Fantasía, ficción y fantasma de tema teriantrópico (𓃦) (ꃕ); hablo de geometrías contrarias que se corresponden o tal vez las famosas asíntotas —oblicuas—. Musa imposible que, por supuesto, inspira hasta la metamorfosis y la pérdida del principio porque a los ojos del amor, la luna y el sol jamás aparecen juntos en la plenitud de su esplendor, el cielo tiene espacio para una presencia a la vez; hace pensar en lo limitados que son los sentidos. Cupido ha dejado el cuento —y lo sigue dejando—. Por otro lado; reescribo un pecado de hybris: para ser el mejor cazador hace falta no poder cazar aunque sea una sóla presa, la excepción que amplia la regla, es paradoja (hasta al mejor se le va una presa viva). En fin, léase como un instructivo de lo que no se debe hacer, aunque sin el compromiso de ponerlo en práctica.
Para Disis, la última hora del día y la primera de la noche; porque ella es el beso que el sol le da a la luna.
El hermano Theodor terminó su triste historia sobre una bella joven condenada a la maldición del cisne, que canta una sóla vez en toda su vida; entonces, todos los presentes quedamos un tanto melancólicos y cada cual sumido en sus taciturnos pensamientos. Esto no duró mucho pues, la tertulia nocturna no tardó en reanimarse una vez más cuando alguien avivó el fuego que lucía como una joya de fantasía.
Esa noche el club Serapio estaba bastante concurrido; se había dado libre acceso a la tertulia.
Luego otro tomó la palabra y comenzó a fanfarronear sobre una impresionante aventura que vivió en su juventud; escuchamos con actitud sardónica al darnos cuenta que nuestro descocido orador era víctima de todo lo que había bebido; el pícaro, con la copa de Bohemia en mano, fue reparando en que se estaba convirtiendo en un bufón; dejó su historia a medias y nos desafió a contar una aventura mejor que la suya. Su cómica indignación de beodo se tornó pronto en altivez cuando permanecimos en silencio; nos cohibía la idea de hacer el ridículo como nuestro compañero. De pronto, desde las sombras, una voz que parecía carecer de eco, exclamó: Yo contaré de cuando fui un animal silvestre, y les aseguro que más extraña y fantástica aventura no oirán jamás de ser humano alguno. Las murmuraciones no se hicieron esperar, cruzamos miradas de curiosidad; me pareció que nadie conocía al extraño y que cada cual podía suponer que era amigo de cualquiera de nosotros. El hermano Theodor celebró la idea de escuchar una historia tan particular y nuestro peroratador vió los restos de su orgullo ser pisoteados por el entusiasmo general que se había suscitado.
El extraño avanzó hacia el centro de la estancia y la luz del fuego nos descubrió una figura alta y estilizada; las prendas que vestía parecían responder al resplandor naranja y daban la impresión de ser el pelaje de un inopinado zorro, iluminado por el atardecer. En ese momento noté que no había escuchado los pasos que dió entre el tramo que hizo desde las sombras hasta la vista de todos; y estoy seguro que ni aún el hermano Theodor, diestro músico, oyó nada. El extraño se aclaró la voz y miró un segundo en derredor, como buscando en el medio las palabras exactas para iniciar su relato. No creo exagerar al decir que su presencia elegante y su porte misterioso nos hipnotizaron desde el primer momento.
