jueves, 28 de noviembre de 2024

5. En torno a creación y tradición

Me gusta pensar que mi identidad es como un cielo nocturno, con una serie de estrellas componiendo constelaciones que representan todas esas piezas fundamentales que me diferencian de los demás. Es una metáfora un poco más vanidosa que la de la mente-habitación amueblada que propuso Conan Doyle en su primer Sherlock. ¿Qué ideas conservamos como firmes convicciones, por qué y de dónde las tomamos? Valoro especialmente aquellos pensamientos-constelaciónes que sé de dónde vinieron y es el caso de este ensayo de Antonio Alatorre (filologo mexicano cuya participación en el desarrollo del continente de las letras es inestimable, cuanto y más en lo que refiere al desarrollo de mi propio ser). Leí la obra de Alatorre gracias a Álvaro, así que en ese sentido mi deuda es con ambos y el origen de lo que este ensayo ha llegado a representar y significar para mí comprensión del mundo es fácil de rastrear.
Evitaré hacer una penosa exposición esquemática del contenido del texto a continuación, no vale la pena si se puede leer directamente en lugar que de segunda mano. Lo que sí me gustaría comentar es que mientras leía las palabras de Alatorre viene a encontrar algo así como confirmación y correción de opacos pensamientos que ya guardaba en mí, otro pecado de vanidad de mi parte en menos de dos párrafos. En fin. Junto con Diderot, el atomismo, el homo ludens y la doctrina del silencio, esta reflexión sobre el papel del crítico, la lectura, la creación y la tradición, es una de esas brújulas para sortear el mundo y tener una perspectiva más clara, más ancha y profunda de él. 


* Fragmento de una conferencia ofrecida en la Universidad de Texas (Austin, Texas) en abril de 1958.

La obra literaria perfecta, dice John Middleton Murry, es “aquella que combina el máximo de personalidad con el máximo de impersonalidad.” El gran crítico inglés ha expresado en esta frase una verdad llena de meollo. Máximo de personalidad y máximo de impersonalidad: lo universal y lo individual, lo general y lo particular. Murry alude a la fuerza máxima de conmoción en el espíritu del poeta, garantía y condición de la capacidad máxima de conmoción en el espíritu de sus lectores, pero tambien alude a la relación entre la tradición y la creación, entre la herencia común, dato pasivo, y el hecho único, sin repetición el gesto activo y original del creador literario.
Se trata más o menos de la misma distinción que, en el terreno de la lingüística, hace Ferdinand de Saussure entre langue (el lenguaje como entidad general, como fondo común, a la vez realización colectiva y potencia para múltiples actos) y parole (el lenguaje como selección individual, como manifestación de un querer personal, actualización concreta y viva de lo que era potencia indiscriminada).
Así como toda habla individual depende del idioma, de la lengua en cuanto fondo colectivo, así toda gran obra literaria tiene, en una o en otra forma, lazos con lo general, con lo ya sabido, lo ya vivido; necesita tocar fibras ya existentes, para agitarlas dulcemente o ferozmente, para herirlas o para acariciarlas. Aquí está su universalidad, su impersonalidad, su tradicionalidad. Pero también, toda gran obra literaria es una expresión nueva, nunca antes forjada, un producto nunca antes elaborado, fruto de una visión poderosa y única, de una sensibilidad sin paralelo. Y aquí está su personalidad, su individualidad. Tanto mayor será la validez y la vigencia de un poema —entendiendo por poema toda obra de arte literaria— cuanto mejor sepa excitar y conmover “lo eterno en el hombre”; pero sólo logrará excitar y conmover lo eterno en el hombre si el poema es fruto de la experiencia única, no repetida, no copiada, resultado de una convicción íntima, personal y nueva, producto de una verdadera creación. Es ésta una de las leyes y uno de los secretos constantes de la literatura.
