lunes, 27 de julio de 2020

Reunión: 3. Sredni Vashtar

Este cuento de Saki (H. H. Munro) tiene dos elementos que me producen una honda impresión. El primero de ellos es la siniestra contiguidad que guarda con la novela El señor de las moscas de William Golding; en ésta, un grupo de niños quedan varados en una isla desierta, entonces, deben organizarse para sobrevivir. A menudo se interpreta la historia como símbolo de la corrupción social: lo que en un principio tiene tintes de ser una feliz utopía democrática, se va tornando en una salvaje anarquía propiciada por las supersticiones y el miedo. Si miramos —microscópicamente— hay un momento nodular entre esos dos estados de civilidad y barbarie, en él se encuentra una figura demoníaca: el señor de las moscas que asola en secreto a la grupa de niños; una deidad maléfica que va cobrando intensidad en la imaginación fértil e inocente que se tiene a corta edad. Muchas veces se abusa de ciertas ideas tendenciosas cuando se habla de la infancia en la literatura: se pinta cándida, noble y pura —casi que es imposible no pensar en cierto ilustrado que creía que el hombre es bueno por naturaleza y decir que entonces el niño lo es más—. Yo pienso que el hombre está en un estado de neutralidad: potencialmente bueno o potencialmente malo —como creía la madre de Cécile de Volanges en la celebre novela de Pierre Choderlos de Laclos— Entonces, ensayemos a poner a un montón de náufragos infantes en un territorio donde no hay más leyes que las que ellos son capaces de sostener: el resultado parece inclinarse a la catástrofe. Si me lo preguntan, la inocencia es una antesala constante de la superstición, el desorden y el miedo. Esta facilidad que tienen los niños para inventar dioses terribles es lo que comparten las narraciones de Golding y Saki. En ambas los sentimientos de nobleza natural conducen a resultados similares: la crueldad que se sucede con el miedo y alcanza su plenitud en la superstición; que, a su vez, culmina en la indolencia.
El segundo elemento destacable es el poder de la palabra. Hay que decir que este cuento está incluído en la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy & Ocampo. El papel definitivo y definitorio que cumple la palabra en la narración me hace pensar que fue Borges quien seleccionó personalmente el cuento. En la mitología Vasca se dice que «lo que tiene nombre existe»; en el texto de Saki a menudo se apelará al poder de la imaginación para sugerir la razón de ser del hecho fantástico que acontece (lo mismo podría decirse de el señor de las moscas). No se temen o se veneran formas indefinidas; en ambas narraciones el miedo y el odio no se concretan del todo hasta que no se da el acto nominativo: nombrados Sredni Vashtar y el señor de las moscas es cuando adquieren su poder: bautizados, cobran existencia. Legitimados es  cuando comienzan sus cultos. La devoción por Sredni Vashtar y el señor de las moscas me estremece: hemos de preguntarnos cómo es posible que Golding y Saki concluyeran que si un niño imaginase un dios, su creación sería un dios de las cosas terribles, de la ferocidad y aún del dolor [Como nota marginal, ahora que me doy cuenta de las implicaciones del cuento, creo que estamos ante una ficción sobre un ser túlpico. Las Tulpas son manifestaciones de la imaginación: seres que adquieren existencia material gracias a la meditación abnegada y profunda de los monjes tibetanos; y por extensión, de cualquiera que alcance el grado de iluminación necesario para dicha hazaña].

Conradín tenía diez años y, según la opinión del médico, no iba a vivir cinco años más. El médico era suave, ineficaz, y no se lo tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora de Ropp; a quien debía tomarse en cuenta. La señora de Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con los anteriores, estaban concentrados en su imaginación. Conradín suponía que de un día para otro iba a sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias: la enfermedad, las prohibiciones propias de los mimos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora de Ropp, ni en los momentos de mayor franqueza, se confesaba que no quería a Conradín, aunque hubiera podido darse cuenta de que al contrariarlo "por su bien" cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con una desesperada sinceridad, que sabía disimular perfectamente. Las pocas diversiones que inventaba acrecían con la perspectiva de molestar a su tutora. La señora de Ropp estaba excluida del dominio de su imaginación como un objeto sucio, que no podía tener entrada.
En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas listas a entreabrirse para recordarle la obligación de tomar una medicina o para decirle que no hiciera esto o aquello, encontraba poco encanto. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados; sin embargo, hubiera sido difícil descubrir un comprador que ofreciera diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi completamente escondida por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada; bajo su techo, Conradín halló un refugio, algo que participaba de los variados aspectos de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos sacados de la historia, otros de su propia imaginación; pero la casilla ostentaba también dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina Houdán, de áspero plumaje, a la que el chico dedicaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón. Estaba dividido en dos compartimentos, uno de ellos con travesaños de fierro en el frente. Era la morada de un gran hurón de los pantanos; el muchacho de la carnicería se lo había dado de contrabando, con jaula y todo, por unas pocas monedas de plata. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible y de garras afiladas, pero era su más preciado tesoro. Su presencia en la casilla era para Conradín una secreta y terrible felicidad: debía mantenerlo escondido de La Mujer (así denominaba a su prima). Un día, quién sabe cómo, urdió para la bestia un nombre maravilloso, y desde ese momento el hurón de los pantanos fue un dios y una religión.
A la religión condescendía La Mujer una vez por semana, en una iglesia de los alrededores; la acompañaba Conradín. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla de herramientas, el niño oficiaba con místico y elaborado ceremonial ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el Gran Hurón. Adornaba su altar con flores coloradas y frutas escarlatas, pues era un dios que favorecía el impaciente lado feroz de las cosas (la religión de La Mujer, según Conradín, estaba dirigida en sentido opuesto). En las grandes fiestas, echaba ante el cajón nuez moscada en polvo. Necesitaba robar la nuez moscada; eso daba mayor valor a su ofrenda. Las fiestas eran variables y tenían por objeto celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que por tres días padeció la señora de Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo y casi llegó a persuadirse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor.
La gallina del Houdán jamás intervino en el culto de Sredni Vashtar. Conradín había decidido que era anabaptista. No pretendía tener el más remoto conocimiento de lo que era un anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. Para Conradin, la señora de Ropp encarnaba la odiosa imagen de toda respetabilidad.
Después de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla empezaron a llamar la atención de su tutora. “No puede ser bueno para él pasarse el día allí, cuando hace frío”, decidió prontamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que la gallina del Houdán había sido vendida la noche anterior. Con sus ojos miopes escrutó a Conradín, esperando un ataque de rabia y de tristeza que estaba lista a reprimir con la fuerza de excelentes preceptos. Pero Conradín no dijo nada; no había nada que decir. Algo, en esa cara impávida y blanca, la tranquilizó. Esa tarde, a la hora del té, hubo tostadas: atención generalmente excluida con el pretexto de que “eran malas para Conradín”, y también porque hacerlas daba trabajo.
—Creí te gustaban las tostadas —exclamó con resentimiento la señora de Ropp, al observar que no las comía. 
—A veces —dijo Conradín. 
Esa tarde, en la casilla de las herramientas, hubo un cambio en el culto al dios del cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
—Hazme un favor, Sredni Vashtar.
El favor no estaba especificado. Sredni Vashtar, que era un dios, no podía ignorarlo. Conradín miró hacia el otro rincón vacío y, conteniendo un sollozo, regresó al mundo que detestaba. 
Todas las noches, en la bienvenida oscuridad de su dormitorio, todas las tardes, en la penumbra de la casilla, proseguía la amarga letanía de Conradín: 
—Hazme un favor, Sredni Vashtar.
La señora de Ropp advirtió que no cesaban las visitas a la casilla; una tarde llevó a cabo una inspección más completa. 
—¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? —le preguntó—. Han de ser conejitos de la India. Los haré llevar.
Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave escondida, y en seguida bajó a la casilla a coronar su descubrimiento. Era una tarde lluviosa, y a Conradín le habían prohibido salir al jardín. Desde la última ventana del comedor podía verse la casilla; en esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a La Mujer y la imaginó abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con ojos miopes la espesa cama de paja donde estaba oculto su dios. Tal vez, con impaciencia torpe, estuviera tanteando la paja con el paraguas. Fervorosamente, Conradín articuló su última plegaria. Pero al rezar sentía la incredulidad. Sabía que La Mujer iba a aparecer de un momento a otro, con sonrisa fruncida que él tanto detestaba; dentro de una o dos horas, el jardinero se llevaría a su prodigioso dios, no ya un dios sino un simple hurón de color pardo, en un cajón.
Y sabía que La Mujer triunfaría siempre, como había triunfado hasta ahora, y que sus persecuciones y su tirania irían debilitándolo poco a poco hasta que a él ya nada le importara, hasta que aconteciera lo previsto por el doctor. Y como un desafío, en el despecho de la derrota, empezó a gritar el himno a su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar acometió:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos, sus dientes eran blancos.

Sus enemigos pidieron paz, pero Él les trajo muerte. 
Sredni Vashtar, el hermoso. 