«—Deben saber, antes que nada, mis amigos —nos dijo con voz seca, como si sus palabras no fuesen a reberverar en el aire— que me llamo Actéon Renard y desde joven me ejercité en el noble arte de la caza. Mi familia poseía una cabaña en la campiña donde pasábamos del invierno a la primavera. Así que, mi padre me llevaba a cazar ciervos en diciembre, y perdices y liebres en abril. El andar por los bosques, el monte y el valle, abriéndome paso entre los arbustos y las ramas bajas, con la atención bien despierta para detectar los rastros y la presencia de los animales, templó mi espíritu y pronto me vi convertido en un diestro cazador. No había animal que pudiese escapar de mí; ni en el cielo, ni en la tierra, y aún en la pesca supe destacarme. Cumplí los 20 años con la reputación de haber cazado prácticamente todas las especies que la campiña podía ofrecer. O al menos eso creía, hasta que en una ocasión, vagando por la pradera en busca de un faisán, me detuve un momento para tomar una merienda frugal. Estaba recostado en la yerba amarilla que preludia al verano, miraba al cielo buscándole formas sugerentes a las nubes cuando me sentí observado. ¿Saben, mis amigos, que el cazador desarrolla una especie de sexto sentido; la conciencia de la naturaleza como una extensión de su propio cuerpo? Ningún buen cazador se puede jactar de serlo si el suelo bajo sus pies no es su propia piel sin solución de continuidad y el aire circundante su oído externo. Me moví muy lento, un músculo a la vez y con la respiración contenida para ergirme lo suficiente y poder divisar a mi espía. Mis ojos se cruzaron con una flama que andaba sigilosamente por los pastos altos, respetando cada filamento que cedía a su paso y volvía a su lugar después; los modos de víbora de aquel animal me produjeron una onda impresión; se acercaba sin pudor y en silencio o, mejor dicho, imitando el sonido de la yerba movida por la suave brisa. Para ser osado, es preciso ser astuto: la osadía sin astucia es estupidez, y éste animal tenía que ser muy perspicaz como para acercarse a mí sin el menor asomo de temor o duda; y es que, les digo, mis amigos, que el cazador tiene un alma pesada; es un centro de gravedad que antes de encontrar siquiera a la presa, ya la está capturando con esta fuerza de atracción; el animal, víctima del arrastre mortal, sabe que debe escapar, pero a medida que el cazador se acerca, el magnetismo se potencia y la fatalidad lo alcanza. Ésta criatura sin miedo, que serpenteaba hacia mí, parecía anunciarme que sabía sobre mi poder y que era inmune a él. Tendí mis manos en dirección al arco, porque el cazador se encomienda primero a Panoptes, cuando acecha a la presa y luego a Briareo, para actuar con celeridad y aprovechar todas las oportunidades que el animal ofrece. No bien había apuntado mi mortal saeta en su dirección, lo perdí de vista por completo. ¡Me burló, en toda la extensión de la palabra! La cólera se apoderó de mí seguida por la vergüenza; ¡en mis narices y a una distancia imposible de fallar el tiro!: un zorro me había eludido y yo no cabía en mi asombro.
»Así fue cómo comenzó mi obsesión por ese animal. La última semana que permanecí en la campiña, antes del fin de la primavera, me obstiné en cazar al zorro. Y fracasé en cada oportunidad que tuve desde nuestro primer encuentro. Ese zorro era el ser más esquivo del que jamás se haya hablado. Nunca lo ví por completo, siempre que lo percibía y lo buscaba con la mirada, me encontraba con trazos de su cuerpo: una pata que parecía hacerse humo entre los claros del bosque; su desdibujado hocico que se confundía con las pardas y oscuras hojas de los helechos; sus tenues orejas que desaparecían y aparecían entre las rocas; y, por sobre todo, su maldita cola que era una vibrante flama, o un fuego de San Telmo terrestre... cada vez que estaba en su presencia y a punto de lanzar una tanda furiosa de flechas contra él, lo perdía de vista. Volvía a casa de mal humor y avergonzado, sin ningún trofeo, porque pasaba toda la jornada tras lo que parecía ser un espíritu y de ningún modo el inocente zorro que había supuesto la primera vez que lo vi. Mi mente embriagada por su elusividad buscaba explicarse cómo era capaz de burlarme en cada encuentro. Llegué a creer, por ejemplo, que no era un ser natural, que en vista de mi poder de peligroso cazador, el zorro se fraccionaba y andaba entre los setos hecho pedazos, engañándome con su presencia parcial en donde lo buscaba, sabiéndose omnipresente; también albergué la idea de que el zorro era un hijo del relámpago, que en el tiempo que me tomaba poner a punto mi arco —que modestia a parte es muy poco, menos que un parpadeo— él ya le había dado tres vueltas al bosque. Sólo así podía concebir que él lograra salir indemne en cada encuentro. El verano que siguió a esos últimos días de frustración fue una tregua necesaria, el zorro se alzó con algunas victorias, pero la guerra recién estaba por comenzar. Pase los cálidos meses de agosto y septiembre pensando en mil estratagemas para atraparlo; no podía pedir ayuda, hubiese sido admitir mi derrota, tenía que cazarlo sin ninguna intervención para que mi victoria final fuese limpia, lo suficiente para lavar mi honor. Por esa misma razón descarté la idea de usar cepos y cebos, una presa tan sublime como el zorro no podía caer con esos ardides tan groseros; él me burló con elegancia y como tal, yo debía matarlo en un encuentro ínclito. Poco a poco, mi corazón se hizo a la idea de que la caza del zorro sería mi consagración. Incluso soñaba que después de una persecución sin precedentes, lo arrinconaba entre un obstáculo y mi arco guiado por los rayos del sol; en mis fantasías, lo hería con la última y sacra flecha de mi aljaba y de su herida no brotaba ni una gota de sangre, que así, el zorro ascendía hasta las estrellas y era catasterizado con todo y la mortal saeta que lo había ultimado».
