sábado, 13 de noviembre de 2021

SV003: Los palacios desiertos



Portada de la primera edición
Porque los palacios están desiertos.
Isaías XXXII:14
Si hacemos una retrospección al panorama editorial mexicano desde los cincuenta a los sesenta, veremos que en esos años nacieron y crecieron cuatro colecciones fundamentales para la historia nacional del libro: Letras mexicanas (1952) del Fondo de Cultura Económica, Ficción (1958) de la Universidad Veracruzana, Alacena (1961) de ERA y la Serie del volador (1963) de Joaquín Mortiz. Las primeras dos, al ser empresas del estado, tenían criterios editoriales que estaban sujetos a compromisos sociales y estéticos específicos: llegaban a ser conservadoras e incluso nacionalistas. La aparición de Mortiz y ERA vino a compensar la oferta literaria; éstas, al ser empresas de capital privado, podían apostar por propuestas más provocativas, contestatarias o hasta experimentales, y de hecho, una revisión comparativa de sus catálogos (de)mostrará que obras que no hubiesen tenido cabida en una editorial, lo tuvieron en otra. Por supuesto, publicar en una de ellas no anulaba explícitamente la posibilidad de publicar en otra, pero es de imagimarse que dar el salto no tenía que ser, a su vez, algo sencillo, y para nadie es secreto que el ámbito cultural de México nunca ha estado exento de mafias, filias y fobias, por lo que ver la obra de algún escritor en varias editoriales o puede ponernos en guardia o puede darnos una muy buena pauta de su calidad. Yo prefiero pensar bien antes que mal, pues Luisa Josefina Hernández es la única autora que presume de tener al menos un libro en las cuatro colecciones insignia de las antes mencionadas editoriales. Para cuando publica la obra de la que voy a hablar en esta ocasión, Los palacios desiertos (1963), ya tenía El lugar donde crece la hierva (1959) en FicciónLa plaza de Puerto Santo (1961) en Letras mexicanas; y, finalmente, coronaría su proeza con La primera batalla (1965) en Alacena.
El libro de Hernández, parece tener una especial afinidad con el número tres: como dije, apareció por primera vez en 1963; es la tercera entrega de la Serie del volador; su tiraje fue de tres mil ejemplares y tres son sus personajes centrales. Presumiblemente la ilustración de portada es de la mano del artista plástico Vicente Rojo. Hay sitios en internet que consignan que la obra fue galardonada con el Premio Casa de las Américas en el año de su publicación, pero si uno consulta la lista oficial, esta novela de Hernández no figura entre las premiadas. Mas, no por ello es una obra indigna de atención.
A propósito de la obra, su autora nos dice en una entrevista que: “De lo que sí me acuerdo es que yo estaba en la lista negra. Escribí una novela tomando como base esa leyenda conocida como «La leyenda dorada». Es de ese libro medieval que tiene todos los santos. Allí sólo se habla de Santa Marta y el dragón. La leyenda dorada se utiliza para investigaciones de arte, es un libro de consulta. Es de Jacopo da Vorágine. La gente de arte lo usa mucho. Yo lo usé en una forma que yo creo, sí, que no era blasfema, ni indecente, ni incluía faltas de respeto. La novela se titula Los palacios desiertos. Llegó a España y alguien de los censores franquistas la vetó. La publicó Joaquín Díez Canedo, el hijo de Enrique. Tenía una editorial propia que ya desapareció. Murió hace un año [en el 2000].” Hay que recordar que uno de los objetivos de la editorial de Joaquín Díez-Canedo era publicar literatura que el régimen franquista había censurado o vetado.¹ Por ello, podemos aventurar la conjetura de que la novela de Luisa Josefina tuvo cabida en la Serie del volador no sólo por su calidad (incipiente en aquel momento), sino como una especie de revancha contra la opresión fascista que se vivía en la patria natal del fundador de JM.
