Para mi musa, por la gracia de su abandono.
I
Paradoja y ausencia
El amor es un sentimiento que trasciende los problemas del tiempo y del espacio y se planta en la indefinición; jamás llega a ser tan imposible como para que los amantes no se puedan encontrar, pero tampoco tan posible como para que, una vez encontrados, no tengan que separarse al fin, después de que un óbice se imponga entre los dos, ya sea por voluntad de uno, de ambos, o de algo completamente ajeno.
Si un escritor quiere hablar de amor, no debe ser tan ingenuo como para terminar la historia en el architrillado final feliz, porque en el fondo habrá pecado de mediocre. Si se va a hablar de amor, debe retratarse desde su nacimiento, pasar por su fulgor y llegar hasta su muerte; pero no todos los escritores gozan de la buena voluntad de las musas y, en muchos casos, éstas majestades se complacen solamente en iniciar el fuego de la creación sin alimentarlo después, esperando que el alma del autor tenga suficiente materia para arder hasta que la historia alcance su cabo.
Ahora bien, el problema de las musas se agrava si consideramos que son infieles y llegan a compartir la pluma con más de un autor, lo que provoca el largo problema de las repeticiones entre los temas y tratamientos en materia creativa; o la situación, por demás enojosa, cuando la musa del poeta dicta una novela o viceversa, pues los resultados siempre son extraños y sacan de quicio a los críticos, enemigos naturales de las musas.
Volviendo al asunto del amor: yo estaba sentado en una banca del parque —cosa irrelevante, pero necesaria para ejercitar el arte de narrar— pensando en las últimas páginas que mi musa me había dictado; gozabamos de una relación más o menos fructífera, pero últimamente ella se había comportado más perezosa y dispersa de lo normal. En la víspera comenzamos un cuento, pero no bien estaban listos los primeros párrafos, la ingrata me abandonó y me quedé desamparado en el descubrimiento de mi total dependencia de su guía. Acostumbrado al ritmo de trabajo que ella me impuso, encontrarme allí, sin saber qué escribir, me estaba fastidiando la existencia.
Entonces vislumbré la posibilidad de ponerme a escribir sin más, llevar mi cuento a buen puerto o al menos hacerlo naufragar. Según yo, ésto no era gran ciencia, y el influjo de la musa en su contenido, bien podía ser remplazado con imaginación. Por lo demás, la semilla estaba plantada, sólo dependía de mí cuidar su germinación y velar por su feliz crecimiento.
Reanimado, me puse en marcha de regreso a casa, pensando en cómo podría continuar y terminar mi narración.
II
El espejo y la identidad
La presencia del hombre ante un espejo obstaculiza fastidiosamente la continuidad de un mundo misterioso que vive en la superficie del espejo cuando no estamos mirando en él.
Salvador Elizondo
El cuento es de (des)amor, por supuesto. Y hasta donde la musa tuvo injerencia, escribimos a nuestro héroe, cuyo nombre no llegué a saber, pero a quien llamaré Cero Cero. La musa lo había puesto en términos de que íbamos a ir conociendo los detalles de su persona por las cosas de las que se rodeaba y las personas que frecuentaba, en honor al poncif de dime con quién andas y te diré quién eres. Entonces, él fue ideado como un contorno abrazando el vacío que paulatinamente se cargaría de identidad. Pero en los pocos párrafos que la musa me dejó, no hay muchos indicios que nos permitan contestar exactamente quién es el protagonista de este cuento, y más bien, por la ambigüedad de la que gozan las palabras, podríamos pensar toda suerte de ideas irreconciliables sobre su ser.
Lo cierto es que Cero Cero —gracias a acontecimientos tampoco esclarecidos por la musa— poseía un espejo que en lugar de devolver el reflejo de quien se miraba en él, permitía ver el rostro del alma gemela; la pareja predestinada. Otro buen modo de no conocer directamente al protagonista porque al mirarse en el azogue, encontraba a una mujer hermosa y muda que desconocía... cuestión que en suma no contribuía a descubrirnos nada sobre Cero Cero.