De golpe dejó de cantar y se acercó a la ventana. La puerta de la casilla seguía abierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miraba los gorriones que volaban y corrían por el césped. Los contó y los volvió a contar, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró en la pieza y puso la mesa para el té. Conradín seguía esperando, vigilando. Gradualmente, la esperanza se deslizaba en su corazón; el triunfo empezó a brillar en sus ojos, hasta ahora sólo conocedores de la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados. Por la puerta salió una larga bestia amarilla y parda , baja, con ojos deslumbrados por la luz del atardecer y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín cayó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió a una de las acequias del jardín, bebió, atravesó un puente de tablas y se perdió entre los arbustos. Ése fue el tránsito de Sredni Vashtar. 
—Está servido el té —dijo la criada de expresión agria—. ¿A dónde fue la señora? 
—A la casilla —dijo Conradín. 
Y mientras la criada salió a buscar a la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar el pan.
Y mientras lo tostaba y le ponía mucha manteca y lo saboreaba con lentitud, escuchaba los ruidos y silencios que caían en rápidos espasmos del otro lado de la puerta del comedor. Los chillidos tontos de la criada, el correspondiente coro de las cocineras, los correteos, las urgentes embajadas para pedir auxilio y, después de una pausa, los sagrados sollozos y el deslizado andar de quienes llevan una carga pesada.
—¿Quién se lo dirá al pobre chico? Yo no me atrevo —dijo una voz chillona. 
     Y mientras discutían el asunto entre ellas, Conradín se preparó otra tostada.

viernes, 24 de julio de 2020

Reunión: 2. Tigres azules

En 1983 se publicó La memoria de Shakespeare; el ultimo libro de relatos de Jorge Luis Borges. Dicho volumen incluye este cuento, que junto con El zahir y Utopía de un hombre que está cansado son mis tres narraciones preferidas del autor argentino. Tigres azules propone un problema absurdo y absoluto cuya solución no puede ser alcanzada por métodos convencionales y que incluso, en realidad, tal vez no pueda ser alcanzada por la mente humana; la naturaleza contradictoria de un hecho verificado por la experiencia nos hace cuestionar nuestra percepción de aquello que llámanos lógica (y por extensión, cuestionar la realidad). Este cuento —como mucha de la obra de Borges— ha sido motivo de profundos análisis y múltiples exegesis, no vamos a engrosar esas páginas; hemos de limitarnos a decir que la narración propone una idea un tanto desoladora para la condición humana: que sencillamente somos un elemento más de la materia, que nuestra experiencia y nuestra relación con ella sólo tiene sentido para nosotros y que para el caos y el orden del universo no somos nada.

Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal;¹ prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia.² No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del tigre, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras.³ Juzgaba a las enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe.⁴ A lo largo del tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta hace poco —la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es— convivió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas). 
Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi confesión. A fines de 1904, leí que en la región del delta del Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie. La noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones y disparidades que son del caso. Mi viejo amor se reanimó. Sospeché un error, dada la impresión habitual de los nombres de los colores. Recordé haber leído que en islandés el nombre de Etiopía era “Bláland”, Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podía ser una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre azul con rayas de plata que divulgó la prensa de Londres; era evidentemente apócrifo. El azul de la ilustración me pareció más propio de la heráldica que de la realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no había visto nunca y para el cual no hallo la palabra justa. Sé que era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el matiz.
Meses después un colega me dijo que en cierta aldea muy distante del Ganges había oído hablar de tigres azules. El dato no dejó de sorprenderme, porque sé que en esta región son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre azul, que al andar proyectaba su larga sombra sobre el suelo arenoso. Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea, de cuyo nombre —por razones que luego aclararé— no quiero acordarme. Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más ancho que alto, y la cercaba y amenazaba una jungla, que era de un color pardo. En alguna página de Kipling tiene que estar el villorio de mi aventura ya que en ellas está toda la India,⁵ y de algún modo todo el orbe. Básteme referir que una zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendía las chozas. Hacia el sur había ciénagas y arrozales y una hondonada con un río limoso cuyo nombre no supe nunca, y después, de nuevo, la jungla.
La población era de hindúes. El hecho, que yo había previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre de las creencias que proceden del judaísmo.
Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentí que lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las chozas. El día era opresivo y la noche no tenía frescura.
Los ancianos me dieron la bienvenida, y mantuve con ellos un primer diálogo, hecho de vanas cortesías. Ya dije la pobreza del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria encierra algo único. Ponderé las dudosas habitaciones y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de ese lugar había llegado hasta Lahore. Los rostros de los hombres cambiaron; intuí inmediatamente que había cometido una torpeza y que debía arrepentirme. Los sentí poseedores de un secreto que no compartirían con un extraño. Acaso veneraban al Tigre Azul y le profesaban un culto que mis temerarias palabras habrían profanado.
Esperé a la mañana del otro día. Consumido el arroz y bebido el té, abordé mi tema. Pese a la víspera, no entendí, no pude entender, lo que sucedió. Todos me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que mi propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me oyeron con alivio. Alguno me dijo que lo había divisado en el lindero de la jungla. En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una cabra se había escapado del redil y que, yendo a buscarla, había divisado al tigre azul en la otra margen del río. Pensé que la luz de la luna nueva no permitiría divisar el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes había guardado silencio, dijo que lo había visto. Salimos con los rifles y vi, o creí ver, una sombra felina que se perdía en la tiniebla de la jungla. No dieron con la cabra, pero la fiera que la había llevado, bien podía no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros que, desde luego, nada probaban.
Al cabo de las noches comprendí que esas falsas alarmas constituían una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres del lugar eran diestros en la invención de rastros circunstanciales. El tigre podía ser avistado a cualquier hora, hacia los arrozales del Sur o hacia la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que los observadores se turnaban con regularidad sospechosa. Mi llegada coincidía invariablemente con el momento exacto en que el tigre acababa de huir. Siempre me indicaban la huella y algún destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros de un tigre. Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en vano hasta la aurora.
Pensé al principio que esas fábulas cotidianas obedecían al propósito de que yo demorara mi estadía, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me vendía alimentos y cumplía mis quehaceres domésticos. Para verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió que todos aprobaran mi decisión. Seguí advirtiendo, sin embargo, que había un secreto y que todos recelaban de mí.
Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro lado, hacia el Oeste y el Norte, seguía la jungla. Ya que la pendiente no era áspera, les propuse una tarde escalar el cerro. Mis sencillas palabras los consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada. El más anciano dijo con gravedad que mi propósito era de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada a los hombres por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de quedarse locos o ciegos.
No insistí, pero esa noche, cuando todos dormían, me escurrí de la choza sin hacer ruido y subí la fácil pendiente. No había camino y la maleza me demoró.
La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención en todas las cosas, como si presintiera que aquel día iba a ser importante, quizá el más importante de mis días. Recuerdo aún los tonos obscuros, a veces casi negros, de la hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un solo pájaro.
Veinte o treinta minutos de subir y pisé la meseta. Nada me costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada a su pie. Comprobé que no era la cumbre, que era una suerte de terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se encaramaba hacia arriba, en el flanco de la montaña. Me sentí libre, como si mi permanencia en la aldea hubiera sido una prisión. No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme; sentí que de algún modo eran niños.
En cuanto al tigre… Las muchas frustraciones habían gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros.
El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por cierto no eran profundas y que se ramificaban en otras, reconocí un color. Era, increíblemente, el azul del tigre de mi sueño. Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé bien. La grieta estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro. Su regularidad le prestaba algo artificial, como si fueran fichas.
Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas cuantas. Sentí un levísimo temblor. Guardé el puñado en el bolsillo derecho, en el que había una tijerita y una carta de Allahabad. Estos dos objetos casuales tienen su lugar en mi historia.
Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendí en la cama y volví a soñar con el tigre. En el sueño observé el color; era el del tigre ya soñado y el de las piedritas de la meseta. Me despertó el sol en la cara. Me levanté. La tijera y la carta me estorbaban para sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentí que aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Las dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno. La sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el índice y cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenía fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro se repetía. Sentí frío en los pies y en el bajo vientre y me temblaban las rodillas. No se cuánto tiempo pasó.
Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentí que había disminuido su número. Cerré la puerta con firmeza y me tendí en la cama. Busqué la exacta posición anterior y quise persuadirme de que todo había sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética.⁶ No sé si me auxiliaron. Temí instintivamente que me hubieran oído hablar solo, y abrí la puerta.
Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo tenía la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahí estaban, en la tierra. Ya no se cuántos eran.
El anciano los miró y me miró. 
—Estas piedras no son de aquí. Son las de arriba —dijo con una voz que no era la suya.
—Así es —le respondí. Agregué, no sin desafío, que las había hallado en la meseta, e inmediatamente me avergoncé de darle explicaciones. Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas fascinado. Le ordené que las recogiera.
No se movió.
Me duele confesar que saqué el revólver y le repetí la orden en voz más alta.
Bhagwan Dass balbuceó: 
—Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano.
—Eres un cobarde —le dije.
Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y recogí un puñado de piedras con la mano izquierda. Guardé el revólver y las dejé caer en la palma abierta de la otra. Su número era mucho mayor.
Sin saberlo, ya había ido acostumbrándome a esas transformaciones. Me sorprendieron menos que los gritos de Bhagwan Dass.
—¡Son las piedras que engendran! —exclamó—. Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna cuando está llena y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los padres de mis padres no mentían cuando hablaban de su poder.
La aldea entera nos rodeaba.
Me sentí el mágico poseedor de esas maravillas. Ante el asombro unánime, recogía los discos, los elevaba, los dejaba caer, los desparramaba, los veía crecer o multiplicarse o disminuir extrañamente.
La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna se tapaba la cara con el antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a tocar los discos, salvo un niño feliz que jugó con ellos. En un momento sentí que ese desorden estaba profanando el milagro. Junté todos los discos que pude y volví a la choza.
Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel día, que fue el primero de una serie desventurada que no ha cesado aún. Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con nostalgia en la víspera, que no había sido particularmente feliz, ya que estuvo poblada, como otras, por la obsesión del tigre. Quise ampararme en esa imagen, antes armada de poder y ahora baladí. El tigre azul me pareció no menos inocuo que el cisne negro del romano, que se descubrió después en Australia.⁷
Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital. Desviado por el hábito de esa buena o mala literatura que malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé por qué, la sucesiva crónica de mi hallazgo. Más me hubiera valido insistir en la monstruosa índole de los discos.
Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son cuatro, no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología de cuatro, una manera diferente de decir cuatro… A mí, Alexandre Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen esa ley esencial de la mente humana. 
Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación personal importaría menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura.
En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas las noches me concedía un resquicio de esperanza, que no tardaba en convertirse en terror. El sueño era más o menos el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y un sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías, en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras que eran también Behemoth o Leviathan,⁸ los animales que significaban en la escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a transformarse.
La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos, que ellos apodaban tigres azules, me había tocado, pero asimismo me sabían culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier instante de la noche, en cualquier instante del día, podían castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi acto, pero noté que ahora eran todos peligrosamente serviles. No volví a ver al niño que había jugado con los discos. Temí el veneno o un puñal en la espalda. Una mañana, antes del alba, me evadí de la aldea. Sentí que la población entera me espiaba y que mi fuga fue un alivio. Nadie, desde aquella primera mañana, había querido ver las piedras.
Volví a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de discos. El ámbito familiar de mis discos no me trajo el alivio que yo buscaba. Sentí que en el planeta persistían la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta y en la meseta las pequeñas grietas y en las grietas las piedras. Mis sueños confundían y multiplicaban esas cosas dispares. La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga la jungla.
Rehuí la presencia de mis amigos. Temí ceder a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba la ciencia de los hombres.
Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé entre los demás y lo perdí al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra de los discos había aumentado. Hice una prueba análoga con un disco al que había cercenado con una lima, un arco de círculo. Éste asimismo se perdió. Con un punzón abrí un orificio en el centro de un disco y repetí la prueba. Lo perdí para siempre. Al otro día regresó de su estadía en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso espacio era ése, que absorbía las piedras y devolvía con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a un arbitrio inhumano? 
El mismo anhelo de orden que en el principio creó las matemáticas hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas que son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles variaciones quise hallar una ley. Consagré los días y las noches a fijar una estadística de los cambios. Mi procedimiento era éste. Contaba con los ojos las piezas y anotaba la cifra. Luego las dividía en dos puñados que arrojaba sobre la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba y repetía la operación. Inútil fue la búsqueda de un orden, de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de piezas que conté fue 419; el mínimo, tres. Hubo un momento que esperé, o temí, que desaparecieran. 
A poco de ensayar comprobé que un disco aislado de los otros no podía multiplicarse o desaparecer. Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar o dividir, eran imposibles. Las piedras se negaban a la aritmética y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos, podían, divididos, dar nueve; los nueve, divididos a su vez, podían ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrí a una balanza, pero estoy seguro que su peso era constante y leve. El color era siempre aquel azul. 
Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar las piedras que destruyen la ciencia matemática, pensé más de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros guarismos y que han legado a tantos idiomas la palabra “cálculo.”⁹ Las matemáticas, dije, tienen su comienzo y ahora su fin en las piedras. Si Pitágoras hubiera operado con éstas…
Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable. Ahí estaban indómitos los discos y la perpetua tentación de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de verlos aumentar y decrecer, y de fijarme en pares o impares. Llegué a temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que insistían en manejarlos.
Durante unos días me impuse el íntimo deber de pensar en las piedras, porque sabía que el olvido sólo podía ser momentáneo y que redescubrir mi tormento sería intolerable. 
No dormí la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de la mezquita Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado los colores. No había un alma en el patio. Sin saber por qué, hundí las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto, pensé que Dios y Alá son dos nombres de un ser inconcebible, y le pedí en voz alta que me librara de mi carga. Inmóvil, aguardé una contestación. 
No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo: 
—He venido. 
A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris. 
No era muy alto.
Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:
—Una limosna, Protector de los Pobres.
Busqué, y le respondí: 
—No tengo una sola moneda.
—Tienes muchas —fue la contestación. 
En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.
—Tienes que darme todas —me dijo—. El que no ha dado todo no ha dado nada. 
Comprendí y le dije: 
—Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa. 
Me contestó:
—Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.
Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano.
Cayeron como en el fondo del mar, sin el ruido más leve.
Después me dijo:
—No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.
No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba.


