jueves, 22 de agosto de 2019

Antología de cuentos sobre antropofagia: AA1. Lo horrible

Dos años después de Tombuctú, Guy de Maupassant publicó «L'Horrible»; una doble narración donde nuestro autor plasma su definición de aquello que entiende por horrible. A diferencia de Tombuctú, este cuento es abordado de manera tétrica y presenta al hombre marchando por un desierto, lo impulsa el inexplicable de deseo de vivir, pase lo que pase. El desierto de hielo en la retirada de la primera narración y el calor infernal del otro desierto en la retirada de la segunda historia son climas paralelos que propician las acciones más desesperadas. Hielo y arena son territorios de lo Horrible. Ahora bien, el grupo que come carne humana es nombrado certeramente por Maupassant como una retirada de antropófagos; estos seres civilizados, de pronto aislados de todo y asolados por el hambre toman la única alternativa para sobrevivir: comerse entre ellos. Es por esto que el cuento pertenece a la categoría de lo crudo, en la cantidad de platillos; el aliento que los conduce a su resolución es la hambruna del aislamiento.

La tibia noche descendía lentamente.
Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados o a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas.
Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río.
El general de G... pronunció:
—Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.
Lo horrible, esa vieja palabra, significa algo más que terrible. Un espantoso accidente como ése conmueve, trastorna, asusta: pero no enloquece. Para experimentar horror se necesita algo más que la emoción del alma y algo más que el espectáculo de una muerte espantosa, se necesita, bien un estremecimiento de misterio, bien una sensación de espanto anormal, fuera de lo natural. Un hombre que muere, aunque sea en las condiciones más dramáticas, no inspira horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre no es horrible; los crímenes más viles son raramente horribles.
Miren, aquí tienen dos ejemplos personales que me han hecho comprender lo que se puede entender por Horror.
Era durante la guerra de 1870. Nos retirábamos hacia Pont-Audemer, tras haber cruzado Ruán. El ejército, unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en desorden, desbandados, desmoralizados, agotados, iban a reconstruirse en El Havre.
La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. Huíamos a toda prisa, pues los prusianos no estaban lejos.
Todo el campo normando, lívido, manchado por las sombras de los árboles que rodeaban las granjas, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro.
No se oía otra cosa en el resplandor apagado del crepúsculo que un ruido confuso, tenue y sin embargo desmesurado, de rebaño en marcha, un pisoteo infinito, mezclado con un vago golpeteo de escudillas o de sables. Los hombres, inclinados, encorvados, sucios, a menudo incluso andrajosos, se arrastraban, se apresuraban en la nieve, a largos pasos derrengados.
La piel de las manos se pegaba al acero de las culatas, pues helaba espantosamente esa noche. A menudo yo veía a un joven voluntario quitarse los zapatos para marchar descalzo, de tanto como le dolía ir calzado; y dejaba en cada huella un rastro de sangre. Después, al cabo de cierto tiempo, se sentaba en un campo para descansar unos minutos, y no volvía a levantarse. Cada hombre sentado era un hombre muerto.
¡Cuántos de esos pobres soldados agotados, que contaban con proseguir en seguida, en cuanto hubieran dado un poco de descanso a sus piernas rígidas, dejamos a nuestras espaldas! Ahora bien, apenas cesaban de moverse, de hacer circular, por su carne helada, una sangre casi inerte, un invencible embotamiento los petrificaba, los clavaba al suelo, cerraba sus ojos, paralizaba en un segundo aquel agotado mecanismo humano. Y se doblaban un poco, con la frente apoyada en las rodillas, aunque sin caer del todo, pues sus riñones y sus miembros se tornaban inmóviles, duros como la piedra, imposibles de doblegar ni de enderezar.
Y nosotros, los más robustos, seguíamos avanzando, helados hasta la médula, marchando gracias a una fuerza mecánica, en aquella noche, en aquella nieve, en aquella campiña fría y mortal, aplastados por la pena, por la derrota, por la desesperación, y sobre todo oprimidos por la abominable sensación del abandono, del final, de la muerte, de la nada.
