¿Qué es un consejo?, para ponerlo en mis propias palabras, es una sugerencia que pretende ahorrarle descalabros a alguien, un preventivo, o —si se quiere una idea de orden diferente— la vacuna para prevenir una enfermedad. Etimológicamente, la palabra viene de latín consilium (deliberación, consulta).
Casi todos sabemos lo que es un consejo y a la vez, casi todos los ignoramos. Es posible que, por esta razón se llegó al conocimiento superior de que los consejos no sirven para nada y alguien exclamó: «No des consejos, el sabio no los necesita y el necio no los escucha». Recuerdo que la primera vez que escuché esta máxima de la sabiduría proverbial, me quedé muy contrariado por la (aparente) paradoja de la declaración: ¡Un consejo para acabar con todos los consejos! A primera vista, este consejo cae en su propio juego y hace pensar a uno lo irónico que es cuando alguien grita pidiendo silencio. Pero tiene sentido que sólo con un consejo se pueda acabar con todos los consejos, es decir, fuego contra fuego, ¿no?
Siendo justos, las personas fluctuamos entre ser sabios a lo inútil y necios tajantemente; es extraño cómo hay gente que sabiendo que marcha al matadero, no hace nada para evitarlo; nos puede resultar común la escena donde le dices a un amigo o a un familiar que está equivocado y que debe reconsiderar su postura, para luego recibir como respuesta un lacónico: lo sé, pero no ver ninguna acción preventiva de su parte. Saber que uno está errado y no hacer nada para corregirse es sabiduría inútil y tanto da saber como no. En el otro extremo de la balanza están los necios, que no obtusos. Aquellos que andan extraviados sin darse cuenta, y que cuando reciben un consejo lo hacen con incredulidad; aquellos que responden sarcásticamente que no es posible que anden errando errados. Estar en alguna de esas dos posibilidades no excluye que en la eventualidad no pasemos a la otra. En última instancia está el verdadero sabio, al que no se le puede aconsejar, porque no hay razón para hacerlo. Y la conclusión vuelve a recaer en que, en efecto, el consejo es estéril.
Entonces, si el consejo es desoído indistintamente por aparentes sabios e inconvenientes necios, ¿para qué sirve un consejo? Las definiciones arriba podrían contestar en parte esta pregunta; pero debo aclarar que hablo del verdadero y posterior fin del consejo y no de su aparente aplicación inmediata.
Un consejo, en realidad, sirve para predecir el futuro (las más de las veces aciago y) evidente. Una anticipación con un margen de error muy bajo: pues, el consejo es la sugerencia de acción para evitar un resultado negativo —que es lo mismo que propiciar uno positivo—, en ese sentido, el consejo es el hermano amable de la advertencia (también ignorada, pero en menor medida) y la amenaza (que nadie ignora pero que sí tiene un índice de incredulidad más alto). A mi ver, tal es la razón por la que seguimos dando consejos e ignorándolos; porque al ser humano le gusta la idea de saber qué es lo que va a pasar, y claro, al saber qué es lo que va a pasar, le gusta también contradecir a su destino, aunque finalmente lo cumpla.
La forma prosaica de decir qué no debemos dar consejos es: deja que la gente se parta su madre, como diría mi padre, para luego agregar: ya aprenderán. De conocimiento popular es, también, que nadie experimenta en cabeza ajena o que las verdades generales no les gustan a los individuos, pero, también, es de todos sabido que dos cabezas piensan mejor que una. De lo que podemos deducir que existen dos posturas: de los empíricos y de los estadísticos. Los primeros piensan que el consejo no conduce a nada porque la soberbia y la naturaleza del hombre impiden que éste alcance su función; mientras que los segundos creen que es bueno actuar según las constantes para no caer en los mismos errores que los otros, cosa que finalmente lleva a otra máxima de la sabiduría universal: «El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra». Hay una tendencia condenatoria en todo esto, pareciera que por más que el hombre trata de evitar una y otra vez el tener que subir la piedra cuesta arriba, continúa cayendo en el mismo dialelo. La sabiduría de la humanidad pone en duda la evolución del hombre, porque hemos analizado y acumulado siglos de filosofía y ciencia, y sin embargo, vamos repitiendo los mismos esquemas viciosos de todos los tiempos.
