lunes, 14 de noviembre de 2022

Antología de cuentos sobre antropofagia: CC4. La cocinera

Es perfectamente razonable que un grupo de enajenados gourmets esté dispuesto a justificar y hasta condonar los ingredientes criminales de un manjar siempre que sea egregio como pocos. Esto se debe a que la adicción al placer puede atrofiar la sindéresis; así, cualquier ser humano es capaz de apologar la crueldad porque ella no es más que un fin para un bien mayor. El caso es que, a medida que uno va leyendo esta brevísima narración de Julio Torri, se imagina que los fanáticos comensales de la “milagrosa cocinera” —convertidos en involuntarios antropófagos— estarían dispuestos a connivir que la mujer use niños para preparar sus exquisitos platillos. Sin embargo, eso no llega a suceder y pese a toda su congoja, los comensales dan parte a las autoridades y propician la muerte en la horca de la nunca antes vista cocinera.
Hay que decir que el sentido de la justicia de los antropofágicos comensales es inesperado y contradictorio, sobre todo porque su genuina aflicción es lo que cierra el texto en lugar del asco ante el terrible descubrimiento; cabe preguntarse por qué no simplemente hicieron lo que los tres monos sabios. Su civilizada resolución salpicada de arrepentimiento me lleva a clasificar este cuento en la categoría de lo psiquiátrico - consecuencialismo. Tanto para la cocinera como para sus comensales, el mero acto de la alimentación no es la razón de la antropofagia, sino que el deleite culinario alcanza una cota estética que supera a la ética, al menos si no en acciones, en pensamiento. En cuanto a la cantidad de carne humana consumida, estamos ante un platillo.
Resta agregar —como apunte inseguro— el ligero aire brujeril u ogresco que flota en la narración. La cocinera resulta una especie de bruja u ogro sofisticada cuyo bárbaro arte es puesto al servicio de la aséptica, civilizada, frívola y moderna gente.

...más vale que vayan los fieles a perder su tiempo en la maroma, que su dinero en el juego, o su pellejo en los fandangos.
GENERAL RIVA PALACIO: Calvario y Tabor

POR INAUDITO que parezca hubo cierta vez una cocinera excelente. La familia a quien servía se transportaba, a la hora de comer, a una región superior de bienaventuranza. El señor manducaba sin medida, olvidado de su vieja dispepsia, a la que aun osó desconocer públicamente. La señora no soportaba tampoco que se le recordara su antiguo régimen para enflaquecer, que ahora descuidaba del todo.
Y como los comensales eran cada vez más numerosos renacía en la parentela la esperanza de casar a una tía abuela, esperanza perdida hacía ya mucho.
Cierta noche, en esta mesa dichosa, comíamos unos tamales, que nadie los engulló mejores.
Mi vecino de la derecha, profesor de Economía Política, disertaba con erudición amena acerca de si el enfriamiento progresivo del planeta influye en el abaratamiento de los caloríferos eléctricos y en el consumo mundial de la carne de oso blanco.
—Su conversación, profesor, es muy instructiva. Y los textos que usted aduce vienen muy a pelo.
—Debe citarse, a mi parecer —dijo una señora—, cuando se empieza a olvidar lo que se cita.
—O más bien cuando se ha olvidado del todo, señora. Las citas sólo valen por su inexactitud.
Un personaje allí presente afirmó que nunca traía a cuento citas de libros, porque su esposa le demostraba después que no hacían al caso.
—Señores —dijo alguien al llenar su plato por sexta vez—, como he sido hasta hoy el más recalcitrante sostenedor del vegetarianismo entre nosotros, mañana, por estos tamales de carne, me aguardan la deshonra y el escándalo.
—Por sólo uno de ellos —dijo un sujeto grave a mi izquierda— perdería gustoso mi embajada en Mozambique.
Entonces una niña...
(¿Habéis notado la educación lamentable de los niños de hoy? Interrumpen con desatinos e impertinencias las ocupaciones más serias de las personas mayores.)
...Una niña hizo cesar la música de dentelladas y de gemidos que proferíamos los que no podíamos ya comer más, y dijo:
—Mirad lo que hallé en mi tamal.
Y la atolondrada, la aguafiestas, señalaba entre la tierna y leve masa un precioso dedo meñique de niño.
Se produjo gran alboroto. Intervino la justicia. Se hicieron indagaciones. Quedó explicada la frecuente desaparición de criaturas en el lugar. Y sin consideración para su arte peregrina, pocos días después moría en la horca la milagrosa cocinera, con gran sentimiento de algunos gastrónomos y otras gentes de bien que cubrimos piadosamente de flores su tumba.

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