Divisé a dos gendarmes que sujetaban por los brazos a un hombrecillo singular, viejo, sin barba, de aspecto verdaderamente sorprendente.
Buscaban un oficial, creyendo haber cogido a un espía.
La palabra «espía» corrió en seguida entre los rezagados y se formó un círculo en torno al prisionero. Una voz gritó: «¡Hay que fusilarlo!» Y todos aquellos soldados que se caían de agotamiento, y que sólo se tenían en pie porque se apoyaban en sus fusiles sintieron de pronto ese temblor de cólera furiosa y brutal que empuja a las multitudes a la matanza.
Quise hablar; yo era entonces el jefe del batallón; pero ya nadie reconocía a los jefes, me habrían fusilado también a mí.
Uno de los gendarmes me dijo:
«Hace tres días que nos sigue. Pide a todo el mundo informes sobre la artillería.»
Traté de interrogar a aquel ser:
«¿Qué hace usted? ¿Qué quiere? ¿Por qué acompaña al ejército?»
Farfulló unas palabras en un dialecto ininteligible.
Era realmente un extraño personaje, de hombros estrechos, de mirada solapada, y estaba tan turbado en mi presencia que verdaderamente no dudé de que fuese un espía. Parecía de mucha edad y muy débil. Me miraba de soslayo, con un aire humilde, estúpido y malicioso.
Los hombres que nos rodeaban gritaban:
«¡Al paredón! ¡Al paredón!»
Le dije a los gendarmes:
«¿Me responden ustedes del prisionero?...»
Aún no había acabado de hablar cuando un empujón terrible me derribó, y vi, en un segundo, como los soldados furiosos cogían al hombre, lo tiraban al suelo, le pegaban, lo arrastraban al borde del camino y lo arrojaban contra un árbol.  Cayó ya casi muerto, sobre la nieve.
Lo fusilaron al punto. Los soldados disparaban sobre él, cargaban sus armas, volvían a disparar con una saña brutal. Se peleaban por coger el turno, desfilaban ante el cadáver y seguían disparando sobre él, como quien desfila ante un ataúd para rociarlo con agua bendita.
Pero de repente corrió un grito:
«¡Los prusianos! ¡Los prusianos!»
Y oí, en todo el horizonte, el rumor inmenso del ejército que corría enloquecido.
El pánico, nacido de aquellos tiros sobre el vagabundo, había asustado a los propios ejecutores que, sin comprender que el espanto provenía de ellos mismos, escaparon y desaparecieron en las sombras.
Me quedé solo ante el cuerpo con los dos gendarmes, a quienes su deber retenía a mi lado.
Alzaron aquella carne magullada, molida, sangrante.
«Hay que registrarlo», les dije.
Y les tendí una caja de cerillas que llevaba en el bolsillo. Uno de los soldados alumbraba al otro. Yo estaba de pie entre los dos.
El gendarme que manejaba el cuerpo declaró:
«Vestido con una blusa azul, una camisa blanca, un pantalón y un par de zapatos.»
La primera cerilla se apagó; encendieron la segunda. El hombre prosiguió, volviendo los bolsillos.
«Un cuchillo de asta, un pañuelo de cuadros, una petaca, un trozo de bramante, un pedazo de pan.»
La segunda cerilla se apagó. Encendieron la tercera. El gendarme, tras haber palpado un buen rato el cadáver, declaró:
«Nada más.»
Yo dije:
«Desnúdenlo. Quizá encontremos algo junto a la piel.»
Y, para que los dos soldados pudieran actuar al mismo tiempo, me puse yo mismo a alumbrarles. Los veía al resplandor rápido y pronto extinguido de la cerilla quitar las ropas una a una, dejar al descubierto aquel sangriento paquete de carne aún caliente y muerta.
De pronto uno de ellos balbució:
«¡Caray! Mi comandante, ¡es una mujer!»
No podría decirles qué extraña y punzante sensación de angustia me invadió el corazón. No podía creerlo, y me arrodillé en nieve, ante aquella papilla informe, para ver: ¡era una mujer!
