Adela Fernández fue una escritora umbría en todo el sentido de la palabra. Esa oscuridad elemental produce efectos desconcertantes en el lector porque su narrativa es en verdad muy personal; su mundo es único: un auténtico universo a parte.
Respecto al cuento que transcribo, se trata de una narración vertiginosa —pues una de las cualidades de Adela es la brevedad—, que logra plasmar escenas insólitas en pocos párrafos. En esta historia se nos presenta un nuevo método para deshacerse de la melancolía. La motivación tras esta innovación —como en las dos narraciones de Villiers de L'Isle-Adam que preceden a este cuento— es la de la resolución. Una vez que la vida de nuestro personaje ha sido infaustada sin un motivo concreto y al no localizar el germen de la enfermedad, es preciso matarlo todo, y esa muerte adquiere un doble valor contradictorio: la memoria, que es la vida y, al mismo tiempo, un elemento desechable y nimio. Merced a la memoria se puede llegar a la deseada aniquilación, no sólo del ser, sino de la tristeza. Asistimos a una primicia y como es propio de ellas; algo siempre puede salir mal, un detalle que escapa a las consideraciones iniciales; la ciencia se hace del ensayo y el error: el proyecto fallido, sin embargo, alcanza a recorrer un tramo que pronto alguien podría llegar a concretar. Tengo una inconformidad con este cuento, pero es apenas una tontería personal. En fin, otro invento inventado:
Zarceo vive de acuerdo a su nombre. Su abuelo, creyente en la influencia que el nominal tiene sobre el destino de cada ser humano, decidió llamarlo así para marcarlo con las tres acepciones del verbo zarcear: limpiar los conductos y cañerías introduciendo zarzas largas y moviéndolas para que despeguen la toba y otras inmundicias; entrar el perro en los zarzales en busca de caza; andar de una parte a otra, cruzando con diligencia un sitio.
Zarceo, cada vez que lo cree prudente desobstruye sus conductos interiores, despega el cochambre atestado por la inactividad y la confusión. Siempre que lo hace consigue fluidez de pensamiento, tamiza sus ideas, guarda para sí las que son brillantes y excreta aquellas sin valor, adecuadas para dialogar con los amigos y ejercitar esa faena llamada “comunicación”, el mejor de todos los artificios para simularse y ocultarse.
El perro que trae en la entraña, de buen olfato, de estético agazapamiento y atinado salto, lo suele soltar con acierto en las espirituosas cacerías, propias de hombres refinados que asaltan al mundo para obtener todo lo que les es necesario o conveniente. Así se ha hecho de una esposa, de un trabajo que lo surte de dinero, de un crédito publicitario que aumenta su prestigio, de un sillón y de un cepillo de dientes.
Sabe estar presente de lleno en cualquier espacio. Sube y baja, va y viene con pasos largos o cortitos según sea la emoción adjunta al propósito; se sienta, se levanta, camina alrededor de sus interlocutores, se cuelga de la lámpara o se pega a la pared como un fascinante cuadro. ¡Pequeños esfuerzos para nunca ser inadvertido!
Ha sido muy cuidadoso en la selección de sus amistades. En su descriminación prefiere a aquellos de inteligencia fugaz, intelectuales-cometas que por doquier pasan su cauda de relucientes aforismos y metáforas sin lograr modificar siquiera el parpadeo de los ignorantes que encuentran a su paso.
Físicamente deben ser peculiares: muy largos en la verticalidad de sus ensoñaciones o muy anchos en su conchudez; de piel negro mate o magenta; de ojos saltones más espantables que espantados, o muy hundidos tras de ojerosos telones que aunque abiertos nunca libran la caja mágica del escenario íntimo y su drama. Le gustan híbridos y monstruosos, por ejemplo, los que tienen tres o siete cabezas, y que por lo tanto son de izquierda, del centro y de derecha simultáneamente sin fallar a ninguna de sus posiciones políticas. También gusta de los seres amorfos o incompletos, monópodos y cíclopes, los de epidermis leonada o cubierta de escamas, y sobre todo aquellos que tienen por lengua una elegante cobra. Algunos son más grotescos que otros, y los hay tan complejos y misteriosos que es de gran gesta el describirlos.
