Una musa elemental (creo); cuento descontado (¿malcontado?). Otra fantasía vertical: páginabajo, sobre lo mismo diferente y lo diferente igual: complementos y complementariedad (también, creo). ¿Será, querido lector, que logras ver la constancia en mi inconstancia? Sí, sí; hablo de lo de siempre. No sé (y no me importa), leamos, para pasar el rato (roto). Un ostinato Cordial de Cordelias: 9/8, es largo, lleva el ritmo con calma.
Las mujeres toman siempre la forma del sueño que las contiene...
Cláusulas / Juan José Arreola
Querido Ambrose, crucé la frontera con México, tal y como me dijiste; en efecto, no he tenido grandes complicaciones y tus credenciales periodísticas me han ayudado mucho con las autoridades de este país. Hice mal en aplazar tanto éste viaje y no escuchar tus palabras de entonces: “La pestilencia del despotismo es mejor a la pestilencia de la anarquía; Porfirio Díaz lo sabe, por eso trata de valerte de un sólo poder para que te ayude en tu labor, no esperes a que ese país se consuma a sí mismo y la anarquía —que no es otra cosa que una democracia de tiranos— te lleve a tratarlos a todos como si fueran soberanos.” Cuánta razón no tenías, y heme aquí, en medio de una guerra, buscando aquello que viejas leyendas nos hicieron soñar.
Según los guías, tenemos que recorrer medio país para llegar a San José Xolaltlacatl, el misterioso pueblo del altiplano donde jamás se ha visto mujer alguna. Me han dicho que iremos por mar desde un embarcadero clandestino en Cabo Pulmón; yendo por el océano Pacífico, circunnavegando las costas orientales de México, para evitar la ruta más corta, que es por tierra; los conflictos armados, los salteadores de caminos y la hostilidad general que se vive son suficiente motivo para retractarse de hacer cualquier incursión, pero si esta guerra continúa y se extiende hacia el centro del país, puede que nunca llegue a ver con mis ojos los llanos de San José.
Adiós, adiós, mi buen amigo; si la fortuna nos favorece, nos volveremos a encontrar en la frontera.
A. G. U. Aspen
Agosto 24 de 1911
25 de agosto. Vamos rumbo a un puerto en Baja California. El camino es tortuoso; nos ocultan altas polvaderas y se respira un aire escocedor. Trato de no pensar demasiado en ello. No conforme con la adversa naturaleza, me contaron que las cuadrillas de revolucionarios vienen a esconderse por estos lares y que aquellos que pelean por la libertad no tienen empacho en volverse ladrones si la ocasión lo amerita. Tal vez la única alegría que tengo es poder poner en práctica el precario español que domino. Seguiremos cuatro días más hacia el Sur, viajando de noche y descansando de día. Pienso mucho en San José Xolaltlacatl. Contemplo los reportes y notas que recabé sobre el pueblo desde que me enteré de su existencia. Siento que colecciono testimonios de un espejismo: El asentamiento de San José Xolaltlacatl fue fundado en 1689 por un hacendado criollo. / Los cronistas relatan que los moradores de los pueblos aledaños secuestraron a las mujeres de San José. / Todo comenzó por el agua, es escasa en la región, excepto en Xolaltlacatl. / “No hay mujeres en San José, se las llevaron a todas, menos a una; Sabina que estaba escondida en el lago.” / En 1712 pasó lo impensable, un diluvio puso bajo el agua al pueblo y creó un lago, se refundó San José a orillas de este lago. / “Entonces Sabina, que veía como se las llevaban a todas se fue a meter al lago.” / El paisaje es triple: el nuevo pueblo reflejado en el lago y bajo el agua el viejo pueblo.
Estoy muy inquieto, Ambrose, hemos pasado una noche de terror; la bola (como llaman a esa turba de indios enloquecidos) nos persiguió buena parte del camino. Salvamos el pellejo por poco. Amigo mío, quizá ya no estoy para estas aventuras; no soy más que un ratón de biblioteca que por no encontrar la respuesta a una pregunta en los libros, ha tenido que salir de la comodidad de su hogar para buscarla. Zarparemos en unas horas, confío en que la mar nos sea más benigna, debemos llegar a Acapulco en cinco días, desde allí emprenderemos el camino por tierra de nuevo... jamás llegué a soñar que el agua pudiese ser más estable que mis pies sobre la tierra.
