lunes, 12 de marzo de 2018

Antología de cuentos musicales: 3. El tambor de Shiloh

Cuando uno comienza a estudiar música, una de las primeras cosas que le enseñan es que esta está constituida por tres elementos: Ritmo, Melodía y Armonía; la división obedece, quizá, a una de las posibles evoluciones históricas del arte sonoro: En el principio, puramente rítmico, primitivo y cercano a los instintos más básicos del ser humano; después, el surgimiento de la melodía, una forma de manipular las alturas de manera consecutiva para articular discursos; y al final la armonía, la parte más intelectual y estructurada de la música.
El siguiente cuento va del ámbito rítmico, pero con un uso no propiamente musical, sino con una finalidad bélica.
La idea de la música con aplicaciones bélicas es relativamente nueva en nuestra época, pero hay referentes culturales importantes, como el pasaje bíblico del libro de Josué, que habla sobre la conquista de Jericó. El versículo 20 relata que 7 sacerdotes con 7 trompetas y el pueblo israelita gritando a voz en cuello derribaron los muros de la ciudad sitiada. Ya entrados en materia, en la época actual, son muy conocidos los casos de bombardeos acústicos en los recientes conflictos armados en medio oriente. Eso en el ámbito de música para agredir. Pero el cuento va más allá; aquí la música aparece como refuerzo bélico, como una suerte de tónico inmaterial que canaliza la fuerza de los soldados para el combate. 
Resulta interesante la relación tan estrecha que hay entre las percusiones y los instintos más salvajes de los hombres. El tambor potencia un estado mental primitivo, propicio para el combate. Sin más prolegómeno: El tambor de Shiloh.

