miércoles, 4 de septiembre de 2019

Antología de cuentos sobre antropofagia: BT1. Tombuctú

El 2 de agosto de 1883 Guy de Maupassant publicó en «Le Gaulois» este cuento titulado Tombouctou —en su lengua original—.
Hasta ahora, es la primera referencia sobre el consumo de carne humana que leo en Maupassant —referencia en realidad un tanto vaga—.
Una larga meditación me hizo cuestionarme si podía darle o no cabida a este cuento en nuestra antología; por un lado es indudable que hace uso efectivo de dos de los grandes propiciadores del canibalismo: El sitio y lo exótico. Es común ver estas convenciones de manera individual en la narrativa que aborda el tema que nos atañe; pero, resulta raro verlas de la mano y en la inversión que construye Maupassant.
A pesar de su singular conjunción de elementos, el cuento se ocupa más bien de caricaturizar a los africanos que participaron en la guerra franco-prusiana antes que de abordar el tema del canibalismo; aún así, presiento que lo poco que pueda ofrecer al exámen del fenómeno caníbal, parece suficiente para defender su legítima presencia en la antología.
Ahora bien, la condición de Tombuctú es curiosa: su consumo de carne humana no es justificada por el sitio de Bezières, sino por su naturaleza de extranjero. Normalmente se ve en los textos sobre canibalismo que es el civilizado quien termina en una tierra extraña, siendo testigo de las atrocidades de los naturales; pero aquí se aplica a la inversa: lo exótico es lo que termina rodeado de lo civilizado, sólo que la guerra suspende ese estado de civilidad y permite al salvaje actuar con la libertad e impunidad cotidianas de su patria natal.
El príncipe y su tropa de hombres despreocupados hacen que este cuento entre en la categoría de Banquetes y en lo Cocido, a tal grado llegan que, el narrador de la historia termina participando en la comilona, obviamente bajo la ignorancia de la procedencia de la carne que devora.

El bulevar, ese río de vida, bullía en el polvo de oro del sol poniente. Todo el cielo estaba rojo, cegador; y, por detrás de la Madeleine, una inmensa nube arrebolada sobre toda la larga avenida un oblicuo diluvio de fuego, vibrante como el vapor de una fogata.
La muchedumbre, alegre, palpitante, caminaba bajo aquella bruma encendida y parecía en una apoteosis. Los rostros estaban dorados; los sombreros negros y los trajes tenían reflejos de púrpura; el charol de los zapatos lanzaba llamas sobre el asfalto de las aceras.
Ante los cafés, multitud de hombres tomaban bebidas brillantes y coloreadas que parecían piedras preciosas fundidas en el cristal.
Entre los parroquianos vestidos con trajes ligeros y oscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían bajar todos los ojos con el deslumbramiento de sus entorchados. Charlaban, alegres sin motivo, entre aquella gloria de vida, entre la radiante irradiación de la tarde; miraban a la muchedumbre, los hombres lentos y las mujeres apresuradas que dejaban tras sí un perfume intenso y turbador.
De repente un enorme negro, vestido de negro, ventrudo, con un chaleco de dril recargado de dijes, con la cara tan reluciente como si le hubieran sacado brillo, pasó ante ellos con aire triunfal. Sonreía a los transeúntes, sonreía a los vendedores de periódicos, sonreía hacia el cielo resplandeciente, sonreía a París entero. Era tan alto que sobrepasaba todas las cabezas; y, a su paso, todos los papanatas se volvían para Contemplarlo de espaldas.
Pero de pronto divisó a los oficiales y, atropellando a los bebedores, se lanzó hacia ellos. En cuanto estuvo ante su mesa, clavó en ellos sus ojos brillantes y encantados, y las comisuras de la boca le subieron hasta las orejas, descubriendo unos dientes blancos, claros como una luna creciente en un cielo negro. Los dos hombres, estupefactos, contemplaban a aquel gigante de ébano, sin entender su alegría.
