domingo, 29 de marzo de 2020

2. La fea. Autopsia

Pedro Antonio de Alarcón es un autor español de mediados del siglo XIX. Se desempeñó muy bien como novelista y cuentista; también es conocido por las memorias que escribió de su experiencia militar en África —que espero leer algún día—, menos conocidos son sus ensayos y su obra periodística, que tuve la oportunidad de leer en una selección de una vieja edición española que compré en la feria del libro antiguo y de ocasión 2020, cerca de bellas artes.
Recojo este curioso ensayo taxonómico a propósito de la fealdad en la mujer, que hacia el final toma más el cariz de radiografía del alma de quienes están en esta situación.

—¡Creo en el diablo...!
—¡Y yo en Dios...!
Ambos estaban en su papel.
(BALZAC.)

I

En la dilatada familia de las feas, lo mismo que en todas las especies clasificadas por los naturalistas, hay un arquetipo, un ejemplar de pura sangre, un modelo ideal, figura clásica en su género, como lo son, en otro orden de materias, la Venus de Milo o el bacalao de Escocia. 
Este dechado es el que nos proponemos estudiar hoy; y, para encontrarlo, imitaremos a Linneo (1). 
Primeramente: hay fea natural y fea accidental.
Fea natural es la destinada y preparada ab initio (desde el principio) por el Creador para mártir. 
Fea accidental es la que, por resultas de las viruelas o de una epilepsia se vuelve fea después de nacer. Esta fealdad casual no imprime carácter; es un error de la fortuna, como la riqueza de ciertos hombres. 
Por consiguiente, la fea natural es la genuina, dado que trae en el alma todo lo que no trae en el cuerpo: es decir, dado que la Naturaleza, siempre próvida, la ha dotado de un alma de fea
Subdivídese en graciosa y sin gracia
La fea natural graciosa no tiene tampoco mérito alguno. La gracia es una segunda belleza, que suple por la primera, y que a veces la aventaja, neutralizando los efectos de la fealdad.
La fea natural sin gracia se acerca ya a la perfección del tipo, pero todavía se divide en discreta y en tonta
La fea natural sin gracia, tonta, no existe en realidad; mas, cuando se da este fenómeno, acontece que las cualidades se desvirtúan mutuamente, produciendo un resultado neutro. —Lo probaremos en pocas palabras. La tontería de la fea no es más que un velo de ilusión colocado ante sus ojos, mediante el cual se ve bonita y atribuye a respeto el desvío de los hombres, propalando que no quiere casarse: ¡cosas todas que la infeliz se cree a puño cerrado! —Esta variedad híbrida, estéril y pedantesca, en que no obra el espíritu corrosivo de la fealdad, y que pasa la vida en un anticipado Limbo, abunda poco en las naturales, siendo muy común en las accidentales
Por el contrario, la fea natural sin gracia, discreta; la fea consciente, la fea lúcida; la fea convencida de que lo es, casi realiza ya el ideal trágico y sublime que vamos buscando.
Pero aun puede perfeccionarse más la especie, haciendo una cuarta clasificación en rica, pobre y de la clase media
La fea natural sin gracia, discreta, rica no existe para la fisiología moral. —Fea y rica no puede ser. —El oro es la luz y la luz disipa las tinieblas. —La fealdad, ceñida con la aureola de D. Félix Utroque (2), se convierte en hermosura: quiero decir, es adulada, festejada, mimada, acariciada por los codiciosos... —¡La fea rica se casa e ipso facto degenera, se frustra, se malogra! —Convengamos en que no hay ricas feas
Fea natural sin gracia, discreta, pobre, es ya demasiado decir. —Pobre equivale a fea. —(Hablo de las pobres de solemnidad.) —Los harapos, la suciedad, el mal olor, la miseria en todos sus dolorosos aspectos, constituyen fealdad por sí mismos. —Además, las bocas con hambre nunca son bellas... La lástima es enemiga del amor. Esto, en cuanto al que las ve. En lo que toca a las mismas pobres, creed que no padecen casi ninguna de las especialísimas penas inherentes a la deformidad. ¡Cuando se piensa en el estómago se olvida el resto!— Por otra parte: la fealdad evita tormentos a la pobreza, dado que libra de pretendientes y de ambiciones a las doncellas menesterosas, eximiéndolas también de los peligrosos refinamientos de gusto que proporciona la educación. —O, lo que es lo mismo: les evita la infamia, la envidia y hasta mucha parte de la conciencia de su desventura; con lo que el tipo queda desnaturalizado.
¡Henos, pues, ya enfrente de nuestra heroina, o sea de la fea natural sin gracia de la clase media!
¡De la clase media...! —¡Pesad esta última circunstancia! ¡Ni noche ni día! ¡Siempre crepúsculo! ¡Agonía eterna! (3)

