lunes, 27 de julio de 2020

Reunión: 3. Sredni Vashtar

Este cuento de Saki (H. H. Munro) tiene dos elementos que me producen una honda impresión. El primero de ellos es la siniestra contiguidad que guarda con la novela El señor de las moscas de William Golding; en ésta, un grupo de niños quedan varados en una isla desierta, entonces, deben organizarse para sobrevivir. A menudo se interpreta la historia como símbolo de la corrupción social: lo que en un principio tiene tintes de ser una feliz utopía democrática, se va tornando en una salvaje anarquía propiciada por las supersticiones y el miedo. Si miramos —microscópicamente— hay un momento nodular entre esos dos estados de civilidad y barbarie, en él se encuentra una figura demoníaca: el señor de las moscas que asola en secreto a la grupa de niños; una deidad maléfica que va cobrando intensidad en la imaginación fértil e inocente que se tiene a corta edad. Muchas veces se abusa de ciertas ideas tendenciosas cuando se habla de la infancia en la literatura: se pinta cándida, noble y pura —casi que es imposible no pensar en cierto ilustrado que creía que el hombre es bueno por naturaleza y decir que entonces el niño lo es más—. Yo pienso que el hombre está en un estado de neutralidad: potencialmente bueno o potencialmente malo —como creía la madre de Cécile de Volanges en la celebre novela de Pierre Choderlos de Laclos— Entonces, ensayemos a poner a un montón de náufragos infantes en un territorio donde no hay más leyes que las que ellos son capaces de sostener: el resultado parece inclinarse a la catástrofe. Si me lo preguntan, la inocencia es una antesala constante de la superstición, el desorden y el miedo. Esta facilidad que tienen los niños para inventar dioses terribles es lo que comparten las narraciones de Golding y Saki. En ambas los sentimientos de nobleza natural conducen a resultados similares: la crueldad que se sucede con el miedo y alcanza su plenitud en la superstición; que, a su vez, culmina en la indolencia.
El segundo elemento destacable es el poder de la palabra. Hay que decir que este cuento está incluído en la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy & Ocampo. El papel definitivo y definitorio que cumple la palabra en la narración me hace pensar que fue Borges quien seleccionó personalmente el cuento. En la mitología Vasca se dice que «lo que tiene nombre existe»; en el texto de Saki a menudo se apelará al poder de la imaginación para sugerir la razón de ser del hecho fantástico que acontece (lo mismo podría decirse de el señor de las moscas). No se temen o se veneran formas indefinidas; en ambas narraciones el miedo y el odio no se concretan del todo hasta que no se da el acto nominativo: nombrados Sredni Vashtar y el señor de las moscas es cuando adquieren su poder: bautizados, cobran existencia. Legitimados es  cuando comienzan sus cultos. La devoción por Sredni Vashtar y el señor de las moscas me estremece: hemos de preguntarnos cómo es posible que Golding y Saki concluyeran que si un niño imaginase un dios, su creación sería un dios de las cosas terribles, de la ferocidad y aún del dolor [Como nota marginal, ahora que me doy cuenta de las implicaciones del cuento, creo que estamos ante una ficción sobre un ser túlpico. Las Tulpas son manifestaciones de la imaginación: seres que adquieren existencia material gracias a la meditación abnegada y profunda de los monjes tibetanos; y por extensión, de cualquiera que alcance el grado de iluminación necesario para dicha hazaña].

