Aquella noche, todo París resplandecía en los Italianos (ᴅ). Se representaba la Norma (1). Era la velada de despedida de María Felicia Malibrán (2).
La sala entera, con los últimos acordes (3) de la plegaria de Bellini, Casta Diva (4), se había alzado y reclamaba a la cantante en un tumulto glorioso. Le echaban flores, brazaletes, coronas. ¡Un sentimiento de inmortalidad envolvía a la augusta artista, casi moribunda, que se alejaba, creyendo cantar! En el centro de las butacas de platea, un hombre muy joven, cuya fisonomía revelaba un alma resuelta y orgullosa, manifestaba, destrozando sus guantes a fuerza de aplaudir, la apasionada admiración que experimentaba.
Nadie en el mundo parisino conocía a este espectador. No tenía aire provinciano, sino extranjero. Con su vestimenta algo nueva, pero de un lustre apagado y de un corte irreprochable, sentado en su butaca de platea, hubiera parecido casi singular, si no fuera por la instintiva y misteriosa elegancia que desprendía toda su persona. Al examinarlo, se hubiera buscado a su alrededor espacio, cielo y soledad. Era extraordinario. ¿Pero París, no es la ciudad de lo extraordinario?
¿Quién era y de dónde venía?
Era un adolescente huraño, un huérfano señorial —uno de los últimos de este siglo—, un melancólico hidalgo del norte, escapado, desde hacía tres días, de la noche de una casona solariega de Cornualles.
Se llamaba Conde Félicien de la Vierge; poseía el castillo de Blanchelande, en la Baja Bretaña. ¡Una sed de existencia ardiente, una curiosidad hacia nuestro maravilloso infierno, se había apoderado y había enfebrecido repentinamente a este cazador, allá abajo...! Se había puesto en camino y, simplemente, allí estaba. Su presencia en París se reducía a aquella mañana, de manera que sus grandes ojos aún estaban espléndidos.
¡Era su primera noche de juventud! Tenía veinte años. Era su entrada en un mundo de pasión, de olvido, de banalidades, de oro y placeres Y, por casualidad, había llegado a tiempo de escuchar el adiós de aquella que partía.
Pocos instantes le bastaron para acostumbrarse al resplandor de la sala. Pero a las primeras notas de la Malibran su alma se había estremecido; la sala había desaparecido. El hábito del silencio del bosque, del viento ronco de los escollos, del rumor del agua sobre las piedras de los torrentes y las llegadas graves del crepúsculo habían educado como poeta a este orgulloso joven, y en el timbre de la voz que escuchaba le parecía que el alma de aquellas cosas le enviaba la plegaria lejana de que volviera.
En el momento en el que, transportado de entusiasmo, aplaudía a la inspirada artista, sus manos quedaron en suspenso; se quedó inmóvil.
En el balcón de un palco acababa de aparecer una joven de una gran belleza. Miraba el escenario. Las líneas finas y nobles de su perfil perdido se ensombrecían con las rojas tinieblas del palco, tal que un camafeo de Florencia en su medallón. Pálida, con una gardenia en sus cabellos oscuros y totalmente sola, apoyaba en el borde del balcón su mano, cuya forma revelaba una ascendencia ilustre. En el escote del corpiño de su vestido de muaré negro, velado con encajes, una piedra enferma, un admirable ópalo, a imágen de su alma, sin duda, lucía en un engaste de oro. Con un aire solitario, indiferente a toda la sala, parecía olvidarse de sí misma bajo el invencible encanto de aquella música.
El azar quiso, no obstante, que ella volviera vagamente los ojos hacia la multitud; en ese instante los ojos del joven y los suyos se encontraron, el tiempo de brillar y apagarse, un segundo.
