miércoles, 23 de marzo de 2022

Reunión: 6. El día no restituido

El drama de la identidad en la obra de Papini
En «Nada es mío» —uno de los mejores textos de Gog, quizá la obra más conocida de Giovanni Papini—, el plutócrata Goggins diserta desapasionadamente que él (y por continuidad la humanidad toda) no posee nada, que lo que define y forma su “identidad” es una colección de elementos que fue adhiriendo a su ser mediante un monstruoso proceso de integración; su desengaño es tal que, Goggins declara que nada le pertenece; y nosotros somos como él, nada es nuestro; incluso el idioma que hablamos nos es prestado; el drama del hombre en cuanto a su definición es que herramientas como las palabras, que le permiten decir quién es, son las mismas que ocultan quien es realmente. Si el Ego fuese, entonces, desnudado de todo lo accesorio, ¿qué quedaría?, ¿un jarrón vacío? La naturaleza de la identidad es un tema obsesivo en las narraciones de Papini, varios de sus cuentos son indagaciones sobre su elusividad e inconstancia, de lo que significa ser uno mismo; por ejemplo, en Dos imágenes ante un estanque, el autor nos presenta la fantástica perspectiva de un hombre que se encuentra con su yo del pasado, los años que lo separan de lo que fue son un doloroso relieve que comprueba que somos heracliteos y que, por tanto, nunca somos el mismo ser, vamos modificando nuestra identidad. En la Historia completamente absurda un hombre se ve expuesto por otro; el encuentro entre la máscara y el rostro que la usa es una metáfora sobre los estratos del yo: uno público y otro privado; no sólo no hay una identidad constante en el tiempo, sino que, en el espacio, una sóla persona puede ser varias y por tanto ninguna definitivamente. ¿Acaso el cuento de No quiero ser más el que soy no es una confesión donde el autor concluye que, pese a la paradoja que es la identidad inconstante, el hecho de poseerla nos impide ostentar otras identidades?, es decir, que estamos limitados a un miserable puñado de posibilidades ante el rico abanico de lo que podríamos ser si, en efecto, no fuéramos siempre el mismo yo. No pretendo insistir demasiado en lo obvio pero, ¿Quién eres? es otra divagación sutil sobre el problema de la identidad: un personaje se convierte de súbito en un completo desconocido para su comunidad y experimenta el prodigio de ser sin ser y estar sin estar; su aventura tiene corolarios desoladores: que ser alguien no significa nada, porque la identidad es, en esencia, un misterio. Pero en ninguna de estas narraciones hay una conclusión tan estremecedora como en Il giorno non restituito, título original del cuento que transcribo en esta ocasión.

Conozco muchas viejas y hermosas princesas, pero solamente a aquellas que son tan pobres que apenas tienen una pequeña mucama vestida de negro y que están reducidas a vivir en alguna degradada villa toscana, una de esas escondidas villas donde dos cipreses polvorientos montan guardia junto a un portal de rejas murado.
Si encontráis alguna, en el salón de una condesa viuda y fuera de moda, llamadla Alteza y habladle en francés, ese francés internacional, clásico, incoloro que podéis aprender en los Contes Moraux del abate Marmontel; el francés, en fin, de las gens de qualité.¹ Mis princesas responderán casi siempre y luego que hayáis penetrado en sus pobres almas —pequeñas y llenas de polvo y de quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII—, os daréis cuenta de que la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan necia como parecía poniéndonos en el mundo.
¡Qué secretos extraordinarios me han susurrado mis hermosas y viejas princesas! Ellas adoran los polvos faciales pero quizás todavía más la conversación y, aunque todas sean alemanas —una sola es rusa, pero por azar—, su delicioso francés ancien régime² algunas veces me regala emociones de ningún modo ordinarias, y en ciertos momentos mi corazón se conmueve y siento casi ganas —lo confieso— de llorar como un estúpido enamorado.
Una noche, no demasiado tarde, en el salón de una villa toscana, sentado sobre un sillón de estilo Imperio ante la mesa donde me habían ofrecido un té excesivamente aguado, yo callaba junto a la más vieja y la más bella de mis princesas.
