domingo, 16 de septiembre de 2018

Antología de cuentos musicales: 7. La llama

Este cuento del escritor uruguayo, Horacio Quiroga fue publicado originalmente en 1915 bajo el título de Berenice; sólo después en su inclusión al libro de cuentos El salvaje, pasó a llamarse La Llama. Hay claros ecos que remiten a El retrato oval [Life In Death] (Sé que ella, Berenice, continúa como aquella noche, muerta en vida...) y Berenice de Edgar Allan Poe (que al igual que la Berenice de Quiroga padece (y fallece) de catalepsia).
Lejos de las consonancias con Poe, este relato especula sobre la composición de una de las obras operísticas más importantes de la historia de la música: Tristán e Isolda. Construye una sólida fabulación sobre Richard Wagner, por el que Quiroga debió sentir una gran admiración pues, además de éste relato, vuelve a tratar la obra de Wagner en el cuento La muerte de Isolda. Es difícil saber cuándo y cómo fue que Quiroga escuchó por primera vez Tristán e Isolda; quizá debió ser entre 1901 y 1915; la primera fecha corresponde al año en que la obra se estrenó en Argentina y la segunda a la publicación del relato. Entre esas fechas Quiroga tenía 23 y 37 años, respectivamente. En Wikipedia figura el dato de que para 1926, el cuentista asistía con regularidad a escuchar los conciertos organizados por la Asociación Wagneriana de Argentina, pero es poco probable que haya sido en dichos conciertos donde oyó Tristán e Isolda, pues esta asociación se fundó hacia 1912, y Horacio no se acerco sino hasta 14 años después.
Entrando en materia del cuento: es una especie de Matrioshka literaria; un relato que contiene otro y, a su vez, éste contiene otro. Quiroga debió haber estado bien enterado de las relaciones entre Charles Baudelaire y Wagner que, aunque no se conocieron en persona, sostuvieron alguna correspondencia; además de que para Baudelaire, que fue pionero en la crítica musical, Wagner era la síntesis del arte nuevo; lo consideraba en la música lo que Poe a la escritura o Eugène Delacroix a la pintura (aunque esta afinación varía en cuanto a la escritura, donde a veces menciona a Víctor Hugo; y en la música a Héctor Berlioz).
Resta decir que Egli è vivo e parlerebbe se non osservasse la rigola del silentio.

“Ha fallecido ayer, a los ochenta y seis años, la duquesa de la Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana, sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que registra la patología nerviosa.”
El viejo violinista, al leer la noticia en La Gaulois, me pasó el diario sin decir una palabra y quedó largo rato pensativo.
—¿La conocía usted? —le pregunté.
—¿Conocerla? —me respondió—. ¡Oh, no! Pero...
Fue a su escritorio, y volvió a mi lado con un retrato que contempló mudo un largo instante.
La criatura retratada era realmente hermosa. Llevaba el pelo apartado sobre las sienes, en dos secos golpes, como si la mano acabara de despejar bruscamente la frente. Pero lo admirable de aquel rostro eran los ojos. Su mirada tenía un profundidad y una tristeza extraordinarias, que la cabeza, un poco echada atrás, no hacía sino realzar.
—¿Es hija...  o nieta de esa señora que ha muerto? —le pregunté.
—Es ella misma —repuso en voz baja—. He visto el daguerrotipo original... y en una ocasión única en mi vida —concluyó en voz más baja aún.
Quedó de nuevo pensativo, y al fin levantó los ojos a mí.
—Yo soy viejo ya —me dijo— y me voy... No he hecho en mi vida lo que he querido, pero no me quejo. Usted, que es muy joven y cree sentirse músico —y estoy seguro de que lo es— merece conocer esta ocasión de la que le he hablado... Óigame:

Hace ya muchos años... Era en el '(18)82... Yo acababa de llegar a esa ciudad, en Italia, y me había hospedado en el primer hotel que había hallado. La primera noche, ya muy tarde, sentí agitación en la pieza vecina, y supe al día siguiente por la camarera que mi vecino había tenido un ataque —creía ella que al corazón—. El pasajero había llegado dos días antes que yo y parecía gozar de muy poca salud. Había oído decir que era músico. Era extranjero, de nombre impronunciable.
No bastó más para despertar mi interés, y como según la misma confidente mi vecino sufría de agudos dolores de pies, creía tanto en mi deber como de mi curiosidad, ir a ofrecerle mi ayuda, si en algo podía necesitarla.
