jueves, 17 de octubre de 2019

Antología de cuentos sobre antropofagia: E2. El cerdo largo. Un lugar de sacrificios de los caníbales

Se podría pensar que, después de haber hecho tantas observaciones  —tal vez un tanto gratuitas— sobre la antropofagia, estoy calificado para hablar del fenómeno en la vida real y no sólo de su aparición en la literatura. No nos engañemos; sólo los antropólogos, los sociólogos o los psiquiatras son los únicos quienes pueden emitir juicios reales al respecto. De cualquier modo, ello no significa tampoco que no puedo darme la licencia de hacer algunos comentarios y conjeturas sobre el tema más allá de la ficción.
Lo anterior es la razón por la cual no se han encontrado —hasta ahora— testimonios reales sobre antropofagia en esta antología; y aunque la fantasía se alimenta de la realidad, explicar ésta última es una tarea tan insoluble que incluso pensar en emprenderla es un proyecto descabellado.
Entrando en materia, el libro En los mares del Sur de Robert Louis Stevenson es un inigualable testimonio sobre las islas meridionales. Nuestro autor no abandona su vena literaria, pero la pone al servicio de la verdad para ofrecernos el rico cuadro de un momento y lugar que se han perdido en el tiempo. Entre 1888 y 1889 emprendió tres viajes por las islas Marquesas, Gilbert y Pomontú. De estas impresiones extraigo el capítulo 11 del libro primero, referente a las Marquesas. Este texto no es el único que habla sobre el legendario canibalismo de estos bárbaros, pero sí el más extenso y el que más detalles recoge sobre el tema.
El libro permite observar un panorama general y bien documentado de la diversidad social y cultural de las islas; Stevenson llega a estas tierras cuando la corrupción de la colonización ya ha abolido la mayoría de sus costumbres y creencias, remplazádolas por las europeas o hibridádolas con las autóctonas. A pesar de ello no pierde el entusiasmo: «[...] Ahora me encontraba muy lejos de la sombra que proyecta todavía el Imperio Romano, cuyos edificio ruidosos dominaron nuestras cunas, cuya leyes y letras nos rodean por todas partes y no han cesado de dirigirnos y dominarnos. Ahora iba a ver lo que podían ser unos hombres que no habían leído nunca Virgilio y que no habían sido conquista dos nunca por César, ni gobernados por la sabiduría de Cayo o Papiniano. Y, al mismo tiempo, había franqueado los límites de aquella zona confortable de las lenguas hermanas, donde es fácil poner remedio para confusión de Babel.» Así concibe todavía el mundo de ese entonces, no occidental en sí, sino heredero (o esclavo) de la cultura helénica.
Resta agregar que al final están mis comentarios a las observaciones sobre el canibalismo de este texto de Stevenson.

Nada excita más nuestro repugnancia que el canibalismo; nada destruye con tanta seguridad una sociedad; podríamos argüir, endurece y degrada tanto el espíritu de quienes lo practican. Sin embargo, nosotros mismos causamos parecida impresión en los budistas y los vegetarianos. Consumimos los cuerpos de criaturas que sienten iguales apetitos, iguales pasiones y poseen los mismos órganos que nosotros; comemos bebés que, sencillamente, no son los nuestros, y el matadero se llena cada día de gritos de sufrimiento y terror. Hacemos distingos, es cierto, pero la repugnancia que muchos pueblos experimentan cuando se trata de comer carne de perro, el animal con que mantenemos una relación más estrecha, demuestra sobre qué bases tan precarias descansa nuestro distingo (A). El cerdo es