II

La fealdad es necesaria, sin fealdad no hay belleza: donde todo es igual, nada es sublime: de la comparación brota el mérito: si todas las mujeres que hay sobre la tierra fuesen Helenas, Frinés o Cleopatras (4), se buscaría una fea como inapreciable joya, o mejor dicho, lo feo sería entonces lo hermoso.
A más de esto (ya lo hemos indicado), la fea nata, que es como si dijéramos la fea innata, recibe en el vientre de su madre un alma hermosa, sensible, rica de ingenio y de abnegación...
No desconocemos que después estas almas de fea son torcidas, escépticas, lúgubres, desconfiadas... ¡Pero es que la sociedad las vicia! ¡La fea que no sea santa tiene que ser diablo!
Mas conseguid meteros alguna vez en el corazón de una fea; atravesad con vuestro afecto o vuestra compasion aquellas cortezas de desengaños, aquellas cicatrices de desprecio, aquellas escorias de decepciones, y encontraréis el más puro oro, las más celestiales lágrimas.

III

Nace la fea. Todos le ponen mala cara: el padre retrocede, la madre se abochorna; después la compadece; finalmente la oculta... ¡No está orgullosa de su hija...! Acaso teme también que diga alguna comadre: —¡Vecina! ¡Cómo se parece a usted!
A la hijastra de la Naturaleza se la cree indigna de un nombre francés o italiano; se llamará (nada de Julia, nada de Eduarda, nada de Isolina, nada de Amelia) Anselma, Bonifacia, Cuasimoda o cosa de este jaez.
Los primeros años de la fea están descritos admirablemente por Honorato Balzac en aquellos tipos relegados, encogidos, tímidos, dolientes, víctimas de la doméstica tiranía y juguetes de la cruel hermosura, que figuran en muchas de sus obras...
Y aquí debemos advertir que hay feas de ¡Jesús!, de ¡Jesús, María! y de ¡Jesús, María y José! 
Esta última (que es aquella que no tiene nariz, o que la tiene de a tercia, y que es bizca, y jorobada, y coja, y cuyos dientes cuelgan fuera de los labios como los colmillos del elefante) vive libre y exenta de las mortales dudas, de los crueles engaños y de otros sinsabores propios y privativos de la fea perfecta, de la fea por antonomasia. Un monstruo no es mujer. Su desventura causa general compasión, y esto le basta al triste aborto que hemos descrito.
La primera (que, sin ser hermosa, ni tan siquiera pasable, llega a pasar alguna vez, o porque tropieza con un hombre de gusto enrevesado, o porque algún filósofo dispensa lo grotesco del dibujo en gracia de la buena calidad, o buenas cualidades, del género), la fea de ¡Jesús!, digo, no merece tampoco que hablemos de ella.
La de ¡Jesús, María!, es la fatal, la predestinada, la elegida del infortunio, la víctima de los dioses...! Otra vez el ¡término mеdio!
Desgarbada, verde, larga de piernas y brazos, con el cuello de agarrotada, las manos huesosas, la mirada repugnante, aunque impregnada de cierta melancolía, la boca inútil para la risa —meteoro fisonómico que en ella es una atroz descomposición—, sin armonía en las facciones, con la boca algo distante de la nariz, con la nariz demasiado cerca o demasiado lejos de los ojos, con los dientes dislocados, con las orejas un poco grandes... ¡Hela ahí!
Es hábil, ingeniosa; ella sola se ha enseñado a leer, a escribir, a coser, a bordar, a hacer calceta, a picar papel y a fabricar dulces, flores de trapo y otras manufacturas primorosas.
Sabe religión y moral; tiene todo el almanaque en la memoria y el Flos sanctorum (5) en la punta de los dedos; conoce muchos cuentos de vieja y es muy beata.
No hay para qué deciros que todas estas habilidades son nuevas ridiculeces a los ojos de sus hermanos, de sus amigos y de todo el mundo, excepto a los de su madre.
Su madre le tiene un rencoroso amor, una profunda lástima; comprende su situación y adivina su porvenir... La esconde, pues, la protege, y al cabo de cierto tiempo la quiere más que a todos sus hijos... ¿Sabéis por qué? ¡Porque la feroz hermosura no llega nunca a la santa abnegación de la fealdad, y la abnegación de los hijos es la felicidad de los padres! Fuera de que ya ha dicho Luis Eguilaz (6), con muchísima razón, que:

