jueves, 28 de noviembre de 2024

5. En torno a creación y tradición

Me gusta pensar que mi identidad es como un cielo nocturno, con una serie de estrellas componiendo constelaciones que representan todas esas piezas fundamentales que me diferencian de los demás. Es una metáfora un poco más vanidosa que la de la mente-habitación amueblada que propuso Conan Doyle en su primer Sherlock. ¿Qué ideas conservamos como firmes convicciones, por qué y de dónde las tomamos? Valoro especialmente aquellos pensamientos-constelaciónes que sé de dónde vinieron y es el caso de este ensayo de Antonio Alatorre (filologo mexicano cuya participación en el desarrollo del continente de las letras es inestimable, cuanto y más en lo que refiere al desarrollo de mi propio ser). Leí la obra de Alatorre gracias a Álvaro, así que en ese sentido mi deuda es con ambos y el origen de lo que este ensayo ha llegado a representar y significar para mí comprensión del mundo es fácil de rastrear.
Evitaré hacer una penosa exposición esquemática del contenido del texto a continuación, no vale la pena si se puede leer directamente en lugar que de segunda mano. Lo que sí me gustaría comentar es que mientras leía las palabras de Alatorre viene a encontrar algo así como confirmación y correción de opacos pensamientos que ya guardaba en mí, otro pecado de vanidad de mi parte en menos de dos párrafos. En fin. Junto con Diderot, el atomismo, el homo ludens y la doctrina del silencio, esta reflexión sobre el papel del crítico, la lectura, la creación y la tradición, es una de esas brújulas para sortear el mundo y tener una perspectiva más clara, más ancha y profunda de él. 


* Fragmento de una conferencia ofrecida en la Universidad de Texas (Austin, Texas) en abril de 1958.