el elemento principal de la alimentación animal en las islas, y muchas veces, con la mente estimulada por el ambiente caníbal, he observado su carácter y el modo en que muere. Muchos isleños viven con sus puercos como nosotros con nuestros perros; unos y otros se acercan al hogar con la misma libertad; el cerdo de las islas es un ser activo, emprendedor y lleno de buen sentido. Él mismo quita la cáscara a los cocos y, según me han contado, los lanza a rodar bajo el sol para que se abran; es el terror de los pastores. La señora Stevenson atisbó cómo uno se escondía en el bosque con un cordero entre los dientes; yo ví a otro que, al creer erróneamente que nuestra goleta se hundía, atravesó un charco a nado para dirigirse a la barandilla y escapar. Nos habían enseñado de niños que los cerdos no sabía nadar; vi a uno saltar por la borda, nadar 500 metros hasta alcanzar la orilla y volver a la casa de su antiguo dueño. Una vez, en Tautira, fui propietario de una piara. Al principio, en la porqueriza reinaba una paz completa: una cerdita que padecía de cólico había venido a nosotros en busca de socorro, lanzando lamentos infantiles; también teníamos un hermoso jabalí negro, al que bautizamos con el nombre de Catholicus, por ser un regalo especial que nos hicieron los católicos del pueblo, y que pronto dio pruebas de valor y afabilidad; no toleraba que ninguna otra bestia, perro o cerdo, se acerca a él a la hora de comer, pero demostraba hacia los hombres una gran parte de aquella ternura servil tan común en los animales inferiores, y que quizá le hacía acreedor al nombre que le habíamos dado. Un día, al visitar la posilga, quedé estupefacto cuando Catholicus retrocedió con gritos de terror al ver que yo me aproximaba, y si mucho me sorprendió el cambio, no me sorprendió menos la causa, cuando de ella me enteré. Por la mañana habían matado a un gorrino; Catholicus había presenciado el sacrificio; había comprendido que vivía en un matadero, y a partir de aquel momento su confianza y su alegría de vivir desaparecieron para siempre. Lo conservamos mucho tiempo, pero ya no soportaba la presencia de ninguna criatura de dos piernas, y nosotros mismos, en tales circunstancias, ya no podíamos sostener su mirada sin sentirnos perplejos. Más tarde asistí, por lo menos con el oído, a ese acto de matanza; creo que, en realidad, hubiera logrado aguantar los gritos de sufrimiento de la víctima, pero la ejecución se realizó mal, y su expresión de terror era contagiosa; aquel humilde corazón latía al mismo ritmo que el nuestro. Sobre estos «lamentables cimientos» descansa la vida de los europeos, y, sin embargo, la raza europea es una de las menos crueles. Lo que rodea a esta clase de crímenes, las brutalidades preparatorias de su ejecución permanecen disimuladas; una extrema sensibilidad reina y la superficie, y las damas se sentirían indispuestas si oyesen los chiquillos de la décima parte de cuanto exigen diariamente de su carnicero. Sin duda, algunas me maldecirán por la falta de cortesía de este párrafo. Lo mismo ocurre con los caníbales de las islas. No son crueles; excepto por esa costumbre, constituyen una raza de una dulzura extrema; resulta menos cruel cortar la carne de un hombre después de muerto que oprimirle mientras vive; además, trataban a las futuras víctimas de su apetito con bondad y las ejecutaban rápidamente y sin infringirles sufrimientos (B). En los medios refinados de las islas, sin duda se consideraba de mal gusto hablar de lo que era feo en la práctica.
