A la Naturaleza no le interesa el patrimonio histórico y cultural del hombre; no le importan sus conceptos de belleza, utilidad, o necesidad.
El hombre opone una resistencia feroz contra los elementos para preservar su herencia, resistencia que es prolongar lo inevitable; no hablemos de la motivación psicológica que orilla al ser humano a esta desesperada defensa de sus obras, centrémonos en la Naturaleza que no da tregua. No sólo las fuerzas indiferentes de los cuatro elementos, sino también la propia Naturaleza del hombre —que huelga decir que, al ser parte del mundo natural, él también es agente de la destrucción de su propio legado—, aquella que le permite frenar los avances implacables de las tormentas, también puede ayudarlo a acelerar los desastres. El caso es que eventualmente todo queda sepultado, desintegrado, diseminado o reducido a cenizas; nos vemos en la penosa faena de escribir una nueva historia sobre los escombros; mismo argumento, diferentes actores.
Así como los estratos de la tierra, las historias son palimpsestos y todo esto lo digo porque este cuento es un ejemplo no de reescritura, sino de sobreescritura: un Nuevo Génesis, diferente y semejante.
La historia versa sobre una musa muda y la proyección del único, del último ser humano. Aunque todo se repita, no partimos de la nada, siempre hay un vestigio que determina el devenir de las cosas y que asegura la presencia de un testigo de la sucesión de los tiempos del orden y del desorden; son estos vestigios los verdaderos protagonistas de la historia de la humanidad. Las ruinas son el Alfa y el Omega; lo que para las ruinas es la muerte, para nosotros es la vida, y tenemos que vivir porque con nuestra muerte damos paso a su existencia. Esta musa es la muerte y la vida simultáneas de las ruinas, un punto que rompe el ciclo y hace del génesis el fin de todo. Léase religieusement, comme une prière.
y de la costilla que del hombre tomara, formó Yahvéh Dios a la mujer, y se la presentó al hombre.
Génesis 2:22
No hay nubes en el cielo. Nunca he visto una nube, aunque sé de ellas gracias a los libros. Tampoco he visto un mar que no sea negro, ni una tierra que no esté confusa y vacía; ni sé de luces ni tinieblas, porque desde siempre estuve en la suma de ambas, igual que vivo en la mezcla de la tierra y del agua. No hay vergel alguno, sólo un árbol de acero que concatena todas las especies que crecieron antes de la comunión de la tierra y el cielo. Ni que decir de la ausencia de benignos astros luminares y de días y estaciones; sólo hay fuegos errantes cruzando las alturas que parecen tener la intención de dejarme ciego. Un vestiglo sombrío que nada y vuela es el otro único ser vivo que sobrevivió al fin de todo, es estéril y sospecho que inmortal, pues está aquí desde antes de que yo naciera y se forma en la inacabable ringlera de los peligros que me acechan. Todo a mi al rededor es potencialmente deletéreo. No hay días de reposo ni de sosiego.
Nací de una madre que no llegué a conocer y de un padre que dió su aliento para mantenerme con vida. De ella no me queda nada y de él tengo sólo una multitud de palabras que nombran cosas que ya no existen.
Paso mi tiempo pensando en el mundo que los libros describen y enumerando todo lo que no conozco: ríos y lluvia; trabajo y ocio; ciudades y catervas; noches y días. Y comparo todas esas cosas plurales con la singularidad del mundo que habito.
Como dije, no sé quién es mi madre y por tanto no sé qué es una mujer. La voz de los muertos la pinta similar a mí, pero ni yo mismo sé a qué o quién me parezco. ¿Cómo puedo saber lo que es otro ser parecido a mí siendo tan ignorante de mi propia identidad? De hecho, no tengo nombre, porque nunca hubo menester de uno. Es irónico que me pueda diferenciar perfectamente de todo lo que me rodea pero que, al mismo tiempo no pueda atinar a decir qué, cómo y quién soy.
