitiada. Ya entrados en materia, en la época actual, son muy conocidos los casos de bombardeos acústicos en los recientes conflictos armados en medio oriente. Eso en el ámbito de música para agredir. Pero el cuento va más allá; aquí la música aparece como refuerzo bélico, como una suerte de tónico inmaterial que canaliza la fuerza de los soldados para el combate. 
Resulta interesante la relación tan estrecha que hay entre las percusiones y los instintos más salvajes de los hombres. El tambor potencia un estado mental primitivo, propicio para el combate. Sin más prolegómeno: El tambor de Shiloh.

En la noche de abril, más de una vez, los capullos caían de los árboles de la huerta y golpeaban apenas la piel del tambor. A medianoche un melocotón endurecido que había quedado milagrosamente en una rama todo el invierno, fue rozado por un pájaro, cayó rápido e invisible, golpeó una vez, como un pánico, y el niño se sobresaltó, incorporándose. Escuchó en el silencio el sonido de su corazón que se alejaba en un redoble, se alejaba, y al fin se le iba de los oídos y se le instalaba otra vez en el pecho.
Luego, el niño volcó el tambor de costado, de modo que la redonda cara lunar lo miraba de frente cada vez que habría los ojos.
La cara del niño, alerta o en descanso, era solemne. Era en verdad un tiempo solemne y una noche solemne para un muchacho que acababa de cumplir catorce años y estaba ahora en el campo de melocotones cerca del Arroyo del Búho, no lejos de la iglesia de Shiloh.
—... treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres...
Ya no veía nada, y dejó de contar.
Más allá de las treinta y tres sombras familiares, cuarenta mil hombres, agotados por una nerviosa expectación, incapaces de dormir a causa de unos románticos sueños de batallas todavía no libradas, yacían desordenadamente tendidos de costado y vestidos de uniforme. Dos kilómetros más lejos, otro ejército estaba esparcido aquí y allá, volviéndose lentamente, unidos por el pensamiento de lo que harían cuando llegara la hora: un salto, un aullido, una estrategia que era en realidad un arrojo ciego, una protección y una bendición propias de una juventud inexperta.
De cuando en cuando el niño oía la llegada de un vasto viento que apenas movía el aire. Pero el niño sabía qué era eso: el ejército aquí, el ejército allá, susurrándose a sí mismo en la sombra.
Algunos hombres hablaban con otros, otros murmuraban entre dientes, y todo parecía tranquilo, como si un elemento natural subiera del sur o bajara del norte con el movimiento de la tierra hacia el alba.
El niño sólo podía adivinar lo que los hombres murmuraban, y lo que el adivinaba era esto: yo soy el único, soy el único entre todos que no va a morir. Saldré con vida. Iré a casa. Tocará la banda. Y estaré allí para oírla.
Sí, pensó el muchacho, está bien para ellos, tanto pueden dar como recibir.
Junto a los huesos tendidos de los hombres jóvenes, cosechados en la noche y agavillados alrededor de las hogueras, estaban los huesos de acero de los rifles, esparcidos de un modo semejante, las bayonetas clavadas como relámpagos eternos, perdidos en la hierba de la huerta.
Yo, pensó el muchacho, tengo sólo un tambor, y dos palillos para golpearlo, y ninguna protección.
No había un muchacho-hombre esta noche en el campo que no tuviera alguna protección asegurada o esculpida por él mismo mientras se encaminaba al primer ataque, una protección compuesta por una remota pero no por eso menos firme y vehemente devoción familiar, un patriotismo de banderas y una inmortalidad absolutamente segura, favorecida por la piedra de toque de la pólvora, la banqueta, las granadas y el pedernal. Pero todavía sin estás últimas cosas, el niño sentía ahora que su familia se alejaba aún más en la oscuridad, como si uno de esos trenes que queman las praderas se los hubiera llevado para siempre, dejándolo con ese tambor que era peor que un juguete en la partida que se iniciaría mañana o algún día demasiado pronto.
El niño se volvió de costado. Una polilla le rozó la cara, pero era un capullo de melocotón. Un capullo de melocotón lo rozó apenas, pero era una polilla. Nada se mantenía. Nada tenía nombre. Nada era como había sido.
