jueves, 22 de agosto de 2019

Antología de cuentos sobre antropofagia: AA1. Lo horrible

Dos años después de Tombuctú, Guy de Maupassant publicó «L'Horrible»; una doble narración donde nuestro autor plasma su definición de aquello que entiende por horrible. A diferencia de Tombuctú, este cuento es abordado de manera tétrica y presenta al hombre marchando por un desierto, lo impulsa el inexplicable de deseo de vivir, pase lo que pase. El desierto de hielo en la retirada de la primera narración y el calor infernal del otro desierto en la retirada de la segunda historia son climas paralelos que propician las acciones más desesperadas. Hielo y arena son territorios de lo Horrible. Ahora bien, el grupo que come carne humana es nombrado certeramente por Maupassant como una retirada de antropófagos; estos seres civilizados, de pronto aislados de todo y asolados por el hambre toman la única alternativa para sobrevivir: comerse entre ellos. Es por esto que el cuento pertenece a la categoría de lo crudo, en la cantidad de platillos; el aliento que los conduce a su resolución es la hambruna del aislamiento.

La tibia noche descendía lentamente.
Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados o a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas.
Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río.
El general de G... pronunció:
—Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.
Lo horrible, esa vieja palabra, significa algo más que terrible. Un espantoso accidente como ése conmueve, trastorna, asusta: pero no enloquece. Para experimentar horror se necesita algo más que la emoción del alma y algo más que el espectáculo de una muerte espantosa, se necesita, bien un estremecimiento de misterio, bien una sensación de espanto anormal, fuera de lo natural. Un hombre que muere, aunque sea en las condiciones más dramáticas, no inspira horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre no es horrible; los crímenes más viles son raramente horribles.
Miren, aquí tienen dos ejemplos personales que me han hecho comprender lo que se puede entender por Horror.
Era durante la guerra de 1870. Nos retirábamos hacia Pont-Audemer, tras haber cruzado Ruán. El ejército, unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en desorden, desbandados, desmoralizados, agotados, iban a reconstruirse en El Havre.
La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. Huíamos a toda prisa, pues los prusianos no estaban lejos.
Todo el campo normando, lívido, manchado por las sombras de los árboles que rodeaban las granjas, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro.
No se oía otra cosa en el resplandor apagado del crepúsculo que un ruido confuso, tenue y sin embargo desmesurado, de rebaño en marcha, un pisoteo infinito, mezclado con un vago golpeteo de escudillas o de sables. Los hombres, inclinados, encorvados, sucios, a menudo incluso andrajosos, se arrastraban, se apresuraban en la nieve, a largos pasos derrengados.
La piel de las manos se pegaba al acero de las culatas, pues helaba espantosamente esa noche. A menudo yo veía a un joven voluntario quitarse los zapatos para marchar descalzo, de tanto como le dolía ir calzado; y dejaba en cada huella un rastro de sangre. Después, al cabo de cierto tiempo, se sentaba en un campo para descansar unos minutos, y no volvía a levantarse. Cada hombre sentado era un hombre muerto.
¡Cuántos de esos pobres soldados agotados, que contaban con proseguir en seguida, en cuanto hubieran dado un poco de descanso a sus piernas rígidas, dejamos a nuestras espaldas! Ahora bien, apenas cesaban de moverse, de hacer circular, por su carne helada, una sangre casi inerte, un invencible embotamiento los petrificaba, los clavaba al suelo, cerraba sus ojos, paralizaba en un segundo aquel agotado mecanismo humano. Y se doblaban un poco, con la frente apoyada en las rodillas, aunque sin caer del todo, pues sus riñones y sus miembros se tornaban inmóviles, duros como la piedra, imposibles de doblegar ni de enderezar.
Y nosotros, los más robustos, seguíamos avanzando, helados hasta la médula, marchando gracias a una fuerza mecánica, en aquella noche, en aquella nieve, en aquella campiña fría y mortal, aplastados por la pena, por la derrota, por la desesperación, y sobre todo oprimidos por la abominable sensación del abandono, del final, de la muerte, de la nada.
Divisé a dos gendarmes que sujetaban por los brazos a un hombrecillo singular, viejo, sin barba, de aspecto verdaderamente sorprendente.