La obra literaria perfecta, dice John Middleton Murry, es “aquella que combina el máximo de personalidad con el máximo de impersonalidad.” El gran crítico inglés ha expresado en esta frase una verdad llena de meollo. Máximo de personalidad y máximo de impersonalidad: lo universal y lo individual, lo general y lo particular. Murry alude a la fuerza máxima de conmoción en el espíritu del poeta, garantía y condición de la capacidad máxima de conmoción en el espíritu de sus lectores, pero tambien alude a la relación entre la tradición y la creación, entre la herencia común, dato pasivo, y el hecho único, sin repetición el gesto activo y original del creador literario.
Se trata más o menos de la misma distinción que, en el terreno de la lingüística, hace Ferdinand de Saussure entre langue (el lenguaje como entidad general, como fondo común, a la vez realización colectiva y potencia para múltiples actos) y parole (el lenguaje como selección individual, como manifestación de un querer personal, actualización concreta y viva de lo que era potencia indiscriminada).
Así como toda habla individual depende del idioma, de la lengua en cuanto fondo colectivo, así toda gran obra literaria tiene, en una o en otra forma, lazos con lo general, con lo ya sabido, lo ya vivido; necesita tocar fibras ya existentes, para agitarlas dulcemente o ferozmente, para herirlas o para acariciarlas. Aquí está su universalidad, su impersonalidad, su tradicionalidad. Pero también, toda gran obra literaria es una expresión nueva, nunca antes forjada, un producto nunca antes elaborado, fruto de una visión poderosa y única, de una sensibilidad sin paralelo. Y aquí está su personalidad, su individualidad. Tanto mayor será la validez y la vigencia de un poema —entendiendo por poema toda obra de arte literaria— cuanto mejor sepa excitar y conmover “lo eterno en el hombre”; pero sólo logrará excitar y conmover lo eterno en el hombre si el poema es fruto de la experiencia única, no repetida, no copiada, resultado de una convicción íntima, personal y nueva, producto de una verdadera creación. Es ésta una de las leyes y uno de los secretos constantes de la literatura.
Y constituye también una de las tensiones que el poeta debe resolver en armonía si quiere expresarse y comunicarse con sus lectores. Recordemos el apólogo de la paloma y el aire. La paloma, sintiendo que el aire de la atmósfera presenta una resistencia, pide a los dioses que se la quiten, para poder volar con una libertad sin límites; los dioses escuchan su ruego, le suprimen el aire y la paloma cae en tierra. La inercia del aire es la condición del vuelo. Para el poeta, para el artista, esta inercia es la tradición. Hay que superarla, hay que elaborarla, pero la inercia existe. Debe existir.
¿Qué otra cosa es el lenguaje con que se encuentra cada poeta sino una materia inerte, un peso muerto que debe sobrepujar? Las palabras son objetos ya fabricados, y cada una de ellas significa una cosa, está consagrada a denotar algo fijo y determinado, casi fatalmente ligada a un objeto consabido.
El idioma, pues, no es tanto un aliado cuanto un enemigo del poeta. La victoria que significa cada acto creador es ante todo una victoria contra el lenguaje, ese hecho general, tradicional, ya petrificado, convertido en molde. El poeta tiene que volverlo incandescente, tiene que hacerlo vibrar como si fuera un instrumento nunca antes pulsado. “Originalidad” tiene relación con origen. En cada gran poeta, el lenguaje tiene un nuevo origen, un nacimiento nuevo, un resplandor como de primer día de la creación. Esta lucha por la expresión original —“voluntad de estilo”, combate contra el lenguaje configurado que ofrece resistencia a la expresión fresca y nueva— ha movido a Octavio Paz a escribir su poema “Las palabras”:
Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desnúdalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
En muchos otros escritores toma también forma dramática esta lucha contra las palabras hechas, contra el lugar común, contra la lengua prostituida, contra la tradición que es forzoso vencer y superar. Pensemos en el Flaubert de Bouvard et Pécuchet y del Diccionario de las ideas recibidas. O en el Quevedo del Cuento de cuentos. O en las apasionadas diatribas lanzadas por Unamuno y por Borges contra la pereza lingüística. O en la necesidad, patente en Fernando de Herrera y en Góngora, de ennoblecer radicalmente la lengua española con voces cultas. O en el enriquecimiento paralelo de la lengua inglesa con palabras latinas, por obra de Milton, y con palabras teutónicas, por obra de Hopkins. O bien caso —extremo y terrible— en la violenta ansia de renovación que, para no perder un ápice de su impulso, llevó a James Joyce a crear todo un lenguaje nuevo para su Finnegans Wake.
Sin embargo, no todos los poetas son revolucionarios del lenguaje en esta forma radical e intransigente, y se podría decir que hay grandes creadores literarios —Racine, por ejemplo— que no han remoldeado en forma apreciable el lenguaje. Admito, desde luego, que la distinción puede pecar de arbitraria: en el fondo, no es posible separar el aspecto literario y el aspecto lingüístico de una tradición determinada —como tampoco de la revolución o ímpetu de originalidad que viene a protestar contra esa tradición. La generación de 1898, en España, significó un embate revolucionario contra la tradición española vigente. El empuje rebelde y renovador se enderezaba contra todo el conjunto de convenciones existentes, contra el modo de pensar y de sentir, contra la concepción del mundo, contra los ideales estéticos, morales y políticos que habían prevalecido antes de 1898, expresado todo ello en un lenguaje, una retórica y un vocabulario determinados. Al enfrentarse aquí creación y tradición, el choque no fue, pues, de índole puramente ideológica, estética y literaria, sino también de índole lingüística, pues el lenguaje es siempre la expresión orgánica de un modo de sentir, y es tan imposible separarlo de los demás aspectos como separar de un hombre, sin matarlo, su sangre o sus nervios.
De ahí que el estudio estilístico, la investigación del “máximo de personalidad”, pueda ser —como dice Juan Marichal— una fecunda vía de acceso para el conocimiento de toda una época, para la comprensión del “máximo de impersonalidad.”
El historiador de la literatura —escribe Marichal— debe centrar su atención primordial en la singularidad expresiva del escritor estudiado y debe dejar de lado la determinación de la validez más o menos objetiva de la imagen de la realidad humana presentada por el creador estético. Por el contrario, el historiador de la cultura [...] se interesa fundamentalmente en los textos, sean literarios o no, que puedan considerarse como testimonios fieles de una época, y se previene lógicamente contra todo testigo cuyo ángulo visual sea muy marcado. Mas un estilo literario —por haber preservado para siempre la singularísima y consistente ecuación visual de su autor— representa un elemento que el historiador debería esforzarse siempre por apresar: el de una conciencia ligada a su tiempo y en la cual son audibles los demás hombres coetáneos.
Quisiera asomarme al inmenso campo de la literatura por unas cuantas ventanas, para ver algunos aspectos de la polaridad enunciada: por una parte, la tradición, el conjunto de obras del pasado, tesoro acumulado de experiencias estéticas, con sus normas, sus temas, sus convenciones; por otra parte, la creación, el acto original que produce una obra fresca y nueva.
Pensemos, primero, en la existencia de los llamados “géneros literarios”, hecho eminentemente social y tradicional: la poesía lirica, la épica, la novela, la tragedia, la comedia. Los géneros literarios son sistemas de convenciones que cada escritor recibe y acepta. Esas normas legadas y legalizadas por la tradición son su punto de partida. Aquí, como en todo, la tradición representa la fuerza de inercia cuya existencia es necesaria y superación es la condición misma del acto creador. En Shakespeare, en Lope de Vega, en Corneille, en Schiller, en O'Neill distinguimos una serie de características en que reconocemos lo genérico, algo que nos descubre, en última instancia, su parentesco con la tragedia de Sófocles. Y sin embargo, ¡qué enorme distancia hay de Sófocles a O'Neill! No es sólo la distancia histórica, o geográfica, o cultural: es que la tradición teatral clásica, la tradición emanada de Sófocles, al llegar a O'Neil ha sido ya remoldeada y renovada innumerables veces, de tal manera que Shakespeare y Lope de Vega y todos los dramaturgos que vemos ahora, desde nuestro punto de vista, colocados en la línea intermedia de la tradición, han podido ser libres en su actividad creadora. Cada nuevo gran drama, a lo largo de los siglos, ha podido ser un acto estrictamente original, y la tradición, al llegar a O'Neill, a García Lorca, a Bertolt Brecht y a quienes vengan después de ellos, no significa un peso muerto sobre las alas, un lastre, sino un trampolín para saltos imprevistos.