Fui, pues. Era un hombre ya de años, muy grueso y de aspecto pesado y enfermo. La magnitud de su vientre, sobre todo, llamaba la atención. Respiraba con dificultad, con hondas inspiraciones que le cortaban la palabra. Algo en la nariz y en la comba de la frente me recordaba a alguien; pero no podía precisar a quién.
Por lo demás, me recibió mal. Por suerte, cuando iba a retirarme más que arrepentido de mi solicitud, un nombre dejado caer en las pocas palabras cambiadas le hizo levantar vivamente la cabeza. Me hizo dos o tres preguntas rápidas y pareció más humanizado.
A mediodía mi vecino tuvo otro acceso de gota, e hice lo que pude para calmar tanto el dolor como la irascibilidad a que el hombre parecía muy propenso.
No sé si mi juventud llena de entusiasmo, o lo infinito que de ingenuo había en mí entonces, amansaron del todo al enfermo. Lo cierto que al caer la tarde sus ojos me sorprendieron cuando yo por cuarta o quinta vez bajaba los míos a un retrato, un daguerrotipo colocado sobre el velador. La frente del enfermo se ensombreció, y dejó de hablar por un rato.
Al fin se levantó pesadamente, y respirando con dificultad cogió el retrato y fue con él a la ventana.
Sin que yo me diera cuenta de lo que hacía, me levanté a mi vez en silencio, y me hallé a su lado, devorando aquel retrato —estos mismos ojos, como usted los mira ahora...
Al fin retornó sobre sus hinchados pies a dejar el daguerrotipo, y se hundió de nuevo en su sillón.
—¿Usted sabe quién soy? —me dijo bruscamente.
De golpe, la nariz y la frente de aquel abotagado rostro adquirieron intenso relieve.
—Creo que sí... —respondí trémulo.
—No importa —agregó—. Usted tiene, fuera de su violín, que no sirve para nada, algo que vale más que su propia persona... No comprende... Lo mismo da... Comprenderá más tarde, cuando recuerde que con la historia de este retrato, le he contado la historia de mi propio arte...
¿Tuvo mi vecino esa necesidad de expansión de los enfermos cuando el dolor cesa, y que el primer llegado puede despertale en infantil efusión? ¿Por qué me contó a mí aquello?
Pero he pensado después que yo no fui más que el pretexto de esa expansión. La brevedad de las frases, el corte entero del relato, me lo probaron luego.
Comenzó bruscamente:
   
—Yo estaba entonces en París... Y tenía veintinueve años. Baudelaire () me dijo una noche:
—Tengo que recomendarle un salón... La señora de L. S. tiene locura por usted. Y un famosísimo piano.¹ Iremos una noche de éstas.
Fuimos allá. El piano era en realidad muy bueno. Pocas veces oí ejecutado con voces tales algo mío.
La segunda noche, al concluir de tocar un trozo de mi primera ópera,² alcancé a ver a un minúsculo auditor que ya la primera vez se había inmovilizado en un rincón, casi a mi espalda.
Volví la cabeza, y una criatura huyó corriendo a través de la sala.
—¡Berenice, locuela! —llamó la señora de L. S.
—¡Ah! —exclamó Baudelaire—. Es la pequeña. ¿Usted cree tener un admirador más febril que ella? No lo va a hallar nunca.
—¡Tiene locura por la música! —apoyó la dueña de casa—. ¡Vamos, Berenice! ¿Tendré que ir a buscarte?
Y trajo, en efecto, violentándola casi, a la pequeña, que se detuvo ante mí, jadeando y ensombrecida de emoción.
Era una criatura de nueve a diez años, evidentemente bella, aunque hasta ese momento su hermosura no superara en un grado a la de las criaturas de su edad.
—¡Ahí lo tienes, a tu amor! —exclamó la madre—. ¡Míralo bien!
—¡A ver, veamos! —le dije, cogiéndola del mentón y levantando la cara. Sus ojos, hasta ese momento huyentes, se volvieron por fin, y desde el rostro echado atrás, su honda mirada se fijó en mí.
Hay miradas que uno siente en los ojos, y nada más; que se detienen allí y no miran sino nuestra pupila. La de aquella criatura iba más allá, llegaba hasta mis sienes, me abarcaba totalmente.