¿Se habían conocido antes?... No. No en la tierra. Pero aquellos que pueden decir dónde comienza el Pasado decidan cuándo estos dos seres, verdaderamente, se habían poseído, en una vida que con esa sola mirada, desde esa vez y para siempre, supieron que no había empezado en sus respectivas cunas. El relámpago ilumina una sola vez las olas y las espumas del mar nocturno y, en el horizonte, las lejanas líneas de plata de las olas: así la impresión en el corazón de este joven, tras esa rápida mirada, no fue gradual; ¡fue el íntimo y mágico deslumbramiento de un mundo que se descubre! Cerró los párpados como para retener los dos luceros azules que se habían perdido; luego quiso resistirse a ese vértigo opresor. Levantó los ojos hacia la desconocida.
Pensativa, ella todavía posaba su mirada en la de él, como si hubiera comprendido el pensamiento de ese amante salvaje y, como si fuera una cosa natural, Félicien sintió que palidecía; en aquella rápida ojeada tuvo la impresión de que dos brazos se unían lánguidamente alrededor de su cuello. ¡Ya estaba! ¡El rostro de la mujer acababa de reflejarse en su espíritu como en un espejo familiar, acababa de encarnarse de reconocerse en él! ¡De fijarse para siempre jamás bajo una magia de pensamientos casi divinos! Amaba en su primer e inolvidable amor:
Mientras tanto, la joven, abriendo su abanico, cuyos encajes negros rozaban sus labios, parecía haber vuelto a su distracción. Ahora se diría que escuchaba exclusivamente las melodías de la Norma.
En el momento de elevar sus binóculos hacia el palco, Félicien pensó que sería una inconveniencia.
—¡Puesto que la amo!— se dijo.
Impaciente ante el final del acto, se recogía en sí mismo.¿Cómo hablar con ella? ¿Cómo saber su nombre? No conocía a nadie. ¿Consultar al día siguiente el registro de los Italianos? ¡Y si era un palco cualquiera, comprado sólo para esa función! La hora apremiaba, la visión iba a desaparecer. ¡Bien! su coche seguiría el suyo, eso era todo.. Le parecía que no tenía otros medios. Después ¡ya se las ingeniaría! Luego, con su ingenuidad... sublime, se dijo:
—Si ella me ama, se dará cuenta y me dejará algún indicio.
Cayó el telón. Félicien abandonó rápidamente la sala. Una vez en el peristilo, se limitó a pasearse por delante de las estatuas.
Cuando se acercó su criado, le susurró algunas instrucciones; el criado se retiró a una esquina y permaneció muy atento.
El enorme rumor de la ovación dedicada a la cantante cesó poco a poco, como todos los rumores de triunfo de este mundo. Bajaban la gran escalera. Félicien, con la mirada fija en lo más alto, entre los dos jarrones de mármol de donde fluía el río deslumbrante del gentío, espero.
Ni los rostros radiantes, ni los tocados, ni las flores en la frente de las jóvenes, ni las esclavinas de armiño, ni la brillante oleada que discurría delante de él bajo las luces, él no vio nada.
Y toda esa muchedumbre desapareció en seguida, poco a poco, sin que la joven apareciera.
¡La había dejado escapar sin reconocerla!... ¡No! Era imposible. Un viejo sirviente, empolvado y cubierto de pieles, permanecía aún en el vestíbulo. En los botones de su librea negra brillaban las hojas de apio de una corona ducal.
De pronto, en lo alto de la solitaria escalera ¡apareció ella! ¡Sola! Esbelta, bajo un abrigo de terciopelo y con los cabellos ocultos por una mantilla de encaje, apoyaba su mano enguantada sobre la barandilla de mármol. Reparó en Félicien, de pie junto a una estatua, pero no pareció preocuparse mucho por su presencia.
Descendió apaciblemente. Cuando se aproximó al sirviente, le dirigió unas palabras en voz baja. El lacayo se inclinó y se retiró sin esperar más. Un instante después se oyó el ruido de un coche que se alejaba. Entonces ella salió. Descendió, siempre sola, las gradas exteriores del teatro. Félicien apenas tuvo tiempo de deslizar estas palabras a su criado:
—Volved solo al hotel.