Vestida de negro, su rostro estaba rodeado de un velo negro y sus cabellos, que yo sabía blancos y siempre algo rizados, se hallaban cubiertos por un sombrero negro. Parecía que a su alrededor flotase como una aureola de oscuridad.
Esto me agradaba y me esforzaba en creer que aquella mujer fuera solamente una aparición provocada por mi voluntad. El hecho no era difícil porque la habitación se hallaba casi en tinieblas y la única vela encendida iluminaba únicamente y débilmente su rostro empolvado. Todo el resto se confundía con la oscuridad de modo que yo podía creer que tenía ante mí solamente a una cabeza pensil, una cabeza separada del cuerpo y suspendida cerca de mí a un metro del pavimento.
Pero la Princesa comenzó a hablar y toda otra fantasía era imposible en ese momento.
Ecoutez donc, monsieur —me decía— ce qui m’arriva il y a quarante ans, quand j’étais encore assez jeune pour avoir le droit de paraître folle
Y continuó con su grácil voz narrándome una de sus innumerables historias de amor: un general francés se había dedicado a ser actor por amor a ella y había sido asesinado de noche por un payaso borracho.
Pero ya conocía yo ese estilo suyo de imaginación y quería otra cosa mucho más extraña, más lejana, más inverosímil. La Princesa quiso ser gentil hasta el final:
—Me obliga usted —dijo— a narrarle el último secreto que me queda y que ha permanecido siempre secreto, justamente porque es más inverosímil que todos los otros. Pero sé que debo morir dentro de algunos meses, antes de que termine el invierno, y no estoy segura de hallar otro hombre que se interese como usted por las cosas absurdas…
»Este secreto mío empezó cuando tenía veintidós años. En esa época yo era la más graciosa princesa de Viena y todavía no había matado a mi primer marido. Esto ocurrió dos años más tarde, cuando me enamoré de… Pero usted ya conoce la historia. Passons!⁴ Sucedió, pues, que cuando llegaba al término de mis veintiún años recibí la visita de un viejo señor, condecorado y afeitado, quien me solicitó una breve entrevista secreta. No bien estuvimos solos, me dijo: “Tengo una hija que amo inmensamente y que está muy enferma. Tengo necesidad de volverla a la vida y a la salud y para ello estoy buscando años juveniles para comprar o tomar en préstamo. Si usted quisiera darme uno de sus años se lo devolveré poco a poco, día a día, antes de que termine su vida. Cuando haya cumplido los veintidós años, en vez de pasar al vigésimo tercero usted envejecerá un año y entrará en el vigésimo cuarto. Es usted todavía muy joven y casi ni se dará cuenta del salto, pero yo le devolveré hasta el último de los trescientos sesenta y cinco días, de a dos o tres por vez, y cuando sea vieja podrá recuperar a su voluntad las horas de auténtica juventud, con imprevistos retornos de salud y de belleza. No crea usted que habla con un bromista o con un demonio. Soy simplemente un pobre padre que ha rogado tanto al Señor que le ha sido concedido hacer lo que para los demás es imposible. Con gran trabajo he cosechado ya tres años pero tengo necesidad de tener todavía muchos más. ¡Deme uno de los suyos y no se arrepentirá nunca!”
»En esa época estaba habituada ya a las aventuras curiosas y en el mundo en que vivía nada era considerado imposible. Por lo tanto, consentí en realizar el singular préstamo y pocos días después envejecí un año más. Casi nadie se dio cuenta y hasta los cuarenta años viví alegremente mi vida sin acudir al año que había dado en depósito y que debía serme restituido.
»El viejo señor me había dejado su dirección junto con el contrato y me solicitó que le avisara por lo menos un mes antes acerca del día o la semana en que yo deseara disfrutar de la juventud, prometiéndome que recibiría lo que pidiese en el momento fijado.