La concurrencia permaneció tensa cuando Acteón se detuvo un momento y entornó los ojos en dirección al fuego que el hermano Theodor había avivado; me di cuenta que la súbita flama crecida en su presencia le estaba recordando la cola del zorro, en verdad que el hombre parecía dominado por el influjo feral de aquel idílico animal. Su mirada pareció leer en las lenguas ígneas los detalles secretos de su aventura y no bien el fuego se tranquilizó, Acteón prosiguió su relato:
«—La caza del zorro constituiría el éxito o el fracaso de mi vida; fui imaginando las dos posibilidades que podrían resultar de conseguir mi cometido o de fracasar: si triunfaba, me liberaría de la enfermiza necesidad de asolar al zorro, la mácula en mi alma se borraría, y en su lugar quedaría un resplandor naranja que por siempre me acompañaría como trofeo de mi hazaña; pero si el zorro volvía a escapárseme, aceptaría mi derrota, claudicaría y nunca más una flecha tocaría mis manos; aún más, la sombra del animal se extendería para siempre sobre mi vida. Oscilaba entre el entusiasmo y la desesperación: y la idea de la victoria se fue imponiendo como un imperativo para mi existencia; pero, ¿cómo vencerlo? Analizaba nuestros encuentros: él carecían, en principio, del miedo de la presa. Cazar otros animales es fácil cuando estos sucumben al terror primario al que los orilla su instinto de preservación; corren en línea recta porque en su frenesí sienten que esta es la mejor forma de salvarse, pero no se dan cuenta que trazan un camino entre ellos y el cazador, que la flecha vuela sin óbice por esta senda invisible. Sin embargo, el zorro anda errático, goza de la libertad de no trazar caminos a su paso, y lo único que lo persigue es su propia sombra, que además lo protege. Cuántas veces mis proyectiles impactaron contra aquella sombra, quedándose estériles sobre la tierra o clavados en el tronco de un árbol. El zorro, mis amigos, es la personificación de inteligencia en la fauna y también la presencia de la tarde perpetua en la naturaleza. El zorro está siempre a punto de anochecer, su color nos dice que tiene la energía del día y el conticinio de la noche. Tenía que buscar la manera de separarlo de su poder, de atraparlo en un tiempo donde ni su energía diurna ni su astucia nocturna le valieran para sobrevivirme. Y, escuchen bien, el único procedimiento que prevalecía en mi mente era: combatir fuego contra fuego, ganarle de su juego. Ningún arquero legendario hubiera asestado su venablo contra él: ni Artemisa, ni Apolo, ni París. La precisión nada puede hacer contra el andar etéreo y fragmentario del zorro; la respuesta para estos cazadores hubiese sido quemar el bosque entero y la pradera toda por una presa, pues el zorro estaba detrás de cada helecho, en cada copa y hasta en la última madriguera. No, debía buscar el modo de cazar al zorro sin cazarlo, de hacer que mi anhelo por él se tornara en desdén, como el que él mismo me tenía. Es una empresa complicada aspirar a algo sin hacer nada concreto para conseguirlo. No hablo de esperar sentado una obra del destino, sino de tirar al blanco con los ojos vendados y la convicción de asestarle. ¿Pero cómo podría ser posible acertar, quién tendría una puntería tan inconstante en la trayectoria como el zorro en su andar, pero con la seguridad de siempre llegar a su destino? Sé lo que están pensando, mis amigos, porque yo también llegué a la misma conclusión: Cupido, un arquero