A. G. U. Aspen
Agosto 29 de 1911
30 de agosto. Me arrepiento de haberle dicho a Ambrose que la mar era estable. Las olas están embravecidas y arremeten contra el navío como queriendo escupirlo fuera del agua. No tengo estómago para seguir escribiendo.
La travesía por mar se me hizo eterna, Ambrose; la segunda noche vimos, en la —no tan lejana— costa, un infierno. Me han dicho que era un pueblo nayarita que tuvo la mala fortuna de ser escenario de un enfrentamiento. La línea de fuego se prolongaba por buena parte de la playa... sentí que esa pared ígnea nos seguiría como una marea en tierra, inundando planicies, bosques y pueblos y que no nos dejaría desembarcar. Aún al amanecer y ya bastante lejos, pude ver una torre etérea y oscura de humo. Es el sueño de la muerte. Cada metro que me acerco a San José siento que es un día menos de vida que sacrifico en pos de un capricho, pero ya estoy aquí, volver sería tan vergonzoso.
Te escribiré de nuevo cuando haya llegado a Xolaltlacatl. Calculo que mis cartas te llegarán en octubre y espero poder reunirme contigo en noviembre, amigo.
A. G. U. Aspen
Septiembre 5 de 1911
5 de septiembre. Me siento como un centauro. ¡Qué vivificante sensación es cabalgar por los llanos mexicanos! Iremos despacio, pero ¡qué ganas tengo de volar!
6 de septiembre. Una enorme águila voló sobre mi cabeza y pasó rozando sus plumas con mi frente, salvándome de un peligro inopinado; destrozó una serpiente que estaba en mi camino. Mis compañeros de viaje, hombres tan fuertes como supersticiosos, ven en este episodio un buen augurio.
7 de septiembre. Acabamos de llegar a las afueras de Cuernavaca, las pocas gentes que se ven por los caminos me cuentan que en el centro del país se vive un clima general de tristeza e incertidumbre.
8 de septiembre. La comida es fuerte y mi digestión débil. Andar se volvió un suplicio, por ello acampamos. El plan es rodear la capital; del otro lado, colindando con Tlaxcala me espera San José Xolaltlacatl.
Te encantaría la estampa que ofrece San José, Ambrose. A la distancia se adivinan las casas altas y oscuras, diseminadas sin estar demasiado lejos las unas de las otras y el reflejo luminoso del lago es pacificador. Mis acompañantes me abandonaron antes de poner un pie en el camino principal que conduce a la plaza; en San José no se admite a nadie. Ya en la entrada, todo luce deshabitado, hay una atmósfera fantasmal. Dicen que a los mexicanos no les asusta la muerte, que al contrario, prefieren abrazarla cuando se les acerca; esta tierra debe transtornarle las ideas a uno porque, si la muerte pasara junto a mí en este instante, la abrazaría sin rodeos. Te escribo estas líneas con premura; veo que se acerca un hombre, el primer xolaltlacatltepeño que veo. Adiós, amigo, prometo escribir pronto.
A. G. U. Aspen
Septiembre 9 de 1911
9 de septiembre. Me recibió el cura del pueblo. Su nombre es Jaime Alba, por sus maneras y modales se nota que es hombre prudente y receloso. Tuve que mentirle para que me permitiera pasar la noche en la parroquia. Le dije que era corresponsal de guerra de un periódico norteamericano, pero quizá no fui lo bastante convincente pues, estoy muy lejos del conflicto que ve sus más encarnizadas batallas en el norte. Pongo atención a todo lo que veo y en efecto no me he topado con mujer alguna.
Más tarde. El cura Alba me ofreció una cena frugal. Es de conversación ágil y me sorprendió su gran cultura. Dice que se ordenó aquí mismo pues, a los xolaltlacatltepeños se les prohíbe salir del pueblo, así que, él tendrá la obligación de formar a su sucesor. Mañana me llevará con el jefe del pueblo.
10 de septiembre. Dormí poco por la inquietud; desperté en la madrugada y observé la calle desde la ventana de la habitación que me dispuso el padre Alba. Me intrigó una lúgubre procesión que recorría el camino: cuatro hombres con teas y antorchas parecían inspeccionar los soportales de las casas. Me volví a acostar pero sin poder dormir del todo.