Se encuentran huellas de canibalismo de un extremo al otro del Pacífico, desde las Marquesas hasta Nueva Guinea, desde Nueva Zelanda hasta Hawai, en algunos lugares, en todo su desarrollo y ejercicio, en otros con supervivencias más débiles pero significativas. Su existencia en Hawai es más dudosa. Sólo encontramos crónicas del canibalismo allí durante la historia de una guerra, en la que al parecer fue excepcional, como en el caso de los proscritos montañeses y de los que cayeron bajo los golpes de Teseo (1). De Tahití sólo perdura un detalle, pero que parece concluyente. En los tiempos históricos, cuando un sacrificio humano se realizaba en el marae, los ojos de la víctima se ofrecían ceremoniosamente al jefe, un manjar exquisito para el principal invitado. Toda la Melanesia parece contaminada. En la Micronesia, en las islas Marshall, de donde no poseo más conocimientos que cualquier turista, no descubrí ningún indicio, y hasta en la zona de las Gilbert he observado y preguntado mucho tiempo en vano. Naturalmente, me hablaron de hombres que habían sido devorados en épocas de hambruna, pero esto no respondía al objeto de mis indagaciones, puesto que ello se produce, bajo la misma presión, en toda clase y en todas las generaciones de los hombres (C). Por fin, en notas manuscritas del doctor Turner¹ que obtuve autorización para consultar en Malua, di con un testimonio odioso: en la isla de Onoatoa, mataban y se comían a los ladrones. ¿Cómo explicarnos la generalización de esta costumbre en una extensión tan vasta, entre pueblos de civilizaciones tan variadas y a pesar de todos los cruces posibles de sangres diferentes? ¿Qué circunstancia les es común, sino la de haber vivido en islas desprovistas, o casi, de animales comestibles? (D) Mi apetito no me ha demostrado jamás que el hombre haya sido creado para vivir solamente de vegetales. Cuando nuestras provisiones disminuían entre dos islas, me sentía hastiado al pensar en el día en que la economía nos permitiría abrir una miserable lata de carnero en conserva. Por lo menos en uno de los dialectos insulares hay una palabra particular para decir que un hombre está «hambriento de pescado», cuando ha alcanzado aquel grado de deseo en que las legumbres ya no le satisfacen y su alma, como la de los hebreos en el desierto, comienza a suspirar por las carnes de Egipto. Si añadimos a ello las pruebas de superpoblación y el hambre aguda ya mencionadas, supongo que encontraremos algunos motivos de indulgencia para el caníbal de las islas (E).
Es justo considerar los pros y contras de toda cuestión, pero estoy lejos de querer hacer la apología de este vicio más que bestial. Las razas polinesias superiores, como los tahitianos, los hawaianos y los samoanos, habían superado esta costumbre, y algunas de ellas hasta la habían olvidado en parte, antes de que los navíos de Cook o de Bougainville hubiesen aparecido en sus aguas. Sólo persistía en algunas islas bajas, donde la subsistencia era difícil, o entre salvajes inveterados, como los de Nueva Zelanda o los de las Marquesas. Estos últimos habían entretejido el canibalismo en la urdimbre de su vida; el cerdo largo (2) era para ellos moneda corriente, y hasta un sacramento, era el salario del artista, adornaba los acontecimientos públicos y era la ocasión y la atracción de ciertas fiestas. Hoy pagan el castigo de este compromiso sangriento. El poder Civil, en su cruzada contra la antropofagia, ha debido examinar, sucesivamente, todos los placeres y todas las artes marquesianos, los ha encontrado, todos ellos, infectados de canibalismo, y los ha inscrito, sucesivamente, en la lista de proscripciones. Su arte del tatuaje era algo único, de ejecución exquisita, cuyo fruto eran bellos y sutiles dibujos; nada adorna con mayor magnificencia a un hombre apuesto; es posible que al principio cause cierto dolor, pero dudo de que a la larga resulte tan penoso (y en todo caso, resulta más apropiado) como la innoble costumbre que tienen las mujeres europeas de ceñirse el talle con un corsé. Y ahora este arte se ha prohibidos. Sus cantos y sus danzas eran innumerables (y la ley los ha abolido a docenas). Contemplan ahora, con las manos vacías, el tedio de sus días monótonos; ¿y quién tendrá piedad de ellos? Los menos severos dirán que han obtenido lo que merecían. (3)
