miércoles, 4 de septiembre de 2019

Antología de cuentos sobre antropofagia: BT1. Tombuctú

El 2 de agosto de 1883 Guy de Maupassant publicó en «Le Gaulois» este cuento titulado Tombouctou —en su lengua original—.
Hasta ahora, es la primera referencia sobre el consumo de carne humana que leo en Maupassant —referencia en realidad un tanto vaga—.
Una larga meditación me hizo cuestionarme si podía darle o no cabida a este cuento en nuestra antología; por un lado es indudable que hace uso efectivo de dos de los grandes propiciadores del canibalismo: El sitio y lo exótico. Es común ver estas convenciones de manera individual en la narrativa que aborda el tema que nos atañe; pero, resulta raro verlas de la mano y en la inversión que construye Maupassant.
A pesar de su singular conjunción de elementos, el cuento se ocupa más bien de caricaturizar a los africanos que participaron en la guerra franco-prusiana antes que de abordar el tema del canibalismo; aún así, presiento que lo poco que pueda ofrecer al exámen del fenómeno caníbal, parece suficiente para defender su legítima presencia en la antología.
Ahora bien, la condición de Tombuctú es curiosa: su consumo de carne humana no es justificada por el sitio de Bezières, sino por su naturaleza de extranjero. Normalmente se ve en los textos sobre canibalismo que es el civilizado quien termina en una tierra extraña, siendo testigo de las atrocidades de los naturales; pero aquí se aplica a la inversa: lo exótico es lo que termina rodeado de lo civilizado, sólo que la guerra suspende ese estado de civilidad y permite al salvaje actuar con la libertad e impunidad cotidianas de su patria natal.
El príncipe y su tropa de hombres despreocupados hacen que este cuento entre en la categoría de Banquetes y en lo Cocido, a tal grado llegan que, el narrador de la historia termina participando en la comilona, obviamente bajo la ignorancia de la procedencia de la carne que devora.

El bulevar, ese río de vida, bullía en el polvo de oro del sol poniente. Todo el cielo estaba rojo, cegador; y, por detrás de la Madeleine, una inmensa nube arrebolada sobre toda la larga avenida un oblicuo diluvio de fuego, vibrante como el vapor de una fogata.
La muchedumbre, alegre, palpitante, caminaba bajo aquella bruma encendida y parecía en una apoteosis. Los rostros estaban dorados; los sombreros negros y los trajes tenían reflejos de púrpura; el charol de los zapatos lanzaba llamas sobre el asfalto de las aceras.
Ante los cafés, multitud de hombres tomaban bebidas brillantes y coloreadas que parecían piedras preciosas fundidas en el cristal.
Entre los parroquianos vestidos con trajes ligeros y oscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían bajar todos los ojos con el deslumbramiento de sus entorchados. Charlaban, alegres sin motivo, entre aquella gloria de vida, entre la radiante irradiación de la tarde; miraban a la muchedumbre, los hombres lentos y las mujeres apresuradas que dejaban tras sí un perfume intenso y turbador.
De repente un enorme negro, vestido de negro, ventrudo, con un chaleco de dril recargado de dijes, con la cara tan reluciente como si le hubieran sacado brillo, pasó ante ellos con aire triunfal. Sonreía a los transeúntes, sonreía a los vendedores de periódicos, sonreía hacia el cielo resplandeciente, sonreía a París entero. Era tan alto que sobrepasaba todas las cabezas; y, a su paso, todos los papanatas se volvían para Contemplarlo de espaldas.
Pero de pronto divisó a los oficiales y, atropellando a los bebedores, se lanzó hacia ellos. En cuanto estuvo ante su mesa, clavó en ellos sus ojos brillantes y encantados, y las comisuras de la boca le subieron hasta las orejas, descubriendo unos dientes blancos, claros como una luna creciente en un cielo negro. Los dos hombres, estupefactos, contemplaban a aquel gigante de ébano, sin entender su alegría.
Exclamó, con una voz que hizo reír a todas las mesas:
«Bueena tarde, mi teeniente.»
Uno de los oficiales era jefe de batallón, el otro coronel. El primero dijo:
«No lo conozco a usted, caballero; ignoro lo que pretende de mí.»
El negro prosiguió:
«Yo querer mucho a ti, teeniente Vedié, sitio Bézi, muucha uvaa, buscaba yo.»
