I. Del miedo
Es indudable que en la jerarquía de las pasiones que ordenan nuestra visión del mundo, el miedo es uno de los soberanos. El miedo es hijo de la vista y del oído; deforma y transforma, metu interprete semper in deteriora inclinato;¹ encuentra adversarios inopinados entre las sombras, yergue murallas infranqueables, ama el refugio y es enemigo del porvenir. En el sentido estricto, existen tres tipos de miedo y todos se enfilan desde el futuro hacia el presente; en verdad que son como la bandada de saetas que oscurecen el cielo. Dos de esos miedos son estadísticos y el otro es obra del exceso de imaginación: los hombres podemos temer a lo probable, lo posible y lo imposible.
Son probables los accidentes de la vida cotidiana, la conjunción de elementos que ponen en peligro la integridad del cuerpo, porque al miedo lo motivan las expectativas del dolor y del sufrimiento. No hay quien no experimente inquietud cuando se encuentra ante una altura precipitante, un descuido se antoja probable; en el campo de la estadística, la caída aumenta, y así, en situaciones análogas, el hombre teme cuando está en riesgo, al filo del peligro. Este miedo a las cosas probables es necesario, es el instinto animal, la parte del alma que es una fiera arrinconada entre la pared y el fuego; es el resorte que a veces se suelta y nos hace escapar o que a veces se queda atascado y nos paraliza. Temer a lo probable no daña esencialmente el desempeño de la vida, antes lo propicia y lo permite; la conciencia de la fragilidad del cuerpo y la dureza del miedo nos hacen precavidos. El miedo a lo probable busca evitar el dolor, que es de índole físico. Pero hay hombres de temperamentos endebles que se ponen en guardia ante cualquier estímulo, dotan de autoridad a sus temores y comienzan a sentir recelo de lo posible.
El miedo a lo posible suele disfrazarse de precaución. Son posibles toda suerte de sucesos funestos toda vez que la vida está poblada de adversidades; sólo que estos miedos tienden hacia lo improbable, escapan de la cotidianidad y de lo próximo. No es plenamente descabellado temer a un accidente marítimo, a las tormentas o las bestias salvajes; salvo si uno no está en una travesía por mar abierto, en un clima complicado o en medio de la jungla; todos son miedos a situaciones peligrosas y posibles, pero no representan un riesgo inmediato. Se teme a lo contingente en el porvenir, como ya se dijo; y cada miedo está más lejos en el futuro que el anterior: en cuanto a lo posible, es un miedo que dimensiona qué tan mortales somos, cuántos peligros sorteamos y qué enemigos nos acechan. Cuando uno pierde el control de esos temores, espera golpes a diestra y siniestra y sospecha de todo. Aunque el miedo a lo posible ayuda a vivir, puede ser más dañino que benigno. Mientras se está vivo, todo puede atentar contra uno; y ya no se teme tanto al dolor, sino al sufrimiento: el hombre que teme a lo posible se preocupa por su corazón y sus pensamientos y no tanto por la integridad de su cuerpo, pone en duda su futuro. Si el miedo a lo probable estimula a la huída, el miedo por lo posible paraliza (mas, huelga decir que no son efectos propios de ambos miedos, solamente son una mayoría en cada caso). Los antiguos personifican estos dos miedos estadísticos en los gemelos Fobos y Deimos, hijos del amor y de la guerra. Acompañaban a su padre, Ares, en los enfrentamientos y manipulaban la reacción de los guerreros: Fobos los hacía huir ante el peligro inminente y Deimos los paralizaba cuando el combate estaba en marcha.
El miedo probable es el de los individuos y el posible el de las sociedades. Es curioso que las sociedades destruyen lo contingente, erradican los peligros naturales a la vez que propician los artificiales; cuando el hombre no teme a su medio, se teme a sí mismo. El miedo a lo posible deja intranquila la mente y entonces pericla timidus etiam quae non sunt videt.²
No es que el miedo a lo imposible sea exclusivo de individuos o de grupos, se manifiesta en ambos por igual, sobre todo cuando la superstición impera. Este miedo es irracional de forma auténtica, a diferencia de los otros dos; ofrece perspectivas espantosas pero definitivamente irreales. ¿Cómo fundamentar el miedo a lo desconocido, el miedo a las torturas sobrenaturales del infierno o a criaturas de leyenda que pasean por las noches? Sólo la imaginación puede crear fantasías así. El miedo a lo imposible se debe a la ignorancia, la credulidad y el fanatismo; arraiga con la firmeza de las convicciones en la proyección del hombre hacia el futuro; entonces, en su panorama se dibujan monstruos y martirios que destrozarían su cuerpo en segundos. De esta forma, no se teme al dolor, sino al sufrimiento, a la disolución de la identidad, del yo. Este miedo no propicia la fuga o la inmovilidad; ¿quién puede escapar de fuerzas sobrenaturales?