»Después de cumplir mis cuarenta años, cuando mi belleza estaba por ajarse, me retiré a uno de los pocos castillos que le habían quedado a mi familia y no fui a Viena más que dos o tres veces por año. Escribía con la debida anticipación a mi deudor y luego participaba de los bailes de la Corte, en los salones de la capital, joven y hermosa como debía ser a los veintitrés años, maravillando a todos los que habían conocido a mi belleza en decadencia. ¡Qué curiosas eran las vigilias de mis reapariciones! La noche anterior me adormecía cansada y fanée⁵ como siempre y por la mañana me levantaba alegre y ligera como un pájaro que hubiese aprendido a volar hacía poco, y corría a mirarme en el espejo. Las arrugas habían desaparecido, mi cuerpo estaba fresco y suave, los cabellos habían vuelto a ser totalmente rubios y los labios eran rojos, tan rojos que yo misma los habría besado con furor. En Viena los galanteadores se apiñaban a mi alrededor, gritaban maravillas, me acusaban de hechicería y, en el fondo, no entendían nada. Poco antes de vencer el período de juventud que había solicitado, subía a mi carroza y volvía furiosa al castillo, en donde rehusaba recibir a nadie. Una vez un joven conde bohemio que se había enamorado terriblemente de mí durante una de mis visitas a Viena logró entrar, no sé cómo, a mi departamento y estuvo a punto de morir del estupor al ver cuánto me parecía a su adorada pero también cuánto más fea y más vieja era que aquella que lo había embriagado en las calles de Viena.
»Nadie, desde entonces, logró forzar mi voluntaria clausura, interrumpida sólo por la extraña alegría y la profunda melancolía de las raras pausas de juventud en el curso lamentable de mi continua decadencia. ¿Puede imaginarse aquella fantástica vida de largos meses de vejez solitaria separados cada tanto por los fuegos fugitivos de unos pocos días de belleza y de pasión?
»Al principio esos trescientos sesenta y cinco días me parecían inagotables y no imaginaba que pudieran terminar alguna vez. Por eso fui demasiado pródiga con mi reserva y escribí muy a menudo al misterioso Deudor de Vida. Pero éste es un hombre terriblemente exacto. Una vez fui a su casa y vi sus libros de cuentas. Yo no soy la única con la que hizo contratos de ese género y sé que contabiliza muy cuidadosamente la disminución de sus entregas. Vi también a su hija: una palidísima mujer sentada sobre una terraza llena de flores.
»Nunca he podido saber de dónde saca la vida que restituye tan puntualmente, en cuotas de días, pero tengo motivos para creerme que recurre a nuevas deudas. ¿Cuáles serán las mujeres que le han dado los días que me restituye a mí? Quisiera conocer a algunas de ellas pero por más que le haya hecho hábiles preguntas muy a menudo, nunca he tenido la suerte de descubrirlas. Mais, peut être, elles ne seraient pas si étranges que je crois…⁶
»De todos modos ese hombre es extraordinariamente interesante, lo que no le impide hacer bien sus cuentas. Usted no puede imaginar qué espantosa se volvió mi vida cuando me anunció, con la calma de un banquero, que no quedaban a mi disposición sino once días solamente. Durante todo ese año no le escribí y por un momento tuve la tentación de regalárselos y de no atormentarme más. ¿Comprende usted la razón, no es cierto? Cada vez que yo me volvía joven, el momento del despertar era siempre más doloroso porque la diferencia entre mi estado normal y mis veintitrés años se hacía, con la edad, mucho más grande.
»Por otra parte, era imposible resistir. ¿Cómo puede usted pensar que una pobre vieja solitaria rechace cada tanto una jornada o dos o tres de belleza y de amor, de gracia y de alegría? ¡Ser amada por un día, deseada por una hora, feliz por un momento! Vous êtes trop jeune pour comprendre tout mon ravissement!