La muerte sola no satisfacía la venganza del marquesiano; era preciso comer la carne. El jefe que había capturado al señor Whalon (4) quería comérselo, y creía haber justificado su deseo al explicar que se trataba de una venganza (F). Hace dos o tres años, los habitantes de un valle atraparon y asesinaron a un pobre diablo que los había ofendido. La afrenta debió de ser terrible; no podían tolerar que su venganza quedara incompleta, y no se atrevieron a celebrar un festín público bajo la mirada de los franceses. Por consiguiente, descuartizaron el cuerpo y cada hombre se retiró a su casa para consumar el rito en secreto, llevándose su parte del horrible alimento ¡en una cajita de cerillas suecas! La esencia bárbara del drama y los objetos europeos empleados ofrecen a la imaginación un contraste sorprendente. Con todo, otro incidente ocurrió el año en que me encontraba allí (1888) resulta mucho más sorprendente todavía. Durante la primavera, un hombre y una mujer se ocultaron en los alrededores de la escuela hasta que vieron a un niño que iba solo. Lo abordaron con palabras melífluas y modales lisonjeros. «¡Eres tal, hijo de tal?», le preguntaron; le acariciaron y se lo llevaron al bosque. un vago presentimiento surgió del corazón de la criatura, o quizás alguna mirada traicionó los horribles planes de los impostores. Intentó escapar, chilló, y ellos quitándose la máscara, lo lo cogieron con más fuerza y echaron a correr. Sus gritos fueron oídos; sus compañeros de colegio, que jugaban cerca, corrieron hacia él, pero la siniestra pareja huyó y desapareció en el bosque. Jamás se logró identificarla; no se realizó ninguna pesquisa, pero la opinión general fue que el padre del niño los había agraviado de algún modo y decidieron, en venganza, comerse al pequeño (5). En todas las islas, como antaño en nuestro país, entre nuestros antepasados, se observó que el vengador no cuidaba de herir a un individuo determinado. Una familia, una clase, un pueblo, un valle, una isla o los miembros de una raza son igualmente responsables del crimen de uno de sus miembros. Asimismo, en la historia antigua, el hijo debía pagar las faltas de su padre; así, el señor Whalon, compañero de un ballenero americano, debía verter su sangre y ser comido para expiar las maldades de un negrero peruano. Recuerdo un incidente que tuvo como escenario Jaluit, en las Marshall; me lo contó un testigo ocular, y lo cito aquí por lo extraño de la escena: dos hombres habían soliviantado la animosidad de los jefes de Jaluit, y se decidió castigar a sus mujeres; un solo nativo sirvió de ejecutor. Por la mañana, muy temprano, ante un gran concurso de espectadores, entró en el mar tras atravesar el arrecife entre sus víctimas. Estas no se quejaban ni se resistían, acompañaron pacientemente a su verdugo, se inclinaron cuando hubieron avanzado lo suficiente, y él puso una mano en el hombro de cada una y las mantuvo bajo el agua hasta que se asfixiaron; sin duda, aunque mi narrador no lo mencionó, las familias de las desdichadas debían de esperar en la playa, listas para prorrumpir en lamentos.
Desde Hatiheu hice mi primera visita a un lugar donde se practicaba el canibalismo. Hacía un calor agobiante y el cielo estaba cubierto de nubes. Las lluvias torrenciales de los trópicos alternaban con apariciones de un sol abrasador. El sendero verde ascendía de forma abrupta. Mientras andábamos, a algunos pasos del pequeño escolar que nos servía de guía, el padre Siméon llevaba su cartera en la mano y me nombraba los árboles al tiempo que leía en voz alta sus notas, donde se enumeraban sus virtudes. De pronto el camino, al elevarse, nos mostró el valle de Hatiheu, y el sacerdote, tras interrogar a nuestro guía, me señaló las fronteras y me citó los nombres de las tribus más importantes que, en la antiguedad, vivían en guerra perpetua; una al noroeste, otra a lo largo de la playay otra detrás, en la montaña. El padre Siméon había hablado con un superviviente de esta última tribu; hasta la pacificación, nunca había llegado hasta el borde del mar, y tampoco, si la memoria no me es infiel, había comido pescado. Las tribus vivían acantonadas, cada una en su propio poblado. Dar un paso fuera de las fronteras equivalía a afrontar la muerte. En épocas de hambruna, los varones debían ir al bosque para buscar castañas y frutas. Todavía hoy, si los padres se retrasan en el pago de sus contribuciones semanales la escuela se cierra y se envía a los colegiales a recolectar. Sin embargo, antiguamente, cuando había algún problema en alguna tribu reinaba gran actividad en todas las demás; se producían muchas emboscadas en los bosques y quien se atrevía a salır solo en busca de vegetales, corría el riesgo de convertirse, por el camino, en el plato del día de sus enemigos hereditarios. No era necesario ningún pretexto. Una docena de fenómenos naturales o circunstancias sociales precipitaban a ese pueblo hacía la senda de la guerra, esto es, hacia la caza del hombre.