Hoy ha reunido a los favoritos de su estima para mostrarles su más reciente invento científico: un estractor de memoria. Zarceo siempre se esmeró por recordarlo todo. Imágenes, sonidos, olores, sensaciones, actos, sentimientos y todo tipo de experiencias los tiene perfectamente registrados en su memoria. Se ha valido de distintos sistemas de clasificación, ya temáticos o cronológicos, especificando la intensidad de los recuerdos, sus significados, poder de influencia, fuerza frustrante y jerarquía según su importancia y trascendencia.
Pero resulta que Zarceo padece una extraña e injustificable tristeza —al parecer pescada en un camión urbano al igual que la gripe— que ha venido a quitarle el apetito de vivir. Ha decidido dar fin a su existencia, pero desde luego se ha preocupado por inventar un nuevo tipo de suicidio. Como para él la memoria es la vida, decidió que no hay muerte mejor que la mente en blanco. Sin recuerdos no hay corazón que funcione y eso le garantiza un paro cardíaco. Fantástica forma de morir, rápida, sin posibilidades de exponerse a una larga agonía.
Así lo ha comunicado a sus amigos quienes apuran las copas de cognac y derraman lágrimas antelando el luto doloroso por la muerte muy proxima de su entrañable Zarceo. Ahí están boquiabiertos ante el nuevo invento científico, el estractor de memoria. Un gran recipiente de cristal en forma de oso hormiguero cuya trompa está conectada a la boca de Zarceo, succiona con ritmo doloroso; el suicida sopla y arroja bocanadas de recuerdos:
Ahí va el instante de su nacimiento; la teta magra de leche venenosa que le dió sustento; ahí va su madre, especie de Clitemnestra, repulsiva de su brótalo; ahí va papá suavecíto con sombrero-canasto repartiendo pan por la tarde. En el recipiente cristalino gira todo lo aprendido en la escuela, números y letras revelando los misterios; llantos, rezos y carcajadas; caricias y angustias, los largos malabarismos que impone el manejo de situaciones; la resistencia a las peripecias; los dinámicos saltos de hombre-tigre por encima de obstáculos mediocrizantes; ahí va Zarceo usando sus máscaras, escamoteando las fuerzas enemigas, ya repta o vuela, actúa tragedias y melodramas, se mueve con tino y desatinos; se le ve resonante o callado, opaco o luminoso, ya engulle o vomita; todo lo vivido en tantos años se desprende y cae tumultuoso en el estractor.
Según Zarceo, no hay nada más que expulsar Piensa que se avecina el gran blanco de la mente, la acorazadora nada. Sólo que... un brutal dolor que viaja de la cabeza al corazón y viceversa, le indica que algo le ha quedado adentro, algún olvido. Se trata de Beatriz, aquella mujer a la que amo sin lograr conquistar jamás. Sufrió tanto por ese amor frustrado que para poder seguir viviendo tuvo que olvidarla. No obstante que borró los recuerdos, la imagen de Beatriz viajo a su subconsciente y ahí encontró acomodo, vallada con atemperante olvido, Zarceo no logra concientizar que ese residuo que late en su interior no es más que la olvidada Beatriz.
Ante sus gritos atroces, los amigos policéfalos e híbridos discuten si habrán de dejarlo en tal agonía o si será conveniente devolverle los recuerdos en una cucharadita cada media hora, a manera de jarabe, y poder así reintegrarlo de nuevo. De nada le sirve el vacío si no es total. La discusión es larga, no hay acuerdo, y mientras tanto, en lo profundo de Zarceo, Beatriz se mece en su silla blanca y adquiere la espectral fuerza de lo olvidado; así prolonga la agonía. El suicidio se frustra. Contrariamente al plan de Zarceo, es el olvido y no los recuerdos lo que lo mantiene vivo.