No soy afecto a la autocomplacencia; esta musa tiene sus defectos y en general es más una prosa para distraerse y de distracción sobre una verdad: no supe desarrollar y explotar el potencial de la idea de La Única Mujer Buena de la Creación. Pese a todo, la conservo porque su malograda forma y cómo terminó no son culpa suya, sino sólo mía. En fin que, léase à midi, pas avant ou se réveiller.
Opinión fue de no sé qué sabio que no había en todo el mundo sino una sola mujer buena, y daba por consejo que cada uno pensase y creyese que aquella sola buena era la suya, y así viviría contento.
El ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha / Miguel de Cervantes Saavedra
Había una vez un hombre que en el interminable desfile de la humanidad era justo el de en medio. Equidistaba lo mismo del Génesis que del Apocalipsis. Esto podría parecer algo interesante o al menos curioso, pero tal vez no lo era tanto. Y dado que el tiempo es un hilo enredado de forma inextricable —cuyas únicas partes reconocibles son los extremos—, él estaba en el centro del caos. Anulaba a la mitad de la humanidad que le antecedía y era anulado por la mitad precedente; era al mismo tiempo uno más y uno menos.
No poseía ninguna cualidad preeminente; en realidad era bastante promedio (como se hubiese esperado de su condición), mas pese a esto, y quién sabe cómo ni por qué, comenzó a desarrollar un desmedido e injustificado sentido de autoaprecio. Se vio a sí mismo como el ecuador de la raza humana.
Pensó que si al cuerpo de la humanidad se lo cortaba sagital, transversal o coronalmente, él siempre incidiría en el mismo lugar, ni más ni menos. Fue tal su manía que quiso acompañarse de todo lo que, como él, fuese único y especial.
Inconcientemente buscaba compensar la insostenible importancia que le daba a su condición. Anexaba mérito a su persona con un método mediocre pero efectivo: tener.
Tener la primera palabra de todas; tener un color jamás visto por nadie más que él; tener la esencia de la oscuridad; tener la textura de lo intangible; tener un sueño despierto; tener una conversación con el agua; tener un olvido memorable; tener la hoja de un árbol nunca germinado; tener una palabra nunca antes pronunciada...
Una envidiable colección de cosas imposibles respaldaba el valor de ser el Hombre a la Mitad de la Humanidad. De este modo juntaba más y más trastos, objetos y artefactos: el primer dolor de muelas de Adán, el último gesto de Napoleón, una pesadilla de Wilde, un poema imaginado y nunca escrito de Eliot, algo que Valery olvidó en un libro de biblioteca y cierta moneda que Borges no podía olvidar.
Habría seguido así de no ser porque una revelación llegó a su mente, que su colección perdía sentido a medida que esas cosas inopinadas y magníficas eran reunidas y seriadas. Se dió cuenta de que el ponerlas unas junto a otras las abarataba y les restaba una porción de su rareza por haberlas sacado de sus contextos. Comprendió que si quería algo a la altura de su propia rareza sólo lo conseguiría merced a algo que fuese siempre lo mismo bajo cualquier situación.
Fue entonces cuando leyendo el Quijote de Cervantes se encontró con la idea de que no existe más que una mujer buena entre toda la creación.
Una única mujer que no podía tener parangón, poseedora de una cualidad extraña e irrepetible y que sin importar el contexto y el momento, permanecería tan especial como siempre.
Y pensó, pensó largamente en aquella fabulosa criatura, en su posibilidad. Una mujer así estaría entre dragones y pegasos. Su existencia planteaba problemas serios para la humanidad. Si en efecto existía una mujer buena, significaba que el bien existía y que la ambigüedad no era más que una amigable mentira que los hombres se contaban para disculpar sus faltas. Si no era una mujer conjetural, entonces los absolutos eran posibles y había forma de cuantificarlos y medirlos; si tal mujer estuviese en algún lugar, podría ser el loto en el pantano, la paja en el agujar y hallarla no sólo sería una tarea ardua, sino dolorosa.
No se amedrentó, al menos no de inmediato. El dolor era un precio razonable por tener la oportunidad de cortejar a La Única Mujer Buena de la Creación.
Deshízose de sus posesiones, pues no eran más que vanidades evidentes que lo alejarían de su deseo. No atinó a deshacerse del germen de su vanidad, pues en principio, éste era el que estimulaba su búsqueda y desecharlo era equivalente a desechar su ambición; en cualquier caso, se dijo a sí mismo que desear a La Única Mujer Buena de la Creación no era propiamente un proyecto reprochable.
Primero buscó en las soledades; si tal mujer hipotética existía, estaría lejos de la corrupción de los hombres. Brillaría en la ausencia. Pero en las soledades no encontró más que exiliados y misántropos. Luego la buscó entre las multitudes, porque quizá una mujer así podría muy bien estar humildemente entre todos los demás mortales. Pero en las multitudes no halló más que los mismos rostros ecos unos de otros, gotas de agua diferentes hasta parecerse demasiado. Después la buscó en el fondo del mar y en la espalda del sol. Ningún lugar fue tierra fértil de bondad. No desistió; buscó en el reino de la nueva Melusina y en Lustrogg. Buscó en el espacio vacío de una copa y entre los anillos de los árboles; en el viento y el remolino.
Le preguntó a los demás hombres y estos se burlaron de su manía. Le preguntó a las otras mujeres y estas se ofendieron por su ociosidad. Y se cuestionó a sí mismo: ¿dónde podría hallar el bien? y en cualquier caso ¿qué era el bien?
Cayó en la cuenta de que no iba a encontrarla si no identificaba qué era lo que buscaba. Pero ¿cómo sabría quién era esa persona que nunca había visto antes, cómo reconocería sin conocer?
Al indagar sobre la naturaleza del bien, supo que había quienes creían que era un tanto variable, como la marea, que no dependía de sí mismo, sino de las latitudes: aquí lo que era bueno, allá era malo. Otros sostenían que el bien era inmutable y constante, como él también lo creyó; sólo que esta cualidad del bien lo podía hacer intransigente y llevar a que en su nombre se cometieran actos terribles. El bien por tanto no podía ser definido ni indefinido; tenía que estar en una categoría sin categoría, de otro modo no sería bien y a lo mucho sería, remedo, señuelo y simulacro de él.
El hombre de en Medio de la Humanidad fue dándose cuenta de que las formas y definiciones coartaban al bien; lo colocaban en posiciones idealistas imposibles y en ejecuciones fallidas que lo deformaban. Si el bien estaba en algún sitio sería lejos de las presunciones y las convenciones. Lejos de las ideas y de las palabras; y lastimosamente para él, lejos del orden y las series. Si quería reconocer sin conocer a La Única Mujer Buena de la Creación sería apostatando de su amada cualidad.
Contra todo su sentido de orden, tendría que dejar de buscar para encontrar. Al bien sólo se podía acceder si no buscaba el bien. El bien no era un fin, sino un constante medio inasible.
Y se deslindó musicalmente de su necedad. De la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Fue en la hora indefinida que alguien lo llamó por su nombre secreto y él no respondió porque la respuesta ya estaba dicha antes de que él tuviese que pronunciarla. Reconoció a La Nunca Antes Vista...
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