Si algún jefe había acabado de tatuarse; si la mujer de uno de ellos estaba a punto de dar a luz; si uno de los dos torrentes que desembocaban en la bahía de Anaho se había desviado un poco; si se había oído el canto de cierto pájaro; si se había observado la formación de nubes de mal agüero sobre el mar del norte, al instante los cazadores de hombres se untaban los brazos con aceite y se dispersaban por el bosque para tender emboscadas fratricidas (G). También parece que, en ciertas ocasiones, quizás en casos de hambre, el sacerdote debía encerrarse en su casa durante un determinado período, como un muerto. Cuando volvía a salir, era para correr durante tres días por todo el territorio de la tribu, desnudo y famélico, y dormir solo en el lugar de sacrificio. Entonces los demas debian permanecer en sus hogares, pues encontrarse con el sacerdote durante sus rondas equivalía a la muerte. La víspera del cuarto día el sacerdote terminaba su recorrido, regresaba a su casa; los laicos salían de nuevo a la luz, y por la mañana se anunciaba el número de víctimas. Debo esta narración a una fuente fidedigna, un sacerdote, pero la transcribo con desconfianza. Los detalles son tan extraños que, si fuesen ciertos, supongo que los habría oído citar más a menudo. Hay un punto que parece fuera de duda, y es que en ocasiones la misma tribu proporcionaba los elementos de la fiesta. En tiempos de escasez, cuantos no se hallaban protegidos por sus alianzas de familia —es decir, según la expresión de Escocia, todos los miembros del clan— tenían buenas razones para echarse a temblar. Toda resistencia era vana, y la huida, inútil. Se encontraban rodeados de caníbales, y el horno estaba a punto de humear para ellos, tanto en el extranjero, en el país de sus enemigos, como en su casa, en el valle de sus padres (H).
En un recodo del camino el escolar, nuestro guía, se desvió a la izquierda y se adentró en el bosque umbrío. Nos encontrábamos ahora en un antiguo sendero cubierto de una espesa bóveda de árboles y trepábamos, al parecer al azar, por las rocas y los árboles muertos pero el niño saltaba y brincaba entre aquellas y éstos, pues esas sendas son tan familiares a los nativos como para nosotros los caminos reales, hasta el punto de que, en los días de cacería humana, su labor consistía mucho más en bloquearlos y borrar sus huellas que en mejorarlos. En el centro del bosque, el aire era húmedo, cálido y frío a la vez; sobre nuestras cabezas, la lluvia tropical producía un ruido continuo sobre el follaje, pero sólo de cuando en cuando caía una gota solitaria que dejaba una mancha en mi impermeable. En este momento divisamos el tronco enorme de un banyan que se elevaba sobre algo que parecían las antiguas ruinas de un fuerte; nuestro guía se detuvo y tendió el brazo para anunciarnos que acababamos de alcanzar el paepae tapu (6).