Texto de la contraportada
La breve novela de corte vanguardista, sigue la estela de las dos anteriores entregas de la Serie del volador, la fragmentaria Feria de Arreola y la antiliteraria Nadja de Breton
Como su autora comenta, el argumento retoma la hagiografía número CV de La leyenda áurea, que versa sobre lo acontecido a Santa Marta de Betania después de los hechos narrados en en nuevo testamento, la resurrección de Lázaro, su hermano, merced a la providencia y Jesucristo. Vorágine nos cuenta que «Lázaro su hermano y muchas otras personas más, por orden de los infieles embarcaron en un navío desprovisto de remos, velas, timón, de cualquier instrumento que pudiera servir para gobermarlo, y de alimentos para sustentarse; y a bordo del mismo, conducido milagrosamente por Dios, arribaron a Marsella, donde desembarcaron: poco después se trasladaron a Aix y convirtieron a la fe de Cristo a los habitantes de la región. Marta fue una mujer simpática y muy elocuenteEn un bosque situado en las proximidades del Ródano entre Arlés y Aviñón había por aquel tiempo un dragón cuyo cuerpo más grueso que el de un buey y más largo que el de un caballo, era una mezcla de animal terrestre y de pez; sus costados estaban provistos de corazas y su boca de dientes cortantes como espadas y afilados como cuernos. Esta fiera descomunal a veces salía de la selva, se sumergía en el río, volcaba las embarcaciones y mataba a cuantos en ellas navegaban. Teníase por cierto que el espantoso monstruo había sido engendrado por Leviatán (que es una serpiente acuática ferocisima) y por una fiera llamada onaco u onagro, especie de asno salvaje propio de la región de Galacia, y que desde este país asiático había venido nadando por el mar hasta el Ródano, y llegado a través del susodicho río al lugar donde entonces se encontraba. Decíase también que este dragón, si se sentía acosado, lanzaba sus propios excrementos contra sus perseguidores en tanta abundancia que podía dejar cubierta con sus heces una superficie de una yugada; y con tanta fuerza y velocidad como la que lleva la flecha al salir del arco; y tan calientes que quemaban como el fuego y reducían a cenizas cualquier cosa que fuera alcanzada por ellos. Marta, atendiendo a los ruegos de las gentes de la comarca, y dispuesta a librarlas definitivamente de los riesgos que corrían, se fue en busca de la descomunal bestia; en el bosque la halló, devorando a un hombre; acercóse la santa, la asperjó con agua bendita y le mostró una cruz. La terrible fiera, al ver la señal de la cruz y al sentir el contacto del agua bendita, tornóse de repente mansa como una oveja. Entonces Marta se arrimó a ella, la amarró por el cuello con el cíngulo de su túnica y, usando el ceñidor a modo de ramal, sacóla de entre la espesura del bosque, la condujo a un lugar despejado, y allí los hombres de la comarca la alancearon y mataron a pedradas. Hasta entonces la zona aquella en que el monstruo se escondía, por lo sombrío y tenebroso del paraje, llamábase Nerluc, que quiere decir lago negro, pero a partir de la captura y muerte del dragón, al que la gente designaba con el nombre de Tarascón, en recuerdo de la desaparecida fiera comenzó a llamar Tarascón a lo que antes había llamado Nerluc».
Todo comienza con Luis —trasunto ficcional (ni si quiera encubierto) de la autora—, estudiante de medicina que, un tanto contra su voluntad, se ve en poder de las pertenencias de su recién suicidado vecino y apenas si amigo Rob Marlon, norteamericano de carácter desagradable que aspira a ser escritor. Entre estos despojos hay tres documentos que comienzan a interesarlo, y antes de hablarnos plenamente de ellos, nos hace un puntual relato de sus relaciones con Marlon, del malogrado romance de éste con Elena Gonzaga y de su cada vez más insana curiosidad por ellos. Estos papeles póstumos son una inacabada novela autobiográfica de la lóbrega infancia de Marlon, sus anotaciones a propósito del desmesurado y violento amor por Gonzaga y el diario de ella. Luis nos ofrece una traducción de los primeros dos y también su caprichosa edición, intercalando (erráticamente) ambos. Es por estas secciones que conocemos el pasado remoto e inmediato de Marlon: su violenta infancia, la mala relación con su padre morfinómano, una envidia latente y taciturna por su hermano menor y una especie de vocación enfermeril por asistir a su madre enfermiza; mientras que vamos conociendo los pormenores de su amorío con Elena, quien insiste y persiste por no ser su esposa, circunstancia que lo orilla a violentos desplantes y un intento de suicidio. La autora se vale de estos documentos para pasar de la narración directa a la indirecta, para bordar ambos textos que se oponen y complementan. Luego nos introduce de nuevo en la perspectiva de Luis