El oficial, completamente desconcertado, miró fijamente al hombre, buscando en el fondo de sus recuerdos, y bruscamente exclamó:
«¿Tombuctú?»
El negro, radiante, se golpeó el muslo lanzando una risa de una violencia inverosímil y berreando:
«Sí, sí, ya, mi teeniente, reconoce Tombuctú, ya, bueena tarde.»
El comandante le tendió la mano riéndose tambien con toda su alma. Entonces Tombuctú se puso serio. Cogió la mano del oficial y, con tanta rapidez que el otro no pudo impedirlo, se la besó, según la costumbre negra y árabe. Confuso, el militar le dijo con voz severa:
«Vamos, Tombuctú, no estamos en Africa. Siéntate ahí y dime cómo es que te encuentro aquí.»
Tombuctú hinchó la barriga y, tartamudeando, de lo deprisa que hablaba:
«Ganado mucho dinero, muucho, gran estaurante, comido bien, prusianos, yo, muucho robado, muucho, cocina francesa, Tombuctú, coociner del Emperadó, doscientos mil francos a mí. ¡Ja, ja, ja, ja!»
Y reía, retorciéndose, chillando con una alegría loca en la mirada.
Cuando el oficial, que entendía su extraño lenguaje, lo hubo interrogado cierto tiempo, le dijo:
«Bien, hasta la vista, Tombuctú, hasta pronto.»
El negro se levantó al punto, estrechó, esta vez, la mano que le tendían, y, sin dejar de reír, gritó:
«Bueena tarde, bueena tarde, mi teeniente.»
Y se marchó, tan contento que gesticulaba al andar y lo tomaban por un loco.
El coronel preguntó:
«¿Quién es ese animal?»
El comandante respondió:
«Un buen chico y un valiente soldado. Voy a contarle lo que sé de él; es bastante divertido,»

Ya sabe que al comienzo de la guerra de 1870 estuve encerrado en Bezières, que ese negro llama Bézi. No estábamos sitiados, sino bloqueados. Las líneas prusianas rodeaban por todas partes, fuera del alcance de nuestros cañones, y ya no disparaban sobre nosotros, sino que pretendían rendirnos por hambre.
Yo era entonces teniente. Nuestra guarnición estaba compuesta por tropas de todo tipo, restos de regimientos destrozados, fugitivos, merodeadores separados de los cuerpos del ejército. Teníamos de todo, incluso doce turcos* llegados una noche no sé cómo, no sé por dónde.
Se habían presentado en las puertas de la ciudad, agotados, andrajosos, hambriento y borrachos. Me los encomendaron.
Pronto comprendí que eran rebeldes a toda disciplina, siempre estado un fuera y siempre achispados. Probé con la prevención, e incluso con el calabozo, no conseguí nada. Mis hombres desaparecida durante días enteros, como si se los hubiera tragado la tierra, y después reaparecían borrachos como cubas. No tenían dinero. ¿Dónde bebían? ¿Y cómo, y con qué?
La cosa empezaba a intrigarme vivamente, tanto más cuanto que aquellos salvajes me interesaban con su risa perpetua y su carácter de niños traviesos.
Me di cuenta entonces de que obedecían ciegamente al más alto de todos, ése que usted acaba de ver. Los gobernaba a su antojo, preparaba sus misteriosas empresas como jefe todopoderoso e indiscutido. Mandé que viniera a verme y lo interrogé. Nuestra conversación duró tres horas, pues me costaba mucho trabajo entender su sorprendente algarabía. El pobre diablo, por su parte, hacía esfuerzos inauditos para que lo entendiera, inventaba palabras, gesticulaba, sudada con el esfuerzo, se enjugaba la frente, resoplaba, se detenía y volvía a empezar bruscamente cuando creía haber encontrado un nuevo método para explicarse.
 Adiviné al final que era hijo de un gran jefe, de una especie de rey negro de la cercanías de Tombuctú. Le pregunté su nombre. Respondió algo así como Chavajaribujalijranafotapolara. Me pareció más sencillo ponerle  el nombre de su tierra: «Tombuctú.» Y, ocho días después, nadie en la guarnición lo llamaba de otra manera.
