Mejor conocida como El Flautista de Hamelín, la historia del cazador de ratas es una tradición alemana que se ha encontrado en variedad de versiones (como la de Hermanos Grimm Los niños de Hamelín (1816), que quizá es la más difundida) y con no menos interpretaciones. La que presento es recogida de la antología de cuentos de hadas de Andrew Lang; se trata de una versión francesa de Charles Marelles. Curiosamente en esta versión, el músico no toca una flauta, sino una gaita, cosa que imagino es por razones de darle cierto exotismo al cuento.
En el relato la música aparece en una tónica más allá de algo para el placer estético: como mesmerismo musical, que ha tenido bastante interés, sobre todo en ramas médicas. Es por todos conocida la estrategia del músico de Hamelín que con su instrumento logra deshacerse de las ratas y encandilar a los niños para sucuestrárlos. Sin más que agregar, el cazador de ratas...
Hace tiempo la ciudad de Hamelín en Alemania fue invadida por miles de ratas; un tipo de ratas como el que no se había visto nunca antes ni se volvería a ver después.
Eran criaturas negras, enormes que corrían desafiantes a plena luz del día por las calles y eran tantas que inundaron las casas con su presencia a tal punto que la gente no podía pisar o tocar algo sin encontrarse con una de ellas. Al vestirse por la mañana encontraban ratas en los calzoncillos, en los fondos de las señoras, en los bolsillos y en las botas. Cuando querían algo de comer, la horda voraz había barrido con todo desde la bodega hasta el desván. Por la noche era peor. Tan pronto se apagaban las luces, estos roedores infatigables se ponían a trabajar. Y en todas partes; en los techos, las alacenas, las puertas se escuchaba el furioso ruido de quienes perseguían a las ratas o les ponían trampas —ruido de perforadoras, pinzas y serruchos. Un sordo no habría podido descansar ni una hora seguida.
Nada funcionaba: ni poner gatos o perros, veneno, trampas, rezos, veladoras a los santos... nada. Mientras más ratas mataban, más aparecían. Y los habitantes de Hamelín comenzaban a conseguir perros (no que sirvieran de mucho) cuando un viernes llegó a la ciudad un hombre con un rostro extraño que tocaba la gaita y cantaba el siguiente estribillo:
“¡Quien esté vivo: vea! Aquí está el cazador de ratas.”
Un enorme joven desgarbado, de rostro cenizo y piel algo amarillenta, la nariz torcida, un bigote como de cola de rata y sus ojos —grandes, agudos y burlones— asomaban por debajo de un sombrero de fieltro decorado con una pluma roja de ave. Llevaba un saco verde con un cinturón de piel y calzoncillos rojos, iba calzado con unos zapatos de largas atarudas que le llegaban cruzadas hasta las piernas, como las usan los gitanos.
Así es como luce ahora, pintado en una ventana de la catedral de Hamelín.
Se detuvo en el gran mercado que está frente al edificio de gobierno, le dio la espalda a la iglesia y continuó con su música cantando:
“¡Quien esté vivo: vea! Aquí está el cazador de ratas.”
Le consejo del pueblo se había congregado para discutir una vez más esta plaga de Egipto, de la que nadie podía proteger al pueblo.
El extranjero mandó decir a los miembros del consejo que si le pagaban cierta suma de dinero, él podría deshacerse de todas las ratas antes del anochecer; de todas.
—¡Entonces es un hechicero! —exclamaron los ciudadanos al unísono—. Hay que cuidarnos de él.
Un consejero del pueblo, a quien consideraban como un tipo listo, les dijo:
—No sé si dice la verdad ni si es hechicero, pero seguramente fue él quien nos envío a estas horribles criaturas de las que quiere librarnos ahora por dinero. Bien, debemos aprender a atrapar al diablo con sus propios métodos. Déjenmelo a mí.
—Dejémoslo en manos del consejero —se decían los ciudadanos unos a otros.
Y mandaron traer al extranjero, el cual les dijo: “Antes del anochecer me habré deshecho de todas las ratas de Hamelín si me pagan doce florines por cabeza.”
—¡Doce florines! —exclamaron los ciudadanos— pero eso serían millones de florines.