Se le ocurrió que si se quedaba muy quieto, quizá los soldados se pondrían el coraje junto con las gorras, al alba, y quizá se fueran, y la guerra con ellos, y no notarían que él se quedaba allí, pequeño, sólo un juguete.
—Bueno, por Dios, qué es esto —dijo una voz.
El niño cerró los ojos, ocultándose dentro de sí mismo, pero era demasiado tarde. Alguien, que había venido desde las sombras, estaba allí ahora, de pie, a su lado.
—Bueno —dijo la voz, tranquila—, he aquí un soldado que llora antes de la batalla. Bueno. Continúa. No tendrás tiempo cuando todo empiece.
Y la voz iba a moverse cuando el muchacho, sorprendido, tocó el tambor con el codo. El hombre de allá arriba, oyendo esto, se detuvo. El muchacho alcanzaba a sentir los ojos del hombre, que ahora se inclinaba lentamente. Una mano descendió quizá de la noche, pues se oyó el roce de unas uñas, y el aliento del hombre aireó la cara del niño.
—Caramba, es el tambor, ¿Verdad?
El  muchacho asintió con un movimiento de cabeza, aunque no sabía si el otro podía verlo.
—Señor, ¿es usted? —dijo.
—Me parece que sí.
El hombre se inclinó todavía más y le crujieron las rodillas.
Tenía el olor de todos los padres: sudor salado, tabaco de jengibre, caballo y botas de cuero, y la tierra por donde había caminado. Tenía muchos ojos. No, ojos no, botones de bronce que observaban al niño.
Sólo podía ser, y era, el general.¹
—¿Cómo te llamas, muchacho? —le preguntó el general.
—Joby —murmuró el muchacho, y se movió como para ponerse de pie.
—Está bien, Joby, quédate ahí. —Una mano le apretó levemente el pecho, y el muchacho se tranquilizó. —¿Cuánto tiempo has estado con nosotros, Joby?
—Tres semanas, señor.
—¿Te escapaste de casa o  te alistaste legítimamente, muchacho?
Silencio.
—Una pregunta tonta —dijo el general—. ¿Todavía no te afeitas, muchacho? Una pregunta todavía más tonta. Ahí está tu mejilla, y acaba de caer de ese árbol de arriba. Y los otros son mucho mayores. Inexpertos, condenadamente inexpertos todos ustedes. ¿Estás preparado para mañana o pasado mañana, Joby?
—Si quieres llora un poco más, adelante. Yo hice lo mismo anoche.
—¿Usted, señor?
—La pura verdad. Pensaba en lo que nos espera. Los dos bandos creen que el otro se rendirá, y pronto, y que la guerra terminará en unas pocas semanas, que todos volveremos a casa. Bueno, no será así, y quizá por eso lloré.
—Sí, señor —dijo Joby.
El general debía haber sacado un cigarro ahora, pues en la oscuridad, de pronto, se extendió el aroma del tabaco indio, apagado todavía, pero que el hombre masticaba mientras pensaba en lo que iba a decir.
—Serán días difíciles —dijo el general—. Contando ambos bandos, hay aquí esta noche unos cienmil hombres, más o menos, y ninguno capaz de derribar un gorrión posado en una rama, o de distinguir un poco de bosta de caballo de una granada. Nos ponemos de pie, nos desnudamos el pecho, nos presentamos como blanco, les damos las gracias y nos sentamos, ésos somos nosotros, ésos son ellos. Podríamos haber esperado entrenándonos cuatro meses; ellos habrían hecho lo mismo. Pero aquí estamos, enfermos de fiebre del heno y pensando que es sed de sangre; poniendo azufre en los cañones en vez de miel, como tendría que haber sido; preparados para ser héroes, preparados para seguir vivos. Y puedo verlos a todos ahí alrededor asintiendo. Está mal, muchacho, está mal cómo un hombre marcha hacia atrás por la vida. Será una doble matanza si uno de sus malhumorados generales² decide que los muchachos merienden en nuestra hierba. El puro entusiasmo Cherokee matará más inocentes que nunca hasta ahora. Hoy al mediodía, hace unas pocas horas, los nuestros estaban chapoteando en el Arroyo del Búho. Temo que mañana, a la caída del sol, esos hombres estén otra vez en el arroyo, flotando, dejándose llevar por la marea.
El general calló y junto unas pocas hojas y ramitas invernales en la oscuridad, como si fuera a encenderlas en cualquier momento para echar una ojeada al camino de los días próximos, cuando el sol no mostrara la cara a causa de lo que estaba ocurriendo aquí y un poco más allá.
   El muchacho observó la mano que movía las hojas y abrió los labios para decir algo, pero no dijo nada. El general sintió el aliento del muchacho, y habló:
—¿Por qué te digo esto? Querías preguntármelo, ¿eh? Bueno, cuando tienes una manada de caballos salvajes, de algún modo tienes que poner orden, acostumbrarlos a las riendas. Estos muchachos, que acaban de dejar la leche, no saben lo que yo sé, y no lo puedo decir: hay hombres que mueren realmente en la guerra. Cada uno es su propio ejército. Tengo que hacer un ejército de ellos. Y para eso, muchacho, te necesito a ti.
El muchacho sintió un temblor en los labios.
—Bien, muchacho —dijo el general, sereno—, eres el corazón del ejército. Piénsalo. Eres el corazón del ejército. Escucha, ahora.
Y, acostado, Joby, escuchó.
Y el general habló.
Sí él, Joby, golpeaba lentamente mañana, el corazón golpearía lentamente en los hombres. Irían quedando rezagados. Se quedarían dormidos en los campos, apoyados en los mosquetes. Dormirían para siempre, después, en esos mismos campos los corazones que latían más lentamente a causa del tambor de un muchacho, y se detendrían a causa del plomo del enemigo.
Pero si el ritmo era firme, claro, más rápido cada vez, entonces las rodillas subirían en una larga línea por las lomas, una rodilla después de la otra, ¡como las olas en la costa del océano! ¿Había visto alguna vez el océano? ¿Había visto las olas que ruedan como una ordenada carga de caballería, avanzando en la arena? Bueno, eso era lo que él quería, ¡lo que ahora necesitaba! Joby era la mano derecha y la mano izquierda del general. El general daba las órdenes, pero Joby marcaba el paso.
De modo que lleva arriba la rodilla derecha y saca adelante el pie derecho y arriba la rodilla izquierda y adelante el pie izquierdo. Uno después del otro en el tiempo justo, en el tiempo rápido. Mueve la sangre en el cuerpo y da orgullo a la cabeza y endurece la espina dorsal y tensa las mandíbulas. Enfoca el ojo y aprieta los dientes, abre las aletas de la nariz y endurece las manos, viste con una armadura de acero a todos los hombres, pues si la sangre se mueve rápidamente los hombres se sienten de acero. No tenía que perder el ritmo, nunca. ¡Largo y firme, firme y largo! Luego, aun de bala o de arma blanca, esas heridas empapadas en sangre caliente —una sangre que él, Joby, había ayudado a mover— dolería menos. Si la sangre de los hombres no se calentaba, sería más que una carnicería, sería una pesadilla de crímenes y dolor de la que era mejor no hablar y realmente inconcebible.
El general habló y calló, dejando que se le apagara el aliento. Luego, al cabo de un rato, dijo:
—Así son las cosas, pues. ¿Lo harás, muchacho? ¿Sabes ahora que eres el general del ejército cuando el general queda en la retaguardia?
El muchacho asintió en silencio.
—¿Los llevarás adelante en mi nombre, muchacho?
—Sí, señor.
—Bien. Y con voluntad de Dios, muchas noches después de esta noche, muchos años después de ahora, cuando seas tan viejo como yo y mucho más, cuando te pregunten qué hiciste en este tiempo espantoso, tú les dirás en parte humildemente y en parte orgulloso: <>, o del río de Tennessee, o quizá le den el nombre de esa iglesia. <> Señor, esto tiene un sonido y un ritmo muy adecuados para el señor Langfellow.
»Fui tambor de Shiloh».³ Quién dirá alguna vez estas palabras y no te conocerá, muchacho, o no sabrá lo que pasaste esta noche, o lo que pensarás mañana o pasado mañana cuando nos incorporemos sobre nuestras piernas y empecemos a movernos.
El general se puso de pie.
—Bueno, entonces, que Dios te bendiga, muchacho. Buenas noches.
—Buenas noches, señor.
Y, tabaco, bronce, bota lustrada, sudor salado y cuero, el hombre se alejó por la hierba.
Joby se quedó acostado un momento, mirando pero sin poder ver dónde había desaparecido el hombre.
Tragó saliva. Se secó los ojos. Carraspeó. Se acomodó. Luego, al fin, muy  lenta y firmemente, dió la vuelta al tambor para que el parche mirara al cielo.
Se acostó al lado, un brazo alrededor del tambor, sintiendo el estremecimiento, el toque, el trueno apagado, mientras, todo el resto de la noche de abril de 1862, cerca del río Tennessee, no lejos del arroyo del Búho, muy cerca de la iglesia llamada Shiloh, los capullos de melocotón caían sobre el tambor.