¹ Borges se refiere al poema The tiger, del libro Cantos de la Experiencia de William Blake, transcribo aquí una de las multiples traducciones al español: «¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio / En las selvas de la noche / ¿Qué mano inmortal u ojo / Pudo trazar tu terrible simetría? /¿En qué lejanos abismos o cielos / Ardió el fuego de tus ojos? / ¿Sobre qué alas se atreve a elevarse? / ¿Qué mano se atrevió a tomar el fuego? / ¿Y qué hombro, y qué arte / Pudo torcer el vigor de tu corazón? / Y cuando tu corazón empezó a latir, / ¿Qué espantosa mano? ¿Y qué espantosos pies? / ¿Qué martillo? ¿Qué cadena? / ¿En qué horno estaba tu cerebro? / ¿Qué yunque? ¿Qué espantoso puño / Osa abrazar su mortales terrores? / Cuando las estrellas tiraron sus lanzas / Y mojaron el cielo con sus lágrimas, / ¿Sonrió al ver su obra? / ¿Aquel que hizo al cordero, te hizo a ti? / ¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio / En las selvas de la noche, /¿Qué mano inmortal u ojo / Pudo trazar tu terrible simetría?».
² A propósito de esto, rescato un pasaje de la entrevista hecha a Borges por María Esther Vázquez: «Recuerdo que una vez mi hermana me hizo esta observación curiosa: “Los tigres están hechos para el amor”. Esto me recuerda un verso de Cansinos Assens donde le dice a una mujer una frase: “Yo seré como un tigre de ternura”. Encontré una frase parecida en Chesterton, refiriéndose al tigre del poema de William Blake, que es un poema sobre el origen del mal (por qué Dios que hizo el cordero creó también al tigre que lo devora) y dice: “El tigre es un símbolo de terrible elegancia.” Ahí están unidas la idea de la belleza y de la crueldad que se atribuye a los tigres. Posiblemente no sean más crueles que otros animales. De la misma forma, se atribuye astucia al zorro, majestad al león; son convenciones de las fábulas, posiblemente, convenciones esópicas».
³ El relato tiene algunas reminiscencias autobiográficas, veamos este otro pasaje de la entrevista de Vázquez: «Nosotros vivíamos cerca del Jardín Zoológico; yo lo visitaba con frecuencia, pero los animales que realmente me impresionaban de niño, fuera del bisonte, eran los tigres. Sobre todo el gran tigre real de Bengala. Me pasaba horas mirándolo. Me impresionaba el pelaje de oro y, naturalmente, las rayas».
Se refiere al Libro de la selva del escritor inglés Rudyard Kipling. En efecto, el antagonista de la obra es un tigre. Para Kipling es la representación de la fuerza salvaje de la naturaleza que se propone atacar al hombre; en esencia no es visto como un ente maligno, aunque la circunstancia fabular de la narración permite hacer juicios sobre sus acciones.
Habrá multitud de trabajos que revisen la relación de Borges con la cultura Indú, me basta decir que esta tierra le fue especialmente propicia para sus narraciones fantásticas. Este pasaje me recuerda una línea de El hombre en el umbral —de la cual no he podido hallar la procedencia—: «Un refrán dice que la India es más grande que el mundo».
Hay que recordar que el personaje de Borges es profesor de lógica y estudioso de la obra filosófica de Baruch Spinoza. En este pasaje hace referencia a la obra Ética demostrada según el orden geométrico, en la cual el filósofo se propone demostrar un sistema de ética basado en la naturaleza sustancial de Dios; esos siete axiomas que se repite nuestro profesor son:
I. —Todo lo que es, o es en sí, o en otra cosa.
II. —Lo que no puede concebirse por medio de otra cosa, debe concebirse por sí.
III. —De una determinada causa dada se sigue necesariamente un efecto, y, por el contrario, si no se da causa alguna determinada, es imposible que un efecto se siga.
IV. —El conocimiento del efecto depende del conocimiento de la causa, y lo implica.
V. —Las cosas que no tienen nada en común una con otra, tampoco pueden entenderse una por otra, esto es, el concepto de una de ellas no implica el concepto de la otra.
VI. —Una idea verdadera debe ser conforme a lo ideado por ella.
VII. —La esencia de todo lo que puede concebirse como no existente no implica la existencia.
Esta nota es meramente ilustrativa y complementaria, sería un tanto insensato de mi parte acometer un comentario o exegesis de los axiomas de Spinoza, sin embargo, creo que leerlos muestran algo del pensamiento lógico del personaje y ayudan a complementar el entendimiento sobre la solución que encuentra para resolver el conflicto que vive.
En la Sátira 6.165, el poeta latino Juvenal escribe que hallar una mujer bella, virtuosa y con abolengo, es igual de imposible que ver un cisne negro. Desde entonces el verso «rara avis in terris nigroque simillima cygno» se había convertido en paradigma de lo imposible; la figura del cisne negro vivía en la imaginación europea como sinónimo de lo que no puede ser. No fue sino hasta 1697 cuando un marinero holandés desmintió —inesperadamente— el verso de Juvenal. Un navio extraviado en aguas australianas motivó una expedición de búsqueda y rescate, dicho barco jamás se halló, pero en su lugar Willem de Vlamingh se topó con una colonia de cisnes negros en territorio virgen de Australia. La noticia conmocionó a la sociedad de entonces, pues al menos por 1500 años esta ave perteneció al ámbito del mito.
 Behemoth (XL:15) y Leviathan (XLI;01) son dos bestias bíblicas que aparecen en el Libro de Job. Junto con el ave Ziz (Salmos L:11, LXXX:13), completan la tercia de seres feroces domeñados por dios para hacer patente su poder. La irracionalidad de dios a la que se refiere Borges es que en su ominipotencia no tenía necesidad de crear semejantes monstruos, y sin embargo existen para ese folklore.
La palabra cálculo viene del latín calculus que significa piedra o guijarro. En el cuento no es accidental que lo que destruye la idea de la aritmética sea precisamente con lo que comenzó. En algún momento de la historia, el hombre —valiéndose de una metonimia accidental— utilizó las piedras para poder expresar de una forma concreta la expresión abstracta de los números. Borges ha cifrado el fin de las matemáticas en el principio de ellas, con lo cual, el cuento sería una suerte de historia circular.