Al amanecer. El padre Alba me llevó con el jefe del pueblo: mientras nos dirigíamos hacia su casa, yo iba escrutando cada cosa a mi al rededor: vi ancianos, adultos, jóvenes y niños, todos hombres, ni una sola mujer, ni siquiera rastros. Me presentaron con Don Álvaro Álvarez, es un hombre entrado en años, de semblante adusto y mirada de escepticismo; el rasgo común que comparten todos los hombres de San José parece ser esa mirada de suspicacia, la que es mucho más acusada en Don Álvaro. Ha debido notar que me di cuenta de ello, porque después de los protocolos, me dijo estas o parecidas palabras: «No es nada personal, señor Aspen, como cabeza de mi comunidad tengo que permanecer alerta ante cualquier forastero. Debe saber que no son buenos tiempos para las gentes tranquilas. Todo lo malo nos viene de fuera, lo sabe, ¿verdad?, como las enfermedades que llegan a un cuerpo sano. Ha sido así desde siempre, desde que se fundó San José Xolaltlacatl». Hablamos de baladíes y no después de muchas reservas me permitió extender mi estadía en el pueblo por un par de días más.
Por la tarde. Salí a recorrer las calles. El lugar, aunque es pequeño, da la sensación de ser un gran laberinto; y la imagen mental que tenía del pueblo cuando lo vi a la distancia no se corresponde con la dimensión aumentada que parece tener estando en él, todas las casas son tan similares, y los hombres actúan de forma tan maquinal que ver una escena es haber visto ya todo el pueblo. Trabé conversación con algunos xolaltlacatltepeños, la mayoría le hacen honor a la palabra parquedad. Y cuando vi su poca disposición para satisfacer mis curiosidades, preferí no presionarlos. Sólo los niños parecen más dispuestos a dejarse interrogar, pero tienen poco que decir en realidad. Es sorprendente: algunos, los más chicos, ignoran el concepto de madre o nunca han visto mujer alguna; otros, los mayores, dicen tener madre y visitarla a veces. Las informaciones son contradictorias y confusas.
Ambrose, han pasado tres días y dos noches; en ese tiempo visité prácticamente todo el pueblo y hablé con varios de los habitantes; en efecto, como dicen los libros y los testimonios, San José no tiene ninguna mujer, a no ser que estén ocultas en algún sitio, algo que dadas las condiciones y actitudes de los pobladores, parece poco probable. Mi estadía no se podrá prolongar sin un buen motivo y eso me preocupa, no sé de qué pretexto podría valerme para convencer al jefe del pueblo de alojarme por más tiempo. Necesito ganar su confianza. Esta misiva se queda hasta aquí, querido amigo, debo aprovechar cada momento.
A. G. U. Aspen
Septiembre 12 de 1911
12 de septiembre, poco antes de medianoche. El padre Alba me trajo un recado de parte de Don Álvaro. Me pregunta que si mis necesidades están ya satisfechas, para poder seguir con mi camino. Parece más bien un ultimátum. Miro por la ventana, la extraña guardia nocturna hace su recorrido... ¿debería seguirlos? se me agotan las opciones.
13 de septiembre, por la mañana. Seguí a la guardia por todo el pueblo, ocultándome de su vista... no debí, lo sé... pero la curiosidad pudo más conmigo. Valió la pena porque... fui testigo de un prodigio. Los hombres se reunieron a orillas del lago de San José; iluminaban la superficie próxima del agua con varias antorchas. A la distancia, casi al centro, distinguí la aguja de la iglesia sumergida. Los cuatro hombres partieron hacia ella en una amplia embarcación; de repente aparecieron más barcos desde otras partes del lago, todos navegando en dirección al mismo sitio. Al reunirse en el centro, divisé más formas humanas; no estuve seguro de inmediato, pero la noche no pudo ocultar lo que ya sospechaba; las naves se llenaron de mujeres. Las mujeres de San José Xolaltlacatl salían del campanario como otrora debieron salir los repiques anunciantes. Los barcos estuvieron paseando por las aguas largo tiempo; después, se reunieron en el campanario una vez más y no pude menos que pensar que eso era la punta del iceberg y que el secreto de la ausencia femenina de San José yacía bajo el agua. Las barcas se fueron vaciando, las mujeres volvían a su escondite submarino. Decidí no perturbar más el misterio y volver al pueblo, vacío, en ese momento, tanto de hombres como de mujeres.
