jueves, 13 de agosto de 2020

Antología de cuentos sobre antropofagia: D2. Margarita o El poder de la farmacopea

Hay un tipo de pez en el que el color rojo del pecho de los machos juega un papel importante para sus dinámicas de vida y apareamiento. Un grupo de investigadores hicieron el experimento de pintar un pez de madera con un rojo que no existe naturalmente en la especie y, al colocarlo con el resto de peces, descubrieron que éstos actuaban desaforadamente debido al estímulo antinatural de dicho color. Los pececitos en cuestión se lanzaban en un desquiciado ataque y terminaban hasta autolesionándose por su desmedida reacción. Un experimento similar repitieron con una especie de mariposas donde los colores también juega un papel importante en su reproducción; colocaron un rehilete que iridecía de manera antinatural: los machos preferían tratar de reproducirse con un carton pintado e ignoraban a las hembras. Estos investigadores nombraron a este fenómeno como Estímulos super normales. Se trata de todos los que siendo artificiales producen reacciones amplificadas en los seres vivos. En los humanos, por ejemplo, son super normales: la pornografía, los dientes blancos y derechos, el azúcar en los alimentos o hasta el arte: todas estas cosas impactan en nuestros sentidos e instintos, haciendo que actuemos de forma contranatural: La constante es que detrás de todos esos estímulos está la manipulación, la artificialidad: somos capaces de excitarnos sexualmente con un papel; modificar los dientes que instintivamente nos hacen sentir que la persona poseedora de ellos es más atractiva (y tiene buenos genes); podemos reír o llorar con una película donde se nos muestran simulacros de felicidad y tristeza. Nada de eso es natural: son simulaciones. Es curioso darse cuenta de lo mucho que estamos condicionados sin darnos cuenta. Esta narración de Adolfo Bioy Casares habla sobre eso [desconozco si el autor sabía o no acerca del fenómeno]: algo que actúa sobre la naturaleza del ser humano y produce una reacción aumentada. Esto es de gran novedad en la narrativa que versa sobre el tema de la antropofagia: usualmente los motivos para cometer este acto son de índole social o psicológico. En este respecto, me acuerdo mucho de dos obras que hablaron de éste fenómeno sin ser concientes de ello: La máquina de gloria de Villiers de L'Isle-Adam y Congreso de futurología de Stanislaw Lem. El primero retrata cierta máquina diseñada para excitar de manera positiva o negativa al público de una obra teatral; valiéndose de una suerte de mecanismos descritos a detalle por su autor, esta máquina haría suscitar la aclamación de una obra mediocre; allí —a mi ver— esta el principio de un estímulo súper normal: algo que no es natural y que provoca una reacción aumentada y hasta controlada. Villiers habla hasta de químicos, dispuestos en la sala para hacer reír y llorar a los espectadores, si es preciso; en esto termina por colindar con las descripciones de una sociedad química propuesta por Lem: su obra, a grandes rasgos, versa sobre un futuro donde la vida humana es manipulada por toda clase de drogas, que pueden lograr la paz entre los hombres (o la guerra, de ser necesaria). La idea del químico: estímulo súper normal, que cura la inapetencia; que provoca el sentimiento de benevolencia; que hace reír y llorar. En suma, su efecto es antinatural. Por eso éste cuento de Bioy pertenece a la categoría de lo extraordinario: su autor le dió la vuelta al tema, escribió una fantasía menor de gran modernidad: historia sobre un apetito súper natural.

Tus triunfos, pobres triunfos pasajeros 
(Mano a mano, tango)

No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión: 
—A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
—No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
—El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho —contestaba.
—Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
—No el triunfo —me interrumpía— sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de que todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de «Caras y Caretas», la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano el mundo recurre hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles. 
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras. 
—Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

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