00 espiaba con pudor en el espejo porque la imágen de ella obedecía a una mímica exacta de los gestos de él y descubrirse pequeño en las pupilas de ella, cuando las miradas tendían líneas rectas entre los ojos, le provocaba cierta emoción imposible de soportar por mucho tiempo. Otras veces desesperaba en ver cómo su tristeza se reflejaba exacta en aquel rostro que le parecía haber sido hecho sólo para sonreír. Y llegaba al grado de la frustración cuando su espíritu le impelaba dirigirle la palabra que se quedaba presa en el vacío sin recibir respuesta.
III
Cero ídem
Los espejos son despiadados repitiendo la verdad; reproducen un eco de la imagen sin cambiar nada de ella, pero en este caso, el espejo de C. C. repetía una respuesta a una pregunta no formulada. No conforme con esto, hay una complicación agregada: la disincronía entre el reflejo y su observador, porque más allá de la velocidad de la luz, sucede un momento en el que el espejo está vacío antes de que reproduzca la imagen frente a él, y cuando esa imagen aparece por fin, de nuevo, más allá de la velocidad de la luz, los ojos que miran la superficie reflectante están vacíos antes de captar el resultado de ese encuentro simétrico: mirar al espejo es encontrar el pasado inmediato, el instante que fue.
C. Cero cubría el espejo con un terciopelo azul obscuro para no profanar con su mirada deshonesta aquella figura que se reproducía cuando él se asomaba a ver. Por su mente vacía cruzaban fugaces anhelos y estrategias para ir más allá de aquel reflejo, para encontrar la carne, la materia deseada. A veces, por las noches, un arranque de malicia lo precipitaba frente al espejo donde se desnudaba con divina obscenidad, dando a su vista el máximo de piel. Luego, en otro arrebato, se cubría avergonzado de su avidez, de espiar aquella figura inocente. Su amor no era amor todo el tiempo, rozaba con el desdén que sienten los que están impedidos para poseer.
IV
Si el espejo se quiebra...
Escribí páginas y páginas de cómo 0 Cero miraba y cubría el espejo; meticulosas descripciones de un obseso que se redimía con el amanecer y recaía al anochecer. Juzgué que toda variante de sus desafallecimientos podía bien sintetizarse en unas cuantas líneas, para hacer gala de brevedad: «Ese hombre desconocido se presentaba ante una desconocida; a veces, con violencia, recargaba las manos en la fría superficie de vidrio y trataba de tocar ese cuerpo tan cercano, pero su tacto no encontraba nada. Retrocedía y se disculpaba, y aquel reflejo lo miraba con miedo y confusión, le preguntaba lo mismo que él se preguntaba, entonces ese remedo volvía a fastidiarlo porque las maneras y actitudes de hombre lucían burlescas y caricaturizadas en el cuerpo de una mujer; a continuación, el reflejo adoptaba un gesto amenazante que sin palabras gritaba toda suerte de insultos sobreentendidos. El hombre por fin cubría el espejo y se tiraba en la cama, presa de pensamientos cada vez más oscuros y sutiles: “¿Y si el espejo se quiebra se acabaría mi suplicio? Bien podría tomar cualquier cosa pesada de esta habitación y arrojarla contra el azogue maldito... se haría trizas y mi amor quedaría regado por el piso como cualquier otro vulgar vestigio. No me atrevería a mirar los pedazos...”».
»“Nada tiene piedad de mí, lo que siento me castiga cuando el reflejo, ella, adopta mi semblante y me acompaña en mi dolor o en mi perversión. La culpa me corroe porque no puedo explicarle lo que pasa; me aterra pensar que ella pueda ser consciente de lo que hago... debo tener en cuenta esa posibilidad, que ella me ve cuando yo la veo, que ella sabe lo que hago, lo que miro, lo que invado...”».
»Cero 0 cierra los ojos y se queda dormido entre cavilaciones. En algún momento nocturno, su sueño se torna ligero y él se levanta en estado de duermevela, descubre el espejo y se queda quieto frente al reflejo de la mujer que es él. Traza la silueta en el aire con el índice enhiesto y, del otro lado del espejo, ella se sincroniza con él, pero los resultados no se ajustan con exactitud; el cuerpo de ella es más pequeño y sinuoso, mientras que el de él es enjunto y algo más recto en los ángulos. La oposición y la diferencia son la norma.