Los “temas” literarios nos ofrecen otra muestra clarísima de lo que es esa labor lenta y acumulativa de la tradición. Un ejemplo elemental nos pondrá de manifiesto, aquí también, la tensión entre los dos polos. No hay literatura que no pose poemas sobre la muerte, y podemos estar seguros de que siempre los habrá. ¿Y qué dice este lugar común, esta secular tradición literaria? Dice algo perfectamente obvio, algo sabido y sobado, todos tenemos que morir, la vida pasa de prisa. Sin embargo, ¡cómo en cada gran poeta el viejo tema se transfigura y se pone a resonar como si jamás hubiera resonado! Cada uno de ellos descubre, sí, descubre por vez primera una verdad majestuosa y abrumadora, y expresa, literalmente, algo que jamás se había expresado. Es el viejo Homero comparando las generaciones humanas con las hojas de que cada año se cubren y se desnudan los árboles; es el Libro de Job con sus palabras sobre el destino del hombre, nacido de mujer; es el estoico Séneca, con su sereno meditar sobre cómo cada día nos acercamos a nuestro fin, cada día morimos un poco (quotidie morimur); es el grito entrañable de Quevedo: “¡Cómo de entre mi manos te resbalas, / oh, cómo te deslizas, edad mía!”; el clamor angustiado y estremecido de los sermones de John Donne; la intensa visión que tiene Rilke de esa muerte que llevamos como una dulce semilla que debe germinar y florecer... El “tema” se agota, se exprime hasta la última gota en cada uno de ellos, y sin embargo, una y otra vez se repite el milagro.
Pero abramos otras ventanas. Contemplemos otras reacciones de la originalidad frente a la tradición. “Tradición y originalidad” es justamente el subtítulo que Pedro Salinas puso a su hermoso libro sobre Jorge Manrique. En la época de Manrique hay una tradición poética perfectamente configurada, y tan completa en sus elementos que le podemos aplicar, sin titubeos, un término de connotaciones peyorativas: retórica. Los cancioneros del siglo XV contienen centenares de composiciones de distintos autores que parecen escritas por la misma mano: moldes idénticos, conceptos idénticos, idénticos juegos de palabras. No hay apenas intuiciones personales: sólo tópicos (con ligeras variaciones, si acaso), esquemas compartidos en amistosa promiscuidad por todos los contemporáneos. Si se trata de un poema de amor, todos juegan con las mismas ideas: es mejor ser cautivo del amor que libres de él, más vale ser esclavo que señor. Si el amor no es correspondido, el poeta está enfermo y prefiere su mal a la salud; está muerto, pero prefiere esa muerte a la vida. He aquí una muestra, elegida al azar:
Esta tal vida, señora, en tenella
más se pierde que en perdella.
Porque yo, vuestro cativo,
tal dolor sufro queriendo,
que muriendo estoy más vivo
que no tal vida viviendo;
porque hallo que tal vida
en perdella
gano, y piérdome en tenella.
Es un villancico de Soria; pero podría llevar la firma de cualquier otro poeta (y los había por docenas), pues nadie se picaba de originalidad: el ideal era hacer lo que todos, seguir la línea dominante.
En este aspecto, Jorge Manrique no se distingue de sus contemporáneos. Hace exactamente lo mismo. Su obra maestra, esas Coplas a la muerte de su padre “que deberían grabarse con letras de oro”, abundan en tópicos. “Nuestras vidas son los ríos...”, “¿Qué se hizo aquel trovar...?”, los versos más memorables, más sentidos, más suyos, son tan tradicionales como los versos de tantos poetas de entonces, tienen tras ellos la misma larga retahíla de lugares retóricos. ¿Qué ha pasado? Aqui, en este caso, una prodigiosa revivificación operada por el genio personal de Manrique y por la intensidad vital de su experiencia Las Coplas nos conmueven porque el poeta estaba conmovido (mientras que Soria, evidentemente, no lo estaba). La emoción del poeta concentró y catalizó la retórica tradicional. Y en virtud de esa concentración misteriosa, el sentir personal se ha universalizado. “Las melancólicas y entrecortadas cadencias de Jorge Manrique —ha dicho Américo Castro— tocan, en efecto, a ‘nuestras vidas’, a lo que fue, es o podrá ser en ellas y de ellas. Y como cada quien echa de menos algo en su vivir —esperanzas fallidas— y cuenta con su morir —esperanza sin falla—, las Coplas sobre lo inmortal en lo mortal ahí estarán siempre golpeándonos el alma con su compás alternado de abandonos y refranes.”
Lo que sucede con la tradición cancioneril en el siglo XV sucede, en otras épocas, con otros productos literarios convertidos asimismo en tradición. Lope de Vega llevó a cabo una revolución en el teatro español, como Góngora en la poesía lírica. La primera de estas revoluciones fue gradual y pacífica; la segunda, explosiva y casi sangrienta. Pero una y otra no tardaron en convertirse en “instituciones.” Pues no hay hallazgo, por sorprendente que sea, que no tienda a hacerse bien común y aun receta cómoda y barata; no hay metáfora, por novedosa y audaz que sea, que no se lexicalice, que no acabe por pasar al “diccionario de las ideas recibidas.” Los secuaces de Lope y los de Góngora operan así dentro de una comunidad de actitudes, dentro de una tradición. Tirso de Molina y Ruiz de Alarcón por una parte, y Jáuregui y Villamediana por otra parte, dependen de las chispas más o menos brillantes de su genio para levantarse a mayor o menor altura sobre la meseta que la tradición respectiva se ha ido encargando de aplanar y nivelar.
Ahora bien, si en el caso de Jorge Manrique el elemento que pasa aparentemente a la sombra es el personal y creativo, en el de Garcilaso de la Vega, en cambio, es el elemento impersonal y tradicional el que puede estar en peligro de olvidarse. Por eso, así como Pedro Salinas, y antes de él Antonio Machado, se preocupan por señalar la originalidad de las Coplas, así Rafael Lapesa, en su magistral estudio sobre Garcilaso, consagra un capítulo a subrayar lo que el poeta del Renacimiento debe a la tradición anterior, a la poesía cancioneril que lo precedió. De todos modos, es evidente que Garcilaso se nos presenta principalmente como revolucionario y él sabía que lo era. El injertó en la poesía castellana una tradición ajena, una serie de temas, de moldes, de imágenes y metros y tipos de versificación que habían tenido su evolución no en España, sino en Italia. Pero todo ello por una elección libre, espontánea, de tal manera que el trasvasamiento del poetizar renacentista italiano al poetizar español significó antes un proceso de osmosis en el espíritu del propio Garcilaso, una fusión íntima de la materia revolucionaria con toda la suma de su experiencia personal y creadora.
Los contemporáneos de Garcilaso, acostumbrados a la tradición anterior, con los oídos físicos y los oídos del espíritu mal preparados para percibir otros estímulos, no notaban, a menudo, sino lo extraño y ajeno que traía la nueva poesía. Ellos sentían que el verso sólo podía ser tal si tenía ocho sílabas (arte menor), o bien doce (arte mayor), como el que había empleado Juan de Mena: “Al múy prepoténte don Juán el segúndo...”; y algunos fueron tan radicales en su oposición a las novedades, que no le reconocieron a Garcilaso ni siquiera la capacidad de hacer versos. El endecasílabo era una criatura exótica, y a sus oídos sonaba como prosa. Recordemos la resistencia anti-italiana de los castellanistas tozudos, aferrados a la tradición indígena, como Cristóbal de Castillejo y Sebastián de Horozco. Sin embargo, Garcilaso triunfó, como triunfan, tarde o temprano, todos los poetas auténticos.
También Rubén Darío llevó a cabo una revolución. También él se rebeló contra la tradición tan firmemente asentada antes de él en la poesía escrita en lengua española. Y también él suscitó un escándalo. Cuentan que alguien —no sé quién: he oído atribuir la frase a más de uno, entre otros a García Lorca— dijo del verso del “Responso a Verlaine”, “Que púberes canéforas te ofrenden el acanto”, que lo único que entendía era la primera palabrita: que... El hecho es que Rubén Darío inyectó en la poesía de lengua española raudales de savia fresca, sobre todo de origen francés. Un nuevo y rudo choque con la tradición. Sin embargo, también en el caso de Darío ha tenido que señalarse el gran número de puntos en que se toca con esa tradición, los rasgos que lo emparientan con un Bécquer, con un Zorrilla, con un Campoamor, con un Menéndez Pelayo (el Menéndez Pelayo “poeta”) y con los poetas hispanoamericanos que escribían hacia 1880. ¡Pero qué distinto de todo lo anterior suena ese producto raro y exquisito que se llama Rubén Darío! Él, como Garcilaso, por necesidades íntimas, por un afán nacido orgánicamente de su intuición, injertó en su poesía una tradición extraña.
Un caso aparte es el de la tradición clásica. La herencia de Grecia y Roma, la obra de Homero y Eurípides, de Virgilio y Cicerón, es al mismo tiempo una tradición y una posibilidad revolucionaria. Todo depende de la actitud y de la personalidad del poeta que acuda a ese antiguo y siempre nuevo tesoro. Para unos, la literatura clásica es un adormilado Home, sweet home, una melodía trillada e inexpresiva. Para otros, una Marsellesa vibrante y provocadora. Lo primero no nos interesa. Las evocaciones muertas de lo clásico no tienen ninguna significación. Pero las evocaciones recreadoras saben convertir esas obras, viejas de siglos, en materia reluciente y tan válida como la experiencia más íntima y profunda. T.S. Eliot ha reivindicado en este sentido la vitalidad permanente de los clásicos. Alguien dijo: “Los escritores muertos están alejados de nosotros porque nosotros sabemos mucho más que ellos”; y Eliot replica: “Justamente; y ellos son lo que nosotros sabemos.” De ahí que una y otra vez, en la Edad Media, en el Renacimiento, en el barroco, en el prerromanticismo y en el romanticismo, en el siglo XIX y en nuestro propio siglo, el regreso a la tradición clásica haya podido significar el mismo despertar deslumbrante de que habla Keats en su célebre soneto escrito después de leer a Homero en la traducción de Chapman. De múltiples maneras, el redescubrimiento de los clásicos ha sido en todos los tiempos fecundo, y, para todos los poetas verdaderamente grandes, un excitante y un estímulo, un desafío para las facultades creadoras individuales.