Anhelo lo desconocido, por eso me ocupo afanosamente de los libros. Y aunque están llenos de tanta nada, me orientan sobre algunas cuestiones prácticas de lo que es ser un hombre. Por ello estoy decidido a tener algo de ese antiguo mundo; y aunque buscar la aurora o alguna bestia amigable son proyectos tentadores, me gustaría conseguir, antes que nada, una mujer; un ser semejante a mí que pueda decirme quién soy yo.
Muchos libros afirman que de la mujer vienen los hombres y otras mujeres; se supone que toda la humanidad comparte ese origen y bajo esta premisa, mi intención de conseguir una mujer se ve anulada. Otros libros —los menos— postulan la idea contraria: que del hombre puede provenir la mujer. Uno incluso habla sobre cierta operación quirúrgica con la que se puede extraer material genético del cuerpo del hombre y crear una mujer a partir de él.
Una mujer a mi imagen es todo a cuanto puedo aspirar porque el espejo, aunque me devuelve la impresión de lo que soy, no habla. Desconfío de todo lo que no habla. Me parece que el silencio miente y mi reflejo también. Una mujer a mi semejanza podría clarificarlo todo.
¿Pero de qué parte de mí debería estar formada? No puedo elegir así como así, tiene que ser de una porción especial de mi cuerpo; nada indigno como mis manos o mi corazón. Me gustaría usar mi cerebro, pero el riesgo es demasiado alto. Podrían ser mis ojos... pero no, son proclives a engañarme.
Hacerla de mi piel me daría como resultado una mujer áspera y, hacerla de mis visceras, una mujer frágil. Siento que no hay materia útil, porque por más que repaso el catálogo de las partes de mi cuerpo, cada elemento es defectuoso de alguna forma.
Creo que debo hacerla de aquello que involucra a mi voz y a mi aliento; son las cosas más honestas que poseo y quiero que ella tenga eso ante todo.
Para la operación debería estar en un profundo sopor, pero no hay quien la practique por mí, así que abro mi cuerpo mientras estoy despierto y tomo parte de mi costado, del aire que respiro y de mis cuerdas vocales para hacer buenos nudos que sujeten su alma a su cuerpo.
Con cuidado cierro la incisión y me ayudo de analgésicos para paliar el dolor; al parecer dar vida siempre implica sufrir por ello.
Mis células van germinando en un cuerpo que de ninguna forma se parece al mío. Salvo por los cabos: manos, pies y cabeza, el centro es diferente; otra distribución de la carne, otra proporción del pecho. Ante la diferencia me consuelo al verla respirar, porque es un indicio de que podría hablar y hablando, decirme lo que tanto quiero saber.
Su rostro no es aquel falaz reflejo que veo en el espejo, es un poco más pequeño que el mío y sus rasgos tienen curvas y perfiles suaves que contrastan con lo que soy yo. Su piel es más clara que la mía, como lo es su cabello; en muchos sentidos parece un ser más acabado que yo, como si a mi cuerpo le hubiesen quitado todas sus imperfecciones.
El tenerla de contraste me va mostrando detalles superficiales de mi identidad: Somos correspondientes y estamos incompletos; ¿será que puedo cerrar el circuito de su existencia y ella el mío? Somos contrarios en algún sentido; ¿podré entenderme con un opuesto, yo que siempre estuve en singular? Somos únicos y plurales.
Ella despierta y no habla. Trato de darme a entender y explicarle lo que soy, lo que es ella, cuanto sucede y donde estamos. No tiene vida en sus ojos. Ella no soy yo, yo no soy yo.
Vivimos un día que nunca termina y las palabras que le digo se quedan suspensas en nuestra atmósfera, inundándolo todo. Temo que ella no pueda decirme nada sobre mí; temo también que ella esté en la misma situación que yo; que no comprenda quién es y que por lo tanto, no pueda ayudarme a descubrir quién soy.
Como dicen los libros: un ciego guiando a otro ciego, el diálogo idiota entre un sordo y un mudo, la certeza de que uno nunca llega a comprender nada del todo...
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