Bajé la mano, y Berenice huyó corriendo.
—La música es buena; el hombre, no —comentó Baudelaire (ʙ), mientras levantaba un ancho lazo desprendido de la cintura de Berenice—. ¿Lo quiere? —agregó tendiéndomelo—. No es una corona de laurel, pero no vale menos.
—¡Oh! —exclamó la dueña de casa, emocionada—. ¡Si este lazo pudiera un día de gloria hacerle recordar esta casa... y a mi pequeña Berenice!
Guardé el lazo. A la velada siguiente (íbamos muy a menudo), la criatura no apareció. Cuando nos retirábamos, la señora de L. S. me dijo sonriendo:
—Tengo un encargo para usted. Mi hija quiere hablarle a solas. No ha querido acostarse... Lo espera en el vestíbulo.
Me acerqué, y esperé un instante; la criatura no levantaba los ojos.
—¿Y bien? —le dije.
Continuó inmóvil.
—¿Qué quieres de mí, pequeña? 
Igual inmovilidad e igual silencio.
—¡Entonces, me voy! —agregué
—Váyase —me respondió secamente.
Pero cuando yo me había alejado ya tres pasos, me llamó.
—Mi lazo... —me dijo con voz sorda.
—¡Ah, el lazo! —respondí palpándome—. Es que creo no tenerlo... Sí, aquí está. Y buenas noches, señorita Berenice.
A la noche siguiente volví a verla en el vestíbulo, acechándome.
—¡Aquí está su lazo! —me dijo con voz entrecortada, tendiéndomelo. Y huyó corriendo.
Baudelaire, a quien conté el cúmulo de pasión y bizarría que había en la pequeña, me informó de que Berenice sufría de crisis nerviosas muy fuertes, y muy raras sobre todo. Sobre todo, muy raras. Algo de catalepsia (), o cosa así.
Le observé que no era la música la llamada a calmar su sistema nervioso.³
—Desde luego —me respondió—. La madre lo sabe, pero está loca de orgullo con la sensibilidad de su hija (). Y realmente, es extraordinaria... Pero no va a vivir mucho.
—¿Berenice? ¿Por qué? —le pregunté extrañado.
—No sé; con esa emotividad, y con música como la de usted, no se va lejos...⁴
Después de aquel singular comienzo, nuestras relaciones no tropezaron más. Berenice no faltaba jamás a la sala, ni dejaba nunca de sentarse oblicuamente a mi espalda, casi arrinconada. Rara vez llegaba a descubrir su mirada sobre mí, porque la apartaba vertiginosamente apenas me volvía a ella.
Había momentos de tregua, sin duda, durante los cuales la criatura recobraba la frescura de sus años, y sus risas vivificaban no violentas discusiones sobre arte.
Una noche, cansando de discutir, me retiré al piano, mientras los otros proseguían con un acaloramiento que duraba hacía dos horas. Rompí sobre el teclado no sé cuántas melodías italianas,⁵ y calmado al fin, tecleé aquí y allá; recordé un motivo,⁶ sentí otro nuevo, y poco a poco fui olvidándome de todo. Viví en el piano un cuarto de hora de completo abandono, y cuando levanté la cabeza, Berenice, demudada, toda la palidez del rostro absorbida por la insensata dilatación de los ojos, estaba a mi lado. Tendí la mano hacia ella, pero se apartó bruscamente, casi horrorizada. Creí que iba a caer; mas la exhausta criatura, reclinada en un jarrón, sollozaba con los ojos cerrados y las manos pendidas a lo largo del cuerpo.
La madre corrió, y recién entonces me di cuenta del silencio de la sala.
—¡Berenice, hija mía! ¡Te estás matando, mi criatura! —clamó la señora.
Berenice, rendida entre los brazos de su madre sollozaba siempre sin abrir los ojos. La señora de L. S. la llevó adentro, y volvió en seguida, dirigiéndose a mí.
—¿Qué tocaba usted hace un momento? —me preguntó anhelante.
—No sé... —le respondí, bastante contrariado—. Motivos que se me ocurrieron.
La señora de L. S. volvió los ojos a todos.
—¡Pero es grandioso, eso! —exclamó.
Baudelaire, las manos cruzadas sobre las rodillas y los ojos en el techo, murmuró:
—Si es grandioso, no sé... Pero jamás han salido de hombre alguno cosas como las que acabamos de oír... La pequeña tiene razón.