Exclamó, con una voz que hizo reír a todas las mesas:
«Bueena tarde, mi teeniente.»
Uno de los oficiales era jefe de batallón, el otro coronel. El primero dijo:
«No lo conozco a usted, caballero; ignoro lo que pretende de mí.»
El negro prosiguió:
«Yo querer mucho a ti, teeniente Vedié, sitio Bézi, muucha uvaa, buscaba yo.»
El oficial, completamente desconcertado, miró fijamente al hombre, buscando en el fondo de sus recuerdos, y bruscamente exclamó:
«¿Tombuctú?»
El negro, radiante, se golpeó el muslo lanzando una risa de una violencia inverosímil y berreando:
«Sí, sí, ya, mi teeniente, reconoce Tombuctú, ya, bueena tarde.»
El comandante le tendió la mano riéndose tambien con toda su alma. Entonces Tombuctú se puso serio. Cogió la mano del oficial y, con tanta rapidez que el otro no pudo impedirlo, se la besó, según la costumbre negra y árabe. Confuso, el militar le dijo con voz severa:
«Vamos, Tombuctú, no estamos en Africa. Siéntate ahí y dime cómo es que te encuentro aquí.»
Tombuctú hinchó la barriga y, tartamudeando, de lo deprisa que hablaba:
«Ganado mucho dinero, muucho, gran estaurante, comido bien, prusianos, yo, muucho robado, muucho, cocina francesa, Tombuctú, coociner del Emperadó, doscientos mil francos a mí. ¡Ja, ja, ja, ja!»
Y reía, retorciéndose, chillando con una alegría loca en la mirada.
Cuando el oficial, que entendía su extraño lenguaje, lo hubo interrogado cierto tiempo, le dijo:
«Bien, hasta la vista, Tombuctú, hasta pronto.»
El negro se levantó al punto, estrechó, esta vez, la mano que le tendían, y, sin dejar de reír, gritó:
«Bueena tarde, bueena tarde, mi teeniente.»
Y se marchó, tan contento que gesticulaba al andar y lo tomaban por un loco.
El coronel preguntó:
«¿Quién es ese animal?»
El comandante respondió:
«Un buen chico y un valiente soldado. Voy a contarle lo que sé de él; es bastante divertido,»

Ya sabe que al comienzo de la guerra de 1870 estuve encerrado en Bezières, que ese negro llama Bézi. No estábamos sitiados, sino bloqueados. Las líneas prusianas rodeaban por todas partes, fuera del alcance de nuestros cañones, y ya no disparaban sobre nosotros, sino que pretendían rendirnos por hambre.
Yo era entonces teniente. Nuestra guarnición estaba compuesta por tropas de todo tipo, restos de regimientos destrozados, fugitivos, merodeadores separados de los cuerpos del ejército. Teníamos de todo, incluso doce turcos* llegados una noche no sé cómo, no sé por dónde.
Se habían presentado en las puertas de la ciudad, agotados, andrajosos, hambriento y borrachos. Me los encomendaron.
Pronto comprendí que eran rebeldes a toda disciplina, siempre estado un fuera y siempre achispados. Probé con la prevención, e incluso con el calabozo, no conseguí nada. Mis hombres desaparecida durante días enteros, como si se los hubiera tragado la tierra, y después reaparecían borrachos como cubas. No tenían dinero. ¿Dónde bebían? ¿Y cómo, y con qué?
La cosa empezaba a intrigarme vivamente, tanto más cuanto que aquellos salvajes me interesaban con su risa perpetua y su carácter de niños traviesos.
Me di cuenta entonces de que obedecían ciegamente al más alto de todos, ése que usted acaba de ver. Los gobernaba a su antojo, preparaba sus misteriosas empresas como jefe todopoderoso e indiscutido. Mandé que viniera a verme y lo interrogé. Nuestra conversación duró tres horas, pues me costaba mucho trabajo entender su sorprendente algarabía. El pobre diablo, por su parte, hacía esfuerzos inauditos para que lo entendiera, inventaba palabras, gesticulaba, sudada con el esfuerzo, se enjugaba la frente, resoplaba, se detenía y volvía a empezar bruscamente cuando creía haber encontrado un nuevo método para explicarse.