¹ El general del que se habla aquí podría ser, tal vez, Ulysses S. Grant; bajo este supuesto, el bando al que pertenece Joby es el del ejército de la unión.
² Este pasaje es el que me hace pensar que justamente Grant y el ejército Nordista son la perspectiva desde donde se narra el relato, pues en la batalla de Shiloh el bando contrario, los confederados, era liderado por los generales Albert Sidney Jhonson y P. G. T. Beauregard.
³ Actualmente se conoce como la batalla de Pittsburg Landing, tuvo lugar entre el 6 y 7 de abril de 1862. Fue la batalla más grande durante la guerra de sucesión.

Antología de cuentos musicales: 2. El árbol

El segundo cuento de la antología musical es El árbol, de María Luisa Bombal; una escritora chilena de culto. Prefiero no caer en sensacionalismos haciendo mención de su accidentada vida.
En cuanto al cuento: es una gran evocación e invocación memorial sobre un episodio extraño de la vida de una joven. La asistencia a un recital de piano y las obras escuchadas van liberando la memoria y arrojan a la playa de la conciencia los hechos de un sueño que se degenera, hay ciertos elementos "mágicos" o, quizá, "fantásticos", si se queire, que le dan una categoría inusual a los sucesos convencionales que acaecen en la narración.
Resta decir que se lea allegro ligero, después un poco moderatto y al final largo, piú rubato, espressivo.

El pianista se sienta, tose por perjuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical¹ comienzo a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
"Mozart, tal vez" —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..."² ¡Sabía tan poca música! Y no era por que no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista,³ en tanto que ella... Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su consecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. "No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol". ¡La indignación de su padre! "¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura".
Brígida era la menor de seis niñas todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. "No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue". Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.
¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart, desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.⁴
Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.
—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene el pelo todo blanco.
Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. "Es tan tonta como linda", decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni "planchar" en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca ha sido joven?) como una lluvia desordenada. "Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros".
Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atinamos a comprender por qué, por qué se marchó ella un día de pronto...
Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano, y arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.