Berenice tuvo al día siguiente uno de sus extraños ataques, y ante mis serios temores por esa sensibilidad profundamente enfermiza, la madre sacudió la cabeza:
—¿Y qué quiere usted que haga? —me dijo—. No podría mi hija vivir sin eso... Es su destino.
—¿Y siempre ha sido así? —le pregunté.
—¿Es decir —me respondió— si otras músicas le hacen esa impresión? ¡Oh, no! El mérito de esta crisis, del vértigo que se apodera de ella en cuanto oye música suya, es de usted, puramente de usted. Antes sentía como todos; ahora se enloquece...⁷
Este nuevo incidente, el recuerdo tenaz de la criatura y sus ojos de insensato sufrimiento y goce, grabaron profundamente aquel cuarto de hora de improvisación en el piano, y en una semana le di forma.⁸ Era algo bastante extenso; creo que muy poco congruente; pero había expuesto en ello cuanto sentía.
Hablé de ello a Baudelaire, que oyó un trozo. Y como no se podía hallar mejor ambiente que aquel salón en qué batallábamos sin tregua, se decidió ejecutar allí mi partitura.
Mi inquietud era extrema. Sentía oscuramente que había puesto allí toda mi alma en todo mi arte, y qué se jugaba mi destino. Berenice llegó tarde, cuando ya la orquesta comenzaba el preludio.⁹ Un rato antes la señora de L. A. me había dicho gravemente:
—Berenice está mal; no sé si permitirle que oiga... está como loca desde que ha sabido... ¿Qué opina usted, sinceramente?
Sentí una impresión extraña de despecho y celos. Yo tenía veintinueve años, la pequeña diez apenas... Pero no se trataba de esto.
—Ignoro —le respondí con sonrisa forzada—. No podría juzgar yo mismo...
La madre miró serena y seriamente un momento, y se alejó.
Berenice... Apenas sonaron los primeros acordes,¹⁰ sentí su figura blanca a mi lado. Estaba de pie, apoyada con las dos manos en el brazo de mi sillón, y me miraba en silencio, muy pálida.
—Quiero estar aquí... Cerca de usted... —murmuró en voz sumamente lenta.
—¿Quieres sentarte? —le dije—. Voy a traer una silla...
—No, no... —repuso.
La partitura comenzaba, avanzaba. Pasión, locura de pasión gritada, delirada, se ha dicho a veces, demasiadas veces, que sobra en esa partitura...
Cerré los ojos un momento, y sentí en seguida la cabeza de Berenice que cedía, cedía hasta recostarse en la mía. Estaba blanca, y tenía por primera vez sus espléndidos ojos fijos en la luz. No parecía notar mi inquietud. Su cuerpo cedía más, y oí su voz, lenta y perdida:
—Quiero estar con usted...
—¿A mi lado? ¡Ven! —le dije.
—No; con usted... —murmuró.
Comprendí entonces, y la senté, como a una criatura que era, en la falda.
—¿Estás bien así? —le dije.
Buscó un instante sobre mi pecho posición cómoda a su cabeza, y alzó entonces sus ojos hasta mí.
Mientras avanzó, se desarrolló y concluyó mi partitura, sus ojos no se apartaron de los míos, ni los míos se apartaron muchas veces de su mirada; ni hizo movimiento alguno, ni mi mano abandonó un instante la suya. Pero yo vi perfectamente, perturbado a mi vez por mi propia obra de fiebre, que la mirada de Berenice se encendía en la misma pasión que me había inundado a mí mismo al crear esa partitura. Sentí en mi brazo el calor de su tierna cintura, y vi que en el crepúsculo de sus ojos entornados no quedaban ni rastros de una alma de niña. Aquellos veinte minutos de huracanada pasión acababan de convertir a una criatura en una mujer radiante de juventud, de ojos ensombrecidos en demente fatiga.
   
Pero la partitura avanzaba siempre; sus gritos delirantes de pasión repercutían dolorosamente en mis propios nervios —todos a flor de piel—; y en ese galope cada vez más precipitado de locura de amor aullada en alaridos salvajes, sentí cómo el cuerpo de Berenice temblaba sin cesar; vi que la sombra de sus ojos bajaba ahora del párpado, desmenuzándose en una redecilla de arrugas, y sentí que en su mirada no quedaban ya ni rastros de la mujer de veinte años, evaporada, quemada en un cuarto de hora de aquel vértigo de pasión.