 Adiviné al final que era hijo de un gran jefe, de una especie de rey negro de la cercanías de Tombuctú. Le pregunté su nombre. Respondió algo así como Chavajaribujalijranafotapolara. Me pareció más sencillo ponerle  el nombre de su tierra: «Tombuctú.» Y, ocho días después, nadie en la guarnición lo llamaba de otra manera.
Pero sentíamos una curiosidad loca por saber dónde el ex-príncipe africano encontraba bebida. Lo descubrí de un modo singular.
Estaba yo una mañana en las murallas, estudiando el horizonte, cuando divise en un viñedo algo que se movía. Se aproximaba la época de la vendimia, las uvas estaban maduras, pero no pense en nada de eso. Creí que un espía se acercaba a la ciudad, y organicé una expedición en regla para atrapar al merodeador. Tomé yo mismo el mando, tras haber obtenido la autorización del general.
Había mandado salir, por tres puertas diferentes, tres pequeñas tropas que debían reunirse cerca del viñedo sospechoso y rodearlo. Para cortarle la retirada al espía, uno de esos destacamentos tenía que marchar durante una hora, por lo menos. Un hombre que había quedado de observación en la muralla me indicó por señas que el ser divisado no había salido del campo. Avanzábamos con mucho sigilo, arrastrándonos, casi tumbados entre los surcos. Por fin, llegamos al punto designado; despliego bruscamente a mis soldados, que se lanzan al viñedo, y encuentran... a Tombuctú, andando a cuatro patas entre las cepas y comiendo uvas, o mejor dicho dando dentelladas a las uvas como un perro que come sus sopas, con toda la boca, pegado a la planta, arrancando el racimo con los diferentes.
Quise que se levantara; ni pensarlo, y comprendí entonces por qué se arrastraba así sobre manos y rodillas.
Cuando lo enderezaron sobre sus piernas, osciló unos segundos, extendió los brazos y cayó de bruces. Tenía la mayor borrachera que yo había visto nunca.
Nos lo llevamos sobre dos rodrigones. No cesó de reír durante todo el camino gesticulando con brazos y piernas.
Ese era todo el misterio. Mis mozos bebían de la misma uva. Después, cuando estaban borrachos a más no poder, se dormían allí mismo.
En cuanto a Tombuctú, su amor al viñedo sobrepasaba toda medida, era increíble. Vivía allí dentro como los tordos, a quienes por lo demás odiaba con un odio de rival celoso. Repetía sin cesar:
«Lo toordo comido tooda la uva, sin vegüeenza!»
Una tarde fueron a buscarme. Se distinguía en la llanura algo que venía hacia nosotros. Yo no había cogido mi anteojo y veía mal. Hubiérase dicho una gran serpiente que se desenrollaba, concombre, ¡yo qué sé!
Envié unos hombres al encuentro de aquella extraña caravana que pronto hizo una entrada triunfal. Tombuctú y nueve de sus compañeros traían sobre una especie de altar, hecho con sillas de campaña, ocho cabezas cortadas, sangrientas y expresivas. El décimo Turco tiraba de un caballo a la cola del cual habían atado otro, y otros seis animales más lo seguían, sujetos de la misma manera.
He aquí lo que me contaron. Al salir a los viñedos, mis africanos habían visto de repente un destacamento prusiano que se acercaba a un pueblo. En lugar de huir, se habían escondido; después, cuando los oficiales echaron pie a tierra ante una posada para tomar algo fresco, los once mozos se lanzaron, pusieron en fuga a los ulanos que se creyeron atacados, mataron a dos centinelas, y además al coronel y los cinco oficiales de su escolta.
Ese día abracé a Tombuctú. Pero me di cuenta de que le costaba andar. Lo creí herido; se echó a reír y me dijo: «Yo, poovisione pal país.»