Alguien ha cuestionado con mucha razón: ¿para qué sirve el aprendizaje después del golpe?, y el cándido dirá que para no golpearse de nuevo; pero la cuestión no es la de evitar una recaída, sino recalcar el hecho de que siempre vamos a tener que caer, aún antes de saber que estamos arriba. Con esto podríamos darle un punto a los empiristas del error humano y decir que en el orden del saber humano el error siempre va a estar antes de todo.
Partimos de la equivocación, para eventualmente llegar a ella de nuevo, y el estado de acierto es, más bien, un feliz accidente. Claro que no faltan quienes pretenden atenuar el brillo del fracaso y exclaman como cierto inventor: «No fracasé, sólo descubrí 999 veces de cómo no hacerlo bien». Y ciertamente que en perspectiva, un acierto rodeado de fracasos parece destacar.
La vida es un experimento personal y no hay panacea para los males del hombre. El consejo debe cumplir su función inútil de ser un vaticinio: no evitar el tropiezo, sino decretarlo. El consejo está para recordarnos que de nada nos vale nuestra memoria histórica, que estamos condenados a repetirla, porque el fracaso de la invasión alemana a Rusia durante la segunda guerra mundial ya había sucedido poco más de un siglo antes cuando Francia intentó la misma campaña, y si vamos más atrás, podremos hallar multitud de episodios símiles donde la osadía de un líder embriagado de soberbia lleva a su ejército a enfrentarse con las adversidades del clima por subestimar a su contrincante.
Dice Francis Bacon que «Dice Salomón: Nihil Novum Sub Sole (a lo que exclama Pedro Antonio de Alarcón que entonces lo nuevo debe estar Supra Sole), así como Platón imaginaba que todo conocimiento era sólo una remembranza», a lo que hay que decir que podemos recordar el porvenir y todavía más, ponerlo en práctica. No sé, no sé... quiero decir, «Sé la verdad, pero no puedo razonar la verdad». ¿Será que estamos luchando contra el destino, contra la repetición incesante de siempre lo mismo per secula seculorum, que una voz ab aeterno nos llama, nos advierte de la fatalidad?
Los consejos tienen otra dimensión, porque si de antemano sabemos que no los seguimos y que no nos sirven, resulta paradójico pedirlos o recibirlos de buena y mala fe. Bacon dice, también, que: «La mayor confianza entre hombre y hombre es la confianza de aconsejar; pues en otras confianzas los hombres confían partes de su vida [...]; pero a quienes hacen sus consejeros les confían todo». Esto explicaría la dificultad que implica atender un consejo, pues la apuesta es demasiado alta. Es fácil recelar del consejero y el consejo, ellos no se juegan la vida. Y sin embargo, vamos por allí buscando confidentes, amigos de alta confianza que escuchen nuestras cuitas, y eso: el acto de confesión, el poder hablar de lo que nos aqueja, de nuestros dilemas, nos acerca a la respuesta o la resolución de ellos; no tanto el consejo en sí, que invariablemente no seguiremos, pero no porque se nos dió la respuesta, que en muchos casos ya conocemos, sino porque es parte del círculo de la fatalidad. Hay que decir que la tendencia es buscar la autoconfirmación y no tanto una solución. Aconsejarse permite el desahogo, la comprobación de qué tan graves o grandes son nuestros problemas; si nos dan un consejo sabio o no, poco importa, mientras podamos obedecer al impulso un tanto egoísta de sentir que nuestros conflictos son únicos, que nadie más antes ha padecido adversidades semejantes. Cuando Jacques y su amo andaban sin rumbo, y el segundo le pedía al primero que le contara la historia de sus amores, puede que, de haber tenido pericia, hubiese sacado una interesante conclusión de esas desventuras, pero el pensamiento del amo siempre fue que él era de otra clase, que nada podían enseñarle las experiencias de Jacques. Claro que estaba errado, pero no podía saberlo. Nos contamos la bonita fantasía de que los hombres no pueden ser iguales. Si Platón tiene razón, la respuesta de todo ya está en nosotros y sólo debemos extraerla, la confesión y el consejo permiten que las cosas veladas se vayan aclarando.