De nuevo en la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidado sobre el pecho de Luis.
—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde.— ¿Por qué te has casado conmigo?
—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba el y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame...
—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella, inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alargaba sus ramas en busca de un clima propicio.
Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. "Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis".
Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblan el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en la pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.
—Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí, estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.
—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?
A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?
Y en la noche, ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre. Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.
—Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis
—Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
—Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!
A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis...
—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
—Nada.
—¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?
—Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.
Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.
—Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?
—¿Sola?
—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a Lunes.
Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.
—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?
Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.
—Tengo sueño... —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.
Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.
Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.
—Todavía estás enojada, Brígida?
Pero ella no quebró el silencio.
—Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
...
—¿Quieres que salgamos esta noche?...
...
—¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿Llamo a Roberto desde Montevideo?
...
—¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
...
—¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame...
Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.
Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. "Y yo, y yo —murmura desorientada—, yo que durante casi un año... cuándo por primera vez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, está misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa..." Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.
Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacía la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba sus ramas los vidrios, el que la requería desde fuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.
Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué felicidad! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero, como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la interperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.

Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía a su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
Chopin y la lluvia que resbalaba por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo silencio.
—Brígida, ¿Entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: "No, no; te quiero, Luis, te quiero", sí él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:
—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.
En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; sí alguna vez llegaba a odiarla la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyo la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Y del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: "Siempre". "Nunca"... Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto. ¡Siempre! ¡Nunca¡...
Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.

El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el "clave del aire" y lo cuelga del inmenso gomero.
Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.

Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada del bienestar.
Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
Y la noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.
Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.

Melancolía de Chopin⁵ engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.
Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero parecía verde, pero debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
Echada sobre el diván, ella espera pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la hecha hacía atrás toda temblorosa.
¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana. "Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos..."
Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira? ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa? No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, le quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz. Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones. Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintado de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante una año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor y viajes y locuras, y amor, amor...
—Pero, Brígida, ¿Por qué te vas? ¿Por qué te quedabas? —había preguntado Luis.
Ahora habría sabido contestarle:
—¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.

¹ Hay teóricos que hacen asociaciones entre el lenguaje hablado y la música; de dichas asociaciones proviene el concepto de frase musical, que consiste en un discurso sonoro articulado de tal forma que puede ser aprehendido e identificado como una unidad mayor de sentido musical, en otras palabras sería el equivalente a una sección de la melodía de una pieza que somos capaces de recordar, y hasta tararear, y que puede ser evocadora de la totalidad de ella. No hay un consenso general sobre la extensión y duración estándar de lo que es una frase musical, a menudo se habla de 8 compases, o de 16; y según el estilo musical, el periodo y la forma, puede haber significativas variantes entre lo que se considera una frase musical.
² Es un tanto complicado determinar a qué Scarlatti se refiere la autora; pues, los Scarlatti fueron una reconocida familia de músicos italianos. De ella destacan Alejandro Scarlatti (1660 - 1725) y Domenico Scarlatti (1685 - 1757), este último hijo del primero. Bien podría ser cualquiera de los dos compositores; aunque me inclino a pensar que se refiere a Domenico, pues la mayoría de su obra fue compuesta para el clavicémbalo; además, es creador de un tipo de forma musical que se conoce como sonata en un solo movimiento de la que compuso más de 550 piezas. Ahora, dado que la protagonista del cuento está asistiendo a un recital pianístico, es muy natural pensar que al hablar de Scarlatti, se refiera a Domenico.
³ En la instrucción musical se persigue, entre otros, el fin de desarrollar una habilidad denominada lectura a primera vista. La idea es tener la capacidad de descifrar e interpretar una pieza jamás antes vista al momento; a este proceso se le llama repentización. Encuentra su equivalente, por ejemplo, en la lectura corriente de símbolos de escritura; donde podemos leer un texto al momento y entender su sentido sin mayor complejidad. Todo esto es como aquello de enseñar a pescar a un hombre... y aunque es ideal, resulta complicado desarrollar esta habilidad, la música involucra ciertos obstáculos que hacen más complejo llegar al fin de repentizar música.
Aunque dulcemente bohemia la idea de dejarse envolver por la música sin nociones de nada cuanto la constituye y cuanto la atañe, es tal vez desacertada. En el reconocimiento y comprensión del fenómeno que se aprecia, se cifra un placer mayor que el de la percepción superficial. Es decir: en otro momento comenté las ideas  de Denis Diderot a propósito del teatro, una de ellas —perfectamente aplicable a la música— va sobre la disciplina y los conocimientos que debe tener el artista sobre su arte; lo menos que se puede pedir al público es un conocimiento algo sustancial de lo que aprecia, pues el artista ofrece en la ejecución de una pieza toda su preparación, disciplina, conocimiento y tiempo de estudio.
Esta es la última vez que se menciona a un compositor en el cuento; aunque el orden en que van apareciendo Mozart, Beethoven y Chopin parezca un tanto gratuito, podría tener dos explicaciones que incluso empatan: para empezar, cronológicamente hablando, la sucesión histórica se da tal cual en el cuento, Mozart pertenece al periodo conocido como Clásico, al igual que Beethoven, que lo sucede; con Chopin, que es posterior a Beethoven, el Romanticismo tiene su presencia en la narración. Ahora bien, también el carácter de las composiciones de estos tres autores empata con los tres momentos de la vida matrimonial de Brígida. Mozart con su ligereza y dulzura es perfecto para musicalizar las ilusiones infantiles de la protagonista; Beethoven comienza a tener tendencias más oscuras y un toque de violencia que encuentra paralelismo con la súbita reacción de Luis al desesperarse por el silencio de Brígida [quizá, como apunte marginal, no sería excesivo revisar el ensayo De la violencia de Salvador Elizondo, para observar como su idea de las cualidades de la violencia se ven representadas en el cuento puntualmente]; por fin, con Chopin llega un sosiego melancólico, una especie de claudicar que halla sus cotas más bellas y desairadas en frases como:
Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable.” O “Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad.” Así que, basados en esto, no es un desatino ver cómo la estructura del cuento encuentra su reflejo en las obras de estos tres grandes compositores.