miércoles, 22 de julio de 2020

SV001: La feria

Portada de la
primera edición diseñada
por Vicente Rojo

La feria es la única novela del escritor jalisciense Juan José Arreola. Se publicó por primera vez en 1963 y le valió a su autor el, entonces prestigioso, premio Xavier Villaurrutia, que compartió con Elena Garro, de quien se premió Los recuerdos del porvenir.
Con un tiraje original de 4000 ejemplares, la obra se convirtió rápidamente en un referente capital para la literatura mexicana, además de que la primera edición es altamente valorada entre los coleccionistas de libros.
Es, también, el primer libro de la Serie del volador de Joaquín Mortiz. Desgraciadamente pocos libros de la serie incluyeron datos sobre los artistas que diseñaron las portadas o que elaboraron el arte y las fotografías que muchos de ellos incluyen. Podemos presumir que buena parte de los diseños los elaboró el artista editorial Vicente Rojo; quien se habría encargado personalmente de la identidad visual los primeros 10 o 12 títulos. Justamente, para La feria elaboró una colección de 80 asteriscos que preceden y anteceden cada uno de los 288 fragmentos del libro.

Los 80 asteriscos de La feria

La aparición de estas viñetas no es gratuita; su intención es crear un contrapunto visual con cada fragmento, al grado de que algunos de sus elementos son altamente referenciales entre sí. Por ejemplo las flores de cempasúchil, que siempre aparecen con el tallo apuntando hacia la izquierda, excepto cuando se habla de los homosexuales de Zapotlán; la intención de este detalle no puede ser casual.¹

Texto de
contraportada

Como la ausencia de creditos en cuanto al diseño editorial, tampoco las contraportadas ofrecen detalle sobre los reseñistas de las obras. Sabemos, por la apasionante labor de Jesus Quintero, quien reúne los Textos a la deriva de José Emilio Pacheco, que es posible que muchas de ellas hayan sido escritas por dicho autor,² sin embargo, no hay certezas sobre cuáles sí pertenecen a su pluma y cuáles no. Hay que decir que quien escribiese la contraportada de La Feria, acertó al punto en decir que pertenece al género de Apocalipsis de bolsillo.

A grandes rasgos, La feria versa sobre el pueblo de San José Zapotlán El grande. A través de una gran variedad de recursos narrativos, el autor va ofreciendo en voz de sus habitantes, el pasado, el presente y el porvenir del lugar. La historia abarca desde la fundación de Zapotlán, pasando por la época colonial, la revolución de 1910 y la guerra cristera, hasta un presente indefinido. Pero no lo hace de forma lineal, sino que a cada momento —como si de un aleph se tratara— presenciamos hechos que corresponden a cualquiera de los tres tiempos. No conforme con ello, la novela podría tener 30.000 personajes o en realidad uno, un ente colectivo, la suma de los habitantes de Zapotlán que le dan voz al pueblo. La propuesta puede ser tan abierta, que incluso, es posible leer el libro comenzando desde cualquier fragmento; 288 maneras de empezar una novela, y 288 maneras de terminarla. 
Muchas veces se ha dicho de esta novela que es polifónica, yo agregaría que funciona como una fuga. En música, la fuga es una estructura que consiste en un tema, una idea musical que van presentando distintas voces, pasándose el protagonismo entre ellas —en el  libro, las voces se corresponden con los fragmentos, y estos a su vez son uno o varios personaje (algunos recurrentes)—, esta intercalación de perspectivas, dota a La feria de la algarabía y febrilidad característica de los pueblos en México, pero no es todo; en las fugas suele haber un pasaje llamado Stretto (estrecho), un momento musical donde todas las voces hacen acto de presencia simultánea, cosa que sucede al menos en tres ocasiones en la novela: un acto de naturaleza caleidoscópica, los 30.000 zapotlences hablando juntos, un multitudinario monólogo de miedo y luego de constricción.
Los fragmentos contienen de todo: antiguas querellas legales por despojo de tierras; velas tan grandes como faros; la silla de montar de Maximiliano de Habsburgo; fotografías de bandidos que son accidentalmente vistas como talismanes; ánimas que conocen la ubicación de tesoros inveterados; zona de tolerancia; venganzas largamente anheladas; confesiones, soliloquios, coloquios y circunloquios; secretos a voces; pasiones; poetisas seductoras y dependientas seducidas; diarios de amor y memorias de empresas que naufragan; canciones, chistes, adivinanzas, dichos, albures; historias extraoficiales de vergüenza; cuerdos y locos que ignoran su locura; Pitirre en el jardín; fórmulas mágicas; mitologías precolombinas; un patrono más grande que Dios; Isaías, Ezequiel, los Apocalipsis, el evangelio de Eva y el de Santo Tomas; Apiterapia; perros llamados Otto Weininger que son aplastados por muros; y finalmente una feria, el evento capital, el lugar a donde todas las calles conducen.

Un posible hápax arroliano

Hay presencias constantes en la novela de Arreola; Hojarascas, Concha de Fierro, la ausencia del abogado usurero, Don Abigail, Don Isaías, el zapatero agricultor... etc. Entre ellas, está la de un niño —un personaje muy autobiográfico, si me lo preguntan—. Este muchacho aparece invariablemente acompañado del cura de Zapotlán, confesándose en los fragmentos 18, 56, 62, 84, 92, 105, 181, 199 y 200. Precisamente en el 181 leemos: «—Padre, también quería preguntarle, ¿menosorquia es mala palabra? / —¿Menosorquia? No, no la conozco, ¿dónde la oíste? ¿Por qué has venido a confesarte? /  —Porque desde el día del temblor no he hecho pecados... Esa palabra se la oí al diablo. El diablo la iba diciendo en un sueño que tuve. Yo estaba en la azotea mirando por la calle y había como un convite del circo. Mero delante iba un diablo grande como una mojiganga, todo pintado y con cuernos, y las gentes se asomaban a mirarlo y él se bamboleaba al caminar dice y dice: "Cuánta menosorquia os da, Cuánta menosorquia os da..." Y al pasar me miró a mí y era tan alto que su cabeza llegaba junto a la mía siendo que yo estaba en la azotea. Me dio mucho miedo y cuando desperté vi todavía la cara del diablo, y era como la de un compañero que me enseñaba cosas malas en la escuela... / —¿Y qué crees tú que sea la menosorquia? / —Es como las ganas de hacer el pecado. Siempre que lo hago me da después mucho arrepentimiento, me acuerdo del diablo y cuando salgo de la imprenta, después que dan los clamores, entro de rodillas a la iglesia y le juró a Dios que no lo vuelvo a hacer.» La primera vez que leí el libro, hace ya varios años, di por sentada la palabra menosorquia. Pero, al retomarlo y por mera curiosidad, me di a la tarea de averiguar la definición exacta del término. Como es fácil imaginar, mi primera pesquisa la hice en los diccionarios, que invariablemente siempre resultaron en que la palabra menosorquia no estaba recogida en su léxico; luego emprendí la busqueda en la web y una y otra vez, la menosorquia estaba vinculada únicamente a la novela de Arreola. Intenté desintegrar la palabra desde sus raíces etimológicas, pero finalmente terminaba con teorías forzadas. Entonces, ¿qué ocurre con este vocablo que parece ser exclusivo de La feria? Ofrezco mis conjeturas:
1) Un amigo a quien estimo y admiro mucho en materia literaria proponía que la palabra podría ser un vocablo deformado por el habla popular de Jalisco, lo cual es probable; el problema con esta suposición es que tendríamos que detectar qué palabra con significado y sonido similar a menosorquia pudo haber derivado en ésta. Ahora bien, en el fragmento de Arreola el vocablo se ofrece ajeno al habla cotidiana de los personajes, en cierta forma, esta información podría poner en tela de juicio la idea de que es un regionalismo.
2) La fonética de menosorquia está proxima a la de telarquia y menarquia; en biología se refieren a la aparición de los pechos y la primera menstruación, respectivamente. Esto me hace pensar que la palabra existe pero en un ámbito ilustrado. En el fragmento 92, el niño confiesa haber leído dos libros de carácter sicalíptico: Conocimientos útiles para la vida privada e Historia de la prostitución. Suponiendo que el personaje es autobiográfico y que lejanamente guarda una semejanza con Arreola, podríamos sospechar que la palabra procede de alguna obra a la que el autor tuvo acceso en algún momento, en cuyo caso nos encontramos ante una suerte de rescate lingüístico de la voz menosorquia.
3) Por otro lado, si el término no es un regionalismo o un rescate lingüístico; nos queda solamente la opción de que es un neologismo. Pienso que esta opción tampoco es tan viable, puesto que en el canon de la obra arreoliana no existen más ejemplos de acuñamientos hechos por el autor. Reza el dicho que una golondrina no hace primavera
Quizá algún día tengamos a la mano una edición crítica, comentada y anotada de La feria, sólo entonces podremos saber si estamos ante un auténtico y único hápax arroliano.