»Pero los días están por acabarse; mi crédito va a concluir por la eternidad. Piense: ¡me queda solamente un día para disfrutar! Después, seré definitivamente vieja y estaré consagrada a la muerte. ¡Un día de luz y luego la oscuridad para siempre! Medité bien, se lo ruego, en la imprevista tragedia de mi vida. Antes de solicitar este día…
»¿Pero cuándo lo pediré? ¿Qué haré con él? Hace tres años que no vuelvo a ser joven y en Viena casi nadie me recuerda ya y toda mi belleza parecería espectral. Y sin embargo, siento necesidad de un amante, un amante sin escrúpulos y lleno de fuego. Tengo necesidad de que todo mi cuerpo sea acariciado una vez más. Esta cara rugosa se volverá de nuevo fresca y rosada y mis labios darán, por la vez última, la voluptuosidad. ¡Pobres labios, blancos y agrietados! ¡Todavía quieren ser por un día más rojos y cálidos, por un solo día, para un último amante, para una última boca!
»Pero no llego a decidirme. No tengo el valor para gastar la última monedita de verdadera vida que me queda y no sé cómo hacerlo y tengo un loco deseo de gastarla…»
¡Pobre y querida Princesa! Unos momentos antes había levantado su velo y las lágrimas abrieron surcos sutiles en el polvo del rostro.
En ese momento, los sollozos, aunque aristocráticamente contenidos, le impidieron continuar. Experimenté entonces un gran deseo de consolar a todo costo a la deliciosa vieja y caí a sus pies —al pie de una princesa arrugada y vestida de negro—, y le dije que la hubiera amado más que cualquier caballero loco y le rogué, con las más dulces palabras, que me concediera a mí, a mí solo, el último día de su bella juventud.
No recuerdo precisamente todo lo que le dije, pero mi actitud y mis palabras la conmovieron profundamente y me prometió, con algunas frases algo teatrales, que sería su último amante, durante un solo día, dentro de un mes. Me dió una cita para cierta fecha en la misma villa y me despedí muy perturbado, luego de haberle besado las magras y blancas manos.
Mientras regresaba a la ciudad, ya de noche, la luna no totalmente llena me miraba insistentemente con aire piadoso, pero pensaba demasiado en la bella Princesa para tomarla en serio. Ese mes fue muy largo, el mes más largo de mi vida. Había prometido a mi futura amante que no la volvería a ver hasta el día fijado y mantuve mi galante compromiso. A pesar de todo, el día llegó y fue el más largo de aquel larguísimo mes. Pero llegó también la noche y luego de haberme elegantemente vestido fui hacia la villa con el corazón estremecido y el paso inseguro.
Vi desde lejos las ventanas iluminadas como no las había visto nunca y al acercarme hallé la puerta de hierro abierta y el balcón lleno de flores. Entré en la residencia y fui introducido en un salón donde ardían todas las antorchas de dos fantásticas arañas.
Me dijeron que esperara y esperé. Nadie venía. Toda la casa estaba silenciosa. Las luces ardían y las flores perfumaban para la soledad. Después de una hora de agitada expectativa, no pude contenerme y pasé al comedor. Sobre la mesa estaban preparados dos cubiertos y flores y frutas en gran cantidad. Pasé a un pequeño salón, suavemente iluminado y desierto. Finalmente llegué a una puerta que yo sabía era la del dormitorio de la Princesa. Di dos o tres golpes, pero no tuve respuesta. Entonces me hice de coraje pensando que un amante puede olvidar la etiqueta y abrí la puerta, deteniéndome en el umbral.
La habitación estaba llena de suntuosos vestidos tirados por todas partes como en el furor de un saqueo. Cuatro candelabros esparcían alrededor una luz alegre. La Princesa estaba echada en un sillón frente al espejo, ataviada con uno de los más espléndidos vestidos que yo jamás viera.
La llamé y no contestó.
Me acerqué, la toqué y no hizo el menor movimiento. Me di cuenta entonces que su rostro estaba como siempre lo había visto, pequeño y blanco y algo más triste que de costumbre y un poco asustado. Posé una mano sobre su boca y no sentí respiración alguna; la coloqué sobre su pecho y no sentí ningún latido.
La pobre Princesa estaba muerta; había muerto dulcemente de improviso mientras acechaba ante el espejo el retorno de su belleza.
Una carta que hallé en el piso, junto a ella, me explicó el misterio de su inesperado fin.