»C.0 toma un pisapapeles y lo estrella contra el espejo, el impacto se traduce en una telaraña de grietas que comienzan a sangrar. En la frente de aquella mujer, que hace un momento era despejada y destacaba en la oscuridad de la noche, ahora hay una herida que poco a poco enturbia un hemisferio del rostro, pero no es el espejo lo que 0. Cero acaba de golpear, sino su propia cabeza. No pasa más que un instante y el desmayo sobreviene.
V
Duplicado, multiplicado
La vista es el más pérfido de los sentidos. Pone todo en una perspectiva falaz donde parece que basta con estirar la mano para tomar al sol cual si fuera una manzana o como si con una bofetada al aire, uno pudiera dispersar las altas nubes. La vista es la que le dice a 0.0. que ella está al alcance de sus manos y los deseos entran en conflicto con la potestad. Todo se anhela y nada se puede. Cero C. no se atreve a descubrir el espejo desde el día del atentado, éste permanece en un rincón de la habitación.
Voy llegando lejos, aunque no sin cansancio. El delicado equilibrio del cuento debe alcanzar su clímax aquí, para que su desenlace llegue rodando por la pendiente de forma grácil y convincente. De momento tenemos el amor de Cero0 en su fulgor, pero le faltan el nacimiento y la muerte; por economía literaria creo que debería matar dos pájaros de un tiro, y ofrecerlos unificados: así me ahorro la dificultad de hacer esa peligrosa acrobacia que llaman digresión y al mismo tiempo aligero el impacto de la violencia que significa abandonar la narración.
CcEeRrOo trae, de otra habitación, un espejo de semejantes dimensiones al suyo. Lo coloca junto al otro espejo y estudia su verdadero reflejo que hace ya mucho no miraba. Trata de reconocer al desconocido, le parece increíble que él pueda proyectar otra figura que no sea ella, el reflejo de la que ama. A la sazón, piensa en su sombra que a esa hora del día debe estar detrás de él, se voltea para comprobar que, aunque, deformada por los obstáculos donde se proyecta y por el ángulo de la luz, su sombra refiere de forma inequívoca a su cuerpo. Es la prueba que necesita para determinar que él es él y nadie más que él, aunque su historia antes de estas líneas no sea posible de precisar.
Con las precarias herramientas de su escritorio: bolígrafos, un abrecartas, el pesado pisapapeles con rastros de sangre seca; se pone a arrancar el marco de madera del espejo recién traído; éste cede fácilmente. Repite la operación con el otro espejo, pero todo debajo del terciopelo azul que no se atreve a levantar ni por accidente.
El golpe en su cabeza fue el relámpago que por un instante iluminó su mente y le proporcionó la solución al problema del espejo mágico.
Coloca ambos espejos uno junto al otro, cubriendo un poco el espejo convencional con el terciopelo azul, de modo que los perímetros de ambos se corresponden, haciendo que sean como uno sólo. Cierra los ojos y deja caer el velo. Retrocede lentamente, calculando la distancia aproximada donde habrá de quedar frente al espejo común pero también podrá mirarse en el otro espejo. Abre los ojos y se encuentra tal y como debe ser, mira a un lado y la ve, en ese ángulo sólo la percibe incompleta, así que la herida en su frente no se refleja en la de ella. Avanza metódicamente, entornando la mirada o moviendo un poco la cabeza, de modo que ese arreglo donde se ve y la ve a ella no se pierda por nada. Al estar al alcance de ambos azogues, los toma y, como si fueran un libro abierto, los cierra uno frente al otro.
Mira sobre su hombro y detrás de él no está su sombra; sabe que desde ahora su cuerpo será incapaz de proyectar su imágen. Consciente de que no podría tener lo que deseaba en sus términos, aspiró a conseguirlo en otros términos: siendo ella un reflejo, sólo podría estar a su lado si él, a su vez, era también reflejo y nada más. Los espejos se besan hasta el infinito.
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