Y la partitura seguía, subía. Yo mismo sentía mi propio cuerpo molido, destrozado, golpeado sin piedad. Y entre mis brazos, también sacudida en una remoción sin fondo y sin piedad., Berenice temblaba aún de rato en rato, con bruscas sacudidas que le hacían abrir un momento los ojos y mirarme, para cerrarlos de nuevo. Vi que la redecilla de arrugas invadía ahora todo el rostro, que su frenta estaba ajada, y noté de golpe que ya no quedaban ni rastros de la mujer de cuarenta años, agotada por una vida entera de pasión, calcinada en treinta minutos por la explosión de alaridos salvajes que habían cerrado la partitura.
Todo estaba concluido: En mis brazos, inerte, desmayada, en catalepsia, o no sé qué, tenía ahora una lamentable criatura decrépita, llena de arrugas.
Tenía antes diez años. En el espacio de hora y media había quemado su vida entera como una pluma en aquel incendio de pasión, que ella misma...

Mi vecino se detuvo, y miró largo rato a través de la ventana oscurecida. Luego concluyó en voz más lenta y baja:
—Poco más tengo que decirle. La madre se llevó adentro aquel resto de calcinada gloria, y nunca más los he visto, ni lo he querido... Sé que ella, Berenice, continúa como aquella noche, muerta en vida...
Y ahora, óigame: cuanto se ha dicho de esa obra mía: música de sensaciones; pasión desbordada; locura de amor gritada sobre la carne; insistencia enfermiza y enfermante de golpear el mismo punto dolorido; obstinación salvaje de percutir sobre los nervios a flor de piel, hasta enloquecerlos; todo esto no es cierto. Pero lo que puedo asegurarle —concluyó mi vecino señalando con la cabeza el retrato— es que jamás se ha hecho en mi contra un argumento de ese valor...: Ahí en ese cajón, hay una copia. Llévela, si quiere...
—Y esa partitura, maestro —le dije con voz trémula—, ¿es...?
—Sí —me respondió con la voz aún más sorda—. Después arreglé eso... Es Tristán e Isolda...¹¹

Mi viejo amigo violinista sacudió la cabeza.
—Era 1882 —murmuró—. Al año siguiente murió allí mismo, en Venecia... Y creo ahora —concluyó bajando la voz y contemplando el retrato— que el grande hombre tenía razón... La vida de esa criatura es el más terrible argumento en contra de su obra...
—¡Maestro! —le dije yo a mi vez con la voz trémula—. ¡Déme ese retrato!
El viejo violinista me miró un instante con tristeza y pensativa ternura, y sus ojos se humedecieron.
—Tómelo —me respondió—. Si hay fetiche alguno, él lo será para usted.
Salí temblando de emoción. ¡Isolda!... Del creador de esa partitura, yo no veía sino el ardiente genio vivificado, hecho carne en aquella criatura extraña que fue su arte mismo, y que en una hora se abrasó como el incienso sobre el pecho del héroe.
—¡Berenice!... Y llevando el retrato a mi boca besé locamente, hondamente aquellos ojos tristísimos, que se habían cerrado en vida llevando al infinito del Amor, el Dolor y la Gloria, la sombra augusta de Wagner.

Notas
. Precisamente la primera estancia de Wagner en París corresponde al año de 1839, cuando éste contaba con apenas 29 años. Pero en aquel entonces, Baudelaire tenía 18 años y no hacía más de un año que acababa de ser expulsado del internado donde había estado desde 1836 hasta 1838. Wagner que ya contaba con alguna reputación como compositor y arreglista, difícilmente pudo haberse relacionado con un colegial Baudelaire que recién comenzaba sus andanzas literarias y libertinas. Dichas andanzas habían escandalizado a su padrastro que, queriendo alejarlo de la bohemia parisina, lo envío a Burdeos, en 1841. Entonces un virtual encuentro entre el compositor y el poeta no pudo haber sucedido. Por otro lado, Baudelaire no escuchó las obras de Wagner sino hasta 1860, cuando éste volvió a París, para dirigir tres fechas en el Teatro Italiano. De esta audición, Baudelaire escribió una misiva para Wagner y un elogioso ensayo titulado Richard Wagner et Tannhäuser à Paris (1861).