El consejero del pueblo se limitó a encogerse de hombros y le dijo al extranjero:
—¡Qué barato! A trabajar. Le pagaremos doce florines por cabeza tal como pide.
El gaitero dijo que se pondría a trabajar esa misma tarde cuando saliera la luna. Y les dijo que a esa hora todos los habitantes de la ciudad deberían de dejar libres las calles y que se contentaran con mirar por las ventanas lo que ocurría, ya que sería un espectáculo muy agradable. Cuando la gente de Hamelín escuchó sobre el trato dijeron: “¡Doce florines por cabeza! Nos va a costar mucho dinero.”
—Hay que dejarlo en manos del consejero del pueblo —dijo el propio consejero con un aire malicioso. Y los buenos habitantes de Hamelín repetían: “hay que dejarlo en manos del consejero del pueblo.”
Al rededor de las nueve de la noche regresó el gaitero a la plaza del mercado. Al igual que antes le dio la espalda a la iglesia y al momento en que la luna se levantó en el horizonte comenzó a tocar su gaita, “Trarirá, trarí, trarirá.”
Al principio era un sonido lento, suave, acariciante, luego se fue haciendo más y más animado y urgente, y después tan sonoro y punzante que se escuchaba hasta en los callejones y rincones más distantes del pueblo.
Pronto salieron las ratas del fondo de los sótanos, de los desvanes, de debajo de los muebles, de todos los rincones de las casas; buscaban las puertas y salían a las calles dando brincos, trip, trip, trip, corrían hacia la entrada del edificio de gobierno. Ahí se congregaron todas apretujadas, cubrían toda la acera como si fueran olas de un torrente en plena inundación.
Cuando la plaza estuvo llena, el gaitero dio media vuelta y sin dejar de tocar con animosidad de dirigió hacía el río que corre al pie de los muros de Hamelín. Al llegar ahí volvió a dar media vuelta, las ratas lo seguían.
—¡Hop! ¡Hop! —les gritó señalando con el dedo un punto en la corriente del río donde el agua formaba con fuerza un remolino y se hacia una suerte de embudo. Y así, ¡hop!, sin titubear, las ratas se arrojaron al río y nadaron directo hacia el embudo; se hundían de frente y desaparecían.
Las ratas continuaron saltando al río sin cesar hasta la medianoche.
Al fin, arrastrándose con dificultad, apareció una rata enorme, con canas por la edad avanzada y se detuvo en el banco del río.
Era el rey de la banda.
—¿Ya son todas, amigo Blanchet? —le preguntó el gaitero.
—Todas —respondió el amigo Blanchet.
—¿Y cuántas fueron?
—Novecientas noventa mil novecientas noventa y nueve.
—¿Bien contadas?
—Bien contadas.
—Entonces ve con ellas, viejo amigo, y au revoir.
Entonces la vieja rata brincó al río, nadó hacia el remolino y desapareció.
Una vez que el gaitero terminó este asunto se fue a dormir a la posada. Y por primera vez en tres meses, los habitantes de Hamelín durmieron tranquilamente durante la noche.
A la mañana siguiente, a las nueve en punto, el gaitero se dirigió al palacio de gobierno, donde el consejo del pueblo lo esperaba.
—Ayer, todas las ratas brincaron al río —les dijo a los consejeros— y les garantizo que ni una sola de ellas regresará. Fueron Novecientas noventa mil novecientas noventa y nueve, a doce florines por cabeza. ¡Hagan la cuenta!
—Contemos primero las cabezas. Son doce florines por cabeza, ¿pero dónde están?
El cazador de ratas no se esperaba este golpe traicionero. Se puso pálido de coraje y sus ojos parecían fuego.
—¡Las cabezas! —exclamó—. Si tanto le importan, vaya por ellas al río.
—¿De modo que se rehúsa a cumplir con los términos del acuerdo que hicimos? Nosotros podríamos negarnos a pagarle, pero usted nos ha hecho un servicio, así que no lo dejaremos ir sin una recompensa —le dijo y le ofreció cincuenta coronas.
—Quédese con la recompensa —respondió orgullosamente el cazador de ratas—. Si ustedes no me pagan, me pagarán sus herederos.