Juan José Arreola nació en 1918 en Zapotlán el Grande, Jalisco. A temprana edad trabajó en oficios relacionados con la manufactura de libros. Estudio teatro y actuación en la ciudad de México y en 1945, por la intervención de Louis Jouvet, viajó a Francia donde continuó brevemente con su formación teatral. A su vuelta se integra a las filas del Fondo de Cultura Económica como corrector y en 1949 pública su primer libro Varia Invención en la colección Tezontle del FCE; le siguió Confabulario también con el FCE, en 1952 y luego, después de diez años, publica La feria en la que habría de ser su casa editorial por mucho tiempo, Joaquín Mortiz.

Parte de la contraportada 
donde figuran los textos de 
próxima aparición en la serie
¹ El dato procede de este video.

lunes, 20 de julio de 2020

Serie del volador: un expediente

Confesiones de un bibliómano en vías de rehabilitación

No sé en qué momento uno se reconoce bibliófilo, ni en qué momento la lectura básicamente monopoliza la vida al grado en la que se busca rabiosamente primeras ediciones y libros exóticos; si me lo preguntan, mi caída en este vicio habrá acaecido hacía 2013, es decir, hace 7 años. Debido al pudor que aún me inspira la razón exacta que detonó esta manía, prefiero hablar de sus efectos —que no consecuencias— y dejar sus causas para una más feliz memoria póstuma.
Decía que, en 2013 comencé a preocuparme seriamente por los libros; ya no sólo por su contenido, sino también su preparación y ejecución. Claro que para entonces no sabía tanto como ahora (aunque para ser justos eso no ha cambiado gran cosa). El caso es que, uno va refinando gustos y entendiendo la labor editorial, sus implicaciones; cambia los libros de Tomo y EMU por los de Alianzalas joyas del milenio (de las que aún conservo varias con cariño) por los Cátedra; y se cree un lector más culto, y quizá lo sea, pero no mucho, en realidad. Podríamos decir que mejoré como consumidor. 
Un día me topé con alguien que vendía unos libros bajo la etiqueta de primeras ediciones. Mi curiosidad se desató porque el precio se me hacía elevado para libros que eran más bien viejos y no especialmente atractivos. Investigando se llega a Roma (o algo parecido). Súbitamente descubrí una especie de sub mundo de coleccionistas de libros; gente que buscaba el doble valor de contenido y objeto. Vamos a dejar otra laguna en esta memoria, en este punto sería escribir mi autobiografía desde los libros que he leído, y pues, eso no es muy interesante.
En el olvido del tiempo quedará aquella tarde en que entré a una librería y vi un montón de volúmenes de la Serie del volador de Mortiz. Recordaba que los libros tenían su prestigio (pero no dimensionaba qué tanto) y pasó por mi cabeza la aventurada idea de comprarlos y reunirlos todos. No tenía dato alguna de cuántos eran, de cuánto podían valer, de qué tan fácil sería conseguirlos; sólo seguí el impulso y aquella vez compré un par. Eventualmente volvería por los restantes. Sin quererlo abiertamente y aún sin darme cuenta, me vi investigando todo lo que había sobre la serie del volador en internet (no mucho, si me preguntan); me vi comprando los libros que iba hallando, vendiendo algunos, conociendo gente que tenía pasión similar por el coleccionismo y la literatura. Aún hoy después de 5 o 6 años buscando la serie, no la tengo completa, pero ya falta poco. Escribo esto porque ahora viene el verdadero trabajo sobre la literatura, tener los libros es apenas una minucia: leerlos. Porque ese fue el propósito, leer, conocer el pensamiento literario y editorial de mi país; deleitarme. Y pues nada. 
Antes de seguir debo hacer patente mi agradecimiento y mi admiración por todas las personas que apoyaron de una u otra manera este capricho. Espacio me haría falta para nombrarlos, pero si leen esto, ustedes saben quienes son.

Un antecedente editorial

En 1961, poco después de haber dejado el puesto de Gerente General del Fondo de Cultura Económica, el editor español Joaquín Díez-Canedo funda lo que sería una de las más icónicas y trascendentes empresas editoriales de la historia de México. Díez-Canedo había llegado a nuestro territorio huyendo de la persecución política del régimen franquista; la gran diáspora ibérica que finalmente nos dejó a algunos de los intelectuales y artistas que más tarde serían representativos de la cultura mexicana.
Poco a poco este editor español, que ya había hecho, desde su juventud, varios trabajos editoriales junto a personajes de la talla del nobel de literatura de 1956 Juan Ramón Jiménez, se fue ambientando al panorama americano, realizando algunos trabajos esporádicos de traducción o dando clases. En 1942 se integra a las filas del Fondo de Cultura Económica, que finalmente abandona en 1961: en mente tenía el proyecto de fundar una editorial independiente enfocada solamente en publicar literatura. En 1962, con el capital aportado por Alfredo Flores Hesse, y en asociación con los editores españoles Victor Seix y Carlos Barral, funda la hoy mítica Joaquín Mortiz
En rigor los primeros libros publicados por Mortiz, en 1962, serían tres novelas: Las tierras flacas de Agustín Yáñez, Oficio de tinieblas de Rosario Castellanos y El tambor de hojalata de Günter Grass; todas en la colección Novelistas Contemporáneos. Sin embargo, en 1945 había aparecido, avant la lettre, el libro de Epigramas americanos de su padre Enrique Díez-Canedo, cuyo pie editorial reza: Joaquín Mortiz Editor. Esto es —vaga y superficialmente— la historia del origen de Joaquín Mortiz.

Début de la serie del volador y el premio Xavier Villaurrutia

En 1955, por iniciativa de Francisco Zendejas, se instaura el premio Xavier Villaurrutia, que en su primera entrega galardona a Juan Rulfo, cuyo libro Pedro Páramo acababa de publicar el FCE. Un año más tarde el galardón lo recibió Octavio Paz; y luego en 1957 se premia la estupenda novela de Josefina Vicens, El libro vacío, publicada por la Compañía General de Ediciones. El 58 se declara desierto, en el 59 se honra a Marco Antonio Montes de Oca, el de 1960 lo recibe Rosario Castellanos. 1961 y 62 fueron desiertos también. No sería sino hasta 1963 que el premio se retoma, otorgándose simultáneamente a Elena Garro y a Juan José Arreola, por sus novelas Los recuerdos del porvenir y La feria, respectivamente. Además del galardón doble, hay que destacar que ambas obras —capitales para la literatura mexicana— se publicaron bajo el muy reciente sello de Joaquín Díez-Canedo. Desde entonces la editorial volvería a publicar una y otra vez libros que figurarían en esta lista. Pero hay más, la novela de Arreola fue fundacional; la primera obra de la que hoy en día es una de las colecciones más prestigiosas de la literatura mexicana: la Serie del volador. Es aquí donde comienza el sueño, los poco más de 170 títulos que salieron de las prensas de Mortiz entre 1963 y 1985. Obras que me encargaré de comentar una por una.
La editorial Joaquín Mortiz fue fundada en 1962 por el editor español Joaquín Díaz Canedo.



Catálogo de la Serie del Volador
.Número en la serieObraAutorGénero literarioPrimera ediciónTirajePremios
SV000

Catálogo general: Joaquín Mortiz 1981S/ACatálogo5.I.19810000////
SV001
La feriaJuan José ArreolaNovela5.XI.19634000 ejemplaresPremio Xavier Villaurrutia
SV002
NadjaAndré Breton
(traducción de Agustí Bartra)
Novela30.XI.19633000 ej.\\\\
SV003Los palacios desiertosLuisa Josefina HernándezNovela30.XI.19633000 ej.////
SV004  La comparsaSergio GalindoNovelaTexto o imagen 5Texto o imagen 6Texto o imagen 7
SV005  La piedra del tropiezo Boeli van LeeuwenNovela30.III.19643000 ej.Name

jueves, 16 de julio de 2020

Voyerismo epístolar y las joyas conceptuales de Laclos

Esto que estas a punto de leer es algo que escribo en paralelo a mi lectura de Las amistades peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos. La novela —epígona de los tratamientos narrativos y las ideas filosóficas de Jean-Jacques Rousseau está colmada de pequeños conceptos que deseo coleccionar porque suponen una fuente importante de sabiduría social, moral e intelectual; en cierta forma, podríamos decir, que esta entrada pretende hacer las veces de un ideario según los personajes de Laclos.

Carta X o Del aprecio y el agrado 
En esta misiva la marquesa de Merteuil relata al vizconde de Valmont su encuentro con un caballero que ha seducido; hacia el final hace una distinción sobre el «aprecio» y el «agrado» que siente alternativamente por Valmont y por su caballero: “Me percibo que son las tres de la mañana y que he escrito a vuestra Merced un volumen, cuando tenía intención de escribir sólo una palabra. Este placer produce la confianza de la amistad; ella hace que vuestra Merced sea lo que yo más aprecio, pero el caballero es lo que más me agrada.” El aprecio le permite a la marquesa actuar con comodidad y hacer de Valmont su confidente; circunstancia cotidiana: aquello que nos es cómodo, entonces es de nuestro aprecio. Sin embargo, la comodidad es apenas un accidente de nuestras necesidades. El agrado por otro lado es producto del placer; el amante de la marquesa le satisface, pero a diferencia de Valmont, no promueve la confianza de la confidencia: así, hay cosas que nos pueden ser placenteras a la par que incómodas, como demuestra la marquesa con las precauciones que toma para encontrarse con su amante; el placer tiende a comprometer la confianza; la comodidad no, sin embargo, rara vez conduce a la satisfacción.