Por la tarde. Un destacamento del ejército nacional entró al pueblo, seis hombres de a caballo. Venían con una orden de leva; era mi oportunidad para ganar más tiempo de estancia en San José. Tuve el acierto de intervenir antes de que apareciera Don Álvaro. Hablé con el capitán del destacamento, haciéndome pasar por diplomático de mi nación, por suerte siempre cargo mis credenciales de la academia de ciencias de I...; abusando de su ignorancia de mi idioma, lo persuadí de que me encontraba allí en una importante misión extraterritorial y que era de vital importancia no hacer salir a nadie de San José. Ignoro cómo es que logré ser tan convincente, pero sucedió; de modo que, al aparecer Don Álvaro con el padre Alba, los soldados comenzaban a partir. Al principio el jefe se desconcertó por mis acciones, claramente un periodista de guerra que se aleja del conflicto no actúa normal; hube de recurrir a una nueva treta. Miré con seriedad al padre Alba y a Don Álvaro y les dije estas o semejantes palabras: «Hay mentiras tan grandes que no se pueden sostener por mucho tiempo. A estas alturas es obvio que nadie se va a creer mi cuento de que soy corresponsal de un diario. No vine a cubrir conflicto alguno; estoy en San José esperando por algunas personas que deben salir del país... Comprenderán que la situación es delicada y debo viajar con discreción. Mi intención no es perturbar su vida cotidiana; Don Álvaro, debo pedirle paciencia hasta que mi gente llegue, no tardarán más que un par de días y mientras tanto yo puedo serles de utilidad para que se deshagan de los reclutadores que insistan en llevarse a los hombres de San José». En un principio, el semblante del jefe se tornó sombrío, pero se fue suavizando. Consintió en alojarme un poco más, siempre y cuando despachara a los soldados y procurara no entrometerme en la vida de los xolaltlacatltepeños.
14 de septiembre, por la mañana. Ayer en la noche me recluí en mi habitación, había dormido poco la víspera y me proponía descansar. Fui concibiendo la idea de visitar el lago de San José para descubrir el secreto sumergido junto con la iglesia. Al rededor de media noche vigilé por la ventana, esperando el paso de la guardia nocturna que seguramente haría su rondín. La oscuridad se fue acompañando de una niebla que, tal como el mutismo general del pueblo, ocultaba las formas, dejando sólo rastros de difusas apariencias. Después de un rato, pude divisar las opacas luces de una lenta procesión proveniente del lado opuesto de la calle; me apresuré a salir con total discreción. Anduve persiguiéndolos por varias calles, escondido entre sombras sobre sombras y rumores nocturnos; después de un tiempo, los centinelas comenzaron a separarse uno por uno en tal o cual calle y desaparecían tras las puertas de sus viviendas; me fui quedando solo. Hasta entonces y con toda precaución puse mis pies en marcha del lago. En el sitio donde había visto la primera barca zarpar la noche anterior, hallé una canoa; no me decidí inmediatamente a subir y remar, pues la niebla sobre la oscuridad era mayor en la superficie del agua. Sentí como si la naturaleza se empeñara en aumentar el abrigo de misterio que ya de por sí era el centro lacustre de San José. Calculé la posibilidad de que pudiera navegar con una antorcha para guiarme sin que eso llamara la atención, pero a la par sentí un inquietante delirio de persecución; deseché la idea al cabo. Era preciso ir a ciegas. El remedio para el miedo es actuar; subí a la canoa y comencé a remar. Sólo entonces, en la superficie del lago, noté el frío que amenazaba con aterir mis brazos; tenía que dar con el centro, no iba a soportar mucho tiempo aquella gelidez. Remé sin saber bien en dónde estaba, internamente me reprochaba mi falta de previsión; tal vez si hubiese diseñado un plan... mientras pensaba en esto, un resplandor pálido y arrebolado comenzó a brillar bajo el agua. No sé qué miedo disfrazado de valor me hizo permanecer inmóvil un segundo, pero presto para salir corriendo sobre