lo suficientemente desinteresado en la presa pero con la prodigiosa habilidad de nunca fallar, ni aún con la intensión de hacerlo. Cegado por mi odio hacia el zorro, me uní en secreto al culto de Cupido; sabía que éste no atendía las súplicas de nadie, ni aún a los dioses les prestaba favor, pero yo no buscaba su poder sobre el corazón; quería aprender el secreto de su puntería. ¿Qué influjo ponía en cada tiro para que la flecha volara por los aires cambiando líneas rectas por curvas o por impensados ángulos, dejando veredas laberínticas trás de sí, trazos de caos que conectaban A con B sin fijarse en la economía de los tramos recorridos? El invierno se acercaba y yo seguía sin descubrir el arte de Cupido. Iba a su templo con el alma llena de devoción, volvía de él sin dejar que mi fe menguara. Y una tarde, regresando a casa, se rompió por fin uno de los hilos que sujetaban mi destino. A una orilla del camino estaba un joven arquero haciendo tiros con los ojos vendados: sus flechas salían disparadas con notables márgenes de error y sin embargo se clavaban pulcramente en el centro de la diana que estaba a buena distancia de él. No tardé en darme cuenta que cada proyectil tenía las características acústicas del relámpago, que golpea su blanco y luego suena su impacto: sus dardos hacían silencio y el sonido de su disparo quedaba tras de ellos como la sombra queda detrás cuando andamos a contra luz. Desde aquel día aciago en que vi al zorro, nada me había vuelto a impresionar tanto. Me quedé por mucho tiempo, observando su técnica; jamás repetía los tiros en sí, y uno podría decir que cada disparo tenía el aspecto de ser siempre el primero que el arquero hacía en toda su vida. Estaba tan concentrado que no me di cuenta de que la tarde se había prolongado y que la noche parecía no llegar nunca. Me acerqué por fin y le hablé en estos términos:
«—¡Vaya hazaña! Estoy aquí desde hace largo rato, vi cada tiro que hiciste y no has fallado ni uno sólo, ni cuando parecía que el viento amenazaba con desviar tus saetas...»
«El joven arquero se descubrió los ojos, eran claros y casi tenues, como los de un niño. Tenía un gesto caprichoso que parecía ser su única expresión; miro alternativamente la diana y sus manos, para decirme después, con aire burlón»:
«—No es que yo sea muy diestro con el arco, pasa que mi objetivo coopera bastante bien en no moverse.
«—Yo pienso que ni aunque la diana tuviera alas se escaparía de ti.
«El halago pareció gustarle, pero trató de disimularlo poniendo el vendaje sobre sus ojos, lanzó una veloz flecha que fue a partir en dos a la que estaba más lejos del centro, era un truco con la intensión de disminuir mi impresión general sobre su competencia con el arco, pero al mismo tiempo sucumbió a la tentación de lucirse de todas formas».
«—Uno diría que has tirado toda tu vida, pero eres casi un niño —mis palabras hicieron su efecto, pues respondió con algo de irritación:
«—El talento a veces está sobre la experiencia, en verdad que he dejado en ridículo a un par de arqueros de plata, cuyo único mérito es cazar torpes serpientes o causar muertes súbitas. Yo no mato en sí a mis presas, por lo que no se me puede llamar cazador, pero no hay ser que pueda eludir mis saetas —la última oración me confirmó que estaba en presencia del arquero supremo. Me sentí al borde del colapso, pero debía moderar mi emoción. Sabía que no podía pedirle nada, que ningúna razón le parecería valida».