Carta XXIII o Del placer de las conquistas penosas
“¿Cuánta es, pues, nuestra debilidad? ¿Cuánto el imperio de las circunstancias?; ¿si yo mismo, olvidando mi proyecto, he arriesgado el perder, por una victoria prematura, el encanto producido por un largo combate, y los pormenores deliciosos de una penosa conquista; si seducido por el deseo de un joven sin experiencia, he estado para exponer al vencedor de la señora de Tourvel no recoger, por fruto de su trabajo, sino la insípida ventaja de haber logrado una mujer más? ¡Ah!, ríndase en hora buena, pero después de combatir; sin tener fuerza para vencer téngala para resistir; saboree a placer la sensación de su debilidad, y véase obligada a convenir en que ha sido rendida. Dejemos al cazador furtivo y obscuro que mate al acecho al siervo que ha sorprendido; el verdadero cazador debe forzarle y rendirle. Este proyecto es sublime, ¿no es verdad?” le dice el vizconde de Valmont a la condesa de Merteuil en esta carta; no hay síntesis para algo tan claro: la satisfacción de conquistar o lograr algo es mayor —sino es que, sólo posible— después de pensos esfuerzos. ¿Será que me atrevo a hablar por todos? pero... ¿a quién le gustan las victorias fáciles? Los retos y su conclusión reflejan las ambiciones personales, pero también la tenacidad.

Carta XXXII o De cómo una golondrina no hace verano
“¡Esta vmd., pues, empeñada en que yo crea que Valmont es virtuoso! Confieso que no lo podré jamás, y que tendré tanta dificultad en creerle honrado por el hecho solo que me refiere vmd., cuanta tendré en creer vicioso un hombre de bien reconocido de quien se me cuenta una falta. La humanidad no es perfecta en ningún género, ni en lo malo, ni en lo bueno. El malvado suele tener sus virtudes, como el hombre de bien sus debilidades. Me parece tanto más preciso que creamos esta verdad, cuanto de ella depende la necesidad de ser indulgente con los malos como con los buenos, y hace que éstos no se engrían, y que los otros no se desanimen. Vmd. hallará sin duda que yo olvido en este momento la indulgencia misma que predico; pero la miro como una debilidad peligrosa, cuando nos lleva a tratar de igual modo al vicioso y al hombre honrado.” la señora Volanges reconviene en esta misiva a la señora de Tourvel sobre la apología que hace de naturaleza y las acciones del vizconde de Valmont; hasta ahora los análisis filosóficos sobre las pasiones de los hombres parecen más agudos cuando son hechos por las mujeres. Podríamos bien resumir este pasaje en los conocidos dichos de haz fama y échate a dormir y una golondrina no hace verano; pero hay más, las duras palabras de la señora Volanges tocan veladamente tres ideas importantes: 1. Minimizar (puede) conducir a la inmoralidad; por ello la señora Volanges habla de olvidarse de la indulgencia que predica, pues tolerar las faltas de los hombres corruptos no hace más que alentarlas. 2. La confianza es sumamente frágil, y a pesar de todo lo motivador que suelen ser las historias de redención, en el fondo son más bien las menos. Hay que aceptar que algo roto y reparado ya no vuelve a tener jamás su pureza original, es por ello que alguien que pierde la confianza es más probable que no la recupere, aún si antes ha pasado por penosas pruebas. 3. Suscrito a lo anterior, la corrupción no se repara, a lo sumo, se le pone un alto.

Carta XXXIII o Del enfriamiento de las pasiones
“[...] lo verdaderamente inexcusable, es haberse dejado llevar a escribir. Yo desafío ahora vmd. de poder adivinar hasta dónde puede esto conducirle. ¿Espera vmd., por ventura, probar a esa mujer que debe entregarse? Me parece que eso debe ser efecto de sensibilidad y de demostración; y que, para ser así, se trata de enternecer y no de razonar; pero ¿de qué servirá el enternecer con cartas, pues no se halla vmd. allí para aprovecharse? Aun cuando las bellas frases de vmd. produjesen el delirio del amor, ¿se lisonjea vmd. de que duraría bastante tiempo para evitar que la reflexión impidiese la declaración? Piense vmd. en el que se necesita para escribir una carta, en el que pasa antes de que sea entregada; y vea vmd. si una mujer de principios tan severos como su devota, puede querer tanto tiempo lo que procura no querer jamás. Este modo de conducirse puede salir bien con los niños, que, cuando escriben «amo a vmd.», no saben que dicen «me rindo». Pero la virtud replicona de la señora de Tourvel me parece que conoce muy bien el valor de las palabras. Por eso, a pesar del ascendiente que ya tenía vmd. sobre ella, en su carta le bate. Y además, ¿sabe vmd. lo que sucede? Que sólo porque se disputa, no se quiere ceder. A fuerza de buscar buenas razones, se acaba por hallarlas; se dicen, y luego se sostienen, no porque son buenas, sino por no desmentirse.” la marquesa de Merteuil señala al vizconde de Valmont que de nada vale todo lo que pueda hacer sentir a la señora de Tourvel a través de las cartas que le envía, pues no puede usar el efecto que producen a su favor: las pasiones se van enfriando y en ese comunicación retardada siempre se pude encontrar la palabra justa para fingir —ardor o frialdad—. Creo que las cosas no han cambiado desde que Laclos escribió su trama de intrigas, aún hoy esta idea sigue teniendo vigencia y nos vemos cortados por las ideas que propician en nosotros; si es a veces nos engañan en nuestra cara, con mayor razón cuando ni siquiera la voz de quien nos habla podemos escuchar, y nos llegan sólo palabra, partes de un mensaje incompleto.

Carta XVIL o De saborear la victoria
"El momento más seductor de una mujer, el solo que puede producir aquel encanto de que se habla siempre y que tan rara vez experimenta, es aquel en que, estando ya seguros de su amor, no lo estamos aún de sus favores." me gusta está idea; postula y especula sobre los distintos momentos por los que los amantes pasan mientras sucede el juego de las conquistas. No sin razón se compara a la guerra con el amor y viceversa, es pues este estado que describe Valmont a la condesa de Merteuil, uno antes de la victoria, el de la certeza de que se juega ya con la debilidad del adversario a nuestro favor.

Carta LI o De una estrategia del amor que consiste en hacer no haciendo
"He notado uno de aquellos recursos que nunca deja de emplear el amor, y de que veo que esta muchacha es víctima de un modo bastante curioso. Atormentada del deseo de ocuparse de su querido, y del temor de condenarse, ha imaginado el pedir a Dios que se lo haga olvidar, y como renuevas esta oración a cada instante del día, halla el medio de pensar en él sin cesar." Fuera de lo anacrónico que resultaría pedir a dios cualquier cosa en nuestra época, la condesa de Merteuil habla de un efecto inesperado del pensar en no pensar; Cecilia Volanges renueva y retiene el pensamiento invocador; es una suerte de presencia que se trata de ahuyentar sujetándola.

Carta LI o De cierto autoengaño
"Se fatigan en probar con razonamientos, que un sentimiento involuntario no puede ser un crimen, como si no cesase de ser involuntario desde el momento en el que se le deja de combatir." Este pasaje me parece una crítica muy justa sobre las apologías que hacemos de nuestras acciones involuntarias; el medio, las circunstancias y los demás nos llevan a actuar de forma involuntaria, sí, ciertamente; y las más de las veces esas cosas que escapan de nuestras manos nos mancillan, pero —y he aquí la genialidad de Laclos— al rendirse uno y permitir que estas circunstancias sucedan sin resistencia, entonces se pierde el adjetivo de involuntario, ¿qué nos dice —o qué queremos entender en esto—? que ¿acaso rendirse a un sentimiento que rechazamos no es básicamente abrazarlo? ¿que las resistencias contra lo involuntario no valen de nada cuando se rinde uno?

Carta LVII o De causas y efectos
"En efecto, si los primeros amores parecen, en general, más honestos, y como se dice, más puros; si a lo menos son más lentos en su marcha, no es, como se piensa, por efecto de delicadeza o de timidez; es que nuestro corazón, admirado de in sentimiento desconocido, se detiene, por decirlo así, a cada paso, para gozar de la delicia que experimenta, y es tan grande su influjo en un corazón nuevo, que lo ocupa hasta el punto de hacerle olvidar cualquier otro placer." Valmont discurre como pocas veces, no con sus habituales adulaciones, sino en un tono reflexivo; detecta un efecto por todos conocido pero desde su verdadera causa; los amores que comienzan, en su novedad, son un elogio a la lentitud. Se ama distendiendo los momentos y abriendo los sentidos, abrebando hasta la última gota de luz y ternura.

Carta LXX o Los compromisos del significado sobre el significante
"Toda su carta anuncia el deseo de que la engañen, y es imposible ofrecer un medio ni más cómodo ni más usado. Quiere que yo sea «su amigo», pero yo, que gusto de los métodos nuevos y difíciles, pretendo que no se libre a tan poca costa, y ciertamente no me habré dado tanta pena por ella, para terminar con una seducción ordinaria. [...] He reusado pues la preciosa amistad, y me he atenido a mi título de amante. Como no me disimulo que este nombre, que al pronto parece sólo una disputa de palabras, es no obstante de una importancia real, he puesto mucho cuidado al escribir mi carta, he procurado que se note en ella aquel desorden que puede pintar el sentimiento que nos posee. En fin, he desatinado lo mejor que me ha sido posible, porque sin delirio no hay ternura; y creo que por esto las mujeres son tan superiores a nosotros en las cartas amorosas." Tourvel ha hecho una nueva reconvenciones a Valmont, le propone olvidar sus sentimientos hacia ella y en cambio ofrecerle la más honesta y fiel amistad. En este pasaje Valmont argumenta la imposibilidad de cambiar su estatus de amante por el de amigo; las palabras tienen compromisos fuertes en cuanto a sus significados e implicaciones; para Valmont el ser amigo o amante de Tourvel no cambia su proyecto, sin embargo que sí cambia el valor de éste: a ojos de Valmont, continuar con una seducción auspiciado por la confidencia de la amistad, le haría reducir su mérito. Es preciso sostener las dificultades naturales de su empresa hasta el final.