⁵°¹ [nota posterior a la publicación de este cuento] Hace poco, un amigo me regaló la Antología El cuento hispanoamericano de Seymour Menton, dónde también figura este cuento. Debo confesar que ya tenía conocimiento de la existencia de este libro, pero, por diversas razones jamás la adquirí; tomé el cuento de la antología Los mejores relatos: Narrativa vanguardista latinoamericana de Álvaro Contreras. En su antología, Menton comentan cada texto, traigo a colación sus apreciaciones y hago un par de precisiones:
A. Como yo, Menton destaca que los tres compositores empatan con tres momentos de la vida de la protagonista; estoy de acuerdo en que Mozart representa la niñez despreocupada, pero no comparto el juicio de que la obra de Mozart es rococó y frívola. Menton dice, después, que Beethoven refleja la pasión de la joven esposa con su música romántica, idea que tampoco comparto, comenzando con el hecho de que Beethoven no pertenece propiamente al periodo romántico, sino que más bien es un precursor, y que, a mi parecer representa el presagio de las dificultades futuras. Sólo en cuanto la melancolía de Chopin estoy de acuerdo.
B. Menton descubre otro simbolismo que asegura es constante en las obras surrealistas; no me parece que Bombal sea propiamente una escritora surrealista, sin embargo estoy de acuerdo con que con Mozart, el agua asume la forma de una fuente; con Beethoven, el mar; y con Chopin la lluvia y la cascada.

lunes, 5 de marzo de 2018

De cómo Baudelaire me dió lo mejor de sí en lo peor de su obra

Hace algún tiempo leí los diarios íntimos de Charles Baudelaire. Estas intimidades son, en realidad, notas para proyectos de libros que se quedaron truncos: CohetesMi corazón al desnudo, ambos títulos son alusiones a Poe, de quien Baudelaire siempre fue un declarado admirador. 
En estas notas hallé a un Baudelaire más humano y menos maldito, con las flaquezas de escribir al instante una idea y dejarla sucia, tal como fue atrapada. Mas, no por quedarse en el primer impulso de vida, son ideas gratuitas. Hay en ellas la sinceridad de quien no teme decir lo que piensa porque se sabe solo, sin nadie que lo juzgue; en la intimidad de una obra que se deja en suspenso hasta que se pueda pulir.

