martes, 21 de diciembre de 2021

Reunión: 5. Los cautivos de Longjumeau

León Bloy, autor del siguiente cuento, era ferviente creyente de Dios y por lo tanto del Diablo y del infierno; no sólo eso, su piedad alcanzaba la excesiva pasión del desprecio por el prójimo, porque entre el amor y el odio hay sólo un paso. Para él, hacer patente este sentimiento de repulsión por el otro fue una filosofía y un modo de vida, no se contuvo en sus acerbos ataques que prácticamente iban dirigidos hacia la totalidad del género humano sin distinción, si acaso variando, cuando mucho, el nivel de ensañamiento. Son célebres su amargura y su antisemitismo; su admiración por Villiers de L'Isle-Adam y su malograda amistad; y, por su puesto, su vivaz literatura que Unamuno llegó a considerar más ibérica que francesa; esto es verdadero en tanto que Bloy se ocupa de la feralidad del alma humana antes que de la melancolía que caracteriza a sus compatriotas.
Les captifs de Longjumeau ensaya un destino fatal como cuerda que se estrecha en el cuello del condenado; sus protagonistas son víctimas de una inusitada conspiración que León explica por la intervención del enemigo del hombre, no es una fuerza sobrenatural porque no obra de éste modo, a lo mucho es sólo una pequeña oposición que tiene consecuencias inesperadamente grandes. 

A Mme. Henriette L’Huillier

“El Postillón de Longjumeau” anunciaba ayer el deplorable fin de los Fourmi. Esta hoja tan recomendable por la abundancia y por la calidad de su información, se perdía en conjeturas sobre las misteriosas causas de la desesperación que había precipitado al suicidio a esta pareja, considerada tan feliz. Casados muy jóvenes, y despertando cada día a una nueva luna de miel, no habían salido de la ciudad ni un solo día. Aliviados por previsión paterna de las inquietudes pecuniarias que suelen envenenar la vida conyugal, ampliamente provistos, al contrario, de lo requerido para endulzar un género de unión legítima, sin duda, pero poco conforme a ese afán de vicisitudes amorosas que impulsa al versátil ser humano, realizaban, a los ojos del mundo, el milagro de la ternura a perpetuidad. Una hermosa tarde de mayo, el día que siguió a la caída del señor Thiers,¹ aparecieron en el tren de circunvalación con sus padres, venidos para instalarlos en la propiedad deliciosa que albergaría su dicha. Los longjumelianos de corazón puro contemplaron con enternecimiento a esta linda pareja, que el veterinario comparó sin titubear a Pablo y Virginia.² En efecto, ese día estaban muy bien y parecían niños pálidos de gran casa. Maître Piécu, el notario más importante de la región, les había adquirido, en las puertas de la ciudad, un nido de verdura, que los muertos hubieran envidiado. Pues hay que convenir que el jardín hacía pensar en un cementerio abandonado. Este aspecto no debió desagradarles, pues no hicieron, en lo sucesivo, ningún cambio y dejaron que las plantas crecieran a su arbitrio. Para servirme de una expresión profundamente original de Maître Piécu, vivieron en las nubes, sin ver casi a nadie, no por maldad o desprecio, sino, sencillamente, porque no se les ocurría. Además, hubiera sido necesario soltarse por algunas horas o algunos minutos, interrumpir los éxtasis, y a fe mía, dada la brevedad de la vida, les faltaba el valor para ello. Uno de los hombres más grandes de la Edad Media, el maestro Juan Tauler,³ cuenta la historia de un ermitaño a quien un visitante inoportuno pidió un objeto que estaba en su celda. El ermitaño tuvo que entrar a buscar el objeto. Pero al entrar olvidó cuál era, pues la imagen de las cosas exteriores no podía grabarse en su mente. Salió pues y rogó al visitante le repitiera lo que deseaba. Éste renovó el pedido. El solitario volvió a entrar, pero antes de tomar el objeto, ya había olvidado cuál era. Después de muchas tentativas, se vio obligado a decir al importuno: —Entre y busque usted mismo lo que desea, pues yo no puedo conservar su imagen lo bastante para hacer lo que me pide. Con frecuencia, el señor y la señora Fourmi me han hecho pensar en el ermitaño. Hubieran dado gustosos todo lo que se les pidiera si lo hubieran recordado un solo instante. Sus distracciones eran célebres y se comentaban hasta en Corbeil. Sin embargo, esto no parecía afectarlos, y la funesta resolución que ha concluido con sus vidas tan generalmente envidiadas tiene que parecer inexplicable. Una carta ya antigua de ese desdichado Fourmi, a quien conocí de soltero, me ha permitido reconstruir, por inducción, toda su lamentable historia. He aquí la carta. Se verá, quizá, que mi amigo no era ni un loco, ni un imbécil. “… Por décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra palabra, infamemente. Por paciente que seas, supongo que ya estarás harto de invitarnos. La verdad es que esta última vez, como las anteriores, no tenemos excusa, mi mujer y yo. Te habíamos escrito que contaras con nosotros y no teníamos absolutamente nada que hacer. Sin embargo, hemos perdido el tren, como siempre.” “Hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los vehículos públicos, hagamos lo que hagamos. Es horriblemente estúpido, es de un atroz ridículo, pero empiezo a creer que el mal no tiene remedio. Somos víctimas de una grotesca fatalidad.⁴ Todo es inútil. Para alcanzar el tren de las ocho, por ejemplo, hemos ensayado levantarnos a las tres de la mañana, y hasta pasar la noche en vela. Y bien, amigo mío, en el último momento, se incendiaba la chimenea, a medio camino se me recalcaba un pie, el vestido de Julieta se enganchaba en alguna zarza, nos quedábamos dormidos en la sala de espera, sin que ni la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertaran a tiempo, etcétera, etcétera… La última vez olvidé mi portamonedas.” “En fin, te repito, hace quince años que esto dura y siento que ahí está nuestro principio de muerte. Por esa causa tú lo sabes, todo lo he malogrado, me he disgustado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo, y mi pobre Julieta se ve envuelta, claro está, en la misma reprobación. Desde nuestra llegada a este lugar maldito, hemos faltado a setenta y cuatro entierros, a doce casamientos, a treinta bautismos, a un millar de visitas o diligencias indispensables. He dejado que reventara mi suegra sin volver a verla ni una sola vez, aunque estuvo enferma cerca de un año, cosa que nos privó de tres cuartas partes de su herencia, que nos escamoteó furiosa, en un codicilo, la víspera de su muerte.” “No acabaría con la enumeración de las torpezas y de los fracasos ocasionados por la circunstancia increíble de que jamás pudimos alejarnos de Longjumeau. Para decirlo en una palabra, somos cautivos, ya sin esperanza, y vemos acercarse el momento en que esta condición de galeotes se nos hará insoportable…” Suprimo el resto en que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado íntimas. Pero doy mi palabra de honor, de que no era un hombre vulgar, de que fue digno de la adoración de su mujer y de que esos dos seres merecerían algo mejor que acabar estúpida e indecentemente como han acabado. Ciertas particularidades que me permito reservar me sugieren la idea de que la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa del Enemigo del hombre,⁵ que los condujo, por medio de un notario evidentemente infernal, a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde no ha habido poder humano que los arranque. Creo, en verdad, que no podían huir, que había alrededor de su morada un cordón de tropas invisibles, cuidadosamente elegidas para sitiarlos, contra las cuales era inútil toda energía. El signo, para mí, de una influencia diabólica es que los Fourmi vivían devorados por la pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migratorios. Antes de unirse, habían tenido la sed de rodar tierras. Cuando no eran más que novios, fueron vistos en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montre-tout. Un día alcanzaron hasta Saint-Germain. En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, esta rabia de exploraciones audaces, de aventuras por mar y tierra, se había exasperado. Su casa estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios, de atlas ingleses y de atlas germánicos. Hasta tenían un mapa de la luna publicado por Gotha bajo la dirección de un botarate llamado Justus Perthes.⁶ Cuando no se entregaban al amor, leían juntos historias de navegantes célebres, libros exclusivos de esa biblioteca; no había diario de viajes, Tour du Monde o boletín de sociedad geográfica, del que no fueran suscriptores. Llovían en la casa, sin intermitencia, las guías de ferrocarril y los prospectos de las agencias marítimas. Cosa increíble, sus baúles estaban siempre listos. Siempre estuvieron a punto de partir, de realizar un viaje interminable a los países más lejanos, más peligrosos o más inexplorados. He recibido como cuarenta telegramas anunciándome su partida inminente para Borneo, la Tierra del Fuego, Nueva Zelanda o Groenlandia. Muchas veces, en efecto, estuvieron a un ápice de la partida. Pero el hecho es que no partían, que no partieron jamás porque no podían y no debían partir. Los átomos y las moléculas se coaligaban para sujetarlos. Un día, sin embargo, hará diez años, creyeron escapar. Habían conseguido, contra toda esperanza, meterse en un vagón de primera clase que los conduciría a Versalles. ¡Libertad! Ahí, sin duda, se rompería el círculo mágico. El tren se puso en marcha, pero ellos no se movían. Se habían ubicado, naturalmente, en un coche destinado a quedar en la estación. Había que volver a empezar. El único viaje que debían lograr era evidentemente el que acababan de emprender, ay de mí, y su carácter, que conozco tan bien, me induce a creer que lo prepararon temblando.