Paepae significa el suelo o plataforma sobre la cual se levanta la morada de los naturales, y dicho paepae —un paepae-hae— puede ser tapu, en un sentido atenuado, una vez que ha quedado deshabitado y convertido en punto de cita de los espíritus. El lugar de sacrificios que en aquellos momentos recorría era muy vasto. Hasta donde mis ojos conseguían escrutar en la oscuridad de la frondosa vegetación, el suelo estaba totalmente empedrado. Tres pisos de terrazas se extendía en la vertiente de la colina, y delante, un parapeto semiderruido limitaba la plataforma principal, cuyo pavimento estaba agujereado y cortado por diversos arroyuelos y pequeños cercados. No quedaba ningún resto de la construcción, y resultaba difícil deducir la disposición del anfiteatro. Visité otro en Hiva-oa, no tan grande, pero más perfecto, en el que era fácil descubrir hileras de gradas y distinguir sitiales de honor, aislados, para los personajes eminentes; en él, sobre la plataforma superior, una viga única del templo o de la necrópolis permanecía con sus montantes ricamente esculpidos. En los viejos tiempos el lugar distinguido estaba celosamente vigilado. No se permitía que ningún árbol, excepto el banyan sagrado, brotase entre los peldaños, ningúna hoja podía pudrirse en su pavimento. Sus piedras estaban bien colocadas, y, según me han dicho, las pulimentaban con aceite con el fin de mantenerlas brillantes. Por todos lados había guardianes en cabañas auxiliares, para vigilar y limpiar el lugar. Ningún otro ser humano tenía derecho a acercarse allí; sólo el sacerdote, el día de su carrera, iba allí para dormir, o quizá para soñar con su misión; sin embargo en el momento de la fiesta, la tribu se reunía en el altozano, y cada cual tenía alli su sitio determinado: los jefes, los tamborileros, los danzantes, las mujeres y los sacerdotes. Los tambores —unos veinte, algunos de casi cuatro metros de alto— doblaban rítmicamente. Mientras tanto, los cantores ofrecían sus cantos, especie de aullido lúgubre y monótono; también los bailarines se entregaban a sus danzas, vestidos con extraordinarios atavíos, dando saltos, balanceándose, gesticulando y moviendo en el aire los dedos emplumados semejantes a mariposas. Todas esas razas oceánicas tienen un sentido del ritmo perfecto, y en este festival no había ni un sonido, ni un movimiento, que no fuese rítmico. Cuanto más aumentaba la agitación de los asistentes más salvaje habría parecido la escena a los ojos de un europeo llamado a contemplarlos allí, bajo el sol poderoso y a la sombra no menos poderosa del banyan, untados con azafrán para dar aún más relieve a los vigorosos dibujos del tatuaje; las mujeres estaban pálidas después de muchos días de reclusión, hasta el punto de que ofrecían un aspecto casi europeo; los caudillos iban coronados de plumas de plata y lucían taparrabos tejidos con cabellos de mujeres muertas. Toda clase de alimentos insulares se distribuía entre las mujeres y el vulgo, y aquellos que gozaban del privilegio de comerlos llevaban a la casa de los muertos cestos de cerdo largo. Dicen que los festejos se prolongaban mucho tiempo; el pueblo acababa agotado, embrutecido por la depravación, y los jefes quedaban atontados por semejante alimento bestial. Existen ciertos sentimientos que nosotros denominamos «humanos», y denegamos el honor de tal epíteto a quienes no los poseen. En tales celebraciones —en particular en aquellas en que se ha matado a la víctima en su casa y los hombres se han dado un banquete con el cadaver de un pobre camarada que había sido su compañero de infancia, o de una mujer de cuyos favores habían disfrutado—, el conjunto de estos sentimientos queda ultrajado. Si lo juzgamos con mayor detenimiento, nos sentimos inclinados a comprender, si no a excusar, los rigores de los viejos capitanes de barco, quienes, firmes en su derecho, preparaban los cañones y abrían fuego al pasar ante una isla poblada de caníbales.
Sin embargo, era extraño. Allí, en el ara, mientras estaba debajo de la bóveda elevada y chorreante de agua del bosque, entre el jóven sacerdote y el escolar marquesiano, que tenía los ojos brillantes, todo ello me parecía lejano, sumido en la fría perspectiva y en la luz anodina de la historia. ¿Era probable que me afectase la actitud del sacerdote? Sonreía y bromeaba con la criatura, heredero a la vez de los asistentes a esos festines y de la carne que en ellos se servía; daba palmas y me cantaba una estrofa de algún cántico de mal presagio. Era como si hubieran transcurrido siglos desde que aquel teatro fangoso se utilizó por última vez; contemplé su emplazamiento con tan poca emoción como la que habría sentido si hubiese visitado Stonehenge.
