sábado, 29 de diciembre de 2018

Antología de cuentos sobre antropofagia: CC1. Sandwichs

Ahora un bocadillo, un tentempié antes del banquete humano; este extraño cuento de Salvador Humberto, obra conciente de su naturaleza ficticia, obra de cocina sencilla, fast food. Acompáñese con café...
[La relectura, los años y la distancia me hacen asociar este cuento con Fleurs de ténèbres de Villiers de L'Isle-Adam: fascinante cuento sobre un negocio que saquea cementerios, específicamente las flores recién llevadas a los difuntos para que un ejército de muchachas las venda por París. Humberto no nos dice qué motiva al sepulturero y los cómplices a hacer lo que hacen, pero dada la naturaleza de su trabajo, me permito interpretar que hay un fin monetario; el aprovechamiento de una triste materia prima. Por lo cual, este cuento quedará en consecuencialismo.]

Recuerdo que le conocí en mi infancia.
Me sorprendío su figura extraña. Era un hombre alto, que podía tener más o menos veinte y ocho años.
Intensamente pálido. Vestía de negro, sin duda porque no tenía otro vestido que aquel que siempre llevaba. Traje verdoso, sucio, raído.
Su mirada comprimía profundo dolor. Tenía una sonrisa superficial que desgarraba los labios tristemente.
Usaba un enorme sombrero que debía tener su misma edad.
Pero lo que más me llamó la atención fue  su melena. Le caía hasta los  hombros. El pelo castaño y ligeramente ondulado, partido en la mitad, le daba apariencia de colegiala.
Ingenuamente, le quedé mirando largo rato. Él me sonrió, quiso insinuarse, se acercó a mí, pero yo me alejé de él apresuradamente.
Para que mi cuento resulte completo, me asaltaba la idea de su nombre.
¿Cómo pudo llamarse? Sí, yo sé su nombre. Lo conozco quizá demasiado. Pero su nombre no debe ser dicho.
¿Qué importancia tiene su nombre en la vida?
Existen hombres anónimos; anónimos aunque en realidad son grandes. Este fue un hombre anónimo, aunque no aseguro, precisamente, que haya sido grande.
Volví a verlo con frecuencia.
Siempre cruelmente solo.
Meditando siempre.
Para mí llegó a tener un aspecto aterrante este hombre solo con su melena hasta los hombros.
A veces, pensativo en un banco del parque central de la noble ciudad de Quito, lo divisaba a mediodía. Mientras todos se dirigían a sus casas, el continuaba inmóvil. Me asaltaba la idea de que este vagabundo no tenía casa.
...Y en ocasiones, al volver después del almuerzo al parque, lo encontraba taciturno en el sitio donde lo había dejado. Suponía entonces que acaso no tenía qué comer.
Siento no haber dicho hasta ahora nada interesante. ¿Qué importa que un hombre no tenga qué comer?
Cuántos hay que no lo tienen. Si posible fuera reunir a los hambrientos de todo el mundo y luego salir al balcón para verlos desfilar, nos aburriríamos extraordinariamente. Serían innumerables, grises, eternas horas de ver pasar hombres, hombres...
Hombres leprosos y sifilíticos; cojos y ciegos; epilépticos y esquizoides; deformes o geniales; atacados de reuma o tuberculosis... Hombres, hombres...
¡Qué monótono sería el desfile, qué macabro!
Así pues, el que un hombre se muera de hambre, es cosa que choca por vulgar.
Mis hipótesis me habían llevado a la conclusión de que el vagabundo de melena, era un hombre pobremente insignificante. Pero luego tuve la evidencia de otra cosa que era en extremo ridícula.