Y en ese momento se colocó el sombrero hasta casi cubrirle los ojos, salió rápidamente del edificio y se fue del pueblo sin dirigirle una palabra a nadie.
Cuando los habitantes de Hamelín se enteraron de cómo había terminado el asunto se frotaron las manos y sin más escrúpulos que los del consejero del pueblo se rieron del cazador de ratas, quien ante sus ojos había caído en su propia trampa. Pero lo que más los hizo reír fue la amenaza que hizo de que sus herederos le tendrían que pagar. ¡Ja! Qué bueno sería si todos los acreedores fueran así por el resto de sus días.
Al día siguiente, que era domingo, todos fueron muy contentos a la iglesia, pensando en que después de misa podrían al fin comer algo rico que las ratas no hubieran probado antes.
Nunca sospecharon que les aguardaba una terrible sorpresa al volver a casa. No había niños en ninguna parte: ¡Todos habían desaparecido!
—¡Nuestros niños! ¿Dónde están nuestros pobres niños? —eran los gritos que rápidamente se multiplicaban en todas las calles del pueblo.
Entonces, por la puerta del oeste del pueblo, aparecieron tres niños que lloraban y contaron lo siguiente:
Mientras los adultos estaban en la iglesia habían escuchado una música maravillosa. En un instante salieron de sus casas todos los niños, atraídos por los sonidos mágicos, y se habían dirigido de prisa a la plaza del mercado. Ahí encontraron al cazador de ratas tocando sus gaita en el mismo lugar que el día anterior. Entonces el extranjero echó a andar a paso veloz y los niños lo seguían corriendo, brincando y cantando al compás de la música hasta el pie de la montaña que se ve al llegar a Hamelín. Al acercarse se hizo una pequeña abertura en la montaña y el gaitero se había ido con ellos. Sólo habían quedado afuera, como de milagro, los tres niños que habían contado la aventura. Uno de ellos era patizambo y no había podido correr lo suficientemente rápido; otro, que había salido de la casa a toda prisa, apenas alcanzó a ponerse un zapato, chocó contra una piedra enorme y caminaba con dificultad; por último, el tercero había llegado a tiempo, pero en el forcejeo con los demás por entrar en la montaña se había impactado muy fuerte contra la pared de la montaña y se habían caído de espaldas en el momento en que la brecha se cerraba después de que habían entrado sus camaradas.
Al escuchar esto los padres se lamentaron aún más. Salieron corriendo armados de picas y azadones hacia la montaña y buscaron todo el día la abertura por la que habían desaparecido los niños, pero en vano. Por la noche volvieron a Hamelín desolados.
Pero el más triste de todos era el consejero del pueblo, pues había perdido tres niños pequeños y dos niñas, y además de todo, los habitantes de Hamelín lo llenaron de reproches, olvidando que la noche anterior todos habían estado de acuerdo con él.
¿Qué había pasado con estos niños desafortunados?
Los padres esperaban que no estuvieran muertos y que el cazador de ratas, quien con seguridad había salido de la montaña, se los hubiera llevado a su país. Es por eso que por varios años despacharon contingentes a varios países en su búsqueda, pero ninguno encontró ni rastro de los pobres pequeños.
Fue hasta mucho después que tuvieron algunas noticias.
Cerca de ciento cincuenta y cinco años después de estos hechos, cuando ya no quedaba ni uno de los padres, madres, hermanos o hermanas de aquel día, llegaron a Hamelín unos comerciantes de Bremen que volvían del este y qué pudieron hablar con los habitantes. Les contaron que al cruzar por Hungría pasaron una temporada en un país llamado Transilvania, donde los habitantes sólo hablan alemán, mientras que a su alrededor todos hablan húngaro. Estas personas dijeron que habían llegado de Alemania, pero no sabían cómo habían llegado a ese extraño país. “Estos alemanes no pueden ser otros que los descendientes de los niños perdidos de Hamelín”, dijeron los mercaderes de Bremen.
Los habitantes de Hamelín no tuvieron la menor duda y desde entonces dan por hecho que los húngaros de Transilvania son sus paisanos, cuyos ancestros fueron llevados hasta ahí cuando eran niños por el cazador de ratas. Hay cosas más difíciles de creer que está.
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