En Hiva-oa, cuando me di cuenta de que el canibalismo aún vivía y latía bajo mis pasos, y de que oír los gritos de una víctima atrapada era algo que caía dentro de los límites de lo posible, mi actitud ante los hechos históricos se desvaneció por completo y sentí hacia los indígenas cierta repugnancia. Sin embargo, tampoco allí habían perdido su jovialidad, y hablaban del canibalismo como de una excentricidad más absurda que horrible, procurando avergonzar a quienes lo practicaban, más bien ridiculizándolos con suavidad, como hacemos con un niño que ha robado azúcar. Es fácil reconocer aquí el espíritu sagaz del padre Dordillon.

1. Stevenson hace referencia a George Turner, misionero protestante autor de Nineteen Years in Polynesia. [N. del T.]

Notas
1. La referencia a Teseo es oscura. Al menos en lo que respecta al héroe ateniense, no hay mayor referencia a los "que cayeron bajo los golpes de [él]". Es posible que haya una confusión aquí y Stevenson se refiera al Minotauro del laberinto cretense, que en efecto devoraban hombres, y qué fue asesinado a golpes por Teseo, pero de cualquier manera eso no explicaría la expresión en plural.
2. Cerdo largo es el eufemismo con el que los habitantes meridionales conocían a la carne humana.
3. Otro efecto palpable de estas políticas de prohibición por parte de las autoridades europeas, es que —comenta Stevenson— los marquesianos, los más caníbales de todos, en aquella época, fueron un pueblo taciturno y dispuesto a dejarse a morir fácilmente. En otras páginas, el autor nos describe el desgano general de los marquesianos.
4. En el capítulo 10, libro I, Stevenson da cuenta de la notable anecdota de Kekela, un misionero protestante que en la isla caníbal de Hiva-oa le salvó la vida a un marino norteamericano de apellido Whalon. Resulta que un traficante de exclavos llegó a sus costas para secuestrar niños, al poco tiempo del siniestro, el ballenero de los americanos llegó al sitio, y sin deber ni temer, fueron atacados por la naturales tomando por rehén a dicho marino. El jefe de la tribu anuncio a Kekela de comerse al americano, este último intercedió por él convenció al caníbal de renunciar a su vendetta. El asunto tuvo tal resonancia que el presidente Lincoln le escribió a Kekela, además de enviarle un reloj de oro y una suma de dinero. La carta de respuesta que el misionero envío al presidente después, está recogida en Golosina caníbal.
5. Testimonios así abundan en el libro, resultaría en parte vano y en parte complicado recogerlos todos. Vano, pues la mayoría precisa de todo el contexto descrito por Stevenson a lo largo del libro; y complicado porque, además de la inevitable mutilación, significaría transcribir el libro en sí, tarea demasiado laborioso para un hombre. Lo que sí, es que podemos enumerar de pasada otros episodios: las referencias Vaekehu, reina de una de las islas Marquesas, que antes del sometimiento francés fue participe de las inveteradas festividades caníbales, Stevenson se asombra de la calidez de esta noble dama por cuya causa se provocaban guerras; la referencia a varios bombardeos a islas caníbales de Pomontú, conocidas como islas de las sirenas por los peligros que ofrecían, sobre todo el terrible episodio de la goleta Sarah Ann del año 1856, cuya tripulación (niños incluidos) fue devorada en una especie de canibalismo ritual; los vehinehae o espíritus caníbales (véase golosina caníbal) que secuestraban y asesinaban gente de forma cotidiana; etc...
6. El Tapu es uno de los conceptos más interesantes de estas regiones. En pocas palabras es una superstición que les sirve para regirse. Consiste en que un elemento (abstracto o físico) adquiere la categoría de sagrado y cualquier afrenta contra estos elementos es una autocondenación. Pueden ser tapus los alimentos, los lugares, las personas, las palabras, etc... Constituye una forma de justicia curioso, pues esta provendría de la naturaleza y no del hombre, casi haciendo inútiles a los organismos de justicia como los conocemos en occidente.