¿Y la rebelión explícita contra la tradición, la rebelión como norma y como programa? Yo diría que no es sino un episodio, a la vez transitorio y necesario, del continuo flujo y reflujo de lo tradicional en lo original, o de la excitación de la “voluntad de estilo” por el fondo general y universal de la tradición. Lo importante es que esa rebelión sea fruto de una necesidad íntima de expresión personal. Esta necesidad profunda es lo que suele faltar en los llamados “estridentistas.” El movimiento estriden- tista hacía profesión de antitradicionalismo a toda costa, antitradicionalismo por encima de todo. Era, pues, una actitud exclusivamente destructora, negativa, sin nada que tuviera que ver con la creación auténtica. Con llamar “ombligo de la noche” a la luna, y “orquesta de jazz” a las estrellas, los estridentistas se sentían ya muy orondos. Daban una sonora bofetada a la tradición, y no iban más allá; no ponían nada en los pedestales vacíos.
Pero un Walt Whitman, un Pablo Neruda en Residencia en la tierra, no cultivan la rebeldía por la rebeldía: si son rebeldes, es porque para ellos la tradición ha llegado a un extremo tal, que es preciso apartarla para dejar libre el paso a la creación.. Y sin embargo, el rebelde Whitman, enemigo casi personal de las Musas griegas, recorría Broadway en un coche de caballos, según lo recuerda su amigo Thoreau, con la barba y la cabellera al aire, y recitando a voz en cuello al viejo Homero. Y el rebelde Neruda no puede impedir, en sus versos libres, la intromisión del alejandrino, el verso de Darío y de Lugones, el verso tradicional del modernismo; y uno de sus símbolos poéticos es la paloma, el ave amorosa, la misma paloma —dice Amado Alonso— asociada con Venus por la mitología griega, el mismo símbolo erótico del Cantar de los Cantares.
He aquí una última ventana. Dentro del problema general de la tradición y la originalidad hay un caso especialmente interesante: el de la poesía popular o folklórica. El tema tiene especial importancia en la literatura de lengua española. Muchos de sus historiadores, y a la cabeza de ellos don Ramón Menéndez Pidal, han hecho notar que una de las características más tenaces, una de las “constantes” de las letras hispánicas es su apego a la poesía del pueblo. Una y otra vez, a lo largo de los siglos, esa poesía folklórica ha salido de la oscuridad y del anonimato colectivo para inyectar nueva savia en las creaciones de los grandes poetas.
La poesía folklórica es radicalmente tradicional, apela, la tradición. La originalidad no puede tener en ella la parte que tiene en la poesía culta. La cosa es clara: para que un nuevo cantar pueda llegar a “pertenecer” realmente al pueblo, necesita ajustarse a un molde ya conocido por el pueblo, debe emplear los mismos temas, las mismas formas métricas, el mismo tipo de metáforas y símbolos, las mismas fórmulas estilísticas que caracterizan cierto género de poesía folklórica existente. En el siglo pasado, Ventura Ruiz Aguilera escribió este cantar:
En tu escalera mañana
he de poner un letrero,
con seis palabras que digan:
“Por aquí se sube al cielo.”
Poco después, el cantar no sólo andaba en boca del pueblo, sino que éste lo había sentido tan suyo, que sustituyó algunas palabras:
En la puerta de tu casa
he de poner un letrero
con letras de oro que digan:
“Por aquí se sube al cielo.”
La razón es que el cantar de Ruiz Aguilera era en esencia idéntico a miles de coplas que cantaba la gente; empleaba un metro, un tema, un estilo ya de sobra divulgados. ¿Podemos, en cambio, concebir que un poema verdaderamente original se generalice en esa forma?
En la literatura llamada “culta”, en la literatura “de arte”, como dicen los italianos, no puede existir verdadera creación sin un alto grado de originalidad. En esto radica su principal diferencia con respecto a la popular. Poesía “de arte menor” llama Benedetto Croce a la del pueblo, y, dando una interpretación principal personal de esa definición, diré que es poesía de arte menor porque en ella la originalidad queda reducida a un grado mínimo.
¿Quiere esto decir que la tradición folklórica es siempre la misma? ¿Que los poetas populares del siglo XI componían igual que los del siglo XX? No. La historia nos muestra que dentro de la tradición folklórica van ocurriendo, al pasar de los siglos, cambios fundamentales. Ciertos elementos perduran con una tenacidad pasmosa. La invocación a la madre, por ejemplo, aparece en las cancioncillas mozárabes del siglo XI (“¿Qué faré, mama?/Meu al-habib est ad yana” —es decir, “mi amigo está a la puerta”); reaparece en las cantigas d'amigo gallego-portuguesas (“Madre, namorada me leixou”); constituye una de las características de los villancicos castellanos recogidos e imitados en el Renacimiento (“Las mis penas, madre, / d'amores son”); y sigue marcando con su sello los cantares de los pueblos hispánicos de hoy (“Un marinerito, madre, / me tiene robada el alma”)... Y como este elemento hay muchos otros. No nos extrañará, pues, ver que si en el siglo XIII una muchacha enamorada interroga a las olas:
Ondas do mar de Vigo,
se vistes meu amigo?,
en el siglo XX ocurra exactamente lo mismo:
Todas las mañanas voy
a la orillita del mar,
y les pregunto a las olas
si han visto a mi amor pasar.
Pero al lado de esta asombrosa permanencia, el cambio. Frente al apasionado énfasis de la interrogación directa: “Ondas do mar de Vigo...”, el ritmo lento, el tono racional, objetivo y, a la verdad, un tanto prosaico del estilo indirecto en la copla actual: “y les pregunto a las olas...”
Un poeta o un grupo de poetas a la vez imbuidos del espíritu de la poesía folklórica y dotados de genio creador pueden lanzar, por así decir, un nuevo tipo de poesía, que combine las viejas formas y los viejos temas con otros nuevos, capaces de impresionar la imaginación del pueblo. Las “letrillas para cantar” compuestas por los grandes ingenios del Siglo de Oro y por sus imitadores a base de la lírica folklórica de su tiempo dejaron honda huella en la lírica folklórica posterior. Una frase que gustaba mucho a Lope de Vega, y que no encontramos antes de él, “retumba el agua”, sobrevive en la famosa canción asturiana “Tres hojitas madre, tiene el arbolé.” Y sabemos que el pueblo español canta ya ahora, como anónimas, ciertas composiciones hechas por García Lorca sobre modelos populares.
García Lorca, Lope de Vega: genios de la poesía que no pueden tocar nada sin hacerlo reverdecer y florecer. Cuando vuelven los ojos hacia la poesía del pueblo, saben encontrar en su tradición lo más hermoso y saben renovarlo, dentro del mismo espíritu, con primores insospechados. Así, el estudio de la tradición poética folklórica no sólo es importante en sí mismo —por cuanto nos revela un aspecto esencial de la dicotomia tradición-renovación—, sino que ilumina a su vez el proceso creador de los grandes poetas que, inspirándose en esa tradición folklórica y superándola de manera personalísima, la elevaron a las cumbres del arte.
Se ha podido decir que García Lorca encuentra en el folklore literario de su país el módulo y la razón de su estilo propio. Y Daniel Devoto ha consagrado un minucioso estudio a su aprovechamiento de esa fuente. En muchísimas imágenes, en versos, en poemas enteros, García Lorca parte de canciones tradicionales; pero éstas le sirven de materia prima para dar expresión a su propia visión de las cosas. La cita puede ser textual, y entonces el contexto es el que le confiere un nuevo sentido. Otras veces el cantar se alude o insinúa de manera directa o velada, o bien se confunde y esfuma con los elementos surgidos directamente de la fantasía del poeta. Y también crea García Lorca nuevos cantares “populares”, de una hermosura extraña y misteriosa:
Herido de amor huido,
herido,
muerto de amor...
Aun los poemas más directamente inspirados en motivos populares llevan grabada la marca lorquiana. Al elaborar el conocido tema “cuando me muera, entiérrenme en...”, proyecta su pasión, su ironía, su angustia profunda, su mundo interior poblado de árboles floridos y hierbas olorosas:
  Cuando yo me muera
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
  Cuando yo me muera
entre los naranjos
y la hierbabuena.
  Cuando yo me muera,
enterradme si queréis
en una veleta,
  Cuando yo me muera...
El paralelismo (elemento tradicional) cumple aquí una función muy especial: función análoga a la que desempeña aquel famoso “eran las cinco en punto de la tarde.”
La obra de García Lorca es un campo fecundo para la exploración de este fenómeno que he venido examinando: la elaboración original que el poeta hace de una tradición dada, en este caso la tradición folklórica. Mirándolo bien, es algo muy parecido a lo que ocurre en Garcilaso. García Lorca hace uso de la poesía popular porque quiere, quizá porque la necesita, pero en todo caso por elección libérrima y espontánea. La elección de una tradición dada, aunque suene a paradoja, constituye ya una forma de originalidad.
En cada momento de la historia literaria y en cada autor hay, de hecho, un gran número de elementos tradicionales casi forzosos: es el “máximo de impersonalidad” de que habla John Middleton Murry; pero al lado de esos elementos que la tradición impone al escritor y que él debe superar con su genio, están los temas, las formas, los procedimientos tradicionales libre y gozosamente adoptados por el poeta, elementos tan suyos y tan originales como el fondo imprevisible e insondable de su propia experiencia, el “máximo de personalidad” que nosotros, con amor y veneración, llamamos genio. Y en los grandes poetas, su personalidad misma es el secreto de su impersonalidad. Como ha dicho Amado Alonso a propósito de Neruda: “Los individuos más originales, si se les mira bien, resultan los más representativos de la vida circundante; no en lo contingente, sino en lo esencial. No hay estilo individual que no incluya en su constitución misma el hablar común de sus prójimos en el idioma, el curso de las ideas reinantes, la condición histórico- cultural de su pueblo y de su tiempo.”