Y constituye también una de las tensiones que el poeta debe resolver en armonía si quiere expresarse y comunicarse con sus lectores. Recordemos el apólogo de la paloma y el aire. La paloma, sintiendo que el aire de la atmósfera presenta una resistencia, pide a los dioses que se la quiten, para poder volar con una libertad sin límites; los dioses escuchan su ruego, le suprimen el aire y la paloma cae en tierra. La inercia del aire es la condición del vuelo. Para el poeta, para el artista, esta inercia es la tradición. Hay que superarla, hay que elaborarla, pero la inercia existe. Debe existir.
¿Qué otra cosa es el lenguaje con que se encuentra cada poeta sino una materia inerte, un peso muerto que debe sobrepujar? Las palabras son objetos ya fabricados, y cada una de ellas significa una cosa, está consagrada a denotar algo fijo y determinado, casi fatalmente ligada a un objeto consabido.
El idioma, pues, no es tanto un aliado cuanto un enemigo del poeta. La victoria que significa cada acto creador es ante todo una victoria contra el lenguaje, ese hecho general, tradicional, ya petrificado, convertido en molde. El poeta tiene que volverlo incandescente, tiene que hacerlo vibrar como si fuera un instrumento nunca antes pulsado. “Originalidad” tiene relación con origen. En cada gran poeta, el lenguaje tiene un nuevo origen, un nacimiento nuevo, un resplandor como de primer día de la creación. Esta lucha por la expresión original —“voluntad de estilo”, combate contra el lenguaje configurado que ofrece resistencia a la expresión fresca y nueva— ha movido a Octavio Paz a escribir su poema “Las palabras”:
Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desnúdalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
En muchos otros escritores toma también forma dramática esta lucha contra las palabras hechas, contra el lugar común, contra la lengua prostituida, contra la tradición que es forzoso vencer y superar. Pensemos en el Flaubert de Bouvard et Pécuchet y del Diccionario de las ideas recibidas. O en el Quevedo del Cuento de cuentos. O en las apasionadas diatribas lanzadas por Unamuno y por Borges contra la pereza lingüística. O en la necesidad, patente en Fernando de Herrera y en Góngora, de ennoblecer radicalmente la lengua española con voces cultas. O en el enriquecimiento paralelo de la lengua inglesa con palabras latinas, por obra de Milton, y con palabras teutónicas, por obra de Hopkins. O bien caso —extremo y terrible— en la violenta ansia de renovación que, para no perder un ápice de su impulso, llevó a James Joyce a crear todo un lenguaje nuevo para su Finnegans Wake.
Sin embargo, no todos los poetas son revolucionarios del lenguaje en esta forma radical e intransigente, y se podría decir que hay grandes creadores literarios —Racine, por ejemplo— que no han remoldeado en forma apreciable el lenguaje. Admito, desde luego, que la distinción puede pecar de arbitraria: en el fondo, no es posible separar el aspecto literario y el aspecto lingüístico de una tradición determinada —como tampoco de la revolución o ímpetu de originalidad que viene a protestar contra esa tradición. La generación de 1898, en España, significó un embate revolucionario contra la tradición española vigente. El empuje rebelde y renovador se enderezaba contra todo el conjunto de convenciones existentes, contra el modo de pensar y de sentir, contra la concepción del mundo, contra los ideales estéticos, morales y políticos que habían prevalecido antes de 1898, expresado todo ello en un lenguaje, una retórica y un vocabulario determinados. Al enfrentarse aquí creación y tradición, el choque no fue, pues, de índole puramente ideológica, estética y literaria, sino también de índole lingüística, pues el lenguaje es siempre la expresión orgánica de un modo de sentir, y es tan imposible separarlo de los demás aspectos como separar de un hombre, sin matarlo, su sangre o sus nervios.
De ahí que el estudio estilístico, la investigación del “máximo de personalidad”, pueda ser —como dice Juan Marichal— una fecunda vía de acceso para el conocimiento de toda una época, para la comprensión del “máximo de impersonalidad.”