Pero sentíamos una curiosidad loca por saber dónde el ex-príncipe africano encontraba bebida. Lo descubrí de un modo singular.
Estaba yo una mañana en las murallas, estudiando el horizonte, cuando divise en un viñedo algo que se movía. Se aproximaba la época de la vendimia, las uvas estaban maduras, pero no pense en nada de eso. Creí que un espía se acercaba a la ciudad, y organicé una expedición en regla para atrapar al merodeador. Tomé yo mismo el mando, tras haber obtenido la autorización del general.
Había mandado salir, por tres puertas diferentes, tres pequeñas tropas que debían reunirse cerca del viñedo sospechoso y rodearlo. Para cortarle la retirada al espía, uno de esos destacamentos tenía que marchar durante una hora, por lo menos. Un hombre que había quedado de observación en la muralla me indicó por señas que el ser divisado no había salido del campo. Avanzábamos con mucho sigilo, arrastrándonos, casi tumbados entre los surcos. Por fin, llegamos al punto designado; despliego bruscamente a mis soldados, que se lanzan al viñedo, y encuentran... a Tombuctú, andando a cuatro patas entre las cepas y comiendo uvas, o mejor dicho dando dentelladas a las uvas como un perro que come sus sopas, con toda la boca, pegado a la planta, arrancando el racimo con los diferentes.
Quise que se levantara; ni pensarlo, y comprendí entonces por qué se arrastraba así sobre manos y rodillas.
Cuando lo enderezaron sobre sus piernas, osciló unos segundos, extendió los brazos y cayó de bruces. Tenía la mayor borrachera que yo había visto nunca.
Nos lo llevamos sobre dos rodrigones. No cesó de reír durante todo el camino gesticulando con brazos y piernas.
Ese era todo el misterio. Mis mozos bebían de la misma uva. Después, cuando estaban borrachos a más no poder, se dormían allí mismo.
En cuanto a Tombuctú, su amor al viñedo sobrepasaba toda medida, era increíble. Vivía allí dentro como los tordos, a quienes por lo demás odiaba con un odio de rival celoso. Repetía sin cesar:
«Lo toordo comido tooda la uva, sin vegüeenza!»
Una tarde fueron a buscarme. Se distinguía en la llanura algo que venía hacia nosotros. Yo no había cogido mi anteojo y veía mal. Hubiérase dicho una gran serpiente que se desenrollaba, concombre, ¡yo qué sé!
Envié unos hombres al encuentro de aquella extraña caravana que pronto hizo una entrada triunfal. Tombuctú y nueve de sus compañeros traían sobre una especie de altar, hecho con sillas de campaña, ocho cabezas cortadas, sangrientas y expresivas. El décimo Turco tiraba de un caballo a la cola del cual habían atado otro, y otros seis animales más lo seguían, sujetos de la misma manera.
He aquí lo que me contaron. Al salir a los viñedos, mis africanos habían visto de repente un destacamento prusiano que se acercaba a un pueblo. En lugar de huir, se habían escondido; después, cuando los oficiales echaron pie a tierra ante una posada para tomar algo fresco, los once mozos se lanzaron, pusieron en fuga a los ulanos que se creyeron atacados, mataron a dos centinelas, y además al coronel y los cinco oficiales de su escolta.
Ese día abracé a Tombuctú. Pero me di cuenta de que le costaba andar. Lo creí herido; se echó a reír y me dijo: «Yo, poovisione pal país.»
Y es que Tombuctú no hacía la guerra por la gloria, sino por la ganancia. Todo lo que encontraba, todo lo que le parecía de valor, todo lo que brillaba, sobre todo, se lo metía en el bolsillo. ¡Y qué bolsillo! Un pozo sin fondo que empezaba en las caderas y terminaba en los tobillos. Habiendo retenido un término de La tropa, lo llamaba «mis alforjas», ¡y eran unas auténticas alforjas, en efecto!
De modo que había arrancado los galones de los uniformes prusianos, el cobre de los cascos, los botones, etc., arrojándolo todo en sus «alforjas», que estaban llenos hasta rebosar.
Todos los días precipitaba en su interior cualquier objeto brillante que cayera en sus manos, pedazos de estaño piezas de plata, lo cual le daba a veces un aspecto infinitamente gracioso.