Narrador/Editor que intrigado por lo que tiene en su poder, decide visitar a la madre de Elena con intensiones no muy bien esclarecidas; esto le permite escamotear otro diario que procede a transcribir y que nos presenta como EL PRIMER DIARIO. A través de él, Gonzaga invierte la formula de Marlon: si éste narra su infancia trayendo a colación el presente, ella narra el presente trayendo a colación el pasado infantil. Las figuras paternas de Rob y Elena se emparentan y enfrentan, el padre de ella es un hombre recio y heróico, un ser duro y dominante que encuentra su equivalente disminuido en Marlon. Para Elena, Rob es como un dios griego que le impone una atracción fatal de la que no puede librarse y en la que cae gustosa. Toda la maldad tácita y explícita de Marlon es un aliciente de admiración para Gonzaga. El curso narrativo tiene un extraño desplazamiento con la inclusión de un personaje de apellido Arenas, viejo aspirante a aforista en condición de egestad que comienza a abordar a la señorita Elena, con intenciones ocultas, de momento. No pasa mucho sin que se revele su nefasto propósito, que finalmente no prospera, y acudimos al cierre del diario, con algunas reflexiones de Elena respecto a la necesidad de hallar algo en los libros, una idea que cifre el sentido de su vida. Entonces, Luis interviene una vez más para transcribir esa idea, una leyenda que dota de sentido la existencia de Elena Gonzaga. Se trata de una bella reescritura del encuentro mágico de Santa Marta con el dragón. Me permito transcribirla:

LA HISTORIA HALLADA POR ELENA

Era por la tarde y el bosque empezaba a estar oscuro. Desde afuera parecía una mancha negra debajo del sol inclinado.
El bosque, sin embargo, prometía belleza dentro de lo oscuro, prometía vida. Debía de haber flores rojas ocultas por los árboles, insectos, respiraciones y pasos ligeros.
No era posible prever qué clase de animales habitaban el bosque, pero costaba trabajo creer que fueran fieras. La imaginación traía naturalmente flores, mariposas, saltamontes, hongos, un mundo pequeño y protegido por una espesa capa de ramas, hojas, lianas. Un mundo animado y misterioso escondido en otro mundo de aspecto impenetrable.
Se imaginaba el suelo cubierto de frutos de castaño y de avellano, el olor de la intimidad de los árboles mezclado con vapores y el ruido de los pájaros. Pero no se podía hablar de lobos, de tigres o jaguares, que sin duda habrían pertenecido a una selva notable en el desorden, ruidosa, testigo de un sin fin de tragedias.
Era por la tarde y la joven Marta, vestida con su túnica de tela azul y su cinturón de cuerdas bien atado, decidió entrar al bosque.
Al bosque se entraba por un sendero angosto que se ensanchaba repentinamente y se perdía. El sendero estaba cubierto de hierba, pero después la hierba escaseaba y quedaba la tierra seca y dura, donde no había nada, nada, ni hojas arrancadas por el viento.
Marta se sorprendió de la apariencia de la tierra y pensó que los altos árboles debían de tener raíces muy profundas, para alimentarse de una humedad que estaría algunos metros más abajo, en otra capa mojada y sumergida. Tal vez la verdadera belleza de ese bosque estaba más adentro y habría un paso secreto que llevara a un escondido arroyo.
También notó algo que le llamó poderosamente la atención: en el suelo, había unas manchas negruzcas que parecían proceder de un fuego encendido y consumido, pero que no podían serlo, porque se reproducían en forma independiente y sin orden alguno en la misma corteza de los árboles; que por cierto eran castaños y avellanos, aunque ninguno de sus frutos parecía haber madurado y caído.
Marta sintió también que la temperatura era muy diferente a la de la aldea donde ella vivía, que se encontraba cerca. Era mucho más alta, y todo el aire parecía penetrado de un humillo incoloro en algunas partes, en otras, vagamente azul. Pensó en una gran fogata, descartó la idea, luego pensó en un lago subterráneo de vapores calientes, pero eso en todo caso, hubiera dado otro tipo de vegetación.
Marta seguía avanzando sin preocuparse por que el camino se había perdido en árboles idénticos; avanzaba al azar porque en sus planes nunca estuvo el regreso.
Por fin llegó a un sitio donde los árboles se alineaban formando un círculo disparejo y suave. Un círculo invisible desde afuera y donde entraba la luz.
Allí, atravesado por el sol de rayos oblicuos, de pie y en una actitud melancólica y serena, estaba el dragón.
Marta pudo observarlo en toda su grandiosa hermosura. Tenía dos alas inmensas y tornasoladas, el cuerpo cubierto de pequeñas escamas del color de la plata y su pecho, no se sabía si recordaba el de las águilas o el de un gran pez de tierra. Pero lo más notable eran las llamas incontrolables y azules que salían de sus labios.