Buscaban un oficial, creyendo haber cogido a un espía.
La palabra «espía» corrió en seguida entre los rezagados y se formó un círculo en torno al prisionero. Una voz gritó: «¡Hay que fusilarlo!» Y todos aquellos soldados que se caían de agotamiento, y que sólo se tenían en pie porque se apoyaban en sus fusiles sintieron de pronto ese temblor de cólera furiosa y brutal que empuja a las multitudes a la matanza.
Quise hablar; yo era entonces el jefe del batallón; pero ya nadie reconocía a los jefes, me habrían fusilado también a mí.
Uno de los gendarmes me dijo:
«Hace tres días que nos sigue. Pide a todo el mundo informes sobre la artillería.»
Traté de interrogar a aquel ser:
«¿Qué hace usted? ¿Qué quiere? ¿Por qué acompaña al ejército?»
Farfulló unas palabras en un dialecto ininteligible.
Era realmente un extraño personaje, de hombros estrechos, de mirada solapada, y estaba tan turbado en mi presencia que verdaderamente no dudé de que fuese un espía. Parecía de mucha edad y muy débil. Me miraba de soslayo, con un aire humilde, estúpido y malicioso.
Los hombres que nos rodeaban gritaban:
«¡Al paredón! ¡Al paredón!»
Le dije a los gendarmes:
«¿Me responden ustedes del prisionero?...»
Aún no había acabado de hablar cuando un empujón terrible me derribó, y vi, en un segundo, como los soldados furiosos cogían al hombre, lo tiraban al suelo, le pegaban, lo arrastraban al borde del camino y lo arrojaban contra un árbol.  Cayó ya casi muerto, sobre la nieve.
Lo fusilaron al punto. Los soldados disparaban sobre él, cargaban sus armas, volvían a disparar con una saña brutal. Se peleaban por coger el turno, desfilaban ante el cadáver y seguían disparando sobre él, como quien desfila ante un ataúd para rociarlo con agua bendita.
Pero de repente corrió un grito:
«¡Los prusianos! ¡Los prusianos!»
Y oí, en todo el horizonte, el rumor inmenso del ejército que corría enloquecido.
El pánico, nacido de aquellos tiros sobre el vagabundo, había asustado a los propios ejecutores que, sin comprender que el espanto provenía de ellos mismos, escaparon y desaparecieron en las sombras.
Me quedé solo ante el cuerpo con los dos gendarmes, a quienes su deber retenía a mi lado.
Alzaron aquella carne magullada, molida, sangrante.
«Hay que registrarlo», les dije.
Y les tendí una caja de cerillas que llevaba en el bolsillo. Uno de los soldados alumbraba al otro. Yo estaba de pie entre los dos.
El gendarme que manejaba el cuerpo declaró:
«Vestido con una blusa azul, una camisa blanca, un pantalón y un par de zapatos.»
La primera cerilla se apagó; encendieron la segunda. El hombre prosiguió, volviendo los bolsillos.
«Un cuchillo de asta, un pañuelo de cuadros, una petaca, un trozo de bramante, un pedazo de pan.»
La segunda cerilla se apagó. Encendieron la tercera. El gendarme, tras haber palpado un buen rato el cadáver, declaró:
«Nada más.»
Yo dije:
«Desnúdenlo. Quizá encontremos algo junto a la piel.»
Y, para que los dos soldados pudieran actuar al mismo tiempo, me puse yo mismo a alumbrarles. Los veía al resplandor rápido y pronto extinguido de la cerilla quitar las ropas una a una, dejar al descubierto aquel sangriento paquete de carne aún caliente y muerta.
De pronto uno de ellos balbució:
«¡Caray! Mi comandante, ¡es una mujer!»
No podría decirles qué extraña y punzante sensación de angustia me invadió el corazón. No podía creerlo, y me arrodillé en nieve, ante aquella papilla informe, para ver: ¡era una mujer!
Los dos gendarmes, confundidos y desmoralizados, esperaban que yo emitiese una opinión.
Pero yo no sabía qué pensar, qué suponer.