«—No despreciaría la experiencia así, de buenas a primeras... —me cortó la frase.
«—La experiencia es para los que tienen la capacidad de equivocarse, nunca he fallado un sólo tiro: a mis flechas las guía el destino, cada una tiene marcado su objetivo antes de haber sido incluso puesta en mi aljaba o en mi carcaj —miré a sus pies y vi en efecto dos contenedores con bastantes flechas asomando por sus bocas. No había imaginado que Cupido cargara con una munición tan nutrida».
«Me acerqué a mirar su equipo y le pedí que realizara otro tiro como el anterior, para ver si podía repetirlo. Mientras se volvía a poner la venda sobre los ojos, me agaché con mucho cuidado y tomé una flecha de su aljaba; era muy ligera, tanto que me pareció que incluso se podría disparar sin necesidad de un arco, la puse entre mis ropas, protegiéndome bien de su punta. Cupido repitió el tiro y lo celebré debidamente, cosa que pareció devolverle el buen humor. Se sentó en el pasto, dispuesto a cesar con su entretenimiento y me despedí cortésmente de él. No me prestó gran atención y aproveché su indiferencia para alejarme sin demora. Al llegar a casa, puse la flecha sobre mi mesa de trabajo y la estudié a detalle; era una jara de hechura inmejorable, muy parecida a una aguja. A lo largo del astil había un nombre grabado, así que tomé una lija y en poco tiempo lo hice desaparecer. Tenía en mis manos el poder de un tiro perfecto. Según las palabras de Cupido, cada flecha ya estaba clavada en su objetivo a priori y el nombre grabado en ellas parecía ser lo que las ligaba de forma irrefutable a cada presa. Bastaría con nombrar al zorro y grabar su nombre en la flecha, hecho esto, el destino del zorro estaría sellado. No podía saberlo, mis amigos... la fatalidad que quería imponerle al animal, en realidad iba a imponérmela a mi mismo. Quiero decir, es obvio que uno no burla a los dioses sin una consecuencia imprevista y terrible; pero las verdades que derivan del sentido común son —irónicamente— poco comunes. Me faltó darme cuenta que las flechas de Cupido tienen dos poderes diferentes: provocar el amor o el desprecio y el olvido».
Acteón hizo una pausa para beber de la copa de la Bohemia que había llegado a sus manos. Cuando la bajó frente a él, vi en el ambarino color del ponche el reflejo imposible de nuestro hombre: el liquido no dibujaba el rostro humano del cazador; más bien devolvía la imágen de un zorro, y aún a pesar de lo turbio de la bebida, el color naranja rojizo de su pelaje brillaba como fuegos occiduos. La incredulidad se apoderó de mí. Me restregué los ojos sintiéndome víctima del sugestivo relato de Acteón o quizá del sopor por lo avanzado de la hora. La copa siguió circulando y el narrador retomó la palabra con animación, cosa que distrajo mi atención de lo que acababa de ver.
«—El invierno llegó. La mejor estación para la caza del zorro, pues su color lo delata fácilmente sobre la nieve y, además, su pelaje está en el apogeo de su belleza. Debido a que el alimento escasea, el zorro se ve obligado a incursiones más arriesgadas para procurarse sustento. Por otro lado, el frío inclemente se vuelve secuaz involuntario del cazador; primero, manteniéndolo alerta; segundo, silenciando a la fauna y la flora; y tercero, guardando por más tiempo las improntas y rastros de los animales. Todo parecía alinearse para coronar mi triunfo definitivo; la larga y tortuosa espera de dos estaciones iba a reducirse a un segundo de eternidad donde todo mi cuerpo se depositaría en el vuelo esperanzado de mi deseo convertido en proyectil. Pasé los primeros días estudiando el terreno, que aunque uno podría pensar que conocía bien, cambia radicalmente con cada día que pasa; debía esperar las primeras heladas que inmovilizan a la naturaleza y por tanto lentifican las transformaciones. Por fin, una madrugada me levanté rodeado del relente que es signo inequívoco del invierno deteniendo el paso del tiempo. Todas las fuerzas estaban a mi favor y di el primer paso en falso sin saberlo: me envanecí; ¡ay, verdaderamente, amigos! La cuerda que estaba por tensar no era la de mi arco, sino la de mi frágil existencia a la que con mis actos insensatos había llevado a un punto donde cualquier cosa podía suceder».