Marta se quedó inmóvil en lo oscuro. No habría regreso. El más enloquecido sueño se había vuelto real. No dormiría más. Recordó antiguos deseos de pastores, de duendes y de principes y los fue deshechando. Su pecho se desnudó por dentro y se dejó invadir. Fue casi un vértigo, el vértigo del reconocimiento y de la entrega, matizado por un tremendo, invencible, monstruoso, sentimiento de pánico.
No tuvo tiempo de arrepentirse de haber entrado al bosque, tampoco quería arrepentirse. No quería huir. Allí estaba el dragón y esa presencia abarcaba todas las reacciones positivas y negativas. El dragón era todo.
Cuando el dragón la miró, Marta estuvo a punto de desmayarse, pero sostuvo la mirada. Los ojos del dragón no conocían la sorpresa, lo más característico en ellos era su intensidad color de uva... pero tembló una de sus alas y en ella, se combinaron de otro modo los compuestos del arco iris.
El dragón salió del área iluminada y se acercó hasta quedar casi junto a ella, no enfrente, porque el dragón sabía lo que significaba su respiración cuando alcanzaba a tocar un objeto.
Miraba a Marta con cuidado, con calma. Ella se estremecía pensando en los árboles quemados y en la tierra manchada y seca. Ella alentaba y resistía la mirada con la concentración con que se viven los minutos que están antes de la muerte.
—Devórame —murmuró. 
Entonces, el dragón empezó a caminar de un lado a otro, siempre cerca de Marta y a recitar un especial discurso con su voz ronca, baja, carente de resonancias.
—Que todo aquel que penetre en el bosque ha de morir, se ha dicho. Perecerá en las fauces del dragón. Por eso, este bosque es maldito y muy temido resulta su único habitante. Yo he preguntado, (los dragones no son inmortales) ¿cómo perecerá el dragón? Cuando se vive solo, las preguntas hacen ecos y ecos, giran y retumban hasta que un eco falla y desvaría y ya no se parece a la pregunta, porque es la respuesta. Mientras el tiempo pasa, los hombres sueñan y los dragones sufren de alucinación. Soy dragón, ejemplar único de una raza sin hembras: las alucinaciones son ondinas, gorgonas, reinas bárbaras coronadas de piedras, odiosas sirenas que vuelan por el mar y nadan por el aire. No hay nada más tremendo que la imaginación y el deseo de los de mi raza, nacidos para la soledad, la destrucción y la melancolía; engendrados de alguna unión monstruosa, llevamos en el cuerpo las señales de la crueldad de nuestros padres y en el fondo del cerebro, la distracción abandonada y enloquecida de nuestras madres. Eso somos nosotros: basta mirar la barbarie tornasolada de nuestras alas y el fuego de nuestras gargantas, basta escuchar nuestras voces inútiles y nuestros llamados que se pierden a la sombra de las hojas ennegrecidas por nuestro propio aliento. Nada es terrible en nuestras vidas salvo el hecho de vivirlas: todo es terrible en nuestras vidas. Se ha dicho que nadie saldrá vivo de este bosque. ¿Por qué has venido?
—Quería verte, soñaba contigo.
—¡Lástima que no pueda reír! ¡Soñar conmigo! ¿Por qué no soñabas con un pastor?
—Un pastor no era suficiente, aunque es verdad que por un tiempo, soñé con un pastor.
—Debiste haber soñado con un príncipe.
—También lo hice... pero me cansé pronto.
—Debiste entonces... no sé qué decirte. Veo, que en efecto, no te quedaban más que los dragones, pero después de eso, no queda nada más.
—Así es.
Los dos callaron y el sol se hizo más débil. Una libélula descuidada, pasó cerca de la nariz del dragón y en seguida cayó al suelo con el cuerpo quemado. El dragón, modestamente, le puso una pata encima y suspiró.
Marta bajó los ojos, como cuando se sorprende algo vergonzoso en la persona amada y así se la protege del rubor. El dragón, sin embargo, parecía incapaz de rubor alguno. Marta dijo:
—Devórame. ¿Qué esperas?
—No sé. Los dragones hemos sido los más tradicionales suicidas de la historia. ¿Lo sabías?
—No.
—Vivimos nuestro destino de destructores y luego, en un momento clave, cuando todo es demasiado árido, se apodera de nosotros un delirio de fecundidad y...
—¿Puedo tocar tus escamas?