Entonces el sargento pronunció lentamente:
«A lo mejor venía buscando a su hijo que era soldado de artillería y del cual no tenía noticias.»
Y el otro respondió:
«A lo mejor, sí, puede ser.»
Y yo, que había visto cosas muy terribles, me eché a llorar. Y sentí, ante aquella muerte, en aquella noche helada, en medio de aquella llanura negra, ante aquel misterio, delante de aquella desconocida asesinada, lo que significa la palabra «Horror».
Ahora bien, he tenido la misma sensación, el pasado año, al interrogar a uno de los supervivientes de la misión Flatters, un tirador argelino.
Conocen ustedes los detalles de ese drama atroz. Hay uno, empero, que quizás ignoren.
El coronel iba al Sudán por el desierto y cruzaba el inmenso territorio de los tuareg, que son, en ese océano de arena que va del Atlántico a Egipto y del Sudán a Argelia, una raza de piratas comparable a los que antaño asolaban los mares.
Los guías que conducían la columna pertenecían a la tribu de los chambaa, de Uargla.
Ahora bien, un día montaron el campamento en pleno desierto, y los árabes declararon que, como el manantial estaba aún un poco más lejos, irían a buscar agua con todos los camellos.
Un solo hombre previno al coronel de que lo traicionaban; Flatters no lo creyó y acompañó al convoy con los ingenieros, los médicos, y casi todos sus oficiales.
Fueron asesinados junto al manantial, y todos los camellos, capturados.
El capitán del puesto árabe de Uargla, que se había quedado en el campamento, tomó el mando de los supervivientes, espahís y tiradores, e iniciaron la retirada, abandonando bagajes y víveres, por falta de camellos para llevarlos.
Iniciaron, pues, la marcha por aquella soledad sin sombras y sin fin, bajo un sol devorador que los abrasaba de la mañana a la noche.
Una tribu acudió a someterse y trajo dátiles. Estaban envenenados. Casi todos los franceses murieron y, entre ellos, el último oficial.
Sólo quedaban unos cuantos espahís, como el sargento Pobéguin, a más de los tiradores indígenas de la tribu chambaa. Tenían aún dos camellos, pero desaparecieron una noche con dos árabes.
Entonces los supervivientes comprendieron que iban a tener que devorarse entre sí y, en cuanto descubrieron la huida de los dos hombres con los dos animales, los que quedaban se separaron y echaron a andar uno a uno por la blanda arena, bajo la cruel llama del sol, a mayor distancia que la de un tiro de fusil.
Caminaban así todo el día, levantando en cada lugar, en la extensión quemada y llana, esas columnitas de polvo que señalan desde lejos a quienes marchan por el desierto.
Pero una mañana uno de los viajeros se desvió bruscamente, acercándose a su vecino. Y todos se detuvieron a mirar. El hombre hacia el cual marchaba el soldado hambriento no huyo, sino que se tumbó en el suelo, y apuntó hacia el que llegaba. Cuando lo creyó a buena distancia, disparó. No le dio al otro, que siguió avanzando y después, encarando a su vez, mató a su camarada.
Entonces los demas acudieron de todo el horizonte a buscar su parte. Y el que había matado, descuartizando al muerto, lo distribuyó.
Se espaciaron de nuevo aquellos aliados irreconciliables, hasta que el próximo asesinato los aproximara.
Durante dos días vivieron de la carne humana repartida. Después reapareció de nuevo el hambre, y el primero que había matado mató otra vez. Y otra vez, como un carnicero, cortó el cadáver y lo ofreció a sus compañeros, quedándose sólo con su ración.
Y así continuó esta retirada de antropófagos.
El último francés, Pobéguin, murió asesinado a orillas de un pozo, la víspera del día que llegaron los auxilios.
¿Comprenden ustedes ahora qué es lo que yo entiendo por Horrible?
Esto es lo que nos contó, la otra noche, el general de G...