En la noche de abril, más de una vez, los capullos caían de los árboles de la huerta y golpeaban apenas la piel del tambor. A medianoche un melocotón endurecido que había quedado milagrosamente en una rama todo el invierno, fue rozado por un pájaro, cayó rápido e invisible, golpeó una vez, como un pánico, y el niño se sobresaltó, incorporándose. Escuchó en el silencio el sonido de su corazón que se alejaba en un redoble, se alejaba, y al fin se le iba de los oídos y se le instalaba otra vez en el pecho.
Luego, el niño volcó el tambor de costado, de modo que la redonda cara lunar lo miraba de frente cada vez que habría los ojos.
La cara del niño, alerta o en descanso, era solemne. Era en verdad un tiempo solemne y una noche solemne para un muchacho que acababa de cumplir catorce años y estaba ahora en el campo de melocotones cerca del Arroyo del Búho, no lejos de la iglesia de Shiloh.
—... treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres...
Ya no veía nada, y dejó de contar.
Más allá de las treinta y tres sombras familiares, cuarenta mil hombres, agotados por una nerviosa expectación, incapaces de dormir a causa de unos románticos sueños de batallas todavía no libradas, yacían desordenadamente tendidos de costado y vestidos de uniforme. Dos kilómetros más lejos, otro ejército estaba esparcido aquí y allá, volviéndose lentamente, unidos por el pensamiento de lo que harían cuando llegara la hora: un salto, un aullido, una estrategia que era en realidad un arrojo ciego, una protección y una bendición propias de una juventud inexperta.
De cuando en cuando el niño oía la llegada de un vasto viento que apenas movía el aire. Pero el niño sabía qué era eso: el ejército aquí, el ejército allá, susurrándose a sí mismo en la sombra.
Algunos hombres hablaban con otros, otros murmuraban entre dientes, y todo parecía tranquilo, como si un elemento natural subiera del sur o bajara del norte con el movimiento de la tierra hacia el alba.
El niño sólo podía adivinar lo que los hombres murmuraban, y lo que el adivinaba era esto: yo soy el único, soy el único entre todos que no va a morir. Saldré con vida. Iré a casa. Tocará la banda. Y estaré allí para oírla.
Sí, pensó el muchacho, está bien para ellos, tanto pueden dar como recibir.
Junto a los huesos tendidos de los hombres jóvenes, cosechados en la noche y agavillados alrededor de las hogueras, estaban los huesos de acero de los rifles, esparcidos de un modo semejante, las bayonetas clavadas como relámpagos eternos, perdidos en la hierba de la huerta.
Yo, pensó el muchacho, tengo sólo un tambor, y dos palillos para golpearlo, y ninguna protección.
No había un muchacho-hombre esta noche en el campo que no tuviera alguna protección asegurada o esculpida por él mismo mientras se encaminaba al primer ataque, una protección compuesta por una remota pero no por eso menos firme y vehemente devoción familiar, un patriotismo de banderas y una inmortalidad absolutamente segura, favorecida por la piedra de toque de la pólvora, la banqueta, las granadas y el pedernal. Pero todavía sin estás últimas cosas, el niño sentía ahora que su familia se alejaba aún más en la oscuridad, como si uno de esos trenes que queman las praderas se los hubiera llevado para siempre, dejándolo con ese tambor que era peor que un juguete en la partida que se iniciaría mañana o algún día demasiado pronto.
El niño se volvió de costado. Una polilla le rozó la cara, pero era un capullo de melocotón. Un capullo de melocotón lo rozó apenas, pero era una polilla. Nada se mantenía. Nada tenía nombre. Nada era como había sido.
Se le ocurrió que si se quedaba muy quieto, quizá los soldados se pondrían el coraje junto con las gorras, al alba, y quizá se fueran, y la guerra con ellos, y no notarían que él se quedaba allí, pequeño, sólo un juguete.
—Bueno, por Dios, qué es esto —dijo una voz.
El niño cerró los ojos, ocultándose dentro de sí mismo, pero era demasiado tarde. Alguien, que había venido desde las sombras, estaba allí ahora, de pie, a su lado.
—Bueno —dijo la voz, tranquila—, he aquí un soldado que llora antes de la batalla. Bueno. Continúa. No tendrás tiempo cuando todo empiece.
Y la voz iba a moverse cuando el muchacho, sorprendido, tocó el tambor con el codo. El hombre de allá arriba, oyendo esto, se detuvo. El muchacho alcanzaba a sentir los ojos del hombre, que ahora se inclinaba lentamente. Una mano descendió quizá de la noche, pues se oyó el roce de unas uñas, y el aliento del hombre aireó la cara del niño.
—Caramba, es el tambor, ¿Verdad?
El  muchacho asintió con un movimiento de cabeza, aunque no sabía si el otro podía verlo.
—Señor, ¿es usted? —dijo.
—Me parece que sí.
El hombre se inclinó todavía más y le crujieron las rodillas.
Tenía el olor de todos los padres: sudor salado, tabaco de jengibre, caballo y botas de cuero, y la tierra por donde había caminado. Tenía muchos ojos. No, ojos no, botones de bronce que observaban al niño.
Sólo podía ser, y era, el general.¹
—¿Cómo te llamas, muchacho? —le preguntó el general.
—Joby —murmuró el muchacho, y se movió como para ponerse de pie.
—Está bien, Joby, quédate ahí. —Una mano le apretó levemente el pecho, y el muchacho se tranquilizó. —¿Cuánto tiempo has estado con nosotros, Joby?
—Tres semanas, señor.
—¿Te escapaste de casa o  te alistaste legítimamente, muchacho?
Silencio.
—Una pregunta tonta —dijo el general—. ¿Todavía no te afeitas, muchacho? Una pregunta todavía más tonta. Ahí está tu mejilla, y acaba de caer de ese árbol de arriba. Y los otros son mucho mayores. Inexpertos, condenadamente inexpertos todos ustedes. ¿Estás preparado para mañana o pasado mañana, Joby?
—Si quieres llora un poco más, adelante. Yo hice lo mismo anoche.
—¿Usted, señor?
—La pura verdad. Pensaba en lo que nos espera. Los dos bandos creen que el otro se rendirá, y pronto, y que la guerra terminará en unas pocas semanas, que todos volveremos a casa. Bueno, no será así, y quizá por eso lloré.
—Sí, señor —dijo Joby.
El general debía haber sacado un cigarro ahora, pues en la oscuridad, de pronto, se extendió el aroma del tabaco indio, apagado todavía, pero que el hombre masticaba mientras pensaba en lo que iba a decir.