El dragón contuvo por un instante su cálido aliento y no contestó. Pero acercó a Marta una parte de su pecho cuidando de mantener la cabeza vuelta hacia un lado. Marta tocó la escama y sintió que sus dedos, al tocarla, se entumecían de horror. El dragón, sin volver la cabeza, la miraba de reojo. Marta retiró la mano.
—Tócame más.
Marta extendió las dos manos sobre el pecho del dragón y a la luz desnivelada de la tarde que estaba por morir, vio cómo se reflejaba su imagen en cada una de las escamas. Nadaba en un mar relampagueante de plata y espejos. Tocó cada una de las escamas hurgando en sus múltiples imágenes; se olvidó de sí misma y por ello mucho le sorprendió observar que las alas del dragón temblaban hondamente y que el fuego de su boca era morado.
—¿Cómo es el tacto de la carne? —dijo el dagón.
—Suave.
—Yo no toco. Devoro. Sólo podría hablarte del sabor de la carne.
—Es suave, suave, suave.
El dragón suspiró con tanta fuerza, que la rama del árbol más cercano, cayó al suelo calcinada y rota.
—¿Cómo es el tacto de tus cabellos rubios?
—Suave también, como la lluvia.
—Como la lluvia...
El dragón suspiró de nuevo y algo que no era un objeto cayó a los pies de Marta. Algo que fue absorbido por el suelo con gran rapidez y que Marta vio pasar como un relámpago.
—¿Lloras? —dijo Marta. El ojo que la miraba de perfil estaba humedecido. Cayó otra lágrima y Marta pudo ver que dejaba en el aire un rastro de vapor.
—Devórame.
El dragón retomó su discurso interrumpido mientras Marta dejaba de tocar su pecho y seguía la línea en que las escamas empezaban a escasear para dar lugar al nacimiento de las alas.
—Un dragón no es eterno. Una vez vino a matarme una escuadra de soldados y con un solo aliento los convertí en cenizas. Ellos no sabían que la vida nuestra es premeditada y misteriosa. Nadie puede exterminarnos sin contar con nuestra voluntad. Nadie. Por eso parecemos eternos.
Ahora, Marta, parada en las puntas de sus pies descalzos, tocaba sin tocar las irisadas transparencias de las alas y su terror alimentaba su deleite. Sudaba no sabía por qué placer extraño. El dragón se volvió un poco más y su cola resonó contra el suelo como la de una serpiente marina. Los dedos de Marta corrían por las escamas de su espalda, hasta terminar en aquella cola fuerte y enjoyada, rematada por una aguda flecha.
—El bosque no es un feo lugar para vivir —seguía el dragón—. Si yo me abstuviera de pasearme por algunas de sus partes, podrías comer frutos. Te bañarías en una ciénaga después de pasar yo por ella y el agua quedaría tibia y agradable. Tal vez yo podría contemplarte cómo te bañas, cómo eres sin túnica. Podría ver, también a una distancia prudente, cómo eres cuando cierras los ojos y te duermes. —Caviló un momento, siempre estremecido y sin dejar de temblar—. Pero jamás podré tocarte, ni mirarte de cerca, jamás sabré...
Marta se había sentado en el suelo, exhausta de miedo y de abandono. Con excepción del rostro, no había parte del cuerpo del dragón que no hubiera tocado. Tenía las manos arenosas, desolladas y colmadas de palpitaciones. Sabía ahora que la sangre de los dragones es más potente que el molino de viento de una aldea. Sabía también que ella era más quebradiza que la libélula calcinada y que el regreso era más imposible que nunca aunque pudiera recordar el camino.
Allí, en el suelo, se inclinó para besar una de las enormes patas. La hinchada cola del dragón pasó sobre su cabeza y el cuerpo de su dueño retrocedió muchos pasos. Ahora podía distinguirse sobre el círculo de árboles, una luna como huella digital.
El dragón empezó a caminar siguiendo la curva indecisa de los castaños y de los avellanos y cada uno de los enormes pasos, resonaba en el cuerpo de Marta. La túnica se le había pegado al cuerpo y el cinturón de cuerdas le apretaba como un anillo de acero. Quería dar alaridos y sollozar, pero callaba.
El dragón, con la espalda apoyada en un árbol, miraba al cielo con sus ojos de uva. Parecía imaginar la frialdad de una noche que a él llegaba tibia. Parecía más nostálgico que nunca.
—Ven. Acércate.
Marta, muy temerosa, con las rodillas húmedas, se dirigió hacia él.
—Desata tu cinturón de cuerdas.