Las últimas palabras de Acteón me hicieron estremecer, recordé espontáneamente su reflejo animal. Y pregunté al compañero que estaba sentado junto a mi si conocía al señor Renard, mi momentáneo interlocutor negó cualquier relación con él y agregó que la red de murmuraciones tendida por los asistentes le había hecho saber que nadie lo conocía previamente. Su presencia se me antojó de mal agüero, pero sin nada más que conjeturas, no podía detener su discurso de buenas a primeras para interrogarlo, tuve que guardarme mis intrigas.
«—Al clarear el amanecer, salí de casa y me adentré entre la nieve hacia el principio del bosque. En el camino ensayé mentalmente el tiro divino que le pondría fin a la persecución más distendida de mi vida. La tarde me sorprendió, pero el albor dominaba todos los rincones de esa fracción del mundo; por mi mente pasó la ridícula idea de que la naturaleza estaba arreglada para sus nupcias y que yo iba a convertir el evento en funeral. En mi aljaba cargaba a la muerte... tonto de mí que no supe ver que del odio al amor hay un paso y que la muerte se confunde muy fácil con ese mismo sentimiento. Caminaba por el sotobosque cuando una flama refulgente pasó entre las matas sin incinerarlas. El añorado zorro danzaba para provocarme: saltaba de la copa de un árbol a otra, veía ora sus rápidas patas, ora su lomo tapiz de brazas. Me dió la impresión de que evitaba volver a pasar por el mismo sitio dos veces, así fue como me hizo seguirlo hasta la parte más tupida de nieve y naturaleza. El momento había llegado; puse una venda sobre mis ojos y saqué la flecha que tenía grabado el nombre con el que lo bauticé: Ocaso. Mi corazón se detuvo unos instantes para colaborar con el silencio mientras tensaba el arco; logré escuchar las livianas pisadas de Ocaso y apenas se detuvo, disparé la flecha de Cupido; sentí cómo la cuerda se rompió y la tensión me daba un fuerte latigazo, equivalente de todo el poder que había impreso en ese tiro, toleré el escozor, pero no sé cómo fue que no pude contener un tonto estornudo que fue seguido por el grito de una mujer. Me descubrí rápidamente los ojos, todo apareció oscurecido, y el batir de unas alas me sobresaltó; pude ver apenas cómo, lo que me pareció era, una lechuza se alejaba entre las copas de los árboles. Cuando me acostumbré a la noche y el reflejo de la luz de luna irideció sobre la nieve, descubrí a una pálida mujer tendida con mi saeta clavada en el brazo; corrí hacia ella para tratar de auxiliarla pero a medida que me acercaba sentía que mi cuerpo se inclinaba hacia delante, como si fuese a tropezar; fue entonces cuando reparé en que mi rostro estaba a pocos centímetros del piso. La mujer me dirigió una mirada cargada de furia y gritó: «¡Fuera de aquí, largo estúpido animal! ¡Aléjate!». A pesar de la herida en su brazo, se las arregló para patalear con desesperación. Cuando me eché hacia atrás para esquivarla, me di cuenta por fin de que estaba sobre mis cuatro extremidades como un animal, y bastó más que una mirada de reojo a mis flancos para comprobar que de mi forma humana no quedaba nada ya y que en su lugar, mi cuerpo era el de un exótico zorro. Traté de articular cualquier palabra, pero de mi garganta sólo salieron atropellados ruidos ininteligibles, desistí al momento de cualquier tentativa de comunicación. La mujer siguió gritando desaforadamente, no tanto producto del dolor de la herida hecha por la saeta, su naturaleza era casi inofensiva, sino más bien por mi presencia. Yo no sabía qué hacer, estaba turbado y aunque trataba de procesar con celeridad mi situación, el verme convertido en el animal que más detestaba no era precisamente el estado propicio para pensar con claridad. Seguí inmóvil y la mujer cansada de mí, decidió ocuparse del verdadero problema que la