En un momento se encontró en la plaza de los Italianos, a unos pasos de la dama; la multitud había desaparecido ya por las calles adyacentes y el eco lejano de los coches se debilitaba.
Era una noche de octubre, seca, estrellada. (ᴇ)
La desconocida caminaba muy lentamente y como poco habituada. ¿Seguirla? Era preciso y se decidió a hacerlo. El viento de otoño le traía el débil perfume de ámbar que emanaba de ella, el monótono y sonoro roce del muaré contra el asfalto.
Ante la calle Monsigny ella se orientó durante un segundo y luego caminó, como indiferente, hasta la calle de Grammont, desierta y apenas iluminada.
De pronto el joven se detuvo; una idea atravesó su mente. ¡Quizá era una extranjera! ¡Un coche podía pasar y llevársela para siempre! ¡A la mañana siguiente, toparse con las piedras de una ciudad y jamás volver a encontrarla!
¡Estar separado de ella, sin cesar, por el azar de una calle, de un instante que puede durar toda la eternidad! ¡Qué futuro! ¡Este pensamiento lo turbó hasta hacerle olvidar toda consideración de decoro!
Adelantó a la joven en un ángulo de la oscura calle; entonces se volvió, se puso horriblemente pálido y apoyándose en el pilar de hierro de un farol, la saludó; luego, mientras una especie de magnetismo encantador manaba de todo su ser, muy sencillamente le dijo:
—Señora, lo sabéis; os he visto esta noche por vez primera. Como temo no volver a veros, necesito deciros —desfallecía— ¡que os amo! —acabó en voz baja— y que si vos me rechazáis, moriré sin repetir estas palabras a nadie.
Ella se detuvo, levantó su velo y contempló a Félicien con una atenta fijeza. Tras un breve silencio habló:
—Señor —respondió, con una voz cuya pureza dejaba transparentar las más lejanas intenciones del espíritu— señor, el sentimiento que os produce esa palidez y esa actitud debe de ser, en efecto, bien profundo para que encontréis en él la justificación de lo que estáis haciendo. No me siento, pues, ofendida en modo alguno. Reponeos y tenedme por una amiga.
Félicien no se extrañó de esta respuesta: le pareció natural que el ideal respondiera idealmente.
La circunstancia era de aquellas, en efecto, en las que los dos debían recordar, si eran dignos de ello, que pertenecían a la raza de los que crean las conveniencias y no de quienes las sufren. Lo que la generalidad de los humanos llama, pase lo que pase, conveniencias no es más que una imitación mecánica, servil y casi simiesca de aquello que ha sido practicado por seres de elevada naturaleza en circunstancias generales.
En un impulso de ingenua ternura, besó la mano que se le ofrecía.
—¿Queréis darme la flor que habéis llevado en vuestros cabellos toda la velada?
La desconocida se quitó silenciosamente la pálida flor bajo los encajes y al ofrecérsela a Félicien dijo:
—Ahora, adiós y para siempre.
—¡Adiós!... —balbuceó él—. Así, pues, ¿no me amáis? ¡Ah! ¡Estáis casada! —exclamó, de repente.
—No.
—¡Libre! ¡Oh, cielos!
—¡Sin embargo, olvidadme! Es preciso, señor.
—¡Pero os habéis convertido en un instante en el latido de mi corazón! ¿Acaso puedo vivir sin vos? ¡El único aire que quiero respirar es el vuestro! No comprendo lo que decís, olvidaros... ¿cómo?
—Me ha sucedido una terrible desgracia. Confesároslo sería entristeceros hasta la muerte, es inútil.
—¡Qué desgracia puede separar a quienes se aman!
—Ésta.
Al pronunciar esa palabra, ella cerró los ojos.