Comentarios
A. Stevenson le da al clavo de sobre lo frágil que es el sistema moral que apologa o condena nuestras ideas y costumbres. A pesar de que no defiende el canibalismo, se planta como un observar imparcial. Justo sale a colación el pensamiento de Pascal sobre que lo Bueno y lo Malo son una cuestión de Latitud; un meridiano de más o de menos puede condenar o celebrar un hecho.
B. La imaginación, proclive a hiperbolizar, puede decirnos si rodeos que un caníbal debe ser un hombre terrible a priori. Stevenson lo desmiente. En la condición social de estos hombres, que han sistematizado el consumo de carne humana, no hay una motivación de odio o crueldad. En cierto sentido las iniquidades son un mal accidental derivado de los usos y costumbres. Ya lo dice nuestro autor: «[incluso] resulta menos cruel cortar la carne de un hombre después de muerto que oprimirle mientras vive». En esto son —a pesar de las dudas— muy humanos.
C. El comentario fugaz sobre la presión que orilla a los hombres a la antropofagia es significativo porque pone de manifiesto la odiosa y sutil presencia de esta voluntad terrible en la naturaleza del hombre. La necesidad se descubre como el gran motor de lo terrible.
D. Aquí encontramos el primer misterio de toda la variedad caníbal de las islas del Sur. Hasta ahora se nos ha dicho que en Tahití había un espacio propicio para el sacrificio y el consumo de la carne humana, que incluso los ojos eran devorados sólo por los invitados especiales a estas ceremonias, naturalmente que al pensar en tal protocolo, no era posible que consumieran el cuerpo de cualquier persona, eso hubiese restado solemnidad e importancia a la ceremonia, así que es plausible pensar en un ganado humano especial para tal propósito; pero, tal sólo un par de meridianos más allá de las Marquesas, en la isla pomotuana de Onoatoa, se nos dice que devoraban a los ladrones, casi que podríamos afirmar que a uno de los peores miembros de la sociedad. Stevenson se pregunta cómo es posible tan general costumbres entre pueblos de una región tan basta y qué circunstancia les es común para haber llegado al mismo resultado, sin embargo, hay una pregunta más apremiante que conocer el efecto, y es conocer la causa: ¿Cómo es posible que haya una distinción tan grande en el resultado de comer carne humana como "comerse lo peor" o "lo mejor" de la comunidad?
E. Entre conjeturas y apologías Stevenson nos ofrece sus conclusiones de las preguntas anteriores que se hace sobre ¿Cómo se generalizó la práctica? y ¿Cuáles son son los comunes denominadores? No es imposible que su inteligencia haya dado con la respuesta. La escasa variedad de carne, la superpoblación y el hambre serían las explicaciones.
F. A la lista de razones para comer carne humana (platillo estelar en festejos y ceremonias; castigo contra los delincuentes) se agrega ahora la venganza, que está en tónica de la justicia —o, más bien ajusticiamiento. El problema de las razones ha crecido.
G. Todo el compromiso sangriento su esto implica me hace preguntarme por una cuestión que por desgracia Stevenson no ahonda, y que quizá no llegó a considerar. Pues bien, bajo la premisa de lo común que era comer hombres, es fácil pensar que debió existir una especialización en su casería y su preparación. Es decir, los métodos se sofistican y el hombre debe ser una presa un tanto complicada de coger.
H. Independientemente de si el título recogido por Stevenson es verdadero o no, sorprende el hecho de a qué grado podían llegar los caníbales. Hay en esto una voluntad de consumo muy interesante, comer lo mejor, lo peor, lo propio, lo ajeno; en las fiestas, en las hambrunas, las guerras. No parecen tener excepciones. Casi que se puede hablar de una glotonería o gula espectaculares.

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