Los dos gendarmes, confundidos y desmoralizados, esperaban que yo emitiese una opinión.
Pero yo no sabía qué pensar, qué suponer.
Entonces el sargento pronunció lentamente:
«A lo mejor venía buscando a su hijo que era soldado de artillería y del cual no tenía noticias.»
Y el otro respondió:
«A lo mejor, sí, puede ser.»
Y yo, que había visto cosas muy terribles, me eché a llorar. Y sentí, ante aquella muerte, en aquella noche helada, en medio de aquella llanura negra, ante aquel misterio, delante de aquella desconocida asesinada, lo que significa la palabra «Horror».
Ahora bien, he tenido la misma sensación, el pasado año, al interrogar a uno de los supervivientes de la misión Flatters, un tirador argelino.
Conocen ustedes los detalles de ese drama atroz. Hay uno, empero, que quizás ignoren.
El coronel iba al Sudán por el desierto y cruzaba el inmenso territorio de los tuareg, que son, en ese océano de arena que va del Atlántico a Egipto y del Sudán a Argelia, una raza de piratas comparable a los que antaño asolaban los mares.
Los guías que conducían la columna pertenecían a la tribu de los chambaa, de Uargla.
Ahora bien, un día montaron el campamento en pleno desierto, y los árabes declararon que, como el manantial estaba aún un poco más lejos, irían a buscar agua con todos los camellos.
Un solo hombre previno al coronel de que lo traicionaban; Flatters no lo creyó y acompañó al convoy con los ingenieros, los médicos, y casi todos sus oficiales.
Fueron asesinados junto al manantial, y todos los camellos, capturados.
El capitán del puesto árabe de Uargla, que se había quedado en el campamento, tomó el mando de los supervivientes, espahís y tiradores, e iniciaron la retirada, abandonando bagajes y víveres, por falta de camellos para llevarlos.
Iniciaron, pues, la marcha por aquella soledad sin sombras y sin fin, bajo un sol devorador que los abrasaba de la mañana a la noche.
Una tribu acudió a someterse y trajo dátiles. Estaban envenenados. Casi todos los franceses murieron y, entre ellos, el último oficial.
Sólo quedaban unos cuantos espahís, como el sargento Pobéguin, a más de los tiradores indígenas de la tribu chambaa. Tenían aún dos camellos, pero desaparecieron una noche con dos árabes.
Entonces los supervivientes comprendieron que iban a tener que devorarse entre sí y, en cuanto descubrieron la huida de los dos hombres con los dos animales, los que quedaban se separaron y echaron a andar uno a uno por la blanda arena, bajo la cruel llama del sol, a mayor distancia que la de un tiro de fusil.
Caminaban así todo el día, levantando en cada lugar, en la extensión quemada y llana, esas columnitas de polvo que señalan desde lejos a quienes marchan por el desierto.
Pero una mañana uno de los viajeros se desvió bruscamente, acercándose a su vecino. Y todos se detuvieron a mirar. El hombre hacia el cual marchaba el soldado hambriento no huyo, sino que se tumbó en el suelo, y apuntó hacia el que llegaba. Cuando lo creyó a buena distancia, disparó. No le dio al otro, que siguió avanzando y después, encarando a su vez, mató a su camarada.
Entonces los demas acudieron de todo el horizonte a buscar su parte. Y el que había matado, descuartizando al muerto, lo distribuyó.
Se espaciaron de nuevo aquellos aliados irreconciliables, hasta que el próximo asesinato los aproximara.
Durante dos días vivieron de la carne humana repartida. Después reapareció de nuevo el hambre, y el primero que había matado mató otra vez. Y otra vez, como un carnicero, cortó el cadáver y lo ofreció a sus compañeros, quedándose sólo con su ración.
Y así continuó esta retirada de antropófagos.
El último francés, Pobéguin, murió asesinado a orillas de un pozo, la víspera del día que llegaron los auxilios.
¿Comprenden ustedes ahora qué es lo que yo entiendo por Horrible?
Esto es lo que nos contó, la otra noche, el general de G...

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