Siempre el padre quiere más
Al hijo que vale menos.

Una fea no tiene amor propio. ¡He aquí la fuente de mil virtudes!
Durante su niñez, la sin ventura no cambiaría sus habilidades y su talento por la estúpida belleza de sus hermanas... ¡Aun no sabe lo que le espera! ¡Aun no conoce el amor...!
Así llega a los catorce años.
Y aquí principia el poema del alma; aquí principia la tragedia del corazón; aquí principia el martirio de la fea.

IV 

Es de noche. 
Estamos en un baile de confianza de cualquier ciudad subalterna; en uno de esos bailes improvisados que empiezan los domingos por la tarde, después de tal o cual procesión religiosa. 
Un velón de cuatro mecheros, fabricado en Lucena, alumbra la sala principal de la casa del alcalde. El barbero de éste toca la guitarra en un rincón, y diez o doce señoritas, vestidas con trajes de lana y sin guantes ni prendidos, forman la femenil constelación del sarao. Son hijas de lo mejor, de lo principalito del pueblo. Quince o veinte jóvenes las están bailando hace dos horas. El júbilo es inmenso, la media luz favorable, el vals loco, rápido, juguetón... Ya se atropellan, ya se caen... Las esteras de esparto tienen esta ventaja. 
Las madres, sentadas al brasero en un gabinete contiguo, velan hasta cierto punto por la inocencia de sus hijas. 
Casi todas las muchachas allí reunidas son agradables; algunas... hasta bonitas. 
Hay una de éstas que sobresale entre las demás por su gracia y por su gallardía tanto como por su hermosura. Todos desean bailar con ella... Es una de esas beldades que dondequiera triunfan, avasallan y dominan... 
En cambio, hay en un rincón  cierta joven que todavía no ha bailado ni una sola vez. 
¡Es la fea
Desde allí acecha, mira, devora.
¿Por qué no la sacan a ella.…? ¿Por qué no le dicen aquellas tonterías tan deliciosas que alegran a las demás? ¿Por qué no se sientan los galanes a su lado? 
¡Qué bello es aquel joven! ¡Qué grato será ir en sus brazos empujada por la música! 
¡Ah! Se acerca a ella... La mira con lástima... 
¡Oh, nuevo puñal! ¡La compasión (7) solamente, o una recomendación de la señora de la casa, lo impulsa hacia aquel sitio...! 
Ya llega..., y, en efecto, la saca a bailar.
Pero ¡cuán levemente coge su talle! ¡Su talle, que tiembla de placer! Apenas toca su mano... ¡Qué frialdad! ¡Está haciendo una obra de misericordia! 
Y sin embargo, ¡ella tiene quince años y encierra más amor en su alma que olas amargas el Océano! 
Y, a pesar de esto, ella agradece aquel nuevo insulto. ¡Ella ama a quien la ha compadecido...! 
¡Si se atreviera a hablarle! 
Pero está distraído... Tal vez fastidiado... 
Se acaba el vals. ¡Todos se han reído de ella! 
El que fue su pareja huyó sin saludarla. 
Ahora todas tienen a su lado un galanteador..., un enamorado... 
Ella está sola y callada, crispada y lúgubre, como el reo en el banquillo después de la ejecución. 
¡Y aquí terminan los placeres de su juventud! Ya no volverá a bailar en toda su vida. Esta vez... ha sido la primera y la última. 