Y es que Tombuctú no hacía la guerra por la gloria, sino por la ganancia. Todo lo que encontraba, todo lo que le parecía de valor, todo lo que brillaba, sobre todo, se lo metía en el bolsillo. ¡Y qué bolsillo! Un pozo sin fondo que empezaba en las caderas y terminaba en los tobillos. Habiendo retenido un término de La tropa, lo llamaba «mis alforjas», ¡y eran unas auténticas alforjas, en efecto!
De modo que había arrancado los galones de los uniformes prusianos, el cobre de los cascos, los botones, etc., arrojándolo todo en sus «alforjas», que estaban llenos hasta rebosar.
Todos los días precipitaba en su interior cualquier objeto brillante que cayera en sus manos, pedazos de estaño piezas de plata, lo cual le daba a veces un aspecto infinitamente gracioso.
Contaba con llevarse todo el país de los avestruces, de los cuales parecía hermano aquel hijo de rey torturado por la necesidad de tragar los cuerpos brillantes. Si no hubiera tenido sus alforjas, ¿qué habría hecho? Sin duda los hubiera engullido.
Todas las mañanas su bolsillo estaba vacío. Tenía, pues, un almacén general donde se amontonaban sus riquezas. Pero, ¿dónde? No pude descubrirlo.
El general, advertido de la gran hazaña de Tombuctú, mandó en seguida enterrar los cuerpos que habían quedado en el pueblo vecino, para que nadie descubriera que habían sido decapitados. Las prusianos regresaron al día siguiente. El alcalde y siete vecinos notables fueron fusilados en el acto, en represalia, como denunciantes de la presencia de los alemanes.

Llegó el invierno. Estábamos agotados y desesperados. Ahora nos batíamos a diario. Los hombres, hambrientos, no podían andar. Sólo los ocho turcos (habían matado a tres) seguían gordos y relucientes, vigorosos y siempre dispuestos a luchar. Tombuctú incluso engordaba. Me dijo un día:
«Tú muucha hambre, yo buena carne.»
Y en efecto, me trajo un excelente filete. Pero ¿de qué? Ya no nos quedaban bueyes, ni carneros, ni cabras, ni asnos, ni cerdos. Era imposible procurarse un caballo. Reflexioné sobre todo esto tras haber devorado mi carne. Entonces me asaltó un horrible pensamiento. ¡Aquellos negros habían nacido en una tierra donde se come a los hombres! ¡Y caían diariamente tantos soldados en torno a la ciudad! Interrogué a Tombuctú. No quiso responder. No insistí, pero a partir de entonces rechacé sus presentes.
Me adoraba. Una noche, la nieve nos sorprendió en las avanzadas. Estábamos sentados en el suelo. Yo miraba compasivo a los pobres negros tiritando bajo aquel polvo blanco y helado. Como tenía mucho frío, empecé a toser. Al punto sentí que algo caía sobre mí, como una grande y calida manta. Era el capote de Tombuctú, que él me echaba sobre los hombros.
Me levanté y, devolviéndole su prenda:
«Quédatelo, hijo mío; lo necesitas más que yo.»
El respondió:
«No, mi teeniente, pa ti, yo no necesitar, yo calieente, calieente.»
Y me contemplaba con ojos suplicantes.
Proseguí:
«Vamos, obedece, quédate con el capote, te lo mando.»
El negro entonces se levantó, desenvainó el sable, que sabía conservar afilado como una hoz, y, sosteniendo con la otra mano su ancho capote que yo rechazaba:
«Si tu no queeda abrigo, yo coorto; nadie abrigo.»
Lo hubiera hecho. Yo cedí.
Ocho días después, habíamos capitulado. Algunos de los nuestros habían podido escapar. Los demás iban a salir de la ciudad y entregarse a los vencedores.