La calle se prolongaba, absolutamente desierta. Un portal que daba a un pequeño cercado, una especie de triste jardín, se abría de par en par junto a ellos. Parecía ofrecerles su sombra.
Félicien, como un niño irresistible que idolatra, la llevó bajo esa bóveda de tinieblas y rodeó con su brazo el talle, que se abandonaba.
La embriagadora sensación de la seda tensa y tibia que se moldeaba alrededor de ella le transmitió un deseo febril de estrecharla, de llevársela, de perderse en su beso. Resistió. Pero el vértigo le quitaba la facultad de habla: No encontró más que estas palabras balbucientes e imprecisas.
—¡Dios mío, cuánto os amo!
Entonces, la mujer inclinó la cabeza sobre el pecho del que la amaba y con una voz amarga y desesperada dijo:
—¡No os oigo! ¡Me muero de vergüenza! ¡No oigo! ¡No oiré vuestro nombre! ¡No oiré vuestro último suspiro! ¡No oigo los latidos de vuestro corazón, que golpean mi frente y mis párpados! ¡No veis el espantoso sufrimiento que me mata! ¡Yo soy... ah! ¡Yo soy SORDA! (5)
—¡Sorda! —exclamó Félicien, fulminado por un frío estupor y estremecido de la cabeza a los pies.
—¡Sí! ¡Desde hace años! ¡Oh! Toda la ciencia humana sería impotente para resucitarme de este horrible silencio. ¡Soy sorda como el cielo y como una tumba, señor! Es para maldecir este día, pero es la verdad. ¡Así que dejadme!
—Sorda —repetía Félicien, quien bajo esta inimaginable revelación se había quedado sin pensamiento, trastornado e incapaz de reflexionar siquiera lo que decía. ¿Sorda?
Luego, de repente habló:
—Pero esta noche, en los Italianos —exclamo—,vos, sin embargo, ¡aplaudíais la música!
Se paró, pensando que ella no debía de oírle. El asunto resultaba de repente tan espantoso que provocaba la sonrisa.
—¿En los Italianos?... —respondió ella, sonriendo a su vez—. Olvidáis que he tenido tiempo de estudiar el semblante de muchas emociones. ¿Acaso soy la única? Nosotros pertenecemos al rango que el destino nos otorga y es nuestro deber mantenerlo. ¿Esa noble mujer que cantaba no merecía algunas muestras supremas de simpatía? ¿Pensáis, por otra parte, que mis aplausos diferían mucho de los de los más entusiastas dilettanti? (6) ¡Yo misma me dediqué a la música, en otro tiempo...! (7)
Ante estas palabras, Félicien la miró, un poco turbado, y todavía esforzándose en sonreír:
—¡Oh! —dijo—. ¿Os burláis de un corazón que os ama hasta la desesperación? ¡Os acusáis de no oír, pero me respondéis...!
—¡Ay! —exclamó ella— ¡Es que.. eso que decís lo creéis personal, amigo mío! Sois sincero. Pero vuestras palabras son nuevas solamente para vos. Para mí, vos recitáis un diálogo del que yo he aprendido, de antemano, todas las respuestas. Desde hace años, para mí es siempre lo mismo. Es un papel cuyas frases son dictadas y requeridas con una precisión verdaderamente horrorosa. Lo domino hasta tal punto que si aceptase, lo que sería un crimen, unir mi desgracia aunque sólo fuera por unos días a vuestro destino, olvidaríais en cada instante la funesta confidencia que os he hecho. ¡Os daría la ilusión, completa, exacta, ni más ni menos que cualquier otra mujer, os lo aseguro! Yo sería, incluso, incomparablemente más real que la realidad misma. ¡Pensad que las circunstancias dictan siempre las mismas palabras y que el rostro se armoniza siempre un poco con ellas! (8) Vos no podríais creer que no os oigo, hasta tal punto adivinaría con exactitud. No pensemos más en ello, ¿queréis?