sábado, 10 de agosto de 2019

Antología de cuentos musicales: 14. Un servicio de amor

Hace poco leí un micro ensayo de Julio Torri. En él, con una economía de palabras envidiable, nos decía que: «La facultad creadora florece rara y maravillosamente. Cuando el artista flaquea, entrega sus armas a sus hermanos, en la más heroica de las acciones humanas.» Es decir, el artista debe volverse maestro cuando su capacidad de trabajo creativo se va apagando. Hasta ese momento ha recorrido —las más de las veces— un largo camino de aprendizaje y descubrimiento y es entonces cuando puede justamente enseñar eso. El siguiente cuento no trata tal cual sobre la enseñanza artística, pero sí toca una dimensión de ella. Me gusta pensar que la heroína del texto, Delia, no encuentra estudiantes justo porque no ha tocado el cénit de su trabajo artístico. Derivado de ello, de su amor por Joe y de la premisa que el cuento nos ofrece desde su primera línea, O. Henry no da una bella (y tal vez para el gusto actual, cursi) historia de sacrificio y amor. El motivo del sacrificio por amor fue visitado abundantemente en la obra de Henry —está, por ejemplo en El regalo de los reyes magos, quizá su obra más reconocida.
La vida de nuestro escritor bien podría ser uno de sus cuentos, se le acusó de malversación en el banco donde trabajan, huyó del país y se refugió en Latinoamérica, fruto de su exilio hay un racimo de narraciones ambientadas en un imaginario país latino.
A pesar de ser un legítimo clásico de la literatura norteamericana, es a vez un buen ejemplo de modernidad; prueba de ello es este cuento que comienza siendo autoreflexivo; nos ofrece desde el primer párrafo la cifra de su estructura y propósito. Bien visto, su introducción es quizá innecesaria, pero también es indudable que es una formidable muestra de la concepción que se debe tener de la literatura: la noción de su impostura y la voluntad del autor de dotar de fuerza expresiva un mentira real.

Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece demasiado penoso.
Tal es nuestra premisa. Este cuento sacará de ella una conclusión y mostrará al mismo tiempo que la premisa es incorrecta. Eso será una novedad en el campo de la lógica, y una hazaña más vieja que la Gran Muralla China en el arte de contar historias.
Joe Larrabee salió de las llanuras del Medio Oeste desbordando genio para el arte pictórico. A la edad de seis años hizo un dibujo de la bomba de agua de la ciudad, incluyendo a un prominente ciudadano que pasaba descuidadamente por allí. Esta hazaña artística fue enmarcada y expuesta en la vitrina de la farmacia junto a una mazorca de maíz con un número non de hileras de granos. A los veinte, Joe partió para Nueva York, su corbata agitada por el viento y un humilde capital bien ceñido al cuerpo.
Delia Caruthers hacia cosas en seis octavas (1) tan promisoriamente, en un pueblecito de pinos en el Sur, que sus parientes contribuyeron con lo suficiente para que pudiera ir "al Norte" y "terminar." No pudieron ver cómo... pero ésa es nuestra historia.
Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se habían reunido estudiantes de arte y de música para discutir sobre el claroscuro, Wagner, las obras de Rembrandt, pintura, Waldteufel, el empapelado de las paredes, Chopin, Oolong. 
Joe y Delia se enamoraron el uno del otro, o cada uno del otro, como el lector lo prefiera, y se casaron al poco tiempo... porque (véase más arriba) cuando uno ama su Arte ningún servicio parece demasiado penoso.
El señor y la señora Larrabee instalaron su hogar en un departamento. Era un departamento solitario... algo así como el la sostenido en el extremo izquierdo del teclado. Y se sentían felices porque tenían su Arte y se tenían el uno al otro. Y mi demanda al joven rico es: vende todo lo que tengas y dáselo al pobre... conserje, por el privilegio de vivir en un departamento con tu Arte y tu Delia. 
Los que viven en departamentos estarán de acuerdo conmigo en que la suya es la única felicidad auténtica. Si un hogar es feliz, no importa su pequeñez; tanto da que el tocador se derrumbe y se transforme en una mesa de billar, que la repisa de la chimenea se convierta en un aparato de gimnasia, el escritorio en una alcoba para huéspedes y el lavabo en un piano vertical. Tanto da que las cuatro paredes se junten si les place, con tal de que usted y su Delia esten entre ellas. Pero si el hogar es del tipo opuesto, no importa que sea ancho y largo: el lector puede entrar por la Puerta de Oro de San Francisco, colgar su sombrero en el Cabo Hatteras, su capa en el Cabo de Hornos y salir por el Labrador. 