El historiador de la literatura —escribe Marichal— debe centrar su atención primordial en la singularidad expresiva del escritor estudiado y debe dejar de lado la determinación de la validez más o menos objetiva de la imagen de la realidad humana presentada por el creador estético. Por el contrario, el historiador de la cultura [...] se interesa fundamentalmente en los textos, sean literarios o no, que puedan considerarse como testimonios fieles de una época, y se previene lógicamente contra todo testigo cuyo ángulo visual sea muy marcado. Mas un estilo literario —por haber preservado para siempre la singularísima y consistente ecuación visual de su autor— representa un elemento que el historiador debería esforzarse siempre por apresar: el de una conciencia ligada a su tiempo y en la cual son audibles los demás hombres coetáneos.
Quisiera asomarme al inmenso campo de la literatura por unas cuantas ventanas, para ver algunos aspectos de la polaridad enunciada: por una parte, la tradición, el conjunto de obras del pasado, tesoro acumulado de experiencias estéticas, con sus normas, sus temas, sus convenciones; por otra parte, la creación, el acto original que produce una obra fresca y nueva.
Pensemos, primero, en la existencia de los llamados “géneros literarios”, hecho eminentemente social y tradicional: la poesía lirica, la épica, la novela, la tragedia, la comedia. Los géneros literarios son sistemas de convenciones que cada escritor recibe y acepta. Esas normas legadas y legalizadas por la tradición son su punto de partida. Aquí, como en todo, la tradición representa la fuerza de inercia cuya existencia es necesaria y superación es la condición misma del acto creador. En Shakespeare, en Lope de Vega, en Corneille, en Schiller, en O'Neill distinguimos una serie de características en que reconocemos lo genérico, algo que nos descubre, en última instancia, su parentesco con la tragedia de Sófocles. Y sin embargo, ¡qué enorme distancia hay de Sófocles a O'Neill! No es sólo la distancia histórica, o geográfica, o cultural: es que la tradición teatral clásica, la tradición emanada de Sófocles, al llegar a O'Neil ha sido ya remoldeada y renovada innumerables veces, de tal manera que Shakespeare y Lope de Vega y todos los dramaturgos que vemos ahora, desde nuestro punto de vista, colocados en la línea intermedia de la tradición, han podido ser libres en su actividad creadora. Cada nuevo gran drama, a lo largo de los siglos, ha podido ser un acto estrictamente original, y la tradición, al llegar a O'Neill, a García Lorca, a Bertolt Brecht y a quienes vengan después de ellos, no significa un peso muerto sobre las alas, un lastre, sino un trampolín para saltos imprevistos.
Los “temas” literarios nos ofrecen otra muestra clarísima de lo que es esa labor lenta y acumulativa de la tradición. Un ejemplo elemental nos pondrá de manifiesto, aquí también, la tensión entre los dos polos. No hay literatura que no pose poemas sobre la muerte, y podemos estar seguros de que siempre los habrá. ¿Y qué dice este lugar común, esta secular tradición literaria? Dice algo perfectamente obvio, algo sabido y sobado, todos tenemos que morir, la vida pasa de prisa. Sin embargo, ¡cómo en cada gran poeta el viejo tema se transfigura y se pone a resonar como si jamás hubiera resonado! Cada uno de ellos descubre, sí, descubre por vez primera una verdad majestuosa y abrumadora, y expresa, literalmente, algo que jamás se había expresado. Es el viejo Homero comparando las generaciones humanas con las hojas de que cada año se cubren y se desnudan los árboles; es el Libro de Job con sus palabras sobre el destino del hombre, nacido de mujer; es el estoico Séneca, con su sereno meditar sobre cómo cada día nos acercamos a nuestro fin, cada día morimos un poco (quotidie morimur); es el grito entrañable de Quevedo: “¡Cómo de entre mi manos te resbalas, / oh, cómo te deslizas, edad mía!”; el clamor angustiado y estremecido de los sermones de John Donne; la intensa visión que tiene Rilke de esa muerte que llevamos como una dulce semilla que debe germinar y florecer... El “tema” se agota, se exprime hasta la última gota en cada uno de ellos, y sin embargo, una y otra vez se repite el milagro.