ʙ. Revisé si acaso esta sentencia que Quiroga pone en labios de Baudelaire figura en su obra; pero no es así. Lo cierto es que pasa bastante bien por algo que diría Charles...
. La catalepsia es un transtorno del sistema nervioso que puede ser causado por diversas razones. En una edición crítica que hallé en línea de este cuento, mencionan que el tema de la catalepsia fue moda en la literatura del 1900; además de que al parecer fue harto común en los años 1800, al grado de generar una especie de angustia en la sociedad, que temiendo sufrir ataques de catalepsia y ser enterrados vivos, desarrollaron las más variopintas estrategias para evitar ver este terror vuelto realidad, como los ataúdes de seguridad. En el cuento Berenice de Poe, ésta también padece de catalepsia, que la lleva a un episodio mortal.
. El orgullo de la señora de L. S. por la particular suceptibilidad de Berenice para la música y su condición de cataléptica es síntoma del ideal romántico y el espíritu de la época. Después del periodo ilustrado en europa y las expresiones del arte barroco y clásico, la mentalidad moderna buscó una alternativa contra los cánones impuestos por las generaciones anteriores; ir contra las ideas racionalistas y los preceptos que regían a las ciencias y las artes; todo esto se vuelca en el prototipo de héroe romántico: un ser profundamente sensible y delicado, lánguido y atormentado, con tendencias artísticas y cierto misticismo. Berenice resulta ser una suerte de Ideal de musa romántica, un tanto arrebatada, emocional, precoz, quizá con una carga erótica inusual y latente, astuta y hasta terrible. Quiroga, a mi parecer acierta en la construcción de esta Berenice/Paradigma.

Notas musicales
¹ En 1824 Franz Liszt se presentó en París tocando en un piano Erard de 7 octavas. La forma “moderna y definitiva” que tenemos del piano data de 1876. Esto nos puede dar una idea bastante acercada de lo desarrollada que estaba la tecnología musical para cuando Wagner tuvo su primera estancia en París. Así que es plausible pensar que este piano de la señora de L. S. era verdaderamente un instrumento de primera línea, tanto en construcción como en calidad sonora.
² Existen varias obras boceto de óperas de Wagner, aunque la primera completada fue Las Hadas (1833), que sin embargo no fue estrenada hasta 1888, 5 años después de la muerte del autor. La primera obra puesta en escena de Wagner fue La prohibición de amar (1836), que en este caso es quizá la que interpreta en esta segunda noche de tertulia.
³ La idea de música como terapia de algunas enfermedades es tan vieja como la idea de la música como arma (recordar el pasaje bíblico sobre Jericó). Hallé por accidente, en un diccionario médico, una larga disertación sobre la música en la vida del hombre y un interesante resumen sobre los usos médicos que se le ha dado a través de los siglos, transcribo aquí algunas cosas que atañen especialmente al cuento y cuanto sucede: La música obra sobre los nervios y sobre la imaginación, y en muchos casos basta calmar a aquellos y enajenar a esta para que cese una enfermedad sobre la que tanto influyen los nervios y la imaginación. [...] Hechos sin número, que es inútil acomular ahora, demuestran la utilidad de la música en la epilepsia, sino para curar esta terrible enfermedad, al menos para suspender sus ataques y retardar su vuelta. Del mismo modo se han visto curaciones de catalepsia debidas a la música.
No es gratuito lo que Quiroga pone en labios de Baudelaire sobre que con la sensibilidad de Berenice y la música de Wagner no se va a obtener nada bueno. Nuestro compositor tiene mala reputación en cuanto a personas susceptibles al arte; Ludwig Schnorr Von Carosfeld el primer cantante en interpretar a Tristán falleció poco después de la cuarta representación que hizo del papel, se dice que por el agotamiento que le causó dicho esfuerzo. Y en épocas recientes, Tristán e Isolda ha cobrado la vida de los directores Félix Mottl (1911) y Joshep Keilberth (1968), que fallecieron mientras dirigían la puesta en escena de la obra. Seguramente Quiroga tuvo noticia de lo acaecido a Mottl.
 Wagner fue ante todo operísta, lo cual remite inmediatamente a la tradición musical italiana, basta mirar en retrospectiva que hasta las óperas de Mozart son profundamente italianas; en este pasaje es ya absolutamente difícil rastrear o reconstruir qué melodías italianas pudo haber tocado Wagner; es mejor no especular al respecto.