Esta vez él se sintió asustado.
—¡Ah! —dijo—, ¡qué amargas palabras tenéis derecho a pronunciar!... Pero, yo, si eso es así, quiero compartir con vos aunque sea el silencio eterno, si es preciso. ¿Por qué queréis excluirme de vuestro infortunio? ¡Yo hubiera compartido vuestra felicidad! Y nuestra alma puede suplir todo lo que no existe.
La joven se estremeció y lo miró con ojos luminosos.
—¿Queréis caminar un poco, dándome el brazo, por esta sombría calle? —propuso— ¡Nos imaginaremos que es un paseo lleno de árboles, de primavera y de sol! Yo también tengo algo que deciros, que no repetiré jamás.
Los dos amantes, con el corazón atenazado de una tristeza fatal, caminaron tomados de la mano, como dos exiliados.
—Escuchadme —dijo ella—, vos que podéis oír el sonido de mi voz. ¿Por qué he sentido que no me ofendíais? Y ¿por qué os he respondido? ¿Lo sabéis?... Ciertamente, es muy sencillo que yo haya adquirido la ciencia de leer sobre un rostro y en las actitudes los sentimientos que determinan los actos de un hombre, pero lo que es totalmente diferente es que yo presiento, con una exactitud tan profunda y, por así decirlo, casi infinita, el valor y la cualidad de esos sentimientos así como su íntima armonía con aquel que me habla. Cuando habéis decidido cometer conmigo esa espantosa inconveniencia de hace un momento, yo era la única mujer, quizá, que podía entender en ese preciso instante su verdadero significado.
»Os he respondido porque me ha parecido ver brillar sobre vuestra frente ese signo desconocido que anuncia a aquéllos cuyo pensamiento, lejos de estar oscurecido, dominado y amordazado por sus pasiones, engrandece y diviniza todas las emociones de la vida, y libera el ideal contenido en todas las sensaciones que experimentan. Amigo, dejadme enseñaros mi secreto. ¡La fatalidad, en un principio tan dolorosa, que ha golpeado mi ser material, se ha convertido para mí en la liberación de muchas servidumbres! Me ha liberado de esa sordera intelectual de la que son víctimas la mayoría de las otras mujeres.
»Ella ha entregado mi alma sensible a las vibraciones de las cosas eternas, de las que los seres de mi sexo no conocen, según lo acostumbrado, más que una parodia. ¡Sus orejas están tapiadas a tan maravillosos ecos, a esas prolongaciones sublimes! De manera que ellas deben únicamente a la agudeza de su oído la facultad de percibir lo que hay de instintivo y externo en las voluptuosidades más puras y delicadas ¡Son las Hespérides (ꜰ), guardianas de esos frutos encantados cuyo mágico valor ignoran para siempre! ¡Ayl, yo soy sorda... ¡Pero ellas! ¡Qué oyen ellas!... O más bien, aqué escuchan ellas en las palabras que les dirigen, sino un confuso rumor en armonía con los rasgos de la fisonomía de quien les habla? De manera que, desatentas no al sentido aparente sino a la calidad, reveladora y profunda, al verdadero sentido, finalmente de cada palabra se contentan con distinguir una intención de halago que les basta ampliamente. Es lo que ellas llaman «lo positivo de la vida» con una de sus sonrisas... ¡Oh! ¡Ya veréis, si vivís! ¡Veréis qué misteriosos océanos de candor, de suficiencia y de baja frivolidad esconde únicamente esa deliciosa sonrisa! El abismo de amor encantador, divino, oscuro, verdaderamente estrellado, como la Noche, que sienten los seres de vuestra naturaleza, ¡intentad traducírselo a una de ellas!... Si vuestras expresiones se filtran hasta su cerebro, allí se deformarán como una fuente pura que atraviesa una ciénaga. De manera que esa mujer no las habrá oido. «¡La vida es impotente para colmar tales sueños —dicen ellas— y vos le pedís demasiado!» ¡Ah! ¡Como si la vida no estuviera hecha para los vivos!