Pero abramos otras ventanas. Contemplemos otras reacciones de la originalidad frente a la tradición. “Tradición y originalidad” es justamente el subtítulo que Pedro Salinas puso a su hermoso libro sobre Jorge Manrique. En la época de Manrique hay una tradición poética perfectamente configurada, y tan completa en sus elementos que le podemos aplicar, sin titubeos, un término de connotaciones peyorativas: retórica. Los cancioneros del siglo XV contienen centenares de composiciones de distintos autores que parecen escritas por la misma mano: moldes idénticos, conceptos idénticos, idénticos juegos de palabras. No hay apenas intuiciones personales: sólo tópicos (con ligeras variaciones, si acaso), esquemas compartidos en amistosa promiscuidad por todos los contemporáneos. Si se trata de un poema de amor, todos juegan con las mismas ideas: es mejor ser cautivo del amor que libres de él, más vale ser esclavo que señor. Si el amor no es correspondido, el poeta está enfermo y prefiere su mal a la salud; está muerto, pero prefiere esa muerte a la vida. He aquí una muestra, elegida al azar:
Esta tal vida, señora, en tenella
más se pierde que en perdella.
Porque yo, vuestro cativo,
tal dolor sufro queriendo,
que muriendo estoy más vivo
que no tal vida viviendo;
porque hallo que tal vida
en perdella
gano, y piérdome en tenella.
Es un villancico de Soria; pero podría llevar la firma de cualquier otro poeta (y los había por docenas), pues nadie se picaba de originalidad: el ideal era hacer lo que todos, seguir la línea dominante.
En este aspecto, Jorge Manrique no se distingue de sus contemporáneos. Hace exactamente lo mismo. Su obra maestra, esas Coplas a la muerte de su padre “que deberían grabarse con letras de oro”, abundan en tópicos. “Nuestras vidas son los ríos...”, “¿Qué se hizo aquel trovar...?”, los versos más memorables, más sentidos, más suyos, son tan tradicionales como los versos de tantos poetas de entonces, tienen tras ellos la misma larga retahíla de lugares retóricos. ¿Qué ha pasado? Aqui, en este caso, una prodigiosa revivificación operada por el genio personal de Manrique y por la intensidad vital de su experiencia Las Coplas nos conmueven porque el poeta estaba conmovido (mientras que Soria, evidentemente, no lo estaba). La emoción del poeta concentró y catalizó la retórica tradicional. Y en virtud de esa concentración misteriosa, el sentir personal se ha universalizado. “Las melancólicas y entrecortadas cadencias de Jorge Manrique —ha dicho Américo Castro— tocan, en efecto, a ‘nuestras vidas’, a lo que fue, es o podrá ser en ellas y de ellas. Y como cada quien echa de menos algo en su vivir —esperanzas fallidas— y cuenta con su morir —esperanza sin falla—, las Coplas sobre lo inmortal en lo mortal ahí estarán siempre golpeándonos el alma con su compás alternado de abandonos y refranes.”
Lo que sucede con la tradición cancioneril en el siglo XV sucede, en otras épocas, con otros productos literarios convertidos asimismo en tradición. Lope de Vega llevó a cabo una revolución en el teatro español, como Góngora en la poesía lírica. La primera de estas revoluciones fue gradual y pacífica; la segunda, explosiva y casi sangrienta. Pero una y otra no tardaron en convertirse en “instituciones.” Pues no hay hallazgo, por sorprendente que sea, que no tienda a hacerse bien común y aun receta cómoda y barata; no hay metáfora, por novedosa y audaz que sea, que no se lexicalice, que no acabe por pasar al “diccionario de las ideas recibidas.” Los secuaces de Lope y los de Góngora operan así dentro de una comunidad de actitudes, dentro de una tradición. Tirso de Molina y Ruiz de Alarcón por una parte, y Jáuregui y Villamediana por otra parte, dependen de las chispas más o menos brillantes de su genio para levantarse a mayor o menor altura sobre la meseta que la tradición respectiva se ha ido encargando de aplanar y nivelar.