Me dirigía a la plaza de Armas, donde debíamos congregarnos, cuando me quedé asombrado ante un negro gigantesco vestido de dril blanco y tocado con un sombrero de paja. Era Tombuctú. Parecía radiante y se paseaba, con las manos en los bolsillos, ante una tiendecilla donde se exhibían dos platos y dos vasos.
Le dije:
«¿Qué estás haciendo?»
Respondió:
«Yo no sufrí, yo buen coociner, yo hecho comer coronel, Argeel; yo comido pusianos, mucho roobado, muucho.»
Helaba a diez grados. Yo tiritaba ante aquel negro vestido de dril. Entonces me cogió del brazo y me hizo entrar. Vi una muestra inmensa que iba a colgar ante la puerta cuando nos hubiéramos marchado, pues tenía cierto pudor.
Y leí, trazado por la mano de algún cómplice, este reclamo:
COCINA MILITAR DEL SEÑOR TOMBUCTU EX-COCINERO DE S.M. EL EMPERADOR Artista de París -Precios módicos
A pesar de la desesperación que me roía el alma, no pude dejar de reírme, y dejé a mi negro entregado a su nuevo negocio.
¿No valía más eso que hacer que se lo llevaran prisionero?
Acaba usted de ver que ha tenido éxito, el mozo.
Bezières, hoy, pertenece a Alemania. El restaurante Tombuctú es un comienzo de desquite.

Antología de cuentos musicales: 15. De cómo dinamité el colegio para señoritas

Salvador Elizondo es un autor complejo y hermético; no es fácil leerlo, uno debe estar atento a su prosa —un poco grandilocuente— para no perderse en ella. Basta leer El Retrato de Zoe, Teoría del Disfraz, tal vez Grünewalda o una fábula del infinito para confirmar que no es sencillo.
Este cuento no es la excepción. A pesar de que el título reza «De cómo...», pienso que debió llamarse «De por qué...», pues el relato pormenoriza mucho más este detalle que el que promete.
En rigor se me podría objetar que este no es un cuento musical, ¿pero qué texto puede ser enmarcado en una categoría o con un tema absoluto sin que resulte equívoco? Es decir, la música ha sido un elemento fundamental de las narraciones de nuestra antología; ya sea porque los personajes son músicos o espectadores de la música, ya sea porque son veladas reflexiones estéticas y artísticas; pero no necesariamente ha sido el móvil total de las historias. Pienso que el mejor criterio para compilar una antología es la voluntad de engarzar piedras diferentes con la intención de crear un conjunto que a pesar de su variedad busque un sentido de continuidad; dice Miguel de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida que hay dos cosas se rigen la existencia humana: un principio de unidad y otro de continuidad. El primero determina lo que define el conjunto y el segundo es su capacidad de modificarse sin perder su identidad. Así, tal vez, es este contubernio.
Sobre el cuento: es de los pocos, hasta ahora, que abordan la música desde una actitud de desprecio. En realidad es raro hallar a alguien que no guste de escuchar alguna manifestación de este arte; lo cierto es que sí hay cosas que cada cual no tolera; pero por lo regular son cuestiones de género y estilo musical que de producción o —en este caso— timbre. Por lo demás, disfruten.