aquejaba; miró el venablo y al tentarlo debió haber notado su ligereza, además de que no se había clavado muy profundo en su carne; cerró los ojos y sacó la flecha como quien se extrae una astilla del dedo. Me arrojó la flecha, con la intensión de ahuyentarme, pero yo estaba tan pasmado que no tuvo el menor efecto. Se levantó por fin y caminó pesadamente en dirección opuesta de donde yo me encontraba. La perspectiva de permanecer solo en mi extraño estado me hizo seguirla con prudencial distancia; no tardamos en llegar a una cabaña que yo había visto en otras ocasiones, pero a la que nunca puse especial atención. La mujer entró y pronto se iluminaron las ventanas. Yo estaba como tonto entre la nieve mientras una ventisca se cernía sobre mí. Tantos acontecimientos me dejaron agotado y me guarecí a la sombra de una de las ventanas; sentado sobre el alféizar miraba con anhelo el cálido interior de la cabaña. La mujer iba y venía buscando los enseres necesarios para tratar su herida. Soltaba alguna maldición de vez en cuando. Una vez acabada su precaria atención médica, miró por la ventana; al verme allí estuvo a punto de reemprender con las maldiciones, pero no lo hizo. Me contempló con curiosidad y yo trataba de mirarla con la intensión de hacerme comprender sin palabras. Por primera vez en mi vida sentía la pena de no poder expresarme más que tácitamente. Insistió en ahuyentarme, pero esta vez lo hizo sin la misma energía. Luego fingió desinterés y se puso a preparar la cena; imagino que supuso que si me ignoraba, me iría. Pero permanecí allí; ella no sabía que yo no tenía lugar a donde ir. Un par de horas pasaron y comencé a sufrir por la intemperie y el hambre. La mujer iba y venía, ocupándose de tareas cotidianas, de vez en vez miraba de soslayo hacia la ventana donde yo temblaba de frío. La noche alta se conjugaba con una baja temperatura que atería mi cuerpo; por mi mente cruzó la certeza de la muerte que desterré con otros pensamientos: en primera instancia, ¿me había convertido en un zorro o, simplemente, mi conciencia había ocupado el cuerpo de Ocaso?, ¿La flecha de Cupido no pudo herir al zorro porque ni aún borrando el nombre de a quien estaba destinada se podía cambiar su objetivo o porque con el giro de los acontecimientos el zorro eludió una vez más mi venablo?, y en cualquier caso, ¿quién era esta mujer y qué hacia en el centro del bosque? Nada tenía sentido y divagando sobre estas posibilidades, sucumbí al sueño, que en realidad confundí con la muerte alcanzándome. La nueva luz del amanecer sobre mi rostro me devolvió la conciencia. Estaba acurrucado en un sesto frente a la generosa flama de la chimenea, miré mi cuerpo de zorro sólo para comprobar que mi realidad inmediata no había cambiado. Un estremecimiento acompañó al impacto de las cosas sobre mis sentidos animales: los aromas, los sonidos, los colores, todo tenía una intensidad aplastante. De repente, la abemolada voz de la mujer me llegó con una nitidez tal que sentí que estaba dentro de mi cabeza y no detrás de mí, a un par de pasos. No logré entender sus primeras palabras pero con el resto me recriminaba por haber recibido una flecha en mi lugar. Al darme la vuelta para mirarla, me encontré con una bella joven, en medio de una habitación que se antojaba estrecha, pero que contenía tantas cosas que mi noción del espacio se contrariaba; quise atribuir el fenómeno a mi nueva dimensión disminuída de zorro. La desconocida me dirigió una sonrisa y acercó algo de carne seca a mi sesto; el apetito despertó una inopinada rapacidad en mí y contrario a la sobriedad que me hubiera gustado mostrar, devoré todo con apremio. Sin duda presentaba una estampa cómica, porque ella se burló de mi brusquedad. La impotencia de no poder decirle nada, ni de disgusto o agradecimiento