¹ Se refiere a Louis Adolphe Thiers, quién fue presidente provisional de la Tercera República Francesa luego de la caída del Segundo Imperio; gobernó del 30 de agosto de 1871 al 24 de mayo de 1873, cuando dimitió de su puesto.
² Pablo & Virginia son los protagonistas de la novela homónima de Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre; en ella, su autor retrata la idealizada vida de la pareja mientras viven en la utópica isla Mauricio. Podríamos decir que su presencia aquí es una prolepsis del destino de los Fourmi. Los personajes son retomados por Villiers de L'Isle-Adam en su cuento Virginia & Pablo, donde un paseante, que hace la suerte de testigo y narrador, escucha el diálogo nocturno entre Virginia y Pablo, prometiéndose amor, pero con el agregado de que su pensamiento está tristemente definido por cosas de carácter pecunario.
³ Juan Tauler o Johannes Taulero fue un teólogo alsaciano de la edad media, también conocido como Doctor Iluminado. Se conservan muy pocas de sus obras, apenas una ochentena de sermones, por lo que la historia referida por el narrador bien puede proceder de la multitud de apócrifos que se le atribuyen.
fatalidad en el sentido de fatum: destino, hado. Una fuerza que determina la existencia y de la que el ser humano no pude liberarse, teniendo que cumplir al punto lo que ésta dicta.
⁵ En clave: el diablo, pero también los deseos.
Justus Perthes el nombre de una editorial alemana dedicada a publicar almanaques geográficos y genealógicos.

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...