V

¡Qué amable, qué política, qué complaciente es una fea
¡Y qué cruel es el hombre! ¡Ni una palabra, ni una mirada, ni un consuelo para la hijastra de la Naturaleza! 
La deja consumirse de amor, de sed, de desesperación... y no le dice:  —"¡Generoso corazón, ensánchate! ¡Toma mi alma, que vale menos que la tuya!"
Así se pasan los días de la juventud de la fea
¡Cuántas quimeras habrá forjado en su imaginación! 
¡De cuántos hombres se habrá enamorado! 
¡Cuántas veces se habrá consentido! 
¡Cuántas otras habrá querido morir! 
—Doquier hay amor, goces, casamientos, hijos...! —habrá exclamado, loca de dolor—. ¡Para mí, nada! 
Y luego las novelas..., ¡las novelas! Vedla tal vez convertida en poetisa. Pero ¡qué poetisa! Vedla, sí, envenenada, mordaz, perversa, diabólica, esgrimir una pluma y una lengua comparables a dos escorpiones.
¡Venganza! ¡Venganza! Su corazón ha muerto!
¡Infeliz lunar, infeliz defecto, infeliz debilidad, infelices todas las faltas que tenga la hermosura!
La crítica, la murmuración, la calumnia, levantan sus cabezas de serpiente...
He aquí su grito de guerra: "¡Desprecio a los hombres! ¡Guerra al amor!"
¡Desdichada!
"¡Viva la libertad, la independencia, el celibato!"
¡Qué ironía! ¡Sarcasmos sangrientos de un orgullo despedazado!
Pero supongamos que no se ha vuelto poetisa...
Tiene treinta años: ¡treinta siglos de amargura!
A su alrededor todo es luz, ella sombra; todo melodía, ella silencio; todo vida, ella muerte.
¿Cómo no ha de renegar del mundo?
¿Qué le debe, sino dolor?
¡Cuántos ríos de lágrimas habrá derramado la infeliz en la soledad de su lecho!
¡Qué fiebres habrá sofocado en su corazón!
¡Qué horrorosas envidias habrán mordido las túnicas de su cerebro!
¡Qué violencia para disimular!
¡Qué torrentes de amor habrán corrido ocultos en lo más recóndito de su alma!
¡La mujer tiene que callar! —El hombre ansía y busca : la mujer ansía y sufre...
La hez de la sociedad es a lo menos un refugio para el feo ávido de placeres.
Pero la fea no encuentra postor en Constantinopla (8), ni lances de amor y fortuna en ninguna parte.
Su única esperanza está en los fríos de la vejez.