—¡Dios mío! —murmuró Félicien.
—Sí —prosiguió la desconocida—, una mujer no escapa a esta condición de la naturaleza, la sordera mental, a menos, tal vez, que pague su rescate a un precio inestimable, como yo. Atribuís a las mujeres un secreto porque ellas sólo se expresan por sus actos. Altivas, orgullosas de ese secreto que ellas mismas ignoran, les gusta hacer creer que se las puede adivinar. Y cualquier hombre, halagado por creerse el adivino esperado, malgasta su vida para casarse con una esfinge de piedra. Y nadie de entre ellos puede remontarse de antemano hasta esta reflexión: un secreto, por más terrible que sea, si no es expresado nunca, es igual a nada.
La desconocida se detuvo.
—Soy amarga, esta noche —continuó—, he aquí el porqué: no envidio lo que ellas poseen al haber constatado el uso que hacen de ello. ¡Y que yo misma hubiera hecho, sin duda! ¡Pero aquí estáis vos, aquí, vos a quien en otro tiempo yo hubiera amado tanto!... ¡Os veo!... ¡Os adivino!... Reconozco vuestra alma en vuestros ojos... vos me la ofrecéis ¡y yo no puedo aceptarla!...
La joven escondió la frente entre las manos.
—¡Oh! —respondió en voz baja Félicien, con;los ojos llenos de lágrimas— ¡Al menos puedo besar vuestra voz en el aliento de vuestros labios! ¡Comprended! ¡Dejadme vivir! ¡Sois tan bella!... El silencio de nuestro amor lo hará más inefable y más sublime. Mi pasión aumentará con todo vuestro dolor, con toda nuestra melancolía!... ¡Querida esposa mía para siempre, vivamos juntos!
Ella lo contemplaba con los ojos inundados en lágrimas también y, poniendo la mano sobre el brazo que la enlazaba, dijo:
—¡Vos mismo declararéis que es imposible! ¡Escuchad aún! Quiero acabar en este momento de revelaros todo mi pensamiento... pues no me oiréis ya más... y no quiero ser olvidada.
Hablaba lentamente y caminaba con la cabeza inclinada sobre el hombro del joven.
—¡Vivir juntos!..., decís... Olvidáis que tras las primeras exaltaciones la vida toma un carácter de intimidad en el que la necesidad de expresarse con exactitud se hace inevitable. ¡Es un instante sagrado! Y ése es el instante cruel en el que aquellos que se han casado desatentos a sus palabras reciben el castigo por el poco valor que han acordado a la calidad del sentido real, ÚNICO, en fin, que tales palabras recibían de aquellos que las pronunciaban. «¡No más ilusiones¡», se dicen, creyendo así enmascarar bajo una sonrisa trivial el doloroso menosprecio que sienten en realidad por esa clase de amor, y la desesperación que sienten al confesárselo a sí mismos.
»¡Pues no quieren darse cuenta de que no han poseído sino lo que deseaban! Les es imposible creer que (excepto el Pensamiento, que transfigura todas las cosas) todo no es más que ILUSIÓN, aquí abajo. Y que toda pasión aceptada y concebida en la pura sensualidad se convierte en seguida en más amarga que la muerte para quienes se han abandonado a ella. Mirad en el rostro de los transeúntes y veréis si exagero. ¡Pero nosotros, mañana! ¡Cuando ese instante hubiera llegado!... ¡Tendría vuestra mirada, pero no tendría vuestra voz! ¡Tendría vuestra sonrisa... pero no vuestras palabras! ¡Y presiento que no debéis de hablar como los demás!...