¡Él era poeta!
Sí, poeta. Con todo, puede terminarse el cuento, a pesar de la sonrisa irónica que brota en los labios cuando aparece el personaje atacado con versomanía.
...Y como no quiero decir su nombre, simplemente le llamaré "poeta."
Perfectamente.
Localizado ya en abstracto, lo sugeriré a través de mis encuentros ocasionales con él o de las frases que oí sobre su persona.
Sus poemas fueron escritos en una antigua métrica. Aparecía en ellos la novia blanca. La luna. La pena. Se esbozaba una lágrima.
Luego, esas canciones aparecían alguna vez en una revista de tercer orden o en un periódico de barrio. Se publicaban huérfanas, pobres y desnudas.
No faltó un músico callejero que pusiera música a sus estrofas.
...Y los poemas se transformaron en "pasillos."
Las diez de la noche.
Vuelve usted a su casa
Piensa en lo que se puede pensar a las diez. En la muchacha con quien ha estado. En el cine del cual acaba de salir o en lo que hará al día siguiente.
Pero bruscamente es usted arrancado del ánfora de su meditación.
Llegan a los oídos fragmentos de voz humana.
Un grupo de gente. Al centro, un hombre harapiento, rasga la guitarra acompañando su canción.
...Ahí está estilizada la melancolía de esa noble ciudad abandonada entre los Andes. Ahí palpita el dolor del indio, aplastado por la civilización de occidente.
A través de la voz inarmónica elaborada con andrajos de entrañas, aparece trémula la mujer a la que se ama dolorosamente.
Después, con monedas pequeñas, se paga la canción de que ambula por la ciudad como un pájaro perdido.
Del pecho de los hombres se escapa un suspiro que puede ser ridículo y por las mejillas de las mujeres rueda una lágrima que puede ser falsa.
Más tarde, también sale por el agujero de la taberna la misma canción, tanto más ahorcada por los sollozos cuanto más borracho está el que canta.
...Y las canciones huyen, acarician, se ocultan cruzan la ciudad retorciéndose por el asfalto.
Para estos cantores callejeros escribía sus poemas.
Pero los suspiros de los hombres o las lágrimas de las mujeres, no dan para vivir.
Por eso, él conoció profundamente a la miseria.
No se trata de una hipótesis, porque aquello que fue sugerencia, se confirmó después.
Padecía hambre. Hambre tremenda, de esa que paraliza los huesos.
Ahora sí, puede ser más o menos está realidad:
Atrasado, fue romántico.
El romanticismo le volvió ridículo.
Nunca fue amado por una mujer.
Qué le parece a usted más trágico: ¿ser ridículo?; ¿morirse de hambre?; ¿no haber tenido una mujer?
Su cuerpo sugería un saco de mendigo. Debía haber devorado los piojos de su cuerpo, como devoraron los versos su cerebro.
Brotaba en él un instinto primitivo. Versomanía rutinaria, dulzona, mueca de payaso de feria.
Este payaso puso el alma en las estrofas. Palpitaban en la vulgaridad de sus concepciones, las entrañas de un vagabundo que las escribió.
(Una acotación indiscreta: ¿cómo satisfacería este pobre diablo sus instintos sexuales?).
Su vida fue un claroscuro, manchado por la mano leprosa de la realidad...
Miseria, miseria...
Canciones...
Mujeres...
Pan...
¡Alto! Vagabundo mordiendo el pan que le disputaron los perros.
(¿A quienes podía él disputar la hembra?)
Pero recordará usted que estuvimos de acuerdo en que era muy vulgar la tontería aquella de morirse de hambre.
  