VI

¡Respiremos!
Ha llegado a los cuarenta años.
La fea ha vuelto a ser un ángel.
Es capaz de los sacrificios más heroicos.
Cómo no se ama, es todo abnegación.
¡Es la mejor amiga... hasta de las mujeres!
El mejor consuelo de los ancianos...
La mejor confidente de los niños...
¡Y la mejor protectora de los mozos! A la edad que ya tiene, cobra un maternal afecto a los galanes de las muchachas nuevas; se deja llamar fea por ellos, y les ayuda en sus empresas amorosas, con tal que sean lícitas y honestas.
Llora en los duelos de todo el mundo.
Vuelve a amar su talento y explota sus habilidades de niña para subsistir. —¡Sus padres han muerto! ¡Sus hermanos se han casado!
Se hace querer por su docilidad, por su amable trato, por sus buenas costumbres, por su bondad exquisita.
Se vuelve filósofa, pero filósofa cristiana.
Aspira al cielo, donde no hay feas ni bonitas.
Ama a Dios, porque sabe que para Dios su fealdad es un mérito.
"¡Bienaventurados los que lloran", dijo el Salvador del mundo.
Visita mucho las iglesias.
Va a misa mayor a la catedral, si hay catedral, y, si no, a la colegiata, y, si tampoco hay colegiata, al templo más concurrido.
Es jugadora.
Algunas veces maestra de miga... (de amiga dicen los que hablan en toda regla).
Viste muy obscuro.
Cuenta mil aventuras amorosas de su juventud.
Es muy atendida de los clérigos y de las madres de familia.
Va de tertulia a la oración, a casa de las vecinas, y nadie va a su casa.
Da días y no los recibe.
Envejece sin haber vivido, como otoño sin primavera.
Muere y nadie. la llora.
El Evangelio le promete el cielo.

Guadix, 1853.

1. Carlos Linneo un naturalista sueco al que debemos el desarrollo de la Taxonomía y el sistema de clasificación binominal en latín de los animales.
2. El autor se refiere a una moneda acuñada por la casa borbona que tenía la leyenda: «In utroq Felix auspice deo»  [En uno y otro mundo felices bajo la mirada de dios].
3. Últimamente me he estado encontrando mucho con referencias a estados liminares; es interesante ver que nuestro autor señala como el caso más interesante en materia de fealdad el que queda justo en el centro. 
4. Helenas, Frinés o Cleopatras. Ha nombrado sistemáticamente los ejemplos clásicos más insignes de belleza. Helena habría sido la doncella más bella del mundo en su tiempo, por la cual se desata la guerra de Troya. Friné: «rana» (la s bien puede ser una errata), es el apodo de una prostituta boecia llamada Mnésareté, habría sido su proverbial belleza la que hizo que el escultor Praxíteles la usara de modelo para la representación de Afrodita, tal honor hizo que ella misma se comparara o dijera que su belleza era superior a la de la diosa. Por ese motivo iba a ser condenada a muerte, pero en el juicio (que estaba perdiendo), se dice que Praxíteles la desnudó (otras fuentes recogen que ella misma lo hizo) y argumentó que «no se podía negar al mundo de semejante belleza». finalmente fue absuelta. Por Cleopatra, es posible pensar que el autor se refería a la faraona egipcia que todos conocemos por la cultura popular, aquella que tiene un trágico final con el general romano Marco Antonio; pero esta Cleopatra en realidad no era el ejemplo de belleza que se supone que fue, su fama equívoca podría ser producto de la egiptomanía inglesa de fines de siglo, que habría difundido ese juicio apresurado; además por el contexto casi exclusivamente grecolatino que el autor maneja, es más factible pensar que se refiere bien a Cleopatra Boreanida, de quien los testimonios latinos alaban su belleza o bien a la Cleopatra esposa de Melagro, héroe griego que luchó contra los Curetes; otra mujer cuya belleza es celebrada.
5. Flos sanctorum: género literario medieval —del que sobresale La Leyenda dorada, de Santiago de la Vorágine—. Se trata de hagiografías medievales, cuya práctica se modificó desde la publicación de la biografía de Ignacio de Loyola, fundador de la Orden de Jesuita, escrita por Pedro de Ribadeneira.
6. Luis (de) Eguilaz fue un dramático español de mediados del siglo XIX, contemporáneo por lo tanto de Alarcón, por desgracia no pude localizar si la cita procede de la obra del autor, o habrá sido algo recogido oralmente por nuestro autor. 
7. A propósito de este pasaje —y sólo como curiosidad— transcribo esta frase de mi libreta de citas; sólo que por descuido no anoté el nombre del autor, de cualquier forma, me parece que viene bien: «La compasión es un sentimiento que degrada a quién le inspira
8. No he logrado descifrar el sentido de esta expresión, por lo que agradecería a cualquiera que pudiera ayudarme a entenderlo.

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