»Vuestra alma primitiva y sencilla debe de expresarse con una vivacidad casi definitiva, ¿no es asi? ¡Todos los matices de vuestro sentimiento sólo pueden revelarse en la música misma de vuestras palabras! Sentiría que estáis completamente lleno de mi imagen, pero la forma que dais a mi ser en vuestros pensamientos, la manera en que soy concebida por vos, y que sólo podemos manifestar con unas palabras halladas cada día, esa forma sin líneas precisas y que, con la ayuda de esas mismas palabras divinas, queda indecisa y tiende a proyectarse en la Luz para fundirse y pasar en ese infinito que llevamos en nuestro corazón, esa sola realidad, en fin, ¡no la conocería nunca! ¡No!... Esa inefable, oculta en la voz de un amante, ese murmullo de inflexiones inauditas, que envuelve y hace palidecer, ¡estaría condenada a no oírlo!... ¡Ah! ¡Aquel que escribió en la primera página de una sinfonía sublime: «¡Así es como Dios llama a la puerta¡» (9) había conocido la voz de los instrumentos antes de sufrir la misma afección que yo!
»¡Él se acordaba mientras componía! Pero yo, cómo acordarme de la voz con la que acabáis de decirme por primera vez: "¡Yo os amo!..."
Mientras escuchaba estas palabras, el joven se había puesto sombrío: lo que experimentaba era terror.
—¡Oh! —exclamó— ¡Pero vos entreabrís en mi corazón abismos de desgracia y de cólera! ¡Tengo el pie en el umbral del paraíso y debo cerrarme yo mismo la puerta a todos los goces! ¡Sois la tentadora suprema, en fin!.. Me parece que veo brillar en vuestros ojos no sé qué orgullo por haberme desesperado.
—¡Vamos! ¡Soy yo quien no te olvidará nunca! —respondió ella— ¿Cómo olvidar las palabras presentidas que no han sido oídas?
—¡Ay de mí, señora! Matáis con placer toda la joven esperanza que yo deposito en vos!... Sin embargo, si vos estáis presente donde yo viva, ¡venceremos el futuro juntos! iAmémonos con más valor! ¡Dejaos llevar!
En un movimiento inesperado y femenino, ella unió sus labios a los de él en la oscuridad, dulcemente, durante algunos segundos. Luego, dijo con una especie de abandono:
—Amigo, os digo que es imposible. Hay horas de melancolía en que, irritado por mi enfermedad, ¡buscaríais ocasiones de constatarla más vivamente todavía! ¡No podríais olvidar que no os oigo... ni perdonármelo, os lo aseguro! ¡Seríais fatalmente arrastrado, por ejemplo, a no hablarme más, a no articular silaba alguna ante mí! Sólo vuestros labios me dirían: «Os amo», sin que la vibración de vuestra voz turbase el silencio. Acabaríais escribiéndome, en fin, lo cual sería penoso. ¡No, es imposible! No profanaré mi vida por la mitad del Amor. Aunque virgen, soy viuda de un sueño y quiero quedar no satisfecha. Os lo digo, no puedo tomar vuestra alma a cambio de la mía. ¡Vos erais, sin embargo, el destinado a retener mi ser!... Y es por esto mismo por lo que mi deber es arrebataros mi cuerpo. ¡Me lo llevo! ¡Es mi prisión! ¡Ojalá pueda librarme pronto de él! No quiero saber vuestro nombre... ¡No quiero leerlo!... ¡Adiós ¡Adiós!
Un coche relumbraba a unos pasos en el recodo de la calle Grammont. Félicien reconoció vagamente al lacayo del peristilo de los Italianos, cuando a una señal de la joven, un sirviente bajó el estribo del carruaje.
Ella abandonó el brazo de Félicien, se desasió como un pájaro y entró en el coche. Un instante después, todo había desaparecido.
El señor conde de la Vierge volvió al día siguiente a su castillo de Blanchelande y no se ha vuelto a oír hablar de él.
Ciertamente, podía vanagloriarse de haber encontrado, al primer intento, una mujer sincera, que había sabido mantener el valor de sus opiniones.