Contaba con llevarse todo el país de los avestruces, de los cuales parecía hermano aquel hijo de rey torturado por la necesidad de tragar los cuerpos brillantes. Si no hubiera tenido sus alforjas, ¿qué habría hecho? Sin duda los hubiera engullido.
Todas las mañanas su bolsillo estaba vacío. Tenía, pues, un almacén general donde se amontonaban sus riquezas. Pero, ¿dónde? No pude descubrirlo.
El general, advertido de la gran hazaña de Tombuctú, mandó en seguida enterrar los cuerpos que habían quedado en el pueblo vecino, para que nadie descubriera que habían sido decapitados. Las prusianos regresaron al día siguiente. El alcalde y siete vecinos notables fueron fusilados en el acto, en represalia, como denunciantes de la presencia de los alemanes.

Llegó el invierno. Estábamos agotados y desesperados. Ahora nos batíamos a diario. Los hombres, hambrientos, no podían andar. Sólo los ocho turcos (habían matado a tres) seguían gordos y relucientes, vigorosos y siempre dispuestos a luchar. Tombuctú incluso engordaba. Me dijo un día:
«Tú muucha hambre, yo buena carne.»
Y en efecto, me trajo un excelente filete. Pero ¿de qué? Ya no nos quedaban bueyes, ni carneros, ni cabras, ni asnos, ni cerdos. Era imposible procurarse un caballo. Reflexioné sobre todo esto tras haber devorado mi carne. Entonces me asaltó un horrible pensamiento. ¡Aquellos negros habían nacido en una tierra donde se come a los hombres! ¡Y caían diariamente tantos soldados en torno a la ciudad! Interrogué a Tombuctú. No quiso responder. No insistí, pero a partir de entonces rechacé sus presentes.
Me adoraba. Una noche, la nieve nos sorprendió en las avanzadas. Estábamos sentados en el suelo. Yo miraba compasivo a los pobres negros tiritando bajo aquel polvo blanco y helado. Como tenía mucho frío, empecé a toser. Al punto sentí que algo caía sobre mí, como una grande y calida manta. Era el capote de Tombuctú, que él me echaba sobre los hombros.
Me levanté y, devolviéndole su prenda:
«Quédatelo, hijo mío; lo necesitas más que yo.»
El respondió:
«No, mi teeniente, pa ti, yo no necesitar, yo calieente, calieente.»
Y me contemplaba con ojos suplicantes.
Proseguí:
«Vamos, obedece, quédate con el capote, te lo mando.»
El negro entonces se levantó, desenvainó el sable, que sabía conservar afilado como una hoz, y, sosteniendo con la otra mano su ancho capote que yo rechazaba:
«Si tu no queeda abrigo, yo coorto; nadie abrigo.»
Lo hubiera hecho. Yo cedí.
Ocho días después, habíamos capitulado. Algunos de los nuestros habían podido escapar. Los demás iban a salir de la ciudad y entregarse a los vencedores.
Me dirigía a la plaza de Armas, donde debíamos congregarnos, cuando me quedé asombrado ante un negro gigantesco vestido de dril blanco y tocado con un sombrero de paja. Era Tombuctú. Parecía radiante y se paseaba, con las manos en los bolsillos, ante una tiendecilla donde se exhibían dos platos y dos vasos.
Le dije:
«¿Qué estás haciendo?»
Respondió:
«Yo no sufrí, yo buen coociner, yo hecho comer coronel, Argeel; yo comido pusianos, mucho roobado, muucho.»
Helaba a diez grados. Yo tiritaba ante aquel negro vestido de dril. Entonces me cogió del brazo y me hizo entrar. Vi una muestra inmensa que iba a colgar ante la puerta cuando nos hubiéramos marchado, pues tenía cierto pudor.
Y leí, trazado por la mano de algún cómplice, este reclamo:
COCINA MILITAR DEL SEÑOR TOMBUCTU EX-COCINERO DE S.M. EL EMPERADOR Artista de París -Precios módicos
A pesar de la desesperación que me roía el alma, no pude dejar de reírme, y dejé a mi negro entregado a su nuevo negocio.
¿No valía más eso que hacer que se lo llevaran prisionero?
Acaba usted de ver que ha tenido éxito, el mozo.
Bezières, hoy, pertenece a Alemania. El restaurante Tombuctú es un comienzo de desquite.

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