—Serán días difíciles —dijo el general—. Contando ambos bandos, hay aquí esta noche unos cienmil hombres, más o menos, y ninguno capaz de derribar un gorrión posado en una rama, o de distinguir un poco de bosta de caballo de una granada. Nos ponemos de pie, nos desnudamos el pecho, nos presentamos como blanco, les damos las gracias y nos sentamos, ésos somos nosotros, ésos son ellos. Podríamos haber esperado entrenándonos cuatro meses; ellos habrían hecho lo mismo. Pero aquí estamos, enfermos de fiebre del heno y pensando que es sed de sangre; poniendo azufre en los cañones en vez de miel, como tendría que haber sido; preparados para ser héroes, preparados para seguir vivos. Y puedo verlos a todos ahí alrededor asintiendo. Está mal, muchacho, está mal cómo un hombre marcha hacia atrás por la vida. Será una doble matanza si uno de sus malhumorados generales² decide que los muchachos merienden en nuestra hierba. El puro entusiasmo Cherokee matará más inocentes que nunca hasta ahora. Hoy al mediodía, hace unas pocas horas, los nuestros estaban chapoteando en el Arroyo del Búho. Temo que mañana, a la caída del sol, esos hombres estén otra vez en el arroyo, flotando, dejándose llevar por la marea.
El general calló y junto unas pocas hojas y ramitas invernales en la oscuridad, como si fuera a encenderlas en cualquier momento para echar una ojeada al camino de los días próximos, cuando el sol no mostrara la cara a causa de lo que estaba ocurriendo aquí y un poco más allá.
   El muchacho observó la mano que movía las hojas y abrió los labios para decir algo, pero no dijo nada. El general sintió el aliento del muchacho, y habló:
—¿Por qué te digo esto? Querías preguntármelo, ¿eh? Bueno, cuando tienes una manada de caballos salvajes, de algún modo tienes que poner orden, acostumbrarlos a las riendas. Estos muchachos, que acaban de dejar la leche, no saben lo que yo sé, y no lo puedo decir: hay hombres que mueren realmente en la guerra. Cada uno es su propio ejército. Tengo que hacer un ejército de ellos. Y para eso, muchacho, te necesito a ti.
El muchacho sintió un temblor en los labios.
—Bien, muchacho —dijo el general, sereno—, eres el corazón del ejército. Piénsalo. Eres el corazón del ejército. Escucha, ahora.
Y, acostado, Joby, escuchó.
Y el general habló.
Sí él, Joby, golpeaba lentamente mañana, el corazón golpearía lentamente en los hombres. Irían quedando rezagados. Se quedarían dormidos en los campos, apoyados en los mosquetes. Dormirían para siempre, después, en esos mismos campos los corazones que latían más lentamente a causa del tambor de un muchacho, y se detendrían a causa del plomo del enemigo.
Pero si el ritmo era firme, claro, más rápido cada vez, entonces las rodillas subirían en una larga línea por las lomas, una rodilla después de la otra, ¡como las olas en la costa del océano! ¿Había visto alguna vez el océano? ¿Había visto las olas que ruedan como una ordenada carga de caballería, avanzando en la arena? Bueno, eso era lo que él quería, ¡lo que ahora necesitaba! Joby era la mano derecha y la mano izquierda del general. El general daba las órdenes, pero Joby marcaba el paso.
De modo que lleva arriba la rodilla derecha y saca adelante el pie derecho y arriba la rodilla izquierda y adelante el pie izquierdo. Uno después del otro en el tiempo justo, en el tiempo rápido. Mueve la sangre en el cuerpo y da orgullo a la cabeza y endurece la espina dorsal y tensa las mandíbulas. Enfoca el ojo y aprieta los dientes, abre las aletas de la nariz y endurece las manos, viste con una armadura de acero a todos los hombres, pues si la sangre se mueve rápidamente los hombres se sienten de acero. No tenía que perder el ritmo, nunca. ¡Largo y firme, firme y largo! Luego, aun de bala o de arma blanca, esas heridas empapadas en sangre caliente —una sangre que él, Joby, había ayudado a mover— dolería menos. Si la sangre de los hombres no se calentaba, sería más que una carnicería, sería una pesadilla de crímenes y dolor de la que era mejor no hablar y realmente inconcebible.
El general habló y calló, dejando que se le apagara el aliento. Luego, al cabo de un rato, dijo:
—Así son las cosas, pues. ¿Lo harás, muchacho? ¿Sabes ahora que eres el general del ejército cuando el general queda en la retaguardia?
El muchacho asintió en silencio.
—¿Los llevarás adelante en mi nombre, muchacho?
—Sí, señor.
—Bien. Y con voluntad de Dios, muchas noches después de esta noche, muchos años después de ahora, cuando seas tan viejo como yo y mucho más, cuando te pregunten qué hiciste en este tiempo espantoso, tú les dirás en parte humildemente y en parte orgulloso: <>, o del río de Tennessee, o quizá le den el nombre de esa iglesia. <> Señor, esto tiene un sonido y un ritmo muy adecuados para el señor Langfellow.
»Fui tambor de Shiloh».³ Quién dirá alguna vez estas palabras y no te conocerá, muchacho, o no sabrá lo que pasaste esta noche, o lo que pensarás mañana o pasado mañana cuando nos incorporemos sobre nuestras piernas y empecemos a movernos.
El general se puso de pie.
—Bueno, entonces, que Dios te bendiga, muchacho. Buenas noches.
—Buenas noches, señor.
Y, tabaco, bronce, bota lustrada, sudor salado y cuero, el hombre se alejó por la hierba.
Joby se quedó acostado un momento, mirando pero sin poder ver dónde había desaparecido el hombre.
Tragó saliva. Se secó los ojos. Carraspeó. Se acomodó. Luego, al fin, muy  lenta y firmemente, dió la vuelta al tambor para que el parche mirara al cielo.
Se acostó al lado, un brazo alrededor del tambor, sintiendo el estremecimiento, el toque, el trueno apagado, mientras, todo el resto de la noche de abril de 1862, cerca del río Tennessee, no lejos del arroyo del Búho, muy cerca de la iglesia llamada Shiloh, los capullos de melocotón caían sobre el tambor.

¹ El general del que se habla aquí podría ser, tal vez, Ulysses S. Grant; bajo este supuesto, el bando al que pertenece Joby es el del ejército de la unión.
² Este pasaje es el que me hace pensar que justamente Grant y el ejército Nordista son la perspectiva desde donde se narra el relato, pues en la batalla de Shiloh el bando contrario, los confederados, era liderado por los generales Albert Sidney Jhonson y P. G. T. Beauregard.
³ Actualmente se conoce como la batalla de Pittsburg Landing, tuvo lugar entre el 6 y 7 de abril de 1862. Fue la batalla más grande durante la guerra de sucesión.

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