Contenía unas pocas líneas de escritura vertical y marcial, y decía:
“Gentil Princesa:
Me duele sinceramente no poder restituiros el último día de juventud que os debo. No logro ya encontrar mujeres lo suficientemente inteligentes para creer en mi increíble promesa y mi hija se halla en peligro. 
Realizaré todavía nuevas tentativas y os comunicaré los resultados, porque es mi más vivo deseo satisfaceros hasta lo último. 
Consideradme, ilustre Princesa, vuestro devotísimo…”
¹ gente de calidad.
² [de] antiguo régimen.
³ Escuche, pues, señor, lo que me ocurrió hace cuarenta años, cuando yo era todavía demasiado joven para tener el derecho de parecer loca.
⁴ ¡Vamos!
⁵ desteñida.
⁶ Pero tal vez no sean tan extrañas como imagino.
⁷ (pero) usted es demasiado joven para comprender mi deleite!

A propósito de una inaudita coincidencia
Los paralelismos y las sincronías entre ciertas historias no deben asombrarnos, el mundo fue creado antiguo —como declaró cierto iluminado del Sur— y por tanto lo que existe en él es, a fin de cuentas, una constante repetición que no nos afecta merced al olvido y la ignorancia. Quiero decir que, la primera narración de la humanidad yace sepultada en el tiempo, perdida de cualquier memoria, y sin embargo también está latente en todas las que le preceden; existe con otros atavíos y nuestra ignorancia no nos permite imaginar que los rostros jóvenes que miramos por todos lados son viejos, antiguos, inveterados, siempre han estado aquí. Todas las historias son, en la intimidad, la misma historia atemporal.
Lo que sí debe asombrarnos es cómo aquello que ayer estaba en ciertos términos, hoy está en otros. Los mitos son un buen ejemplo: la fábula griega de Tereo y Procne presta sus materiales para La lamentable tragedia de Tito Andronico de William Shakespeare.
Semejanza y Diferencia dictan el argumento y los términos de éste. Las historias se transforman gracias a un proceso de unidad y continuidad. En algunos casos podemos evidenciar que aquello que parece coincidencia no lo es, pero en el resto de ellos debemos quedarnos con la incertidumbre y en no poder afirmar algo que a todas luces parece obvio. Yo podría suponer que Giovanni Papini leyó a Henry James. En primera porque el italiano fue un lector de talla olímpica; su bagaje literario se puede apreciar a lo largo de su prosa que está sembrada de referencias a autores de todos los continentes y todas las épocas. En segunda porque el argumento de El día no restituido parece ser una reescritura de Los papeles de Aspern. ¿La objeción? Por ahora no hay forma de probar que Papini leyó a James; y aunque lo hubiese hecho, es imposible saber si tenía en mente la novela mientras redactaba su cuento. Tenemos que reconocer una semejanza, pero declarar el parentesco no sólo es temerario, sino insensato.
No sería sorprendente si al final se descubre que Papini retomó a James, porque su novela es tan cautivadora que otros autores no se han resistido a ensayar sobre el mismo argumento sus propios relatos. Caso ejemplar es el de Alfonso Reyes y La cena. Pero ésto es motivo para otra divagación. Contrastemos las historias del italiano y el norteamericano.
Antes que nada, es menester disculparme y aclarar algo: para mostrar la inaudita coincidencia de ambas obras, debo perpetrar una carnicería: reducir el argumento de Los papeles de Aspern a una vaga relación de hechos que soslaya la genialidad de James. En fin.