Joe pintaba en la clase del Gran Maestro... cuya fama habrá llegado ya al conocimiento del lector. Sus honorarios son elevados y sus lecciones fáciles; su fácil elevación* lo ha hecho célebre. Delia estudiaba con Rosenstock: el lector ya tambien conocerá su bien ganada reputación como perturbador del teclado.
Joe y Delia fueron felices mientras les duró dinero. Lo mismo sucede con todos... pero no deseo ser cínico. Sus objetivos eran claros y definidos. Muy pronto Joe seria capaz de pintar cuadros que viejos caballeros de finas patillas y gruesas carteras se disputarían a guantadas en su estudio. Delia debía familiarizarse con la música y luego mostrarse desdeñosa con ella; a tal extremo que, cuando las plateas de la orquesta y los palcos estuvieran sin vender, pudiera negarse a salir al escenario, por tener dolor de garganta y langosta en un reservado de restaurante.
Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el pequeño departamento: las vehementes y animadas conversaciones después de la jornada de estudio, las acogedoras cenas y los refrescantes y ligeros desayunos, el intercambio de ambiciones —ambiciones entretejidas con las del otro, ya que de lo contrario serían inconcebibles—, la ayuda e inspiración mutuas y —perdóneseme la procacidad—, las aceitunas rellenas y los emparedados de queso a las once de la noche. 
Pero conforme pasó el tiempo el Arte arrió banderas. Eso ocurre a veces, aunque no haya una guardia encargada de hacerlo. Todo salía y nada entraba, como dice el vulgo. Faltaba el dinero para pagarle al Señor Maestro y a Herr Rosenstock. Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece ser démasiado duro. Por lo tanto, Delia anunció que daría lecciones de musica para surtir la olla. 
Durante dos o tres dias salió a buscar alumnos. Una noche volvió a casa, exaltada y triunfante. 
—Joe, querido —dijo alegremente—, tengo una alumna. ¡Y qué alumna tan encantadora! Es la hija del general... del general A. B. Pinkney... de la Calle 71. ¡Qué casa más espléndida, Joe! ¡Si vieras la puerta de la entrada!— Yo diría que es de estilo bizantino. ¡Y el interior! ¡Oh, Joe, nunca he visto algo semejante! Mi alumna es hija del general, Clementina. Ya siento aprecio por ella. Es un ser delicado. Y viste siempre de blanco. ¡Y qué modales tan encantadores y sencillos! Apenas tiene dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones semanales ¡Imaginate, Joe! ¡Cinco dólares la lección! Pero eso no me importa; porque cuando haya conseguido dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con Herr Rosenstock. Vamos, no quiero ver más esa arruga entre tus cejas, querido; cenemos algo sabroso.
—Eso está muy bien en lo que a ti se refiere, Delia —dijo Joe, abriendo una lata de arvejas con un cuchillo de trinchar y una pequeña hacha— Pero... ¿y yo? ¿Crees que permitiré que te esfuerces ganando dinero mientras yo coqueteo con las regiones del arte superior? ¡No, te lo juro por los huesos de Benvenuto Cellini! () Quizá podría vender periódicos o empedrar las calles y traer un par de dólares. 
Delia se acercó y se le colgó del cuello. 
—Querido Joe, eres un bobo. Debes continuar con tus estudios. Lo que te dije no significa que haya abandonado mi música o que me dedique a otra cosa. Mientras enseño, aprendo. Siempre estoy con mi música. Y podemos vivir tan felices como millonarios con quince dólares semanales. No debes pensar siquiera en abandonar al Señor Maestro. 
—Está bien —dijo Joe, tendiendo la mano hacia el platito azul de las verduras. Es que me duele que des lecciones. Eso no es Arte. Pero eres adorable al aceptar hacerlo.
—Cuando uno ama su Arte, ningún servicio le parece demasiado penoso —dijo Delia. 