me produjo melancolía. Pasé el día entero allí, inmóvil, estudiando lo que podía depararme el porvenir; no sabía si mi estado era permanente o temporal, tampoco si yo podía hacer algo para revertirlo. Una nueva noche nos abrazó y luego al siguiente día me animé a salir del sesto, mientras mi inopinada benefactora se había ausentado. Exploré la habitación: los muebles viejos y limpios me decían que no hacía mucho tiempo que ella vivía allí y todo adoptaba un orden de madriguera en lugar de casa. Ella me encontró hurgando bajo la cama cuando volvió, traía un grueso paquete de leña que pronto ardió y cumplió el doble propósito de cocer los alimentos y brindar calor al hogar. Los días transcurrieron con la pereza impuesta por el invierno; me fui adaptando poco a poco a ella, de modo que sin habérmelo dicho explícitamente, estaba dispuesto a vivir así el resto de mis días. Me olvidé de Cupido, de Ocaso y de mi existencia humana. Hasta que una nueva afrenta de mi destino roto avivó la fatalidad que aún estaba reservándose. Una mañana salimos de casa para dar un paseo, mi compañera, que resultó llamarse Hamara, me cargaba entre sus brazos, después de un tramo salté sobre la nieve; íbamos caminando en círculos sin ganas de llegar a ningún lugar o de seguir ritmo alguno. Esa linda desorientación de hoja al viento comenzó a atraerme y me llevó hacia el centro del bosque. Hamara reconoció el lugar de inmediato y se detuvo antes de poner un pie en las sombras tupidas de los árboles, pero yo era presa de una fuerza indescriptible, seguí como envuelto por remolinos, hasta que estuve con la flecha de Cupido frente a mí. Al otearla y apenas rozar su gélida inmovilidad mi vista comenzó a distanciarse del piso; acababa de recuperar mi altura y, no sólo eso, mi cuerpo adoptó involuntariamente la postura de tirar una flecha, sentí en mis restituídas manos el arco y la tensión de su cuerda, luego la tela del vendaje sobre mis ojos, y por último la flecha maldita. Todo había vuelto a ser tal y como fue antes del disparo que me condenó. Respiré ondamente y bajé mi arma, temía herir a Hamara. Descubiertos mis ojos, la busqué, la llamé, pero ella no respondió, no la encontré. Un nuevo batir de alas provocó un aironazo y me quedé solo en medio de la tarde».
Acteón quedó mudo y nosotros no supimos si era prudente hablar. El hermano Theodor celebró la historia y con ese aliciente, seguimos su ejemplo. La tertulia se reanimó, pero esta vez cada quien tomó el cause de conversaciones privadas; me acerqué a Renard y le dije que su historia sin duda me había conmocionado, luego le pregunté que qué hacía entre nosotros, puesto que ni yo ni nadie en la habitación lo conocía realmente. Esto fue lo que me respondió:
—Voy de comarca en comarca en busca de una presa peor que el zorro. Está donde los hombres y las mujeres son jóvenes y la flor de la edad los empuja hacia el fruto... lo persigo por tres estaciones, pero debo volver en la cuarta al encuentro de Hamara. Retorno al centro oscuro de aquel bosque donde disparo la flecha que me transforma en zorro y a Hamara en humana, repetimos los días que hemos vivido infinidad de veces hasta que un nuevo magnetismo me atrae al bosque y los papeles entre Hamara y yo se invierten. De no cumplir con rigor este rito, tengo la sensación de que ambos quedaremos atrapados en las formas que no deseamos, aunque en el fondo ya no somos ni totalmente humanos, ni totalmente animales; vivo inconcluso, porque en todo este tiempo he aprendido a amar y adorar a Hamara, pero siendo animal, mis deseos humanos no llegan a ningún sitio, y siendo hombre, el estado de Hamara es incompatible con el mío. Sólo Cupido puede reparar esto, pero por más que lo busco, jamás lo encuentro a tiempo.
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