Carta LXXXI o Las sutiles diferencias entre la derrota y la victoria
Esta epístola merecería acaso una entrada completa; es, hasta ahora, la reunión de ideas más interesante del pensamiento de Merteuil. Sus reflexiones nacen de su necesidad y su experiencia, entonces —y en cierta forma— han sido sometidas a la praxis, lo cual (creo) aumenta su valor. "Combatiendo sin riesgo, debe vmd. obrar sin precaución. Para vmd. los hombres, las derrotas no son sino triunfos de menos. En esta parte tan desigual, nuestra forma es el no perder, y la desgracia de vmds. [es] el no ganar. Aun cuando yo concediese a vmds. tanta habilidad como la nuestra, ¿cuánta ventaja no deberíamos llevar todavía, por la necesidad, que tenemos de hacer uso continuo de nuestros medios?" Merteuil le señala a Valmont la condición definitiva de desventaja en la que las mujeres re encuentran en materia de amor y conquistas. Ella piensa que el hombre combate y conquista sin riesgos —las más de las veces— y que gracias a ello puede actuar sin planear y aún sin tener pericia en lo que hace. En caso de dar un tropiezo, el hombre no pirde como tal, pues según Merteuil, las derrotas tienen hasta su aire de victoria menor. En una geometría opuesta, la mujer y su desventaja aspiran a ¡NO PERDER! Un escarceo romántico es un riesgo, porque en la escala de valores femenino, la mujer o gana poco o no gana nada y siempre pierde mucho o todo. 

Carta LXXXI o La vanidad del triunfador y la dos veces derrota del contrincante
"Supongamos, conciento en ello, que vmds. pongan tanta maña en vencernos, cuanto nosotras en defendernos o en ceder; convendría vmds. a lo menos que después del triunfo les es inútil. Ocupados únicamente de su nuevo placer, se entregan a él sin miedo y sin reserva; no es a vmds. a quienes importa su duración." Para Merteuil el conquistado sufre dos derrotas, una definitiva y otra que es como un saqueo, posterior a la primera: la mujer seducida no sólo se queda en este punto, sino que el hombre, en su papel vanidoso, se aprovecha de los placeres que le brinda la pareja. Dice Merteuil que la resistencia de la mujer no se compara con el empeño del hombre en conquistarla; en este punto desvirtúa esa resistencia, puesto que ni aún con toda su potencia se salva de ceder ante un ataque tan desorganizado y menor. Lo cuál envanece al conquistador, vencer cuando no se ha puesto empeño en el combate. Esto último hace pensar siempre que el ataque estuvo a la altura de la defensa, y en este respecto, el empeño de la mujer no hace más que aumentar el prestigio del hombre.

Carta LXXXI Continuación de la relación geométrica 1:2
"En efecto, estas cadenas recíprocamente puestas y recibidas, para hablar el lenguaje del amor, vmds. solos pueden, a su elección, estrecharlas o romperlas: dichosas nosotras, si cuando vmds. ceden a su natural inconstancia, prefiriendo el misterio al escándalo, se contentan con un abandono humillante, y no hacen del ídolo de la víspera la víctima del día siguiente." Como el párrafo anterior explica, hay una especie de derrota en la conquista que se multiplica; ciertamente los amantes ganan imperio sobre el otro, pero ha de venir un punto, donde el final se hace patente y una derrota más se acarrea a este combate que parece no gustar de las victorias: el abandono. Después de la conquista y el saqueo todavía puede ser acestado un último tiro de gracia.

Carta LXXXI o La autoesclavitud
"Mas, si una mujer desdichada siente la primera el peso de su cadena, ¿a qué riesgos no se expone si quiere romperla o se atreve solamente a descansar? No puede menos de temblar cuando ensaya alejar de ella al hombre que su corazón repugna con violencia. Si se obstina en quedarse, es preciso que ella conceda al miedo lo que antes acordaba al amor." Conciente de su condición de esclavitud, las más de las veces, lo que uno hace es mantenerla antes que abolirla. El mirar las ataduras que antes se habían ignorado, dota a estas de la potencia del miedo.

Carta LXXXI o La generosidad del enemigo
"Su prudencia debe desatar con maña estos mismos vínculos que vdms. hubieram roto. Estando a la disposición de su enemigo, no le queda recurso si él no es generoso; y ¿cómo esperar que lo sea, cuando, si alguna vez se le alaba porque lo es, jamás se le censura por lo contrario?" Los amantes son enemigos. Esa es la condición que Merteuil les cifra. La observación al respecto de que una mujer, para librarse de su amante debe hacerlo con prudencia y maña y el hecho de que él hombre pueda romperlos sin más, refuerza la idea de que la derrota dura hasta el último momento. 

Carta LXXXI o Los peligros de la sensibilidad exaltada (y de sustancias y accidentes)
"¡Ah! Guarde vmd. sus concejos y sus temores para esas mujeres frenéticas que se llaman de «grandes sentimientos»; cuya imaginación exaltada haría creer que la naturaleza ha puesto su sensibilidad en su cabeza; que, no habiendo reflexionado jamás, confunden sin cesar el amor y el amante; que, en su loca ilusión, creen que aquel sólo, con quien han buscado su placer, es el único depositario; y, verdaderamente supersticiosas, acuerdan al sacerdote el respeto y la creencia que sólo deben a la divinidad." Las ideas de Merteuil son epígonas de lo propuesto por Denis Diderot en La paradoja del comediante; la sensibilidad dejada a su arbitro obra siempre de manera errática; en el caso de los amantes entregados a lo puramente emotivo pueden llegar a confundir al amante con el amor que sienten por él, es decir, pierden las nociones de accidente y sustancia: pensando que el primero tiene el valor del segundo.

Carta LXXXI o El amante, enemigo futuro
"Tiemble vmd. sobre todo por aquellas mujeres activas, aún cuando están ociosas, que vmd. llama «sensibles», y de las cuales se apodera el amor fácilmente y con tanta violencia; que conocen la necesidad de ocuparse siempre de él, aún cuando ya no lo gozan; y que, abandonándose sin reserva a la fermentación de sus ideas, crean, por ellas, aquellas cartas deliciosas, pero que son tan peligrosas para quien las escribe, y no temen confiar las pruebas de su debilidad al objeto mismo que la causa; imprudentes, que no saben ver en su actual amante su futuro enemigo." La meticulosa descripción que hace la marquesa de Merteuil sobre cierto carácter amoroso es para quedarse de una pieza. En efecto aquellas mentes ocupadas sólo del objeto de su amor, aún después de perdido, pueden continuar como un implacable perseguidor de éste, no sólo eso, Merteuil advierte el peligro del que son origen, no lo dice, pero lo cifra: uno mismo es su enemigo después del amor, no sólo el otro. UNO MISMO es fuente del terror y la ofuscacion que después provoca en el antiguo-amante/nuevo-enemigo y en sí mismo. 

Carta LXXXI o Cazar a la espera también es...
"Introducida en el mundo, a la edad en que, soltera todavía, estaba reducida por mi estado al silencio y a la inacción, he sabido aprovecharme de ambos para observar y reflexionar. Mientras que se me creía aturdida o distraída, yo, escuchaba, a la verdad, muy poco los discursos que se me dirigían, ponía gran cuidado en oír los que se me querían ocultar." Aquí estamos ante las circunstancias de formación de una aguda observadora; callar y esperar.

Carta LXXXI o Diderotesco gobierno del gesto
"Esta útil curiosidad, al mismo tiempo que sirvió para instruirme, me enseñó además a disimular; obligada muchas veces a ocultar los objetos de mi atención a los ojos dd los que me rodeaban, probé a guiar los míos según mi voluntad; entonces logré llegar a usar, según me conviene, de este modo dd mirar distraído que ha loado vmd. a menudo. Animada con este primer triunfo, procuré reglar del mismo modo los diferentes movimientos de mi semblante. Si tenía algún pesar, estudiaba el modo de darme un aire de serenidad, y aun de alegría, y he llevado mi celo hasta procurarme dolores voluntarios para estudiar durante ellos la expresión del placer. Me he violentado con igual esmero y más trabajo, para reprimir los síntomas de un gozo inesperado. Así he llegado a tomar sobre mi fisonomía este imperio, de que he visto a vmd. tan admirado algunas veces." Esta confesión de Merteuil está en gran sincronía con el pensamiento de Diderot; un artista, un actor, debe estudiar los matices y las gamas de los sentimientos y cómo se expresan con la finalidad de imitarlos. Merteuil, sin embargo, ha llegado —a mi juicio— un paso por delante del propósito estético que veía Diderot en este estudio: ella, ha practicado este fingir con el propósito de influenciar: nos dice Malraux en el prólogo del libro: «Conocer a los hombres para influir en ellos» y Merteuil los conoce, a través de ella —diría Unamuno «Soy hombre, nada humano me es ajeno»—: con este conocimiento los manipula.