Toda su alma en los versos.
También hay gente que le pone en un pergamino viejo o en investigar la ilusoria nobleza de sus antepasados. Así es como existe aún en los espíritus mezquinos, esa manía despreciable llamada aristocracia.
Vagabundo debía ser muy amigo de las arañas. Tal vez éstas le enseñaron a tejer versos.
Acaso cuando los gatos rasguñaban los vidrios de las ventanas, él sentía cómo el aniquilamiento rasguñaba sus huesos.
La vida es alegría. El sol maravilloso. La mañana tempestad de luz. El placer estremecimiento supradinámico. Las mujeres...
Pero, ¿sí no hay dinero?
(Silencio)
Muy fácil.
Se lo remplaza con el arte.
Por eso él dedicó su vida a un esbozo de arte primitivo.
Callejero. En la calle había roto su alma y en la calle debía diluirse sabiamente.  Despedazarse, dejando un trozo de su cuerpo aquí y otro allá, como había dejado retazos de su alma inyectados en sus pobres canciones.
 
Suponga usted que han pasado algunos años como en las novelas de folletín.
Pasaron en verdad.
Poeta desapareció de la ciudad, extraña, misteriosamente, sin que nadie supiera a dónde había ido.
(No puedo en este momento inventar algo acerca de a dónde habría podido ir el vagabundo, porque he mirado a una mujer)
Únicamente sus canciones continuaron rodando por la ciudad.
Alguna vez en la noche perdida, la gente lo recordaba al oír que una voz decía sus versos en la taberna, al son de la guitarra. Seguía en la imaginación su figura haraposa y grotesca, con larga melena, enorme sombrero, ojeras profundas...
¡Quién pudiera transfigurarse en el viento para encontrar al vagabundo!
—¡Sandwichs! ¡Sandwich! ¡A cinco y diez centavos!
Era la novedad de la gente humilde. No sé había visto nada más barato. Un pan tostado y fresco; un trozo de carne; un fragmento de lechuga; a veces, algo de cebolla, ¡todo por cinco centavos!
Los que constaban diez, eran magníficos. Podían reemplazar al desayuno.
Los sandwiches se vendían fabulosamente.
En las galerías de cines y teatros;
en el tendido de sol de la plaza de toros;
en el hipódromo;
en los desafíos de fútbol y pelota de guante;
en las fiestas populares; y,
en todas las calles de la ciudad.
Los llevaban en canastos una colección de muchachos equívocos. Al venderlos, brillaban sus ojos.
Los sandwichs fueron introduciéndose en las casas, ¡y qué sabrosos los encontró la gente!
¡Macabro, macabro!
Fue un escándalo endemoniado, que puso los cabellos de punta.
Al principio se habló con de aquello, alucinada, silenciosamente...
—La policía ha descubierto...
Se evitaba decir una palabra del asunto, delante de señoritas y personas nerviosas.
Después, se aclaró apenas la cuestión. Los diarios dieron noticias vagas, sugerentes.
Cuando se supo todo, la gente se estremeció.
Anduve curioso por saber de qué se trataba.
Fragmentariamente, reconstruí los hechos.
Me dijo una vieja:
—¡El día del juicio está cerca! Figúrese usted que un sepulturero y un encargado de conducir muertos desconocidos, han estado desde hace tiempo, escondiendo cadáveres...!
—...Y robándolos—, interrumpío su hija, chica picaresca y voluptuosa.
La vieja añadió:
—Luego... después... ¡anda afuera, hijita, las niñas no pueden oír estas cosas!
Pero la muchacha no se fue.
Me devoraba la curiosidad.
—Luego... después...
Por fin un estudiante de medicina aclaró para mí el misterio.
—¿Qué hay de los cadáveres?
El otro rió ruidosamente.
—Nada, —me dijo—. Una cosa sencilla y ridícula. Ya sabrá usted que el viejo panteonero y sus cómplices robaban los cadáveres.
—¿Después...?
Volvío a reírse:
—¡Después los preparaban y hacían sandwichs con ellos!
¿Recuerda usted los sandwichs que se vendían a cinco y diez centavos? ¡Eran sandwich de muerto! En uno de ellos se encontró un pedazo de oreja y por este dato se ha descubierto todo. ¿Los comió usted?
—No sé... no sé...
—Lo más curioso es —añadió—, que entre los cadáveres que se vendieron con lechugas y pan, se encontraba el de... ¡Adivine usted el de quién!
—¿Que adivine yo?— (Asombro).
—Hombre, ¡el del poeta vagabundo! ¡Ya ve usted para lo que sirven los poetas!
Yo me decía a mí mismo alucinado:
—¡El poeta vagabundo! ¿Quién se habrá comido su corazón? ¡Un perro! ¿Quién sus mejillas? ¡Un borracho! ¿Quién sus orejas profundas? Una bella muchacha tal vez...
¡Sandwichs a cinco y a diez centavos!
¡Muy baratos y sabrosos!
¡Cómprelos usted!

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