Ese fue el tiempo en que yo me solazaba con abominaciones sutilísimas y concebí la destrucción del Colegio de Señoritas. Entre otras cosas, por ejemplo, aspiraba yo a conocer el secreto de la jugada absoluta en el ludus latrunculorum, un juego romano, descubierto al azar en la subsección Parlour Games de la sección Competitive Games del capítulo Social Games de la definición que de la palabra da la traducción inglesa del Lexikon der Klassischen Alterthumskunde hecha por Messrs. Nettleship y Sandys, ambos miembros de las Dos Universidades que, dicho sea de paso, representa un prodigioso esfuerzo de concisión de la monumental obra del profesor Seyffert, vertida al inglés en 1891. Pero dejemos estas cuestiones que atañen más a los señores de Friburgo y de Zurich () que a nosotros y volvamos a la relación de aquel osado proyecto que concebí, de dinamitar el Colegio de Señoritas. Yo sé bien que una empresa de esta índole resultaría, de buenas a primeras, inexplicable, no por infame, sino por desmedida; no por criminal, sino por ambiciosa. Dejando a un lado estas consideraciones que no está en mi papel hacer, y menos en estos momentos, sólo puedo decir que decidí hacer saltar el Colegio de Señoritas porque no bastándoles a las señoritas pupilas del Colegio de Señoritas la infamia de sus uniformes grises con los reveses sedientos de carne como almíbar de mujer, sus basquiñas descosidas y lustrosas, sus medias de popotillo, no bastándoles el lamentable espectáculo que ofrecían cuando realizaban sus ejercicios gimnásticos enfundadas en anafrodisiacos batones color de esperma, cuando se agachaban tratando de tocar las puntas de sus zapatos tennis descoloridos con las puntas de sus dedos carcomidos en el terror de enigmáticas hemorragias dejando ver las corvas ansiosas de ser recorridas por dedos trémulos. Eso pasaba una vez a la semana. Y así, con todo y el deseo que irradiaban las tensas comisuras de esas corvas, la visión general era la de una menagerie de monstruos humanos que me fascinaban horrorizándome y enalteciéndome en su horrible bajeza. No les basta a estas señoritas, como decía, la execración que su existencia visible impone a la realidad. Aspiran entonces a penetrar en un orden del conocimiento quizás un poco más emotivo: el de los sonidos. Con este fin deben haberse reunido en un conciliábulo inquietante para adoptar los medios más aptos de cobrar una existencia sensiblemente sonora: ¡Ha!, ¡la armónica!...(1) Sí, señor; la ar-mó-ni-ca. Estos monstruos, estas bestias, estas tenebrosas terribles tracaleras cucufatas recónditas, con sus caireles y sus escapularios sudorosos como colgajos de tripas de perro machucado y sus dientes de sarro verde y su acné católico y su mirada triste, lejana, interrumpida siempre de persignaciones epilépticas de adiós, de gimnasias quirúrgicas una vez a la semana, y sus bloomers abocardados de jersey color salmón, asistidos en la perdida capacidad de tenerse, por ceñimiento del elástico de fábrica, de caucho natural, en torno al muslo a una distancia constante del centro de la rótula y allí tenidos precariamente con la ayuda de una ancha banda de hule rojo. Estas señoritas, en fin, decidieron entonces formar una orquesta de armónicas de ochenta ejecutantes (2). La noticia de la formación de esta orquesta, constituida por el patrocinio de varias instituciones públicas y privadas, fue publicada con lujo de detalles en la primera plana de nuestro periódico: "FORMACIÓN DE UNA ORQUESTA DE ARMÓNICAS.—Una notable iniciativa del Colegio de Señoritas..." El redactor encomiaba efusivamente este proyecto tenebroso señalándolo como un ejemplo que debiera ser seguido por otras escuelas de señoritas y varones.
Pasan luego los meses, desesperados de notas vacilantes y discordes que llegan a través de la tarde, después de la lluvia, acentuando con su tono plañidero y felino la angustia de un mundo viciado y gris en el que las pensionarias del Colegio de Señoritas subsisten al horror de su propia existencia soplando en los alveolos de su instrumento resbaladizo y recurrente como un huso, que huele a latón oxidado y a saliva seca y que produce un sonido estúpido, triste y sobrearmónico. 