—El Maestro elogió el cielo de ese boceto que hice en el parque —contó Joe—. Y Tinkle me autorizó a colgar dos cuadros en su escaparate. Quizá venda uno si los ve el tipo adecuado de imbécil con dinero. 
—Estoy segura que lo venderás —dijo Delia, dulcemente. Y ahora, demos gracias a Dios por el general Pinkney y por este asado de ternera. 
Durante toda la semana siguiente los Larrabee se desayunaron temprano. Joe estaba entusiasmado por unos bocetos con efectos matinales que pintaba en Central Park, y Delia lo mandaba para allá desayunado, mimado, elogiado y besado a las siete de la mañana. EI Arte es un absorbente seductor. Por lo regular, Joe volvía a casa a las siete de la tarde. 
Al terminar la semana, Delia, con reservado y lánguido orgullo, arrojó victoriosamente tres billetes de cinco dólares sobre la mesa de dos por tres decímetros que ocupaba el centro de la sala de dos por tres metros del departamento.
—En ocasiones, Clementina me desespera —dijo, mostrando cierta flojera—. Temo que no practica lo suficiente y tengo que repetirle las mismas cosas con frecuencia... Además, siempre viste totalmente de blanco y eso resulta monótono. ¡Pero el general Pinkney es un viejo encantador! Ojalá pudieras conocerlo, Joe. A veces entra cuando estoy con Clementina en el piano. Es viudo, ¿sabes? Y se queda parado allí, acariciándose la piocha blanca. ¿Y cómo van las corcheas y las semicorcheas (2)?, pregunta siempre. ¡Si vieras el revestimiento de madera de la sala, Joe! ¡Y los cortineros! ¡Y Clementina tiene una tosecilla tan cómica! Espero que sea mas sana de lo que parece. ¡Oh, me estoy encariñando con ella! ¡Es tan gentil y tan educada! El hermano del general Pinkney fue embajador en Bolivia.
Entonces Joe, con los aires de un Montecristo, sacó un billete de diez dólares, otro de cinco, otros de dos y otro de uno —todos de valor legal y corriente— y los depositó junto a las ganancias de Delia. 
—He vendido la acuarela del obelisco a un individuo de Peoria* —dijo, con tono avasallador.
—Déjate de bromas —dijo Delia—. ¿De Peoria, nada menos? 
—Como lo oyes. Ojalá lo hubieras visto, Delia. Un hombre gordo de bufanda de lana y que usaba una pluma de pájaro como palillo de dientes. Vió el boceto expuesto en el escaparate de Tinkle y por un momento creyó que era un molino de viento. Pero se portó bien y lo compró de todos modos. Y me encargó otro: un óleo de la estación de carga de Lackawanna. Quiere llevárselo. ¡Lecciones de música! Oh, creo que aun en eso está el Arte.
—¡Cuánto me alegro de que hayas seguido trabajando en tus cuadros! —dijo Delia, de todo corazón—. Estás destinado a vencer, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca tuvimos tanto dinero para gastar. Esta noche cenaremos ostras.
—Y filete miñón con champiñones —dijo Joe— ¿Dónde está el tenedor para las aceitunas? 
El sábado siguiente por la noche, Joe fue el primero en llegar al departamento. Extendió sus dieciocho dólares sobre la mesa de la sala y lavó lo que parecía ser una notoria cantidad de pintura oscura de sus manos. Media hora después llegó Delia, con la mano derecha envuelta en una masa informe de tiras y vendajes.
—¿Qué te ha sucedido? —preguntó Joe, después de los saludos usuales. 
Delia se echó a reír, pero sin mucha alegría. 
—Clementina insistió en comer una tostada con queso y cerveza después de la lección —explico—. Es una niña tan extraña. ¡Tostadas con queso y cerveza a las cinco de la tarde! ¡Imagínate! El general estaba allí. ¡Lo hubieras visto correr en busca del tostador, Joe, como si no hubiera una sola criada en toda la casa! Sé que la salud de Clementina es delicada. ¡Es tan nerviosa! Al tomar la tostada dejó caer buena parte de ella, hirviendo aun, sobre mi mano y mi muñeca. Me dolió horriblemente, Joe. ¡La pobrecita se apenó tanto! Pero el general Pinkney... ¡Joe, el viejo enloqueció! Se precipitó al piso de abajo y mandó a alguien —al hombre que atendía la caldera o no sé a quien del sótano— a una farmacia, para que trajera un poco de ungüento y vendajes. Ahora ya no me duele tanto.