martes, 22 de octubre de 2024

2. Torrente Sucinto (selección de textos)

ANTITORRI

Las mujeres
Asnas
Son la
Salvación
De los
Hombres
Inteligentes

Efraín Huerta 

Depende de a quién le preguntes es la respuesta que vas a obtener. Es lo fascinante de los testimonios, todos guardan una porción de la verdad y ninguno la representa.
Si le preguntas a Gerardo Deniz por Julio Torri, su testimonio reflejará a un viejito lujurioso y olvidado; en cambio, si te asomas al testimonio de Guadalupe Dueñas —no me parece coincidencia que las iniciales de los dos sean GD— vas a encontrarte con algo así como un anacrónico alquimista enamorado. Ambos coinciden en su tendencia por lo inveterado y el amor a la mujer, pero cada uno le da su propio matiz y la suma de ambos ofrece una imagen deformada e irreconciliable.
Si le preguntas a ella, Torri se acompaña de vírgenes legendarias y animales mitológicos; si le preguntas a él, Torri anda en bicicleta, come bocadillos baratos y persigue criadas que salen por el pan. Ella afirma que su charla se adorna con sátiras inteligentes y sutiles mientras que él afirma que en la intimidad Torri hablaba de chismes y cosas chuscas. 
No hay contradicción, en la obra de Torri se notan lo sublime y lo coloquial, en sus prosas breves y exactas palpitan el deseo idealista y el material. Torri es capaz de lo solemne y lo vulgar.
Tenía mucho tiempo queriendo hacer una pequeña selección de sus textos para (de)mostrar su pluma extravagante y contenida. Indagar en el misterio de su trabajo literario que fue tan escaso: en vida sólo publicó cuatro libros de los cuales uno fue una monografía de la literatura española que bien podemos descartar de su producción literaria. “Ensayos y poemas” (1917), “De fusilamientos” (1940) y “Tres libros” (1964) fueron por casi medio siglo todo su trabajo disponible —aunque en los 80, luego de su muerte aparecieron algunos inéditos—. Llaman la atención dos cosas, ningún libro supera las 50 páginas de extensión* y entre todos median más de 20 años de separación.
Mi testimonio, mi opinión de esto es que Julio se inmoló en ese puñado de trabajos; sin prisa, escribió lo que quiso. Lo cultivó hasta el máximo y luego de su modesta cosecha, guardó silencio, esperando a que le llegara su último segundo de vida.
Hoy día la obra completa de Torri supera las 700 páginas, un esmerado editor se encargó de sacar a la luz hasta la última palabra inédita de Julio, de compilar todo lo disperso por el viento del tiempo. Pero si me preguntan a mí, con el volúmen de “Tres libros” se puede abordar a Julio en plenitud.

* “Tres libros” compila los dos anteriores, una serie de páginas inéditas que no superan las 25 páginas y varios artículos dispersos.

A propósito de Torri,
algunos pasajes de “Aquellas charlas: Ensayo” de Efraín Huerta
COSA TÓRRIDA

Quienes
Lo conocieron
Están de acuerdo
En que
Su libro
Debió llamarse
No De fusilamientos
Sino
De refocilamientos

Efraín Huerta

«En nuestro país, dos escritores se singularizan por la brevedad de su obra: Julio Torri y José Gorostiza. Del primero, se conocen, por referencias privadas, sus debilidades por adorables y juveniles Circes (como siempre está decidido a perderse, Ulises en la Calzada Villalongín, casi nunca las sirenas cantan para él), y si bien declara que “Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores”, es asimismo quien confiesa, ávido y cortés: “Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas.” [...] “Julio Torri, que en 1917 hizo la primera edición de sus Ensayos y poemas, me parece el gran recreador de un estilo de ensayo muy francés y, posiblemente, muy inglés, y el creador absoluto del ensayo mexicano de nuestros días.” [...] “Es supremamente moral en su prosa, y jamás abrió una flor a la fuerza.”

Julio Torri 
por
Guadalupe Dueñas

Me ha invitado a recorrer su bosque. Su charla minuciosa descubre secretos de mujeres célebres y la sátira hace pensar en desnudeces de ninfas. Por mi imaginación pasan, con las vírgenes de Georges de La Tour, las doncellas de los libros medievales y también las damas que han inventado la tradición y el regocijo de los artistas: Berenice, Ninón, Sanseverina, Lucrecia, Kryssis, Aziyadé, las hijas de Papá Goriot, la amante de Sorel, la angustiada Emma Bovary.
Para él sí cantaron las sirenas… No, tal vez no cantaron; lo cierto, lo verdadero, es que él cantó para las sirenas. Lo veo como al dios Pan, coronado del amor de las mujeres. Camino a su lado por una avenida de juncos y papiros antiguos. El maestro dice:
—He conocido un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestían siempre de terciopelo negro. Tenían las pestañas largas y pesadas y sus ojillos de bestezuelas cándidas me miraban con simpatía casi humana.
Lo imagino acompañado de la esquiva señorita Julia o de la tumultuosa Nana. Nos internamos por un recodo. Hay una piedra derrumbada.
—El unicornio —dice— poseía un hermoso cuerno de marfil en la frente y se humillaba ante las doncellas… y coloca en su sitio la figura que a mí me ha parecido el comienzo de una estrella.
Él piensa que las mujeres son una especie bellísima a quienes no hay que exigir nada. Frágiles o fieles, ellas merecen su devoción. En sus ojos no hay desdén cuando las nombra. Pero yo no deseo que su optimismo destruya mi melancolía. Cultivo el sufrimiento con afán. Agonizo entre mis larvas cómodamente, sin admitir ideas que mitiguen mi infortunio. Cada mañana levanto la costra de mis llagas y me cercioro de su fertilidad; así que le hablo con rencor sobre mis celos.
—Los celos —explica— son turbación de nuestra alma que cobra agudísima conciencia de su soledad irremediable… Amargo y cruel resabio de lo quebradizo que es todo concierto y buena inteligencia.
Sus palabras no aumentan mi desdicha y ansiosa de mi daño interrogo:
—¿Cómo ha resuelto el problema de la soledad?
—¡No lo he resuelto! —contesta con risa joven—. ¿Conoces, acaso, a alguien que lo haya solucionado?
Me mira divertido.
—No, ni siquiera los santos. Padecieron infinita soledad, abandono de Dios que por razón inescrutable guardaba silencio.
Este tema produce malestar, pero él no deja que me hunda. Me arrastra en sus recuerdos, quizá me confunde con la Fornarina porque me pregunta por la salud de Alejandro VI. Torcemos hacia una vereda de cartulina; los árboles tienen cantos dorados y las hojas jeroglíficos. Masculla un poema de Verlaine:
Beauté des femmes, leur faiblesse et ces mains pâles
Qui font souvent le bien et peuvent tout le mal,
Et ces yeux, où plus rien ne reste d’animal…
Nota mi desolación y exclama:
—¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos en un manto que acabó ha mucho!
Ahora sí mi amargura llega al máximo. Trepamos una cuesta sombreada de pergaminos; las ramas tiemblan como páginas de un breviario. Redobla la elocuencia y murmura junto a mi oído: “¡No te entristezcas! Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las tentaciones.”

El maestro
…Royal Lear,
Whom I have ever honour’d as my king,
Lov’d as my father, as my master follow’d
As my great patron thougt on in my prayers…*
SHAKESPEARE

CON el crear, es el enseñar la actividad intelectual superior. Se trata, seguramente, de una forma más humilde que la otra, puesto que no realiza y prepara sólo a realizaciones ajenas. Pero implica, sin duda, la afirmación más enfática de la comunidad espiritual de la especie. La facultad creadora florece rara y maravillosamente. Cuando el artista flaquea, entrega sus armas a sus hermanos, en la más heroica de las acciones humanas. Crear y enseñar son actividades en cierto sentido antitéticas. La parábola de Wilde, del varón que perdió el conocimiento de Dios y obtuvo en cambio el amor de Dios, tiene una exacta aplicación en arte. Todos apetecemos oír el mensaje que trae nuestro amigo; pero éste olvidará las palabras sagradas, si se sienta a nuestra mesa, comparte nuestros juegos y se contamina de nuestra baja humanidad, en vez de recluirse en una alta torre de individualismo y extravagancia. En cambio de las voces misteriosas cuyo eco no recogió, ofrecerá a la especie un rudo sacrificio: la mariposa divina perderá sus alas, y el artista se tomará maestro de jóvenes.
* El rey Lear, a quien siempre he honrado como a mi rey, amado como a mi padre, seguido como a mi amo, y en quien he pensado en mis oraciones como mi gran patrón.