La novela sigue la aventura de un editor sin nombre que idolatra a Jeffrey Aspern, un poeta romántico de talla legendaria. Da la casualidad de que se entera de la existencia de cierta correspondencia inédita de Aspern que está en manos de su última amante viva, Juliana Bordereau; quién habita reclusamente en una vetusta casona veneciana junto con su sobrina Tita, una solterona gris, y algunos sirvientes, en una especie de discreta indigencia de gente de clase venida a menos. Nuestro antiheróico editor aprovecha esa necesidad pecunaria de las Bordereau para hacerse aceptar en su hogar como un inocente huésped que turistea en Venecia. A lo largo de la historia pondrá en marcha varias estratagemas para conseguir los preciados inéditos, pero cada tentativa naufragará porque aquellas cartas son el talismán que anima la vida superflua y patética de Juliana, amén de que aparentemente contienen algunos detalles que atentan contra el decoro de la vieja mujer. No sólo eso, las cartas de Aspern a Juliana son la evidencia de que ésta fue, alguna vez, joven, bella y amada. Por ello su apego es vital y su resistencia férrea. Por otro lado, su sobrina Tita apenas si cobra relieve, es una mujer socavaba y tenue que vive orbitando a su tía, con una tristeza muda; hacia el final de la novela tendrá un súbito arrebato de egoísmo impulsado por un pueril deseo de amar aunque ya no sea digna de eso. A la muerte de Juliana, ella pasará a heredar los inéditos de Aspern, con los que tratará de extorsionar al editor para que acceda a tomarla en matrimonio. Nuestro adorador de Aspern, dispuesto a todo con tal de conseguir su objetivo, no concederá en hacer este último sacrificio y Tita finalmente destruirá los papeles de Aspern, el eje que conectaba los intereses de los tres personajes; con ello pondrá fin a la especie de encanto que pesaba sobre todos ellos.
Los tres personajes de James se sintetizan en la narración de Papini y pasan a ser dos: El narrador de la historia, que encarna al editor de Los papeles de Aspern y la vieja princesa rusa, que es una especie de amalgama entre las Bordereau.
El narrador —al igual que el editor— es un hombre antiheróico, sin una personalidad muy definida; de él sabemos lo que desea mas no lo que es. Este personaje gusta de introducirse en las cortes de princesas ancianas y olvidadas, a la caza de sus secretos, sus historias de otra vida llena de imaginaciones y deleites; es así como da con la referencia de un bien prodigioso que intentará conseguir.
La vieja princesa rusa completa el cuadro con su preciado bien, el último día de juventud; para ella como para Juliana, tal tesoro es un eje que la conecta con su vida de mocedad, y que de hecho, la devuelve a aquel estado de gracia. Esa negligencia respecto a su vejez que ostenta Juliana gracias a las cartas de Aspern es la misma que replica la princesa rusa, sus vidas se remiten una y otra vez al tiempo en que fueron jóvenes, hermosas y amadas; es una obsesión ingenua que de alguna manera desdibuja lo que son, ésto se ve más acusado en la princesa rusa que vive sólo por sus preciados días de juventud que esporádicamente recupera; no es una vieja, ni una joven. Su vida de anciana pasa desapercibida y gris, y su vida como joven es profundamente intensa; en cierta forma es, paradójicamente, más joven que vieja. Esa recuperación del tiempo pasado es la que anhela Tita Bordereau y que intenta conseguir en su desesperada táctica de extorsión; ella es el apetito de la princesa rusa que le concede su último día restituido al narrador, para amar por última vez. Aquel día de gloria nunca llega porque el viejo militar no tiene capital para saldar su deuda con la princesa rusa; el advenimiento de su deceso es una doble liberación: la de su parte de Juliana, atada a su necesidad de revivir el tiempo perdido; y la de su parte de Tita, sometida a una pasión humillante. Ese día truncado es análogo a la destrucción de los papeles de Aspern, separa por fin al narrador y a la princesa rusa.
El sendo desenlace de ambas historias es símil en sus conclusiones, porque aquel talismán que cada una posee y que anima los acontecimientos, al verse perdido, rompe el influjo casi mágico y anula a los hombres de ambas tramas, quienes se revelan como seres indignos de penetrar en el misterio.
El último corolario es el de la preocupación de Papini por la identidad. La princesa rusa es un ser indefinido, que no ambiguo: ni joven, ni vieja. Su identidad transita entre los estados de sus dos realidades, una ideal y deseada, y otra actual y despreciada; ¿quién es la verdadera princesa rusa, la joven o la anciana?, o quizá, ¿cuándo es la verdadera ella?

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