Ella obedeció y la túnica se le quedó prendida en el cuerpo como si también estuviera aterrorizada.
—Ahora, átamelo al cuello y llévame.
—¿A dónde?
—Allá, al sitio de donde vienes.
—No sé el camino de la aldea.
—Te lo enseñaré yo.
Marta siguió las instrucciones que había recibido y empezaron a atravesar el bosque. No dijeron una palabra más. El dragón caminaba sumiso tranquilo. Pero se oían los ecos de su corazón. Marta iba lentamente aprendiendo, cómo en muy corto tiempo nace y crece el dolor.
No se detuvo, sin embargo, ni quiso quedarse en aquel bosque, ni bañarse en la ciénaga, ni alimentarse de avellanos, de nueces y de espanto. Cruzaron el lindero del bosque, avanzaron por el camino y ya era el amanecer. Ninguno de los dos supo de los esplendores de la noche, cada uno llevaba su propia prisa insondable y secreta.
Al entrar a la aldea, los hombres las mujeres, enardecidos por un odio gratuito, aunque auténtico, hirieron al dragón con palos y con piedras, hasta que se apagó su fuego y sus latidos y su sangre corrió, no siguiendo el apretado cauce de venas, sino esparcida y torpe.
Marta, ya sin temor, sin dueño y sin cansancio, fue a sentarse junto al molino de viento, frente al curso de un arroyo que aún ahora, contempla fijamente.

Una nueva intervención de Luis, con sus comentarios y reflexiones, y también la imprevista entrevista con los padres de Rob que, a la sazón, están en México por el suicidio de éste, nos lleva al otro diario de Elena; aquel que estaba entre las pertenencias de Rob. Una especie de anulación del anterior diario. En él, Gonzaga se revela como la verdadera protagonista de la novela. Sus entradas sin fecha se suceden rápida y aterrorizadamente y versan sobre Rob Marlon, el verdadero; aquel hombre feroz y perezoso que la sometió. Elena destruye la imagen idealizada del primer Rob que nos había retratado. Rob Marlon es un dragón, un demonio maldito del que ella tiene que librarse y librar al mundo. Esta nueva perspectiva desconcierta al lector por su contradicción con el diario anterior; lo hace entrar abruptamente en la realidad de miedo que una frágil mujer vive merced a un extraño que la somete y acecha. Con todo, este diario es también la revancha, Elena viviseccion a su asqueroso amante y lo va destruyendo. La locura y el dolor que debió haber sentido Rob después de la lectura del venenoso diario son lo que lo lleva a la autodestrucción. La obra cierra con una última intervención de Luis que descubre el mecanismo artificial de la historia, que si bien, es real —dentro del mundo de la ficción—, fue acomodado de un modo específico para suscitar en el lector una duda, la ambigüedad sutil que no permite decir quién es el asesino de Rob Marlon, si éste se dejó matar (como un dragón) o, en efecto se suicidó.
Luisa Josefina Hernández nos entrega una novela completa, aunque insegura en el principio y algo inverosímil por su narrador/editor. Pese a ello, destaca en su uso de los adjetivos, la inteligente estructura y el paratexto hagiográfico que determina la narración. Al momento de escribir este texto, la autora tiene 93 años y es la última escritora viva de las que publicaron en la Serie del volador. Además de su obra novelística, es traductora, ensayista, docente y destaca especialmente como dramaturga.

¹ En el libro Más allá de las palabras, difusión, recepción y didáctica de la literatura hispánica se recoge el caso anecdótico, contado por Jaime Salinas, de la primera traducción al español de El tambor de hojalata de Günter Grass: “Eran los años sesenta y [...] seguía en vigor la censura, que obligaba al editor a presentar en el Ministerio de Información y Turismo todo libro o manuscrito, donde era puesto en manos de los censores. [...]Seix Barral no tardó en recibir el correspondiente oficio denegando la publicación de El tambor de hojalata en España. Inmediatamente Carlos Barral se lo comunicó al editor alemán proponiéndole al mismo tiempo un traspaso del contrato a la editorial mexicana Joaquin Mortiz, dirigida por el exiliado español Joaquin Diez-Canedo, con el que Barral mantenía estrechas relaciones personales y profesionales que le habían permitido publicar más de un libro que le había sido denegado por la censura. Steidel Verlag no puso inconvenientes, Joaquín Mortiz encargó su traducción a Carlos Gerhard y poco después apareció en México la primera edición en lengua española de El tambor...

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...