La Hora se acerca y la luna se ha partido en dos
Corán 54:1
No he podido conciliar el sueño. Aunque me esfuerzo en poner la mente en blanco plano y absurdo cero, los pensamientos siguen sucediéndose. Creo que fuego contra fuego siempre es la manera de combatir al enemigo y así, también, para matar el tiempo, pongo los segundos contra la pared y uno a uno les disparo en la nuca. Uso de munición las palabras del Brundecal; el libro sagrado de las diminutas gentes de Liliput y Blefuscu.
Fue escrito por el sumo profeta Lustrog en tiempos inveterados, cuando estas naciones aún eran grupos de nómadas dispersos. Como otros libros fundacionales, el Brundecal contiene el código moral, la historia, las tradiciones y las leyes que deben guardar sus adeptos.
Conseguirlo no fue tarea fácil, y menos en la escala necesaria para su lectura. Fue manufacturado por unos expertos artesanos de Mildendo, capital de Liliput. Sé que acondicionaron una gran edificio para poder trabajar en imprimir y encuadernar un libro seis veces más grande que un hombre promedio de Liliput. La hazaña es loable, por supuesto, y puedo imaginar lo gracioso que pudo haber sido presenciar a un ejército de hombres diminutos acomodando los móviles tipográficos para crear las palabras (previamente traducidas con celo al sintético y sobrio inglés), de una a una.
El mercader que me lo vendió dijo que para la cubierta de cuero habían sacrificado 20 minúsculas reses; que un bosque enano fue arrazado para el papel y que; se tuvo que cultivar durante 3 años una gran-pequeña parcela de cierta planta de la cual se extrae la tintura necesaria para los trabajos editoriales. En suma, un esfuerzo TITÁNICO por parte de unos no menos titánicos hombrecillos.
Como decía, uso el libro para distraer la mente cuando no puedo dormir; porque por supuesto no creo en el Dios de nuestra diminuta gente; su teología es abrumadora y casi invisible. Me explico: ellos no creen en la maximización de las cosas, no aspiran a la superioridad ni a lo elevado, por el contrario, su dios es microscópico hasta lo imperceptible y su deseo humano es descender hasta ese nivel elemental de la materia y el espíritu.
Su mitología dice que la raza humana fue condenada al engrandecimiento para darse cuenta que lo muy grande es odioso, estorboso, pesado y difícil de atender y comprender; al contrario de lo pequeño. Lustrog es más poeta que profeta y a través de los 100 cantos del Brundecal cuenta que el mundo se produjo cuando una gran informe y nada elegante masa fue separada por este milagroso y pequeño ser que llaman Dios. Así, de esa masa sin sentido, extrajo los elementos que dan vitalidad y movimiento a la existencia: la luz, los huevos y la arena, grano a grano.
Los ciudadanos de estos imperios cumplieron siempre con celo los preceptos del Brundecal, pero cierta humana tendencia a salirnos por la tangente —presente hasta en el hombre más insignificante de todos— los llevó a interpretar de forma abierta, o sea amplia y por lo tanto grande, que es lo mismo que incorrecta, las escrituras, provocando cismas que son también manifestaciones del tamaño mayor y lo malo.
De entre ellas, quizá la que más consecuencias trajo fue la que refiere a la forma de cáscar los huevos, que como había dicho, son un elemento preeminente en su cultura y religión. Para el tólogo Lustrog, el huevo que contiene la potencia de la vida sin explotar, es el estado perfecto de lo minúsculo, porque su cascara sagrada es la bendición de su Dios: una estructura poderosa pero frágil, que se presenta pequeña y aún destruida, o sea separada, se acerca más a la perfección de lo pequeño; y huelga decir que los huevos se parecen siempre a sí mismos entre ellos, son constantes en su ser. Tal símbolo había sido protegido cuidadosamente, al grado que hasta tienen una manera ritotradicional de cascar el huevo antes de consumirlo: por su extremo ancho, en señal de rechazo por lo grande del huevo; pero un antiguo príncipe, cascando un huevo a la usanza, se cortó un dedo; esto hizo que el rey de Liliput en turno decretara que desde ese momento los huevos debían ser cascados por la parte estrecha. Era una blasfemia y semejante atrocidad inconcebible no podía ser permitida así sin más: rebeliones, luchas internas, un rey destronado y otro asesinado fueron las primeras manifestaciones de inconformidad de los creyentes más ortodoxos, pero lo peor estaba por venir. Los ciudadanos de Blefuscu, mucho más tradicionales que los modernistas y ligeros liliputenses, quisieron intervenir en la soberanía de Liliput para que volvieran al viejo y correcto modo de cascar los huevos, cosa que devino en una cruenta guerra, cuyo saldo de víctimas ascendió —verbo mal visto y casi proscrito— a 11 mil vidas.