Ahora bien, si en el caso de Jorge Manrique el elemento que pasa aparentemente a la sombra es el personal y creativo, en el de Garcilaso de la Vega, en cambio, es el elemento impersonal y tradicional el que puede estar en peligro de olvidarse. Por eso, así como Pedro Salinas, y antes de él Antonio Machado, se preocupan por señalar la originalidad de las Coplas, así Rafael Lapesa, en su magistral estudio sobre Garcilaso, consagra un capítulo a subrayar lo que el poeta del Renacimiento debe a la tradición anterior, a la poesía cancioneril que lo precedió. De todos modos, es evidente que Garcilaso se nos presenta principalmente como revolucionario y él sabía que lo era. El injertó en la poesía castellana una tradición ajena, una serie de temas, de moldes, de imágenes y metros y tipos de versificación que habían tenido su evolución no en España, sino en Italia. Pero todo ello por una elección libre, espontánea, de tal manera que el trasvasamiento del poetizar renacentista italiano al poetizar español significó antes un proceso de osmosis en el espíritu del propio Garcilaso, una fusión íntima de la materia revolucionaria con toda la suma de su experiencia personal y creadora.
Los contemporáneos de Garcilaso, acostumbrados a la tradición anterior, con los oídos físicos y los oídos del espíritu mal preparados para percibir otros estímulos, no notaban, a menudo, sino lo extraño y ajeno que traía la nueva poesía. Ellos sentían que el verso sólo podía ser tal si tenía ocho sílabas (arte menor), o bien doce (arte mayor), como el que había empleado Juan de Mena: “Al múy prepoténte don Juán el segúndo...”; y algunos fueron tan radicales en su oposición a las novedades, que no le reconocieron a Garcilaso ni siquiera la capacidad de hacer versos. El endecasílabo era una criatura exótica, y a sus oídos sonaba como prosa. Recordemos la resistencia anti-italiana de los castellanistas tozudos, aferrados a la tradición indígena, como Cristóbal de Castillejo y Sebastián de Horozco. Sin embargo, Garcilaso triunfó, como triunfan, tarde o temprano, todos los poetas auténticos.
También Rubén Darío llevó a cabo una revolución. También él se rebeló contra la tradición tan firmemente asentada antes de él en la poesía escrita en lengua española. Y también él suscitó un escándalo. Cuentan que alguien —no sé quién: he oído atribuir la frase a más de uno, entre otros a García Lorca— dijo del verso del “Responso a Verlaine”, “Que púberes canéforas te ofrenden el acanto”, que lo único que entendía era la primera palabrita: que... El hecho es que Rubén Darío inyectó en la poesía de lengua española raudales de savia fresca, sobre todo de origen francés. Un nuevo y rudo choque con la tradición. Sin embargo, también en el caso de Darío ha tenido que señalarse el gran número de puntos en que se toca con esa tradición, los rasgos que lo emparientan con un Bécquer, con un Zorrilla, con un Campoamor, con un Menéndez Pelayo (el Menéndez Pelayo “poeta”) y con los poetas hispanoamericanos que escribían hacia 1880. ¡Pero qué distinto de todo lo anterior suena ese producto raro y exquisito que se llama Rubén Darío! Él, como Garcilaso, por necesidades íntimas, por un afán nacido orgánicamente de su intuición, injertó en su poesía una tradición extraña.