Carta LXXXI o Querer es (pensar en cómo) poder
"Se hubiera podido decir que trabajaba secretamente en perfeccionar su obra. Mi cabeza sola fermentaba; no deseaba yo gozar sini saber, y el deseo de instruirme me sugirió los medios." Merteuil corrije la máxima que propone que querer es poder, agregando que el deseo le pone a uno a elaborar estrategias para conseguir el satisfacer.

Carta LXXXI o La magnitud de la prohibición es directamente proporcional a la de la tentación
"Estas fueron mis palabras, pero con ellas no sabía yo misma lo que decía. Mi esperanza no fue ni del todo engañada ni del todo satisfecha; el miedo de venderme me impedía iluminarme; pero el buen padre me pintó el mal tan grande, que concluí que el placer debería ser extremo; y al deseo de saber sólo en qué consistía, sucedió el de enterarme por mí misma." Merteuil confiesa pecados no realizados para sondear la magnitud de los misterios que se le ocultan, nos ofrece una idea sobre lo estimulantes que son algunos tabúes.

Carta XCVI o Las geometrías Correspondientes
"Ya la imagino a vmd. examinando de qué medio me habré valido para suplantar al amante querido; qué género de seducción podría convenir a la edad de esta joven y a su inexperiencia. Quiero ahorrar a vmd. ese trabajo, diciéndole que no he empleado ninguno. Mientras que vmd., manejando con destreza las armas de su sexo, triunfa por su astucia, yo, dando al hombre sus derechos imprescriptibles, subyugaba por autoridad. Seguro de apoderarme de la presa si podía acercarme a ella, todo mi ardid se dirigía a esto, y ni siquiera merece el nombre de artificio el que empleé para lograrlo." Valmont patentiza la diferencía que puede haber en los métodos de seducción que hay entre los hombres y las mujeres: los primeros se valen de autoridad irracional; básicamente nos dice que es un sistema de coacción y fuerza. Mientras que la mujer hace uso de una astucia racional; es decir, de un esfuerzo calculado que parte de su capacidad para dirigir la acción de forma no violenta.

Carta CII o Esto por aquello
"¿Qué se ha hecho de aquel tiempo en que, consagrada toda entera a estos loables sentimientos, no conocía los que, introduciendo en el alma el desorden mortal que experimento, quitan la fuerza de combatirlos al mismo tiempo que imponen la obligación de resistirlos?" Tourvel habla de cómo un tipo de sentimientos conducen a cierto desorden emocional, que finalmente quita la fuerza para luchar pero que obliga a resistir. Una posición de desventaja que obliga a seguir en oie de combate.

Carta CIV o La imposibilidad de comparar
"La elección de nuestra vida no debe reglarse por ilusión del momento. En efecto para escoger es necesario comparar. ¿Y cómo podremos hacerlo cuando un solo objeto nos ocupa, y cuando ni aun éste podemos conocer por estar alucinados y obcecados?" Merteuil habla de cómo el sentimiento de amor endiosa al objeto amado y nos imponemos a nosotros mismos un sesgo cognitivo: el amor deforma para bien y para mal la imagen de lo que amamos.

Carta CXXV o De la necesidad de proximidad
"En materia de amor nada puede hacerse sino estando muy cerca y nosotros nos hayamos bastante distantes era necesario antes de todo aproximarnos." Valmont dice una verdad obvia pero eludida por el sentido común: no se ganan batallas a distancia, hace falta la aproximación; aún, llevando la metáfora al plano balístico, hasta la bala necesita ese acercamiento para herir.

Carta CXXVI o El mal necesario
"Es bien cruel el asustar a un enfermo desahuciado, que sólo es susceptible de consuelos y paliativos; pero también es muy cuerdo el hablar claro al convaleciente, representándole los peligros a que ha estado expuesto, para inspirarle por este medio la prudencia de que tiene necesidad, y la sumisión a los consejos que pueden serle todavía necesarios."

Carta CXXX u Otra geometría correspondiente
"El hombre goza de la felicidad que experimenta, y la mujer de la que procura. Esta diferencia tan esencial y tampoco notada influye, sin embargo, de un modo bien sensible sobre la totalidad de su conducta respectiva; el placer del uno es el de satisfacer deseos; el del otro es con especialidad el de hacerlos nacer. El agradar no es para él sino un medio para conseguir lo que pretende, mientras que para ella es el logro mismo; y la coqueteria, que tantas veces se echa en cara a las mujeres, no es otra cosa que esté abuso del sentir, y por lo mismo prueba su realidad." En fin, Rosemonde ha explicado ya los pormenores.

Carta CXXXIII u Otra coincidencia diderotesca
"¡Y después dirán que el amor da ingenio! ¡Al contrario embrutece a los que domina!" Valmont casi acierta a estas palabras de Diderot: «Dicen que el amor, que quita el ingenio a quienes lo tenían, lo da a quienes no lo tienen; es decir, en otra lengua, que hace a los unos sensibles y tontos, y a los otros fríos y emprendedores».

Carta CXLI o El seductor: esclavo o tirano
"No dejan por eso de profesar amor a su presidenta; no ciertamente un amor muy puro, ni muy tierno, sino aquel que puede vmd. tener; aquel, por ejemplo, de hallar en una mujer las gracias cualidades que no tiene; que la coloca en una clase separada, y pone a las otras en segundo orden, que hace que esté vmd. apegado a ella, aun cuando la ultraja; tal en fin como pudiera tener un sultán por su favorita, que no le impide preferir muchas veces a una simple odalisca. Mi comparación me parece tanto más justa cuanto que vmd. no ha sido nunca, así como él, ni el amante, ni amigo de una mujer, sino siempre su tirada no su esclavo." Merteuil, certera y mordaz, logra describir la condición del seductor para con las mujeres: siempre en los extremos polares: o esclavo o tirano, jamás un estado mediado.

Carta CL o La potencia de una epístola
"Dure lo que dure la entrevista, se acaba por separarse. ¡Y luego se queda uno tan solo! ¡Entonces una carta viene a ser tan preciosa! Si no se lee a lo menos se la mira... ¡Ah!, sin duda, se puede mirar una carta sin leerla; así como me parece que por la noche tendría yo placer en tocar tu retrato... 
¡Tu retrato, he dicho! Pues una carta es el retrato del alma. No tiene, como una fría imagen, aquella inmovilidad, que tanto dista del amor; se presta a todos nuestros movimientos; alternativamente se anima, goza, o se reposa... ¡Tus sentimientos son para mí tan preciosos¡ ¿Querrás privarme del medio de conocerlos?» Es irreprochable el valor que Danceny le concede a una misiva. La impresión exacta (posiblemente) de los sentimientos, cifrados en palabras: las cartas contienen tanto y tan escasas que son hoy. 

Carta CLXXIV o De la potencialidad
"Pero, sin embargo, aquel corazón tan sencillo, aquel carácter tan dulce, tan natural, ¿no hubiera dejado llevarse al bien aun más fácilmente que se ha dejado arrastrar al mal? ¿Qué muchacha, saliendo como ella de un convento, sin experiencia y casi sin ideas, y no trayendo al mundo, como sucede casi siempre en aquella circunstancia, sino una ignorancia igual del bien y del mal; qué muchacha, digo, hubiera podido resistir más a tan culpables artificios? ¡Ah! Para ser indulgentes, basta reflexionar de cuántas circunstancias independientes de nosotros, nace la alternativa espantosa de la delicadeza o la depravación de nuestros sentimientos." Esta reflexión de Danceny podría pasar por tesis y síntesis de la novela de Laclos; es indudable que la entelequia de la semilla pretende al árbol, pero ¿cómo saber si nacerá torcido? Jean Jacques Rousseau planteba un hombre bueno a priori: víctima de la sociedad, esta bondad elemental se corrompía. Laclos creyó en este postulado, que es cierto salvo en la idea del hombre bueno elementalmente. La neutralidad y acaso la ignorancia parecen tender al vicio antes que a la virtud; y más si el medio permite (abona/alienta) la maldad; lo cierto es que la ignorancia es un pariente de la estupidez: no hay que atribuir al mal los estragos de la estupidez.

Carta CLXXV o Una reflexión final: La inutilidad de la experiencia posterior o una paradoja del aprendizaje
"¿Quién puede no horrorizarse al pensar en las desdchas que puede causar una sola amistad peligrosa, y qué penas no se evitarían con reflexionar un poco más? ¿Qué mujer no huiría al oír la primera palabra de un seductor? ¿Qué madre podría, sin temblar, ver a otra persona que ella hablar con su hija? Pero estas reflexiones tardías no vienen jamás sino después del suceso; y una de las verdades más importantes, y tal vez una de las más generalmente reconocidas, queda sofocada y sin uso en un torbellino de nuestro modo de vivir y de nuestras costumbres tan inconsecuentes. [...] nuestra razón tan insuficiente para prevenir nuestras desgracias, lo es todavía más para consolarnos después." El último planteamiento que Laclos pone en puño y letra de la señora de Volanges es quizá una de las más grandes y tristes paradojas de la condición humana: el poco valor que tiene la experiencia cuando la tragedia ya ha acaecido. Hay una canción del Chojin que dice «Si aprendo la lección tras el golpe, ¿para qué la quiero? tendría que aprenderla antes, pero no puedo; sin golpe no hay avance»: fiel a esta idea me doy cuenta que podemos dejar testimonio de los obstáculos y males que podríamos ahorrarnos con la experiencia anticipada, pero pocos —si es que nadie— experimentan en cabeza ajena. Caemos en la cuenta de que la experiencia es casi un accesorio: no se puede legar la experiencia en sí, sino apenas el esbozo de un momento: nos creemos la excepción y sin embargo nos venimos ampliando en la regla.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...