Cuando Cronos devoró a sus hijos con la finalidad de no perder su soberanía, fue una profecía la que lo llevó a semejante determinación; es curioso cómo una predicción ambigua pudo activar tal resorte de acción en aquel dios primordial, lo cierto es que sólo Júpiter se salvó de compartir el mismo destino que sus hermanos, luego, cuando tuvo la edad y fuerza para hacerle frente a su padre; Júpiter recibió la ayuda de Metis, conocida como la diosa consejera, quien le dió un poderoso emético que hizo que Cronos devolviera a su prole. Entre otras cosas que sucedieron después, Metis fue la primera pareja de Júpiter y una profecía ídem a la que amenzó en su momento a Cronos, cayó sobre Júpiter, y éste, de tal palo, tal astilla, hizo casi lo mismo que su padre; devoró a Metis, quien estaba en cinta. En la fábula, la relación entre Júpiter y Metis pretende decirnos que la soberanía está casada con el consejo; en cierta forma todos somos soberanos de nuestra vida —lo cual explicaría nuestra actitud desmedida y soberbia en el proceder que a veces llegamos a tomar—, y como tal precisamos del consejo. Pero precisamos de él, a menudo, por comprobación, incluso para usurparlo y hacerlo pasar por nuestra determinación; no en vano Júpiter dió a luz a Pallas Atena, aunque la gestación real fue de Metis. Y podríamos decir, que al final, algunos atienden consejo, y se libran —posiblemente— de algún problema, pero, también hay que observar que estas salvaciones que proceden parcialmente de la deslealtad hacia nuestros consejeros, evidencian nuestra malicia... y bueno, no pretendo moralizar, la conclusión ya está aquí, sólo hace falta que, usted, querido lector, la dé a luz.
Entre los consejeros hay algunos que pasan por estar, creo yo, en el escalafón más alto de virtud. «Optimi consiliarii mortui» o sea: los mejores consejeros son los muertos, según Alonso V de Aragón. Por supuesto no hablamos en términos literales. Que se sepa, nadie puede pedir consejo a los que han dejado la tierra —salvo Lemuel Gulliver, quien tuvo una espectacular audiencia con algunas grandes mentes del pasado cuando estuvo en Glubbdubdrib—, y lo siento por aquellos que creen en la quiromancia, pero la veo como una tomadura de pelo. Esos mortui de Alonso V son en realidad los libros, la voz, en efecto, de los muertos. Se piensa que dado que un libro —que es decir lo mismo que un pensador del pasado— no tienen ningún interés para con nosotros, su imparcialidad y objetividad a la hora de emitir sus juicios y resoluciones, son las más sinceras. Quizá, los antiguos, guiados por este pensamiento, se dieron a la tarea de legarnos multitud de manuales consiliares: máximas, refraneros, emblematas, escudos, epigramas, dichos, largas disertaciones filosóficas sobre las cuatro virtudes cardinales, es decir: hay para todos los gustos y necesidades. —Si sigo por mi senda de pensamiento, se puede creer que tengo algo en contra de los consejos, aclaro que no es así; como todos, los doy, los escucho y los ignoro—. Pero, aunque aquellas obras, fruto del prolongado ensayo y error de la humanidad están muy bien, de poco nos han valido en la práctica y su más alto mérito está en el campo de la calología literaria: el arte de escribir de forma clara/bella/concisa/súbita la sabiduría humana. Por más que el preclaro Baltazar Gracián encomió la virtud de la prudencia con gran celo de la brevedad; por más que los emblemas de Alciato conjugaron la doble cualidad de escritura e imágen para democratizar el campo de la transmisión de sabiduría, hemos vuelto a eludir, con igual arte, la obligación de poner en práctica ese saber. Digo obligación, porque en efecto, hay un carácter imperativo en la sabiduría que puede resolvernos la vida; es que, tal cual, nos está allanando el camino, y no hay más alto don que el que nos evita las desgracias (evitables, claro) de la inexperiencia. Para poner en práctica la prudencia, el libro resulta ser un consejero soslayado, porque al final es más pasivo con sus llamadas de atención y sus ejemplos tienden a verse anacrónicos; por más que en Levíticos se nos hace hincapié de las bendiciones de la obediencia, es más fácil actuar por el miedo a las consecuencias y a la señal de la vasija rota, o sea, por coacción y amenaza. Aunque, a estas alturas casi nadie le teme al sitio y al anatema de que nos devoremos los unos a los otros. Es esa parte del consejo, que no alcanza nunca el punto de violencia, que sí toca la amenaza, por la que ese condicionamiento al dolor resulta ser más sugestivo que la incierta (ya demostrado arriba que no es así) consecuencia de no seguir un consejo. La promesa de sufrimiento puede poner en movimiento más fácilmente que la exhortación amable (recuérdese a Cronos), lo cual nos lleva al punto de que el hombre, a pesar de toda su herencia sapiencial, quiere experimentar en carne propia.