Del epígrafe

EL epígrafe se refiere pocas veces de manera clara y directa al texto que exorna; se justifica, pues, por la necesidad de expresar relaciones sutiles de las cosas. Es una liberación espiritual dentro de la fealdad y pobreza de las formas literarias oficiales, y deriva siempre de un impulso casi musical del alma. Tiene aire de familia con las alusiones más remotas, y su naturaleza es más tenue que la luz de las estrellas. A veces no es signo de relaciones, ni siquiera lejanas y quebradizas, sino mera obra del capricho, relampagueo dionisíaco, misteriosa comunicación inmediata con la realidad. El epígrafe es como una lejana nota consonante de nuestra emoción. Algo vibra, como la cuerda de un clavicordio a nuestra voz, en el tiempo pasado.

La conquista de la luna

…Luna,
Tú nos das el ejemplo
De la actitud mejor…

DESPUÉS de establecer un servicio de viajes de ida y vuelta a la Luna, de aprovechar las excelencias de su clima para la curación de los sanguíneos, y de publicar bajo el patronato de la Smithsonian Institution la poesía popular de los lunáticos (Les Complaintes de Laforgue, tal vez) los habitantes de la Tierra emprendieron la conquista del satélite, polo de las más nobles y vagas displicencias.
La guerra fue breve. Los lunáticos, seres los más suaves, no opusieron resistencia. Sin discusiones en cafés, sin ediciones extraordinarias de El matiz imperceptible, se dejaron gobernar de los terrestres. Los cuales, a fuer de vencedores, padecieron la ilusión óptica de rigor —clásica en los tratados de Físico-Historia— y se pusieron a imitar las modas y usanzas de los vencidos. Por Francia comenzó tal imitación, como adivinaréis.
Todo el mundo se dio a las elegancias opacas y silenciosas. Los tísicos eran muy solicitados en sociedad, y los moribundos decían frases excelentes. Hasta las señoras conversaban intrincadamente, y los reglamentos de policía y buen gobierno estaban escritos en estilo tan elaborado y sutil que eran incomprensibles de todo punto aun para los delincuentes más ilustrados.
Los literatos vivían en la séptima esfera de la insinuación vaga, de la imagen torturada. Anunciaron los críticos el retorno a Mallarmé, pero pronto salieron de su error. Pronto se dejó también de escribir porque la literatura no había sido sino una imperfección terrestre anterior a la conquista de la Luna.

En elogio del espíritu de contradicción
A Pedro Henríquez Ureña

CONFIESO que el espíritu de contradicción no me irrita al punto y medida que al común de los hombres.
Si una persona nos contradice siempre es porque existe en ella una oculta aversión hacia nosotros, una de esas simpatías imperfectas que tan clara y sutilmente señaló el ensayista Lamb.¹
Quien no experimente la tiranía de un insensato deseo de tener en todo razón, que reconozca conmigo los derechos y fueros del contradictor sistemático. Estriban en la ventaja y superioridad que tiene lo que se edifica sobre lo puramente instintivo a lo que se pone sobre el fundamento de lo racional. Porque antes de admitir las argumentaciones ajenas debemos admitir nuestras propias afecciones, las secretas inclinaciones de nuestro ánimo, que están más cerca de nosotros que todo lo que construya nuestra razón, ya que ellas son nuestra propia esencia. Creo, finalmente, que la antipatía instintiva que supone el espíritu de contradicción debe ser tan respetable a nuestros ojos como los mejores argumentos y las razones de más subidos quilates, por lo menos.
El que a todo se opone es un hombre orgulloso que no quiere abajarse a reconocer que la verdad de los demás es también su verdad. Y todo acto de individualismo, por feroz que parezca o sea, nos debe ser acepto en los tiempos pos-nietzscheanos en que tenemos la ventura de vivir.
El menosprecio con que suele mirarse a los que contradicen siempre y al espíritu de contradicción mismo —como si éste pudiera existir en abstracto y no con consideración a determinadas personas— proviene de que se les mira desde el punto de vista de la sociabilidad, punto de vista mezquino y despreciable.
—Con una persona que todo lo limita con peros y sin embargos, y que ninguna verdad, por palmaria que sea, admite, como no salga de sus propios labios, no se puede conversar largo rato.
En estos o parecidos términos oímos expresarse a menudo a nuestros amigos.
De cierto, si la sociabilidad descendiera del Olimpo donde moran las ideas puras, y viniera a pedirnos cuentas, en mayor apuro se vería el contradicho que el contradicente. El trato se vuelve difícil y escabroso, no por culpa de este último —que lo quiere establecer sobre la más pura sinceridad— sino a causa del primero que procura asentarlo en el movedizo terreno de la complacencia y de las concesiones mutuas y no sobre la base de verdad en que debe ponerse todo trato entre hombres.
Además, si no soportamos vemos contradichos y nuestro humor se enturbia con una oposición constante a lo que decimos, es porque estamos lejos de ser los perfectos espectadores de la vida que nos hemos complacido en imaginar. Una simple obstinación de los demás, la más leve terquedad ajena, nos sacan de quicio, y nuestra calma y la serenidad cuasi-goetheana que presumimos tener desaparecen como por arte de encantamiento. A causa de nuestra vivacidad de humor se nos escapa de entre las manos la ocasión de gustar espectáculos interesantes. Nos aferramos en defender una proposición a cambio del trato de gentes que contradicen siempre, es decir, perdemos monedas de oro para ganarlas de metales viles.
La contradicción continua es efecto de la antipatía instintiva. Ahora bien, el mundo, nuestro mundo, se compone de gentes que nos tienen una suave inclinación, por virtud de la cual están bien dispuestas para nosotros. Y esa tibia simpatía en que vivimos falsea el concepto que nos vamos formando de la vida a medida que la vamos viviendo. Existe una suerte de contrato social tácito en fuerza del cual nos toleramos, nos engañamos y nos aburrimos mutuamente. Por desgracia, en nuestra época es más difícil inspirar una aversión confortativa que ganar media docena de amigos. Sin que haya de nuestra parte la más leve intención, contraemos los más estrechos vínculos con quienes caminan cerca de nosotros. Llegamos al matrimonio sin haber sido apenas consultados. Y muchos nos conceden a la ligera y gratuitamente el título de sus mejores amigos, título que por cierto nos impone los más insuaves deberes. Por ejemplo, si se muere gloriosamente en la horca, toca al «mejor amigo» recoger las últimas frases y pagar las cuentas póstumas. Y es también el «mejor amigo» quien pronuncia la oración fúnebre, y como sabéis, nada influye tan directamente en la reputación definitiva como unas exequias lucidas.
¿Cómo, pues, no hemos de regocijarnos cuando damos en nuestra senda con un hombre honrado que contradice a todo propósito?
La paradoja, a cuyo ruido de cascabeles empiezan a acostumbrarse nuestros oídos, es la traza más segura para descubrir contradictores. Lanzad cualquiera de las paradojas más usadas y veréis una legión de hombres indignados que os enseñan los dientes y amenazan con los puños. Proseguid en el tono más inocente elogiando las peores cosas y rebajando las más respetables. Al fin habréis conseguido suscitar una antipatía verdadera.
Apartaos entonces con vuestro hombre, porque la gente, en su amabilidad oficiosa, podría disponerlo en favor vuestro. Después conversad con él de lo que os plazca: contad de antemano con su oposición firme y bien intencionada. Comenzaréis desde luego a pensar de nuevo todos vuestros problemas, a reconstruir vuestra verdad, y a rectificaros vosotros mismos. La excitación exterior a la duda cartesiana, a prescindir en cualquier momento de todo cuanto se sabe y se ha adquirido, es, en efecto, el inestimable beneficio que nos procura el espíritu de contradicción.
Para mal nuestro, es difícil sostenerlo por largo tiempo en nuestro interlocutor. Aun en punto de intereses pecuniarios se acaba tarde o temprano por ponerse de acuerdo. Nuestro planeta fue hecho para quienes asienten, conceden y toleran. Los que contradicen no son de este mundo.
Y cuando las gentes están conformes absolutamente en todas las cuestiones discutibles y opinables con el resto del mundo civilizado y por civilizar, emplean sus esfuerzos en avenir a Moisés con Hammurabi, a los modernos con los griegos, a Nezahualcóyotl con Horacio. Este devaneo de querer concordarlo todo a través del tiempo y del espacio prevalece en la crítica literaria del día, en cuyo reino todo es influencia.

