En la gula se encuentra la entelequia de un monstruo, una sombra vaga que rara vez se distingue en la oscuridad del apetito ocioso. Lo siguiente es la sombra de la sombra, el fruto monstruoso de la entelequia y un cuento; cómase con moderación.
Los días sabrían decir qué cosa fue lo que se sembró en la mente de Isa, en cuánto tiempo germinó la idea y en qué momento la madurez defolió cada hoja que fue una acción.
En principio es difícil ver las raíces: quizá el desagradable mal hábito de comerse las uñas cuando niña o tal vez la mala costumbre de morderse los labios por los nervios. Ni siquiera es imposible descartar que el hecho de que se arrancaba las costras por la ansiedad...
...Pura especulación inútil: pensar en el resto del iceberg cuando lo que importa es la punta, sobresaliendo, personificado el peligro; se adivinan mil cosas del cuerpo nada más de ver los ojos flotando en la nada.
Pensar en Isa, pulcramente vestida, comiendo silenciosa, con la boca bien cerrada. Pensar en Isa, temblando en la noche, mitad por el miedo y mitad por el frío del piso debajo de la cama, donde se tapa los oídos para no escuchar los gritos y los objetos quebrándose. Pensar en Isa feliz todos los días pero con algo sombrío en su corazón.
Pero, llegados a cierto punto, ¿qué importa si Isa musiquí o musicá, si era dichosa o no? Más bien debe ser prioridad ver a Isa tal y cómo es en este instante; una dulce muchacha, bien sentada sobre las suaves hierbas del parquesito local, con un libro en las manos y una fantasía entre las ideas. El viento sopla en su conciencia una lejana voz de entre sus recuerdos.
Ver a Isa mordiendo suavemente su dedo pulgar, dulce uva, fruta. Escuchar a Isa andar grácil por la habitación, bailando con la música, un ritmo porteño que la lleva de la mano. Sentir a Isa en la noche, acurrucada contra mi espalda, dos minutos antes de que despierte quejándose porque mientras dormía, entre sueños se mordió la mejilla o la lengua.
Isa, ojos de flor flotando en un profundo y calmo estanque, pienso en qué cosas hay latentes que de repente causan los extraños accidentes. Porque es algo frecuente que al hacer alguna tarea frustrante, Isa se muerda los nudillos o se mastique el labio superior. Y aún me sigo acostumbrando a curar esas pequeñas heridas que de repente le aparecen, por distintos motivos, en todo el cuerpo; en su pierna ese pequeño agujero causado por un clavo salido de la pared, o el largo rasguño en el brazo, causado por una grapa que se le atoró en el suéter... la quemadura en la mano izquierda que fue por un descuido en la cocina.
Y desde hace días más frecuentes: caídas, tropiezos, golpes, rasguños, moretones, pequeños faltantes en la continuidad de su piel, dos uñas arrancadas de raíz... todo me hace temer por la integridad de Isa. Pero ella continúa como si nada, mientras que si yo la descuido es seguro que todo es síntoma de peligro.
Vuelvo a preguntarme qué cosa pudo provocar esa hambre obsesiva y obscena. Qué loca idea se conjugó con mi ausencia por una diligencia para provocar que Isa se mordiera brazos y piernas, se arrancara trozos de piel y carne del vientre y los pechos, los lóbulos de ambas orejas y porciones de labios y mejillas. Ni siquiera soy capaz de imaginar a Isa desgarrando sus glúteos y derramando su sangre. Tiemblo ante el recuerdo de sus ojos sin párpados y sus dedos hasta los huesos. Incluso si cierro los ojos soy capaz de recordarla con tal nitidez que siento que estoy mirándola de nuevo, lamiendo su propia sangre del suelo, hecha de risas y llanto, con la carne expuesta, el cuerpo punzante, toda en delirio, una mujer como una enorme herida.
Mi terrible memoria me deja postrado: me siento todavía abrazado al cuerpo de Isa, empapado por la sangre; escucho sus palabras torpes, diría que hasta masticadas y escupidas.
¿Qué impulso primitivo arroja a alguien a sus propias fauces? ¿Qué manía es capaz de suprimir el dolor con dolor y el miedo a la autodestrucción a dentelladaz?
Isa fue su semilla, su flor y su fruto...
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