Desde el primer día jamás cejé en mi propósito de exterminar con la mayor celeridad posible toda presencia de un conglomerado humano que se deleitaba en la inmundicia de ese rechupamiento baboso, y en esa soledad surcada de lejanos aullidos maldecía yo a la puta madre que había parido al Sr. Hohner (3). Imaginaba holocaustos wagnerianos y veía con los ojos de mi imaginación las interminables colas de señoritas, previamente puestas en cueros, desfilar lentamente hacia las cámaras de gas, a los compases de la obertura (4) Tanhäuser (5) interpretada a la armónica. Luego imaginaba yo el interior de ese Bayreuth (6) sombrío y resonante de maullidos desfallecientes. Un enorme hacinamiento de cuerpos flatulantes, de sibilantes emanaciones de gas que producían una sinfonía tenebrosa, al azar, en las armónicas crispadas entre los labios amoratados, produciendo escalas agónicas. Poco a poco fui estableciendo el proyecto sin omitir detalle alguno. Ya sólo faltaba fijar la fecha. La clave me la dio la radio. El noticiero de la Cultura que pasa todos los dias a las 17:49 transmitió la noticia: "El próximo sábado tendrá lugar, dentro de la serie de Sábados Sociales organizada por el Colegio de Señoritas, un concierto que estará a cargo de la orquesta de armónicas de dicha institución, que está integrada por ochenta señoritas..." La emulación preconizada por nuestro diario se había realizado, pues el locutor agregó: "...Este notable conjunto se verá asistido por la Sociedad de Armónicas Barítono (7) del Instituto Sobriedad y Patria para Varones." Así dijo. Y dijo también que la Sociedad de Armónicas del Instituto Sobriedad pasaba en lista de presente el nombre de cien integrantes y que el programa consistiría de una selección de las más bellas composiciones de nuestra música nacional. Dicen que a la oportunidad la pintan calva. En este caso la ocasión se perfilaba chupeteando los apestosos deslizamientos de los organillos en labios de ciento ochenta adolescentes astrosos. No voy a abrumar a nadie con todos los tecnicismos relacionados con esta notable empresa aunque la colocación de los petardos de dinamita en las aulas y dormitorios y el envenenamiento con extracto de almendras dulces de todas las jarras de agua dispuestas sobre las mesas del refectorio, de las que las ejecutantes reaprovisionarían las excrecencias dilapidadas en sus sopleteos, en el caso de que los explosivos colocados bajo el estrado improvisado al aire libre, en el patio del colegio, no detonaran, bastaría para elaborar un relato digno de la más pura tradición de la literatura aventuresca. Mi voluntad de hacer saltar por los aires a los virtuosos del Colegio de Señoritas y del Instituto Sobriedad y Patria no flaqueó jamás. Sólo tuve un instante de turbación. Eso fue cuando me despedí de mi suegra. Yo estaba en la ventana y desde la calle ella se volvió sonriente agitando la mano. "¡Gracias por las entradas, rico!, me gritó, ¡Eres un amor!" Huelga decir que había yo querido darle un carácter más amplio y más utilitario a la pasión que había concebido por exterminar el universo musical del Colegio de Señoritas; así que, para matar dos pájaros de un tiro, decidí aprovechar la ocasión para pagar tributo a la generosidad de la naturaleza devolviendo a su mullido seno la humanidad tediosa de mi suegra, de su Criada Eudosia y de la hija idiota de ésta. A mi suegra decidí aplicarle este rigor extremo por principio, a Eudosia porque comenzaba a intuir el principio, y a la hija de Eudosia para librarla de la deplorable condición en la que medra, fruto malsano del pecado y de la infamia de su madre. 
Antes de regodearme con la desolación libertaria que habré producido en las ceñidas filas de los amantes de la música masiva de armónica, invoco esa visión de mi pobre suegra, alejándose por la calle en compañía de Eudosia y de la hija de Eudosia. Invoco lo que dentro de algunos minutos, durante los primeros compases de la tercera selección de nuestra más bella música nacional —ahora comienza la ejecución del primer número del programa—, ya habrá sido su memoria, surcando los espacios infinitos en compañía de las almas sopladoras de las pupilas del Colegio de Señoritas y de los colegiales del Sobriedad y Patria; espíritus dispersos en un efluvio salivoso de notas gangosas; compases deslavados de una agrupación sideral de adolescentes tributarios de Herr Hohner, maulladores que se alejan hacia la más cursi y hacia la más triste de todas las estrellas.