¹ Imperfect Sympathies, by Charles Lamb: “I confess that I do feel the differences of mankind, national or individual, to an unhealthy excess. I can look with no indifferent eye upon things or persons. Whatever is, is to me a matter of taste or distaste; or when once it becomes indifferent, it begins to be disrelishing. I am, in plainer words, a bundle of prejudices—made up of likings and dislikings—the veriest thrall to sympathies, apathies, antipathies.”

El ensayo corto

EL ENSAYO corto ahuyenta de nosotros la tentación de agotar el tema, de decirlo desatentadamente todo de una vez. Nada más lejos de las formas puras de arte que el anhelo inmoderado de perfección lógica. El afán sistematizador ha perdido todo crédito en nuestros días, y fuera tan ocioso embestirle aquí ahora, como decir mal de la hoguera en una asamblea de brujas.
No es el ensayo corto, sin duda alguna, la más adecuada expresión literaria ni aun para los pensamientos sin importancia y las ideas de más poca monta. Su leve contenido de apreciaciones fugaces —en que no debemos detener largo tiempo la atención so pena de dañar su delicada fragancia— tiene más apropiada cabida en el cuerpo de una novela o tratado; de la misma manera que un rico sillón español del siglo XVI estaría mejor, sin disputa, en una sala amueblada al desolado gusto de la época, que en el saloncito bric-à-brac en que departimos de la última comedia de Shaw, mientras fumamos cigarrillos y bebemos whisky y soda. A pesar de todo, el bric-à-brac hace vacilar aún a las cabezas más firmes.
Es el ensayo corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin desarrollo. Mientras menos acentuada sea la pauta que se impone a la corriente loca de nuestros pensamientos, más rica y de más vivos colores será la visión que urdan nuestras facultades imaginativas.
El horror por las explicaciones y amplificaciones me parece la más preciosa de las virtudes literarias. Prefiero el enfatismo de las quintas esencias al aserrín insustancial con que se empaquetan usualmente los delicados vasos y las ánforas.
El desarrollo supone la intención de llegar a las multitudes. Es como un puente entre las imprecisas meditaciones de un solitario y la torpeza intelectiva de un filisteo. Abomino de los puentes y me parece, con Kenneth Grahame, que «fueron hechos para gentes apocadas, con propósitos y vocaciones que imponen el renunciamiento a muchos de los mayores placeres de la vida». Prefiero los saltos audaces y las cabriolas que enloquecen de contento, en los circos, al ingenuo público del domingo. Os confieso que el circo es mi diversión favorita.

De la noble esterilidad de los ingenios

et néanmoins il n’a jamais réussi a rien,
parce qu’il croyait trop a l’impossible.
BAUDELAIRE

PARA el vulgo sólo se es autor de los libros que aparecen en la edición definitiva. Pero hay otras obras, más numerosas siempre que las que vende el librero, las que se proyectaron y no se ejecutaron; las que nacieron en una noche de insomnio y murieron al día siguiente con el primer albor.
El crítico de los ingenios estériles —ilustre profesión, a fe mía— debe evocar estas mariposas negras del espíritu y representamos su efímera existencia. Tienen para nosotros el prestigio de lo fugaz, el refinado atractivo de lo que no se realiza, de lo que vive sólo en el encantado ambiente de nuestro huerto interior.
Los escritores que no escriben —Rémy de Gourmont ensalzó esta noble casta—¹ se llevan a la penumbra de la muerte las mejores obras, las que están impregnadas de tan agudo sentido de la belleza que no las hubiera estimado tal vez la opinión, ni entendido acaso los devotos mismos.
Se escribe por diversos motivos; con frecuencia, por escapar a las formas tristes de una vida vulgar y monótona. El mundo ideal que entonces creamos para regalo de la inteligencia, carece de leyes naturales, y las montañas se deslizan por el agua de los ríos, o éstos prenden su corriente de las altas copas de los árboles. Las estrellas se pasean por el cielo en la más loca confusión y de verlas tan atolondradas y alegres los hombres han dejado de colgar de ellas sus destinos.
Evadirnos de la fealdad cotidiana por la puerta de lo absurdo: he aquí el mejor empleo de nuestra facultad creadora. Los que no podemos inventar asuntos, nos encaramamos en los zancos de la ideología estéril y forjando teorías sobre la forma de las nubes o enumerando las falacias populares que contiene la cabeza de un periodista, empleamos la vida que no consumió la acción.
¡Si fuéramos por ventura de la primera generación literaria de hombres, cuando florecían en toda su irresistible virginidad aun los lugares comunes más triviales!
La fanfarlo. «jamás había logrado nada, ya que creía demasiado en lo imposible».
¹ cf. Du style ou de L'écriture. La culture des idées, Rémy de Gourmont.

Xenias

Las buenas frases son la verdad en números redondos.

EL POETA sin genio ve correr las aguas del río. En vano se fatiga por una nueva imagen poética sobre el correr del agua. La frase no viene nunca y las ondas siguen implacables su curso.
El agua que pasa tiene una gran semejanza con su vida; no la relación secreta que inútilmente se esfuerza en discernir, sino ésta, que su vida pasa también adelante sin dejarle versos en las manos. 

Una vez hubo un hombre que escribía acerca de todas las cosas; nada en el universo escapó a su terrible pluma, ni los rumbos de la rosa náutica y la vocación de los jóvenes, ni las edades del hombre y las estaciones del año, ni las manchas del sol y el valor de la irreverencia en la crítica literaria.
Su vida giró alrededor de este pensamiento: «Cuando muera se dirá que fui un genio, que pude escribir sobre todas las cosas. Se me citará —como a Goethe mismo— a propósito de todos los asuntos».
Sin embargo, en sus funerales —que no fueron por cierto un brillante éxito social— nadie le comparó con Goethe. Hay además en su epitafio dos faltas de ortografía.