el lago si era necesario. La luz se intensificó y la transparencia líquida del aire submarino del pueblo sumergido me permitió distinguir las casas y las calles, todas periféricas a la iglesia que hacía las veces de faro. La respuesta estaba a mis pies, seguí las luces acuáticas, no sin reservas; aquella iluminación centellaba como los ojos de legendarios monstruos marinos. No pasó mucho antes de que alcanzara el campanario. Los arcos espaciosos estaban sellados, pero se percibía que estas entradas accidentales eran usadas con frecuencia; estaba temblando, mezcla del frío y la emoción. Forcé la entrada y en un segundo ya estaba en el interior de la punta oscura de la iglesia, recorriendo la estrechez del lugar; mi pie tropezó con una campana de buen tamaño; su contacto con el suelo ahogó un poco el ruido que el golpe despertó, aunque no lo suficiente como para que otras campanas no simpatizaran con la vibración; el momento musical me puso alerta. Encendí una vela. Los mexicanos dicen que las mujeres no deben subir a los campanarios, pues las campanas se ponen celosas y se niegan a cantar, hasta pueden llegar a romperse por las presencias femeninas. Aquellas damas aceradas estaban quebradas, no puede evitar imaginarme un tropel de mujeres secretas desfilando frente a las orgullosas campanas. Divisé el pasamanos de una escalera de caracol; el secreto de San José estaba siguiendo la espiral. Al pie de la escalera me encontré con una puerta por cuyos resquicios salía la luz que me había guiado hasta aquí. Abrí y salí a una especie de balcón interior que me permitía ver panorámicamente la nave principal de la iglesia; abajo estaban desperdigadas una multitud de mujeres de todas las edades. No reparé inmediatamente en ello, pero a medida que ponía más atención, me di cuenta de que las mujeres eran extrañamente similares; luego la similitud no fue la palabra adecuada porque eran idénticas. Y tampoco está palabra satisface lo que veía. Me frotaba los ojos; ¿qué era esto?, ¿una fantasía?, ¿una galería de espejos? ¿una alteración de la luz?: niñas con el mismo rostro que las mujeres; mujeres con los mismos rasgos que las ancianas; el sueño de la originalidad vino a morir aquí... deseaba hacer una fotografía... hermanas no, gotas de agua no: eran el agua toda, una misma semejanza idéntica a sí misma, reflejos ellas de todas ellas y ellas una. Bajar hubiese sido imprudente, me conformé con mirarlas largo rato, se dedicaban a faenas cotidianas. La naturaleza de su existencia justificaba el haberlas dejado aquí, ocultas de todo y de todos; pues, lo profundamente cristianos que son los mexicanos los habría llevado a destruirlas. En realidad cualquier ser embriagado de piedad estaría dispuesto a destruir el mínimo rastro de continuidad anómala. Acepté la realidad a pesar de toda su imposibilidad, sólo así se puede comenzar a buscar una explicación: dos o hasta tres mujeres idénticas eran algo probable, pero tendrían que ser de una misma edad. Era contra natura que en cada generación no hubiese un mínimo de variedad entre los rasgos de los individuos, sobre todo pensando que los hombres de San José sí eran diferentes entre sí... al menos en cuanto a lo físico, porque en sus maneras y gestos parecían actuar como si fueran la misma persona. Pensaba en esto cuando una mujer gritó: «¡Un hombre!, ¡Hay un hombre allá arriba!», a su voz le siguieron otras y con ello reconocí el unico atributo de identidad y diferencia que tal vez tenían: la voz. Sus timbres eran distintivos; en su griterío no reconocí esa uniformidad que había en sus rostros, sus voces clamando incordiaban bastante entre sí. Deshice el camino...
Por la noche. No pude seguir escribiendo. Los xolaltlacatltepeños descubrieron que visité la iglesia sumergida. Don Álvaro habló conmigo y descorrió el velo trás el velo... el secreto mayor de San José no sólo son sus mujeres acuáticas. Salí del pueblo antes del anochecer, sé que me persigue... no quiero ni pensar en qué podría sucederme si me encuentra...