Un caso aparte es el de la tradición clásica. La herencia de Grecia y Roma, la obra de Homero y Eurípides, de Virgilio y Cicerón, es al mismo tiempo una tradición y una posibilidad revolucionaria. Todo depende de la actitud y de la personalidad del poeta que acuda a ese antiguo y siempre nuevo tesoro. Para unos, la literatura clásica es un adormilado Home, sweet home, una melodía trillada e inexpresiva. Para otros, una Marsellesa vibrante y provocadora. Lo primero no nos interesa. Las evocaciones muertas de lo clásico no tienen ninguna significación. Pero las evocaciones recreadoras saben convertir esas obras, viejas de siglos, en materia reluciente y tan válida como la experiencia más íntima y profunda. T.S. Eliot ha reivindicado en este sentido la vitalidad permanente de los clásicos. Alguien dijo: “Los escritores muertos están alejados de nosotros porque nosotros sabemos mucho más que ellos”; y Eliot replica: “Justamente; y ellos son lo que nosotros sabemos.” De ahí que una y otra vez, en la Edad Media, en el Renacimiento, en el barroco, en el prerromanticismo y en el romanticismo, en el siglo XIX y en nuestro propio siglo, el regreso a la tradición clásica haya podido significar el mismo despertar deslumbrante de que habla Keats en su célebre soneto escrito después de leer a Homero en la traducción de Chapman. De múltiples maneras, el redescubrimiento de los clásicos ha sido en todos los tiempos fecundo, y, para todos los poetas verdaderamente grandes, un excitante y un estímulo, un desafío para las facultades creadoras individuales.
¿Y la rebelión explícita contra la tradición, la rebelión como norma y como programa? Yo diría que no es sino un episodio, a la vez transitorio y necesario, del continuo flujo y reflujo de lo tradicional en lo original, o de la excitación de la “voluntad de estilo” por el fondo general y universal de la tradición. Lo importante es que esa rebelión sea fruto de una necesidad íntima de expresión personal. Esta necesidad profunda es lo que suele faltar en los llamados “estridentistas.” El movimiento estriden- tista hacía profesión de antitradicionalismo a toda costa, antitradicionalismo por encima de todo. Era, pues, una actitud exclusivamente destructora, negativa, sin nada que tuviera que ver con la creación auténtica. Con llamar “ombligo de la noche” a la luna, y “orquesta de jazz” a las estrellas, los estridentistas se sentían ya muy orondos. Daban una sonora bofetada a la tradición, y no iban más allá; no ponían nada en los pedestales vacíos.
Pero un Walt Whitman, un Pablo Neruda en Residencia en la tierra, no cultivan la rebeldía por la rebeldía: si son rebeldes, es porque para ellos la tradición ha llegado a un extremo tal, que es preciso apartarla para dejar libre el paso a la creación.. Y sin embargo, el rebelde Whitman, enemigo casi personal de las Musas griegas, recorría Broadway en un coche de caballos, según lo recuerda su amigo Thoreau, con la barba y la cabellera al aire, y recitando a voz en cuello al viejo Homero. Y el rebelde Neruda no puede impedir, en sus versos libres, la intromisión del alejandrino, el verso de Darío y de Lugones, el verso tradicional del modernismo; y uno de sus símbolos poéticos es la paloma, el ave amorosa, la misma paloma —dice Amado Alonso— asociada con Venus por la mitología griega, el mismo símbolo erótico del Cantar de los Cantares.
He aquí una última ventana. Dentro del problema general de la tradición y la originalidad hay un caso especialmente interesante: el de la poesía popular o folklórica. El tema tiene especial importancia en la literatura de lengua española. Muchos de sus historiadores, y a la cabeza de ellos don Ramón Menéndez Pidal, han hecho notar que una de las características más tenaces, una de las “constantes” de las letras hispánicas es su apego a la poesía del pueblo. Una y otra vez, a lo largo de los siglos, esa poesía folklórica ha salido de la oscuridad y del anonimato colectivo para inyectar nueva savia en las creaciones de los grandes poetas.