Para todo miedo hay paliativos y consuelos, los primeros dos miedos pueden enfrentarse de una u otra forma; para el tercero existe la fe en seres benignos y protectores, porque aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque tú estás conmigo.³ La compañía —humana o divina— ayuda a enfrentar al miedo, no por nada es proverbial el dicho de que de la unión nace la fuerza. Los hombres pierden el miedo cuando se agrupan, cuando confían su ser al otro; es claro que la comunidad propicia la supervivencia y enfrenta los miedos. Entonces, los hombres pueden volverse cobardes, valientes o temerarios merced a su medio. Uno pensaría que el miedo cría cobardes, pero también puede abonar a los valientes y perder a los temerarios. Estas posiciones son sencillamente los extremos del vicio y el centro de la virtud, ideas de una ética hoy diluida y subestimada.
Cada hombre tiene miedos en función de su ser, pero también en función de sus afectos y posesiones; la mayoría de estos miedos son por lo posible: los padres teme por el bienestar y el futuro de sus hijos (the joys of parents are secret; and so are their griefs and fears)⁴, como el que es dueño de algo, teme por los peligros que atentan la preservación de aquel bien. Así, podríamos ordenar en una escala qué tan susceptibles son los hombres al miedo y como dijo Bacon de los reyes y monarcas: it is a miserable state of mind to have few things to desire, and many things to fear,⁵ porque los hombres que más poseen son más mortales y por tanto están expuestos a más peligros, finalmente, todo puede propiciar al miedo.
Me gustaría agregar lo que un sabio francés escribió sobre la ceguera y el valor, que no osadía involuntaria: El ciego que no percibe el peligro se vuelve tanto más intrépido, y no dudo que caminaría a paso firme sobre tablas angostas y flexibles que formaran un puente sobre un precipicio. Hay pocas personas cuyos ojos no se nublan ante la visión de grandes abismos.⁶ El don de ver el mundo venía con la maldición de temerle. Y por último, hablar del miedo a lo inevitable; tanto o más absurdo que el miedo a lo imposible. En rigor, es una variante del miedo a lo probable porque se funda en las certezas universales: que nuestros cuerpos se van a corromper y eventualmente moriremos; pero temer a la verdad es temer a la vida y recelar de las cosas que escapan a nuestro control es una pérdida de tiempo. Resultaría vana retórica hablar de la aceptación de estas verdades, lo cierto es que el mayor enemigo del miedo es el valor; la cualidad de resistir y ser consciente. Valentía no implica no tener miedo, sino vencer el impulso de escapar ante el peligro o el quedarse petrificado.
¹ “El miedo es un intérprete que tiende siempre al peor sentido.” Tito Livio, Ab urbe condita, 27, 44, 10
² “El asustadizo ve incluso los peligros que no existen.” Publilio Siro, Sententiæ.
³ Salmos XXIII:4
⁴ “Las alegrías de los padres son secretas y así lo son sus penas y temores” Francis Bacon, Ensayos: VII. De los padres y los hijos.
⁵ “Es una desdichada situación mental tener pocas cosas que desear y muchas que temer.” Francis Bacon, Ensayos: XIX. Del imperio.
⁶ Denis Diderot, Apéndice de Carta sobre los ciegos para uso de los que ven.
II. Del miedo, la audición y la vista
–El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son. Y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo, que solo me basto para dar la victoria a la parte a quien yo dé mi ayuda. Cap. XVIII
–¿Cómo puedes tú, Sancho, ver dónde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace una noche tan oscura que no aparece en todo el cielo estrella alguna?
–Así es, pero tiene el miedo muchos ojos y ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo, aunque por buenas razones bien se puede entender que falta poco de aquí al día. Cap. XX
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