El concepto de Motivo toma especial significado en Wagner pero, antes que nada: un motivo es una unidad mínima de sonidos dotados con sentido musical. Los teóricos no suelen ponerse de acuerdo en la extensión estándar de un motivo; y sus formas varían según las épocas y las tradiciones. Lo cierto es que son la entelquia de la música, una suerte de semilla que permite reconocer una pieza sin necesidad de escuchar su totalidad. Al ser la unidad mínima de sentido musical, puede tratarse de de una multitud de formas casi indefinidas. Los críticos de la obra operística de Wagner suelen hablar del leitmotiv: que sería un motivo musical que se asociaría a determinado personaje de la ópera, una suerte de identidad musical que ayudaría a reforzar la individualidad del personaje. Ni la idea ni el concepto son nuevos, ya desde su antecesor Carl María Von Weber se venía explotando esta herramienta en la ópera, pero es en Wagner donde alcanza su madurez. Resta decir que él jamás se refirió a dicha herramienta y el concepto es más bien de los analistas de su obra.
En repetidas oportunidades he referido La paradoja del comediante de Denis Diderot para hablar de la forma en que el espectador capta y participa en la obra de arte. Curiosamente Diderot y sus pensamientos son el antagonismo del espíritu romántico; mientras el primero apologa por la comprensión del fenómeno artístico, el segundo se abandona a la sensualidad y la captación inconciente del arte. Berenice se va a haciendo progresivamente más susceptible a la obra de Wagner, así como éste se va haciendo cada vez más dueño de sus herramientas compositivas; se cumple la relación que postula Diderot: entre menos siente el artista, más siente el espectador. En el cuento, en realidad, se trata el proceso de composición como obra de inspiración en Berenice, mas, no por ello no se hace la mención de que además de la musa hay trabajo, quizá, breve, pero una manipulación y una organización de los elementos musicales para lograr cierto efecto, que resulta en la inmolación espiritual de Berenice.
Aunque el ideal romántico rehuía de la obra cerrada y buscaba la obra abierta, no pudo escapar del todo a la necesidad de una Forma, esa estructura que ciñe la totalidad de la obra y le imprime coherencia. La forma es la que permite conducir por ciertos derroteros el contenido de la obra para lograr determinados efectos. En música, esto se ha estandarizado y abolido centenares de veces, alcanzando sus cotas más sublimes en una forma llamada Sonata, de la cuál quizá se hable en otro momento.
Dentro de las grandes formas musicales como la ópera o la sinfonía se usa una pieza introductoria llamada preludio u obertura; curiosamente es una forma sin forma, más bien, de carácter libre y cuya finalidad es la de (en la antigüedad) calentar los dedos, probar la afinación del instrumento o introducir al público en la tonalidad de la obra principal y (en la modernidad) anteceder un movimiento u obra extensa. En el período romántico el preludio ganó su independencia de otras obras, volviéndose una forma que ya no necesariamente tenía que estar asociada a otras, como en la época barroca con Bach y sus Preludios y Fugas, por mencionar un ejemplo. En el caso de Tristán e Isolda, el preludio goza de singular importancia para la música en su totalidad, representa un antes y un después.
¹⁰ En otros cuentos había hecho ya la mención de lo que es un acorde: una estructura sonora armónica; en Tristán e Isolda hay uno que es de la constitución más excepcional que ha habido en la música, signo inequívoco del control tan alto que Wagner tenía sobre su arte. Este acorde está en el preludio y abre básicamente la obra. Para no ser demasiado técnico (ni extenso) los acordes se clasifican en cuatro tipos capitales (al menos en la música tonal hasta más o menos el siglo XIX): Mayores, menores, aumentados y disminuidos: el acorde de Tristán (como ha pasado a llamarse) es una combinación de las dos últimas categorías, y es de tal construcción que permite múltiples interpretaciones y manipulaciones: baste al lector saber que este acorde fue el ocaso de la música tal y como se conocía y escuchaba hasta ese momento, tal es que se ha dicho de él que direccionó los derroteros de la música del siglo XX.
¹¹ Sólo hasta este momento se dice abiertamente de qué pieza se habla y con esto se intuye casi sin lugar a dudas que el cuento versa sobre Richard Wagner. La historia verdadera de esta partitura se remite a 1857, cuando el compositor comenzó a componerla. Fue terminada en 1859 y estrenada en 1865.

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