El último territorio del consejo está en la maduración del pensamiento individual, ir al fondo de uno mismo, para buscar la respuesta, porque si es cierto que hay tal cosa como un mundo elemental de ideas al que estamos conectados, hacer esto es escuchar en nosotros a los otros, pero con el agregado de que la respuesta obtenida parece ser solamente nuestra. Sin embargo, es difícil llegar a ese punto de autoconfianza y autoconocimiento, y sería extraño que a pesar de cargar con tal saber andemos errando tan fácilmente; por simple lógica de orden, el saber a priori la forma en la que hay que vivir, nos debería ahorrar los accidentes. Lo que pasa es que el consejo apunta siempre por el bien común y la virtud, que las más de las veces está en dirección contraría al bien personal y la autocomplacencia. Por eso, también, el autoconsejo nace bajo el signo del error, porque cada cual es muy considerado y permisivo consigo mismo.
Un fallo más del consejo es su apariencia de contingente: la mayoría de personas no confía en las cosas hechas al calor del momento, resulta difícil de creer que la solución a nuestros problemas puede zanjarse con un par de palabras. Porque claro, olvidamos (quién sabe si convenientemente para nuestro perjuicio) que el consejo es más antiguo que nuestra existencia personal. Tenemos la necesidad de «consultar con la almohada antes de hacer nada», como dice el refrán; dejando muchas veces que «la oportunidad la pinte calva». Y es que el consejo propone la acción antes que la meditación. Tal vez nos hiere el amor propio ver que nuestros problemas, que sufrimos bonitamente y llegamos a defender, se resuelvan de forma tan sencilla, casi tan ¡mágica! Uno de los posibles significados etimológicos del nombre de la diosa Metis es truco. El consejo tiene, malamente, esa ascendencia de ardid: y el ser humano podrá ser todo lo tramposo que se quiera con los demás, pero el hacerse trampa a uno mismo es carecer de toda dignidad (aunque de que los hay, los hay).
Es aconsejable que «non deas consello a quen non cho pida» (no des consejo a quien no lo pida), pues por lo regular no se te verá con gratitud, además de que los que andan penando dificultades, suficiente tienen con el problema, que muchas veces no han terminado de comprender, como para entender la solución, todo va paso a paso. También hay que recordar que «qui bonum respuit consilium, sibi ipsi nocet» (quien rechaza un buen consejo, se daña a sí mismo) y sobre todo «post factum, nullum conciium» (después de hecho, ningún consejo). Sabias máximas que albergan estas ideas: 1) el consejo es un mal agüero, por eso no debe soltarse a mansalva, sobre todo con los supersticiosos; 2) aconsejar es señalar que alguien va camino del tropiezo, cosa que se recibe con incredulidad; 3) también, que el consejo desoído (o sea el de siempre) hiere y uno debe guardarse de tener injerencia en lo que cada cuál se hace a sí mismo; y por último, 4) por la misma consideración que tenemos hacia nosotros mismos, decir qué es lo que alguien debió o pudo haber hecho antes de su fatalidad, no hace más que herir el amor propio de los otros.
Aconsejar es un mérito muy alto, reservado a los que están libres de pecado, pero como de esos no hay ni uno sólo, los que se equivocan son los que asumen esa noble labor, y es que ¿cómo podría un santo o un virtuoso ayudar mejor a las ovejas descarriadas que ellas mismas entre sí?, aunque su ayuda no ayude, se agradece la solidaridad. Estamos aprendiendo, después de todo; sabrá dios para qué o por qué, pero echando a perder...