Notas

. El lector curioso (o paranoico) —que a menudo se forma con la lectura de autores como Jorge Luis Borges— podría sospechar de la legitimidad de estas primeras referencias que Elizondo nos ofrece. Pero, permítanme decir que el juego mencionado, los eruditos, ediciones y demás detalles son reales; basta una búsqueda rápida en internet para disipar dudas.

Notas musicales

1. En verdad que la armónica es uno de los instrumentos más innobles jamás concebidos. Su timbre es especialmente feo. Mi comentario está demás, lo admito. Yendo a lo importante: El Diccionario de Música de Manuel Vals Gorina nos dice de la Armónica que es un Instrumento formado por una serie de lengüetas metálicas y desiguales fijas alternativamente en las dos caras de una placa de metal, montada sobre una estructura de madera. Las lengüetas vibran por acción del soplo o la aspiración del ejecutante. Autores como Darius Milhaud han escrito obras para Armónica y entre sus interpretes destacados está Larry Adler.
2. Una Orquesta de Armónicas... aunque temerario y excéntrico, no es un proyecto imposible, las dificultades técnicas que se pueden derivar de esto son más bien las mismas que cualquier conjunto de instrumentos e instrumentistas presentaría; otra cosa es si resultaría idóneo juntar tantas veces el timbre (tan desagradable) de semejante número de Armónicas. Hubo un tiempo, en el que fue una práctica común. Las armónicas son instrumentos de gran versatilidad y, además, baratos en comparación con otros. Fueron especialmente populares a finales del siglo XIX y principios del XX.
3. El nombre de Matthias Hohner está ligado a la armónica como ningún otro. Hohner fue un relojero Alemán de Trossingen que inspirado por un amigo suyo cuya familia tenía una sólida tradición en la fabricación de armónicas decidió aprender —o de hecho robar...— los secretos de la fabricación de este instrumento y emprender su propia firma. Si bien no fue el mejor fabricante, sí fue el más inteligente, supo posicionarse siempre en el mercado, sacando ventaja de tácticas sucias y eficaces campañas publicitarias para absorber a la competencia y monopolizar el mercado de armónicas. Su firma logro establecerse sólidamente en norteamérica y a través de Federico Veerkamp llegó a México a principios del siglo XX. Logró popularidad nombrando sus modelos con el imaginario popular mexicano: El Tecolote, el Toro, etc... Para más detalles recomiendo visitar este enlace.
4. Una obertura, nos dice Manuel Vals: es un fragmento instrumental que sirve de introducción a una obra de grandes dimensiones, como la ópera y el oratorio. En el siglo XVIII designaba la parte inicial de una suite. La obertura es una forma musical libre y como el preludio, tenía la finalidad de ambientar al oyente en la tonalidad principal que la obra iba a adoptar.
5. Tanhäuser es una de las óperas más conocidas de Wagner. El argumento se basa en tres leyendas medievales, siendo la más representativa la que ds nombre a la obra. Narra la perdición de un caballero que logra encontrar la guarida de la, para ese momento, deidad pagana Venus. En su estancia allí se corrompe y al salir al mundo, se dirige al vaticano a pedir por su redención; el santo pontífice se la niega diciendo: "antes le saldrán flores a mi báculo". Por supuesto, el prodigio sucede, y se envía en busca de Tanhäuser, pero jamás se le vuelen a encontrar. La composición del libreto y la música le llevaron al menos tres años, y existen varias versiones, como la del estreno en Dresde, en 1845, o la revisión de París, que data de 1861.
6. El célebre Festival de Beyreuth es un evento dedicado a la representación e interpretación de las obras de Wagner. Fue concebido por el compositor para lograr su independencia económica de los mecenas. Para dicho festival se construyó un teatro ex profeso diseñado por el propio Wagner. A las obras interpretadas en este festival se les llama del Canon de Beyreuth.
7. El adjetivo de Barítono se refiere a una voz masculina que tiene una tesitura entre el tenor y el bajo. Por extensión se refiere a instrumentos que comparten este mismo alcance.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...