Ambrose, amigo mío cuánto estoy lamentando escribirte esta carta... ¿la última? —es posible...—. Me temo que soy objeto de una persecución, que si llega a concretarse y soy capturado, sólo puede depararme un aciago destino... ¿¡Fatalismo que debo cumplir!? Ya te imagino diciendo que hablo del destino porque me equivoqué. Las ventanas de la esperanza se cierran para mí, pero antes de que eso pase, me avengo a legarte mi descubrimiento; mi vida: Cerca del que antiguamente fue el territorio tlaxcalteca, en una región semiboscosa del altiplano que ha venido siendo tierra de lagos desecados, se levanta un pueblo reflejo de sí mismo, San José Xolaltlacatl. A principios del siglo XVIII, un diluvio azotó al asentamiento original, dejándolo bajo el agua; sus pobladores, pensando en sus muertos ahogados, levantaron de nuevo sus viviendas a las orillas de este lago. Lo que primero fue una tragedia, luego fue motivo de prosperidad, pues el pueblo tenía una fuente segura de agua aún en las estaciones secas. Se dice que la vanidad de los xolaltlacatltepeños por su lago y el hambre de los pueblos vecinos los llevó a conflictos que culminaron en el rapto de las mujeres de San José y desde entonces no se habían visto mujeres en el pueblo. Pero, cada tanto, los viajeros que iban de paso testimoniaban que, misteriosamente, siempre había niños, además de hombres de diversas edades. Mujeres tenía que haber, pero ¿dónde? Como sabrás por mi diario —que te envío con esta carta—, descubrí la razón y naturaleza por la que las mujeres no están a la vista. Escribo para ti lo que vendría a completar el relato que dejé inconcluso en el diario:
Don Álvaro y su gente me esperaban en la orilla del lago. Por su actitud me di cuenta de que estaban al tanto de mis pasos. El jefe me soltó sin rodeos estas o similares palabras: «¿Ya las vio? Son nuestras Sabinas, señor Aspen. Todas son la única mujer que nos quedó después de que se llevaran a las otras. Fue hace tanto, yo era muy joven». El padre Alba continuó hablando, como siguiendo el hilo del mismo discurso: «El lago de San José es casi una circunferencia perfecta, desde las orillas no se distingue esta disposición geométrica, precisa la distancia y el ojo inmóvil para notarlo». En ese momento, otro hombre habló de entre la oscura multitud: «Cuando se llevaron a las otras, vine a esconder en una barca a mi Sabina, nos estábamos prometidos». Un joven que se acercaba continuó: «¿Puede creer que el amor que uno tiene por alguien sea suficiente para conservarlo en este mundo más allá de la vida y la muerte?». Mi inquietud creció al oír la precisión con la que se intercalaban mis interlocutores en su único discurso: «No quise otra mujer más que a la misma. San José me dió la fuerza para proteger la imágen y la semejanza de Sabina, pero con el tiempo terminó por desvanecerse de tantas veces que se repetía en el ciclo incesante de dar vida». El prodigio continuó en boca de un anciano: «Tal vez se repartió o tal vez simplemente su naturaleza era la de perderse paulatinamente. Y como ella, yo me perdí también, o al menos parte de mí; porque yo, Álvaro permanecí siendo el mismo en voluntad y pensamiento, el mismo cada vez que nacía y volvía a ver el rostro igual y permanente de Sabina». La voz tenue de un niño de trás de mí, siguió: «Soñamos estar aquí. Permanecer. Soy Hijo de mis Hijos, Padre de mi Madre, atrapado y solo. Mi Sabina no es la que amé... me queda la cáscara. Pero me aferro a ella igual que como lo hice en aquella noche de invasión, en la que los enemigos se llevaron a mis hermanas. ¿Se da cuenta, Señor Aspen, que el lago es un disco, entonces, gira el disco y da la ilusión de ser una esfera?» Estaba procesando lo que proponían sus palabras, creyendo y dudando a un tiempo que, correspondiente a todas las mujeres que eran la misma en apariencia, había un sólo hombre repartido entre todos los hombres de San José. Caminaban hacia a mí, ahora hablando este: «La niebla es el volúmen», ahora hablando aquel: «Las tres dimensiones que conforman este espacio: afuera donde yace el movimiento; la superficie que es frontera; el interior, donde reposa la inmovilidad». No esperé más y salí corriendo, perseguido por un hombre múltiple; miraba de hito en hito: el lago del que me alejaba, con la iglesia en resplandor bajo el agua y el camino oscuro del llano que me ofrecía poca esperanza de escapar. Luego la luz del agua se atenuó y Don Álvaro y todos sus yoes se dieron cuenta, deteniendo su persecución. Seguí corriendo con la sensación de que algo malo había pasado con las Sabinas. Ahora mismo es cosa que tal vez nunca llegue a saber.
Ambrose, tú que has visto muerte y opulencia, y escrito sobre improbabilidades ¿creerías lo que viví? Le doy vueltas buscando una explicación. Don Álvaro amaba a una mujer imposible, y si tal y como dijo, su existencia se fue repitiendo, su mente estaba en un bucle yendo sobre sí mismo con la sóla y terrible idea de volver a estar con Sabina, quién a su vez se fue atenuando en cada ciclo y retorno, ¿y si Don Álvaro en su afán por preservar a Sabina terminó siendo la fuerza que erosiona aquello con lo que se empeña en unirse? Es un misterio insoluble, amigo, uno que inflama la imaginación y me hace querer terminar esta carta con alguna cita sobre cosas que escapan de nuestra comprensión... pero prefiero dejarte la literatura a ti.
Adiós, amigo, adiós. Si la fortuna... si la suerte, no sé... adiós, querido Ambrose.
A. G. U. Aspen
Septiembre 15 de 1911
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