La poesía folklórica es radicalmente tradicional, apela, la tradición. La originalidad no puede tener en ella la parte que tiene en la poesía culta. La cosa es clara: para que un nuevo cantar pueda llegar a “pertenecer” realmente al pueblo, necesita ajustarse a un molde ya conocido por el pueblo, debe emplear los mismos temas, las mismas formas métricas, el mismo tipo de metáforas y símbolos, las mismas fórmulas estilísticas que caracterizan cierto género de poesía folklórica existente. En el siglo pasado, Ventura Ruiz Aguilera escribió este cantar:
En tu escalera mañana
he de poner un letrero,
con seis palabras que digan:
“Por aquí se sube al cielo.”
Poco después, el cantar no sólo andaba en boca del pueblo, sino que éste lo había sentido tan suyo, que sustituyó algunas palabras:
En la puerta de tu casa
he de poner un letrero
con letras de oro que digan:
“Por aquí se sube al cielo.”
La razón es que el cantar de Ruiz Aguilera era en esencia idéntico a miles de coplas que cantaba la gente; empleaba un metro, un tema, un estilo ya de sobra divulgados. ¿Podemos, en cambio, concebir que un poema verdaderamente original se generalice en esa forma?
En la literatura llamada “culta”, en la literatura “de arte”, como dicen los italianos, no puede existir verdadera creación sin un alto grado de originalidad. En esto radica su principal diferencia con respecto a la popular. Poesía “de arte menor” llama Benedetto Croce a la del pueblo, y, dando una interpretación principal personal de esa definición, diré que es poesía de arte menor porque en ella la originalidad queda reducida a un grado mínimo.
¿Quiere esto decir que la tradición folklórica es siempre la misma? ¿Que los poetas populares del siglo XI componían igual que los del siglo XX? No. La historia nos muestra que dentro de la tradición folklórica van ocurriendo, al pasar de los siglos, cambios fundamentales. Ciertos elementos perduran con una tenacidad pasmosa. La invocación a la madre, por ejemplo, aparece en las cancioncillas mozárabes del siglo XI (“¿Qué faré, mama?/Meu al-habib est ad yana” —es decir, “mi amigo está a la puerta”); reaparece en las cantigas d'amigo gallego-portuguesas (“Madre, namorada me leixou”); constituye una de las características de los villancicos castellanos recogidos e imitados en el Renacimiento (“Las mis penas, madre, / d'amores son”); y sigue marcando con su sello los cantares de los pueblos hispánicos de hoy (“Un marinerito, madre, / me tiene robada el alma”)... Y como este elemento hay muchos otros. No nos extrañará, pues, ver que si en el siglo XIII una muchacha enamorada interroga a las olas:
Ondas do mar de Vigo,
se vistes meu amigo?,
en el siglo XX ocurra exactamente lo mismo:
Todas las mañanas voy
a la orillita del mar,
y les pregunto a las olas
si han visto a mi amor pasar.
Pero al lado de esta asombrosa permanencia, el cambio. Frente al apasionado énfasis de la interrogación directa: “Ondas do mar de Vigo...”, el ritmo lento, el tono racional, objetivo y, a la verdad, un tanto prosaico del estilo indirecto en la copla actual: “y les pregunto a las olas...”
Un poeta o un grupo de poetas a la vez imbuidos del espíritu de la poesía folklórica y dotados de genio creador pueden lanzar, por así decir, un nuevo tipo de poesía, que combine las viejas formas y los viejos temas con otros nuevos, capaces de impresionar la imaginación del pueblo. Las “letrillas para cantar” compuestas por los grandes ingenios del Siglo de Oro y por sus imitadores a base de la lírica folklórica de su tiempo dejaron honda huella en la lírica folklórica posterior. Una frase que gustaba mucho a Lope de Vega, y que no encontramos antes de él, “retumba el agua”, sobrevive en la famosa canción asturiana “Tres hojitas madre, tiene el arbolé.” Y sabemos que el pueblo español canta ya ahora, como anónimas, ciertas composiciones hechas por García Lorca sobre modelos populares.