Conradín tenía diez años y, según la opinión del médico, no iba a vivir cinco años más. El médico era suave, ineficaz, y no se lo tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora de Ropp; a quien debía tomarse en cuenta. La señora de Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con los anteriores, estaban concentrados en su imaginación. Conradín suponía que de un día para otro iba a sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias: la enfermedad, las prohibiciones propias de los mimos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora de Ropp, ni en los momentos de mayor franqueza, se confesaba que no quería a Conradín, aunque hubiera podido darse cuenta de que al contrariarlo "por su bien" cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con una desesperada sinceridad, que sabía disimular perfectamente. Las pocas diversiones que inventaba acrecían con la perspectiva de molestar a su tutora. La señora de Ropp estaba excluida del dominio de su imaginación como un objeto sucio, que no podía tener entrada.
En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas listas a entreabrirse para recordarle la obligación de tomar una medicina o para decirle que no hiciera esto o aquello, encontraba poco encanto. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados; sin embargo, hubiera sido difícil descubrir un comprador que ofreciera diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi completamente escondida por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada; bajo su techo, Conradín halló un refugio, algo que participaba de los variados aspectos de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos sacados de la historia, otros de su propia imaginación; pero la casilla ostentaba también dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina Houdán, de áspero plumaje, a la que el chico dedicaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón. Estaba dividido en dos compartimentos, uno de ellos con travesaños de fierro en el frente. Era la morada de un gran hurón de los pantanos; el muchacho de la carnicería se lo había dado de contrabando, con jaula y todo, por unas pocas monedas de plata. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible y de garras afiladas, pero era su más preciado tesoro. Su presencia en la casilla era para Conradín una secreta y terrible felicidad: debía mantenerlo escondido de La Mujer (así denominaba a su prima). Un día, quién sabe cómo, urdió para la bestia un nombre maravilloso, y desde ese momento el hurón de los pantanos fue un dios y una religión.
A la religión condescendía La Mujer una vez por semana, en una iglesia de los alrededores; la acompañaba Conradín. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla de herramientas, el niño oficiaba con místico y elaborado ceremonial ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el Gran Hurón. Adornaba su altar con flores coloradas y frutas escarlatas, pues era un dios que favorecía el impaciente lado feroz de las cosas (la religión de La Mujer, según Conradín, estaba dirigida en sentido opuesto). En las grandes fiestas, echaba ante el cajón nuez moscada en polvo. Necesitaba robar la nuez moscada; eso daba mayor valor a su ofrenda. Las fiestas eran variables y tenían por objeto celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que por tres días padeció la señora de Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo y casi llegó a persuadirse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor.
La gallina del Houdán jamás intervino en el culto de Sredni Vashtar. Conradín había decidido que era anabaptista. No pretendía tener el más remoto conocimiento de lo que era un anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. Para Conradin, la señora de Ropp encarnaba la odiosa imagen de toda respetabilidad.
Después de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla empezaron a llamar la atención de su tutora. “No puede ser bueno para él pasarse el día allí, cuando hace frío”, decidió prontamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que la gallina del Houdán había sido vendida la noche anterior. Con sus ojos miopes escrutó a Conradín, esperando un ataque de rabia y de tristeza que estaba lista a reprimir con la fuerza de excelentes preceptos. Pero Conradín no dijo nada; no había nada que decir. Algo, en esa cara impávida y blanca, la tranquilizó. Esa tarde, a la hora del té, hubo tostadas: atención generalmente excluida con el pretexto de que “eran malas para Conradín”, y también porque hacerlas daba trabajo.
—Creí te gustaban las tostadas —exclamó con resentimiento la señora de Ropp, al observar que no las comía. 
—A veces —dijo Conradín. 
Esa tarde, en la casilla de las herramientas, hubo un cambio en el culto al dios del cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
—Hazme un favor, Sredni Vashtar.
El favor no estaba especificado. Sredni Vashtar, que era un dios, no podía ignorarlo. Conradín miró hacia el otro rincón vacío y, conteniendo un sollozo, regresó al mundo que detestaba. 
Todas las noches, en la bienvenida oscuridad de su dormitorio, todas las tardes, en la penumbra de la casilla, proseguía la amarga letanía de Conradín: 
—Hazme un favor, Sredni Vashtar.
La señora de Ropp advirtió que no cesaban las visitas a la casilla; una tarde llevó a cabo una inspección más completa. 
—¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? —le preguntó—. Han de ser conejitos de la India. Los haré llevar.
Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave escondida, y en seguida bajó a la casilla a coronar su descubrimiento. Era una tarde lluviosa, y a Conradín le habían prohibido salir al jardín. Desde la última ventana del comedor podía verse la casilla; en esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a La Mujer y la imaginó abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con ojos miopes la espesa cama de paja donde estaba oculto su dios. Tal vez, con impaciencia torpe, estuviera tanteando la paja con el paraguas. Fervorosamente, Conradín articuló su última plegaria. Pero al rezar sentía la incredulidad. Sabía que La Mujer iba a aparecer de un momento a otro, con sonrisa fruncida que él tanto detestaba; dentro de una o dos horas, el jardinero se llevaría a su prodigioso dios, no ya un dios sino un simple hurón de color pardo, en un cajón.
Y sabía que La Mujer triunfaría siempre, como había triunfado hasta ahora, y que sus persecuciones y su tirania irían debilitándolo poco a poco hasta que a él ya nada le importara, hasta que aconteciera lo previsto por el doctor. Y como un desafío, en el despecho de la derrota, empezó a gritar el himno a su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar acometió:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos, sus dientes eran blancos.

Sus enemigos pidieron paz, pero Él les trajo muerte. 
Sredni Vashtar, el hermoso. 

De golpe dejó de cantar y se acercó a la ventana. La puerta de la casilla seguía abierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miraba los gorriones que volaban y corrían por el césped. Los contó y los volvió a contar, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró en la pieza y puso la mesa para el té. Conradín seguía esperando, vigilando. Gradualmente, la esperanza se deslizaba en su corazón; el triunfo empezó a brillar en sus ojos, hasta ahora sólo conocedores de la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados. Por la puerta salió una larga bestia amarilla y parda , baja, con ojos deslumbrados por la luz del atardecer y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín cayó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió a una de las acequias del jardín, bebió, atravesó un puente de tablas y se perdió entre los arbustos. Ése fue el tránsito de Sredni Vashtar. 
—Está servido el té —dijo la criada de expresión agria—. ¿A dónde fue la señora? 
—A la casilla —dijo Conradín. 
Y mientras la criada salió a buscar a la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar el pan.
Y mientras lo tostaba y le ponía mucha manteca y lo saboreaba con lentitud, escuchaba los ruidos y silencios que caían en rápidos espasmos del otro lado de la puerta del comedor. Los chillidos tontos de la criada, el correspondiente coro de las cocineras, los correteos, las urgentes embajadas para pedir auxilio y, después de una pausa, los sagrados sollozos y el deslizado andar de quienes llevan una carga pesada.
—¿Quién se lo dirá al pobre chico? Yo no me atrevo —dijo una voz chillona. 
     Y mientras discutían el asunto entre ellas, Conradín se preparó otra tostada.

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