Lo más curioso de todo es que Lustrog dice en el capítulo 54 del Brundecal: «Que todos los auténticos creyentes casquen sus huevos por el extremo conveniente». Los exegetas más sensatos de los escritos de Lustrog piensan que a pocas palabras no se les pueden desentrañar muchos significados, pero aceptan que la ambigüedad en este pasaje, permite pensar y no (otra vez mucho) que todos hacen lo correcto y que todos se equivocan.
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El relativismo es una de las mayores enfermedades mentales de los últimos siglos. Es sabido por todos que las cosas no son grandes o pequeñas sino por contraste; pero además de la comprensión de que no hay medida en el mundo, esto no contribuye sino a la desorientación general. El Brundecal dedica uno de sus cantos a criticar esta herejía; a la metáfora la viene bien la comparativa entre una gota de agua o una lágrima y el océano; pero no se sabe de nadie que se haya ahogado en una partícula de agua. En ese sentido, el libro sagrado es más práctico y reconoce la existencia de la relatividad, pero prepondera el hecho de que por milenios, la raza humana ha sido diminuta, siendo esta evidencia empírica el asidero de la idea del tamaño y la dimensión en el mundo. Sólo los observadores externos pueden percibir esa quimérica relatividad. Una de las piedras angulares del Brundecal es el huevo, que por un milagro divino, siempre es del mismo tamaño invariable; los años se suceden indefinidamente, pero los huevos son siempre del prodigioso y exacto tamaño de siempre. Ante este eje del universo, el Brundecal adquiere un poderoso argumento contra la relatividad.
Las gentes de Blefuscu y Liliput nada se sorprendieron de ver a Guilliver enorme, encarnante de la maldad porque, entre ellos, el diablo de la relatividad ha venido a ser un personaje no menos inverosímil que el médico navegante Lemuel: Micromegas, quién puede saltar entre planetas como quien salta por las rocas de un riachuelo, y en cuya uña puede sostener un galeón filosófico, es el hombre-planeta; horriblemente grande; exagerada e innecesariamente gigantesco. A los ojos de los fieles del Brundecal, esto no es más que un desperdicio de materia.
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El canto sexto habla de la corrupción de la semilla: la muerte que da vida cuando germina; cosa que de paso ofrece la excusa para hablar del arte de la agricultura, vista por el Brundecal con recelo; pues fomenta el aumento de materia, antes que su disminución. Es curioso cómo en este libro sagrado, bendiciones y maldiciones se suceden; eliminando cada cual a la anterior a ella: la semilla germina y crece (negativo), pero da más semillas (positivo); aunque son cantidades ingentes de semillas (negativo), sin embargo, el acto sagrado de comer, las disminuye (positivo). La razón de esto, es que el resultado siempre es la resta de los factores; siempre lo negativo anula la positivo y para el Brundecal y Lustrog, eso al final es una bendición mayor.
A propósito del supremo acto de alimentarse: no por deshacerse de más grano, de más fruto, el Brundecal condona la prodigalidad. Al contrario, los últimos versos de este canto, hablan de las normas de la contención y la justa medida: «comer y saciar el apetito; disminuir el producto de la tierra, pero jamás devorar; el exceso mata, pues las cantidades grandes y nefastas yaceran en nosotros. Menos es mejor».
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El canto cuarenta tiene versos como estos:
«El mundo es grande y lo grande es inaprehencible»
«Nuestras manos son de tamaño adecuado para tomar todo lo que necesitamos y no más»
«La cabeza es pequeña y como tal no debe cargar nunca con el peso del mundo: pocas ideas, pocos pensamientos, un sólo amor y una sola dirección; mira cómo el huevo puede albergar una creación entera, pero su estado prístino es sencillo»
«Si todos los granos de arena del desierto se perdiesen y quedase sólo uno, uno sería suficiente para contener al desierto todo».
«El hombre y la mujer se unen, y su suma es una resta: nace un sólo ser, así lo quiere Dios. Uno es suficiente».
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El canto uno es sobre el génesis de estos creyentes; cuenta que el mundo va en una constante carrera de disolución, desde la materia más grande hacia la partícula más diminuta. Y a diferencia de otras religiones, el amor no es la base de las relaciones humanas ni del sentimiento de divinidad, más bien, el canto uno advierte cuidarse del amor, que “es un sentimiento enorme y nefasto que busca ensanchar a los hombres y los hace proclives a la hipérbole” (1:78). La hipérbole es una ofensa contra la naturaleza; cuando el amante describe su amor inconmensurable y la suerte de hazañas de las que se siente capaz: (“el pérfido amante promete el infinito” (1:86)), no es más que la vanidad de los titanes hablando con su voz. El Brundecal aconseja sentirlo con moderación y, aún más, pequeño. “La estulticia del amor engaña a la mente, si fuese capaz de hacer todo cuanto desea, atentaría contra la naturaleza con sus exagerados gestos y su desmedida ambición” (1:99). El amor no es generoso, en realidad es pródigo: “sacrifica el juicio, las riquezas y la prudencia” (1:61), de allí que tienda a la grandeza y la perdición.
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