—¿Qué es esto? —preguntó Joe, tomándole con ternura la mano a Delia y tirando de unas hebras blancas que estaban debajo de los vendajes. 
—Es algo blando que tenía ungüento encima —dijo Delia— Oh, Joe... ¿Vendiste otro boceto? 
Había visto el dinero encima de la mesa. 
—¿Qué si lo vendi? —replicó Joe—. Pregúntaselo al hombre de Peoria... Hoy tuvo su estacio de carga y aunque no está seguro aún, es probable que me pida otro paisaje y una vista del Hudson. A qué hora de la tarde te quemaste la mano, Delia? 
—Creo que eran las cinco —respondió quejumbrosamente—. La plancha... quiero decir, la tostada, fue retirada del fuego a esa hora. Valía la pena ver al general Pinkney Joe, cuando... 
—¿Qué has estado haciendo durante estas últimas dos semanas, Delia? —quiso saber él. 
Delia afrontó valerosamente la situación durante unos instantes, con ojos llenos de amor y obstinación y murmuró un par de frases vagas sobre el general Pinkney; pero, al fin, bajó la cabeza y brotaron las lágrimas y la verdad. 
—No conseguía alumnos —confesó—. Y no podía soportar la idea de que abandonaras tus lecciones. Por eso conseguí trabajo como planchadora de camisas en esa lavandería de la Calle 24. Y creo que inventé muy bien al general Pinkney y a Clementina, ¿verdad, Joe? Y cuando una muchacha de la lavandería, esta tarde, apoyó una plancha caliente sobre mi mano, dediqué todo el trayecto hasta aquí en inventar esa historia de la tostada. No estás enojado, ¿verdad, Joe? Si yo no hubiera conseguido ese trabajo, tú no habrías podido venderle tus bocetos al hombre de Peoria. 
—No era de Peoria —dijo Joe, lentamente. 
—Bueno, igual da. ¡Qué inteligente eres, Joe! Pero... bésame, Joe... Y... ¿qué te hizo sospechar que yo no daba lecciones de música a ninguna Clementina?
—No sospeché nada hasta esta noche —respondió él—. Y no habría sospechado nunca. Pero esta tarde mandé desde el cuarto de máquinas esa estopa y ese ungüento para una muchacha que se había quemado la mano con una plancha en el piso de arriba. He estado alimentando la caldera de esa lavandería durante las últimas dos semanas. 
—De manera que tú no... 
—Tanto mi comprador de Peoria como el general Pinkney son creaciones del mismo arte —dijo Joe—. Pero es un arte que no llamaría música ni pintura.
Y entonces ambos se echaron a reír y Joe comenzó: 
—Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece... 
Pero Delia lo interrumpió, poniéndole la mano sobre los labios. 
—No —dijo—. Di solamente: "Cuando uno ama".

* Juego de palabras intraducible: High: elevado; Light: fácil, ligero; Highlights: Hechos notables, acontecimientos sobresalientes [Nota del Traductor].
* Ciudad de Illinois, considerada en el folklore popular americano como la quintaesencia de los Estados Unidos, y por ende, sus habitantes, el americano típico [N. del T].

Notas
. Benvenuto Cellini fue un escultor, orfebre y escritor del renacimiento italiano. Quizá la referencia que se hace de él se vincula a su trabajo como acuñador de monedas.

Notas musicales
1. 6/8, o compás de seis octavos (as). Es un compás usual en la música sureña de USA. Sobre todo en música festiva y danzas. Consiste, como su nombre lo dice, en una subdivisión del compás en dos grupos de tres octavas, con un acento fuerte seguido de dos débiles, suele ser rápido para dar la sensación de un paso largo con uno corto, pues el motivo rítmico más común es de negra y corchea.
2. Las corcheas (1/8 o llamada octava) semicorcheas (1/16 o llamada diez y seisavo) son dos unidades de medida temporal de notas o sonidos.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...