Dice Charles que “lo que está creado por el espíritu es más vivo que la materia”, y cada página de estos diarios se encuentra pulsante y un tanto con la carne expuesta, se percibe el espíritu. 
Hay más espíritu cuando espeta que “el amor quiere salir de sí, confundirse con su víctima, como el vencedor con el vencido, y sin embargo quiere conservar privilegios de conquistador.”

Hace postulados estéticos donde apologa la imperfección: “lo que no es ligeramente deforme tiene un aire insensible; de donde se sigue la irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa, el asombro, son una parte esencial y la característica de la belleza.”
Otros donde define las dimensiones de lo que percibe como bello: “... Lo bello [...] Es algo ardiente y triste, algo un poco vago que abre paso a la conjetura.” Es por eso, tal vez, que ve “[...] En el acto de amor un gran parecido con la tortura o con una operación quirúrgica.”
Percibe que “la mezcla de lo grotesco y de lo trágico es tan agradable para el espíritu como las discordancias para los oídos entregados.”

Otra estupenda estampa (que yo titularía Los beneficios del odio): “Un hombre va al tiro al blanco acompañado por su mujer. Apunta a una muñeca y dice a su mujer: me imagino que eres tú. Cierra los ojos y derriba la muñeca. Después besa la mano de su compañera y le dice: Ángel mío, ¡cómo te agradezco mi puntería!
Y luego toca fibras más sensibles de mi alma cuando escribe: “A cada minuto quedamos aplastados por la idea y la sensación del tiempo. Y no hay nada más que dos medios para escapar de esa pesadilla, para olvidar: El placer y el trabajo. El placer nos desgaste. El trabajo nos fortifica. Escojamos.

Cuanto más nos servimos de uno de esos medios, tanta mayor repugnancia no inspira el otro.”

A propósito de pesadillas y trabajo, dice que “no hay obra más extensa que aquella que uno no se atreve a empezar. Se convierte en una pesadilla”; “Postergando lo que se tiene que hacer se corre el peligro de no hacerlo nunca. Al no convertirse en seguida se corre el riesgo de condenarse.”
Señala la vulgaridad del hombre: “Respecto a la legión de Honor.

El que pide una cruz tiene el aire de decir: si no se me condecora por hacer mi deber, no volveré a hacerlo. Si un hombre tiene mérito, ¿Por qué condecorarlo? [...] Consentir en ser condecorado es reconocer al Estado o al príncipe el derecho de juzgarnos, o de ilustrarnos, etcétera.”

Retoma las deducciones Cartesianas: “Nada existe sin un fin. Por lo tanto mi existencias tiene un fin. ¿Qué fin? Lo ignoro. Entonces no soy yo quien lo ha marcado. Es por lo tanto alguien más sabio que yo. Por eso es necesario rogar a alguien que nos ilumine. Es lo más sabio.”
Humor malicioso: “[...] no podemos hacer el amor más que con órganos excreménticos. Imposibilitada de prohibir el amor, la iglesia quiso al menos desinfectarlo, y creó el matrimonio.”
Más sobre el amor: “Lo que hay de molesto en el amor es que es un crimen en el que no se puede evitar tener un cómplice.”
Del artista: “Copular es aspirar a entrar en otro, y el artista no sale jamás de sí mismo.”
Algo que podría titular como La paradoja del equívoco: “El mundo no anda más que por el equívoco. Es por el equívoco que todo el mundo se pone de acuerdo. Si, por desgracia, nos comprendiéramos, jamás podríamos estar de acuerdo.”
Entre otras cosas, esto es lo que me dejó Baudelaire en lo peor de sus pensamientos...

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...