García Lorca, Lope de Vega: genios de la poesía que no pueden tocar nada sin hacerlo reverdecer y florecer. Cuando vuelven los ojos hacia la poesía del pueblo, saben encontrar en su tradición lo más hermoso y saben renovarlo, dentro del mismo espíritu, con primores insospechados. Así, el estudio de la tradición poética folklórica no sólo es importante en sí mismo —por cuanto nos revela un aspecto esencial de la dicotomia tradición-renovación—, sino que ilumina a su vez el proceso creador de los grandes poetas que, inspirándose en esa tradición folklórica y superándola de manera personalísima, la elevaron a las cumbres del arte.
Se ha podido decir que García Lorca encuentra en el folklore literario de su país el módulo y la razón de su estilo propio. Y Daniel Devoto ha consagrado un minucioso estudio a su aprovechamiento de esa fuente. En muchísimas imágenes, en versos, en poemas enteros, García Lorca parte de canciones tradicionales; pero éstas le sirven de materia prima para dar expresión a su propia visión de las cosas. La cita puede ser textual, y entonces el contexto es el que le confiere un nuevo sentido. Otras veces el cantar se alude o insinúa de manera directa o velada, o bien se confunde y esfuma con los elementos surgidos directamente de la fantasía del poeta. Y también crea García Lorca nuevos cantares “populares”, de una hermosura extraña y misteriosa:
Herido de amor huido,
herido,
muerto de amor...
Aun los poemas más directamente inspirados en motivos populares llevan grabada la marca lorquiana. Al elaborar el conocido tema “cuando me muera, entiérrenme en...”, proyecta su pasión, su ironía, su angustia profunda, su mundo interior poblado de árboles floridos y hierbas olorosas:
  Cuando yo me muera
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
  Cuando yo me muera
entre los naranjos
y la hierbabuena.
  Cuando yo me muera,
enterradme si queréis
en una veleta,
  Cuando yo me muera...
El paralelismo (elemento tradicional) cumple aquí una función muy especial: función análoga a la que desempeña aquel famoso “eran las cinco en punto de la tarde.”
La obra de García Lorca es un campo fecundo para la exploración de este fenómeno que he venido examinando: la elaboración original que el poeta hace de una tradición dada, en este caso la tradición folklórica. Mirándolo bien, es algo muy parecido a lo que ocurre en Garcilaso. García Lorca hace uso de la poesía popular porque quiere, quizá porque la necesita, pero en todo caso por elección libérrima y espontánea. La elección de una tradición dada, aunque suene a paradoja, constituye ya una forma de originalidad.
En cada momento de la historia literaria y en cada autor hay, de hecho, un gran número de elementos tradicionales casi forzosos: es el “máximo de impersonalidad” de que habla John Middleton Murry; pero al lado de esos elementos que la tradición impone al escritor y que él debe superar con su genio, están los temas, las formas, los procedimientos tradicionales libre y gozosamente adoptados por el poeta, elementos tan suyos y tan originales como el fondo imprevisible e insondable de su propia experiencia, el “máximo de personalidad” que nosotros, con amor y veneración, llamamos genio. Y en los grandes poetas, su personalidad misma es el secreto de su impersonalidad. Como ha dicho Amado Alonso a propósito de Neruda: “Los individuos más originales, si se les mira bien, resultan los más representativos de la vida circundante; no en lo contingente, sino en lo esencial. No hay estilo individual que no incluya en su constitución misma el hablar común de sus prójimos en el idioma, el curso de las ideas reinantes, la condición histórico- cultural de su pueblo y de su tiempo.”

5. En torno a creación y tradición

Me gusta pensar que mi identidad es como un cielo nocturno, con una serie de estrellas componiendo constelaciones que representan todas esas...