De fusilamientos

EL FUSILAMIENTO es una institución que adolece de algunos inconvenientes en la actualidad. 
Desde luego, se practica a las primeras horas de la mañana. «Hasta para morir precisa madrugar», me decía lúgubremente en el patíbulo un condiscípulo mío que llegó a destacarse como uno de los asesinos más notables de nuestro tiempo.
El rocío de las yerbas moja lamentablemente nuestros zapatos, y el frescor del ambiente nos arromadiza. Los encantos de nuestra diáfana campiña desaparecen con las neblinas matinales.
La mala educación de los jefes de escolta arrebata a los fusilamientos muchos de sus mejores partidarios. Se han ido definitivamente de entre nosotros las buenas maneras que antaño volvían dulce y noble el vivir, poniendo en el comercio diario gracia y decoro. Rudas experiencias se delatan en la cortesía peculiar de los soldados. Aun los hombres de temple más firme se sienten empequeñecidos, humillados, por el trato de quienes difícilmente se contienen un instante en la áspera ocupación de mandar y castigar.
Los soldados rasos presentan a veces deplorable aspecto: los vestidos, viejos; crecidas las barbas; los zapatones cubiertos de polvo; y el mayor desaseo en las personas. Aunque sean breves instantes los que estáis ante ellos, no podéis sino sufrir atrozmente con su vista. Se explica que muchos reos sentenciados a la última pena soliciten que les venden los ojos.
Por otra parte, cuando se pide como postrera gracia un tabaco, lo suministrarán de pésima calidad piadosas damas que poseen un celo admirable y una ignorancia candorosa en materia de malos hábitos. Acontece otro tanto con el vasito de aguardiente, que previene el ceremonial. La palidez de muchos en el postrer trance no procede de otra cosa sino de la baja calidad del licor que les desgarra las entrañas.
El público a esta clase de diversiones es siempre numeroso; lo constituyen gentes de humilde extracción, de tosca sensibilidad y de pésimo gusto en artes. Nada tan odioso como hallarse delante de tales mirones. En balde asumiréis una actitud sobria, un ademán noble y sin artificio. Nadie los estimará. Insensiblemente os veréis compelidos a las burdas frases de los embaucadores.
Y luego, la carencia de especialistas de fusilamientos en la prensa periódica. Quien escribe de teatros y deportes tratará acerca de fusilamientos e incendios. ¡Perniciosa confusión de conceptos! Un fusilamiento y un incendio no son ni un deporte ni un espectáculo teatral. De aquí proviene ese estilo ampuloso que aflige al connaisseur, esas expresiones de tan penosa lectura como «visiblemente conmovido», «su rostro denotaba la contrición», «el terrible castigo», etcétera.
Si el Estado quiere evitar eficazmente las evasiones de los condenados a la última pena, que no redoble las guardias, ni eleve los muros de las prisiones. Que purifique solamente de pormenores enfadosos y de aparato ridículo un acto que a los ojos de algunos conserva todavía cierta importancia.

La humildad premiada

EN UNA Universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo, que como carecía por completo de ideas propias era muy estimado en sociedad y tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.
Lo que leía en los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípulos la mañana siguiente. Tan inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la desesperación de los más consumados constructores de máquinas parlantes.
Y así transcurrieron largos años hasta que un día, en fuerza de repetir ideas ajenas, nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia luciente y bella como un pececito rojo tras el irisado cristal de una pecera.

El descubridor

A SEMEJANZA del minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará la dura faena pronto, pues la veta no es profunda. Otras veces dará con rico yacimiento del mejor metal, del oro más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos en un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué fuerza la del pensador que no llega ávidamente hasta colegir la última conclusión posible de su verdad, esterilizándola; sino que se complace en mostrarnos que es ante todo un descubridor de filones y no mísero barretero al servicio de codiciosos accionistas!

Los unicornios

CREER que todas las especies animales sobrevivieron al diluvio es una tesis que ningún naturalista serio, sostiene ya. Muchas perecieron; la de los unicornios entre otras. Poseían un hermoso cuerno de marfil en la frente y se humillaban ante las doncellas.
Ahora bien, en el arca, triste es decirlo, no había una sola doncella. Las mujeres de Noé y de sus tres hijos estaban lejos de serlo. Así que el arca no debió de seducir grandemente al unicornio. Además Noé era un genio, y como tal, limitado y lleno de prejuicios. En lo mínimo se desveló por hacer llevadera la estancia de una especie elegante. Hay que imaginárnoslo como fue realmente: como un hombre de negocios de nuestros días: enérgico, grosero, con excelentes cualidades de carácter en detrimento de la sensibilidad y la inteligencia. ¿Qué significaban para él los unicornios?, ¿qué valen a los ojos del gerente de una factoría yanqui los amores de un poeta vagabundo? No poseía siquiera el patriarca esa curiosidad científica pura que sustituye a veces al sentido de la belleza.
Y el arca era bastante pequeña y encerraba un número crecidísimo de animales limpios e inmundos. El mal olor fue intolerable. Con su silencio a este respecto el Génesis revela una delicadeza que no se prodiga por cierto en otros pasajes del Pentateuco.
Los unicornios, antes que consentir en una turbia promiscuidad indispensable a la perpetuación de su especie, optaron por morir. Al igual que las sirenas, los grifos, y una variedad de dragones de cuya existencia nos conserva irrecusable testimonio la cerámica china, se negaron a entrar en el arca. Con gallardía prefirieron extinguirse. Sin aspavientos perecieron noblemente. Consagrémosles un minuto de silencio, ya que los modernos de nada respetable disponemos fuera de nuestro silencio.

Almanaque de las horas
(Aforismos)

CUANDO alguien fracasa, nadie se ríe ni se alegra sino el que fracasó antes. 

INTRAVERTIDOS Y EXTRAVERTIDOS . A los ojos de Dios ¿quién contará más, el que toda su vida libra una batalla interior y padece a menudo derrotas vergonzosas y retiradas sin cuento, en una palabra, el que lleva un conflicto interno —no por silencioso menos cruento—; que el ser todo acción exterior cuya guerra es a la luz del sol y no a la indecisa de la meditación; contra otros hombres y no contra un enemigo de la misma carne; y cuya espada no hace correr calladamente y gota a gota la sangre más roja del propio corazón?

LA VIDA presente está compuesta como de muchas notas. Nos corresponde sin embargo escoger de ellas la que sea dominante en este acorde, que tiene a veces disonancias tan extrañas y desapacibles.

NADA importa pagar caro o barato las cosas del mundo. Los que dan poco por ellas revélanse hábiles y a veces picaros. Los que las compran caro acredítanse de torpes; y si con desdén y altivez, de señores. No tiene importancia el precio en números, puesto que si varían en el juego falaz del deseo sujeto y objeto, la posesión trae siempre el mismo gozo y el mismo desengaño.

UN DÍA se hastiaron las sirenas de los crepúsculos marinos y de la agonía de los erráticos nautas. Y se convirtieron en mujeres las terribles enemigas de los hombres.

Fantasías

EL MÉDICO arrugó el entrecejo y sentenció gravemente:
—Este riñón derecho no me gusta y tendremos que arrancarlo desde luego. Lo mismo que esas amígdalas que nos pueden dar mañana más de un dolor de cabeza. Los dientes… por supuesto, hay que sacarlos, sin que quede uno. Después seguiremos con el apéndice y con un palmo de intestino, que se nos puede ulcerar cualquier día. Habrá que extraer también la vesícula biliar, que no anda muy bien…
Y salí del consultorio al buen sol de la calle que infundía alegría de vivir en la gentes del barrio. Y he seguido viviendo hasta el día de hoy con mis órganos deteriorados y con mi viejo y casi inservible juego de glándulas.

Lucubraciones de medianoche
(Pensamientos)

¡CUÁNTOS millares de parejas tenemos en nuestra ascendencia que viene desde la aparición del hombre en el planeta! ¡Cuántas casualidades han ocurrido para que cada uno de nosotros exista y en este instante se dé cuenta de que su ser reposa sobre un altísimo edificio de cartas! ¡Somos juguetes e hijos de la contingencia infinita!

EL HEROÍSMO verdadero es el que no obtiene galardón, ni lo busca, ni lo espera; el callado, el escondido, el que con frecuencia ni sospechan los demás.

SOMOS una planta de sol (acción); pero también de sombra (reconditez, intimidad, aislamiento propicio al perezoso giro de nuestros sueños y meditaciones).

EL DESDEÑOSO todo lo paga caro y el estafador lo obtiene de balde. Pero entre estos dos extremos hay un término medio, punto equidistante de ambos: el que regatea. Con bajo y exacto sentido de lo que puede alcanzarse con el dinero y sin la osadía del ladrón que pone a riesgo su libertad fructífera.

5. En torno a creación y tradición

Me gusta pensar que mi identidad es como un cielo nocturno, con una serie de estrellas componiendo constelaciones que representan todas esas...