Escribir es mi manera de ordenar el pensamiento. Publicar es a penas un capricho ajeno a todo lo que atañe la escritura. Incluso, siendo extremista, no distingo entre escritura y pensamiento. Por ello, sostengo que: quien me lee, lee mi pensamiento. Esta es la razón por la que escribo una nueva entrada, algo sobre los árboles y el interés —científico, poético y abstracto— que me despiertan. Lo siguiente son mis apuntes, mis datos, observaciones y demás, despojados de la intensión ensayística, simplemente ordenados para mostrarme un fenómeno.
I. Del mar y el detrimento del árbol
Sin duda uno de los libros que más me sorprendió este año (2019) fue Iconografía romántica del mar de W. H. Auden. Sus observaciones sobre el parteaguas que es el arte romántico en la percepción que se tenía del mar antes y después de él, me hicieron reflexionar bastante; y ahora mismo leo El Mar, una obra híbrida de Jules Michelet sobre casi el mismo tema. Si mi memoria no me es infiel, Auden no menciona ni de lejos a Michelet a pesar de estar en gran sintonía con sus observaciones. Pero, lo que importa más que si Auden y Michelet coinciden, son estas líneas del segundo: «Por los eriales, se extiende, antes del mar, un mar previo de hierbas ásperas y bajas, helechos y brezos. Todavía a una legua, a dos leguas, se notan ya los árboles, enclenques, dolientes y ariscos, que anuncian a su modo por sus actitudes, iba a decir por sus ademanes extraños, la proximidad del gran tirano y la opresión de su resuello. Si no estuvieran presos por sus raíces, obviamente huirían; con la mirada al suelo y dando la espalda al enemigo, parecen estar justo a punto de salir, derrotados y desgreñados. Se doblan, se inclinan hasta el suelo, y al no poder hacer nada mejor, ahí clavados, se retuercen con el viento de las tempestades. En otras partes también, el tronco se achica y extiende sus ramas indefinidamente en el sentido horizontal. En las playas, las conchas disueltas levantan un fino polvo que va invadiendo, sepultando el árbol. Al cerrarse sus poros, faltándole el aire, se ahoga; pero conserva su forma y ahí se queda como árbol de piedra, espectro de árbol, sombra lúgubre que no puede desaparecer, cautiva en la muerte misma».
El cuadro descrito no es de los pocos donde se nos pinta una naturaleza costera corrupta¹ y (aunque Michelet no use colores) gris. Recuerdo también lo descrito por Robert Louis Stevenson sobre el atalón de Farakawa, en la geografía de las islas Pomontú, que básicamente es un paraíso pútrido; las circunstancias para que un árbol crezca son adversas: «El cocotero crece con exhuberancia en este solum austero; hunde sus raíces, hasta las aguas estancadas y turbias y levanta contra el viento su verde cabeza, pletórico de placer y salud. Sin embargo en su infancia tiene necesidad de una alimentación especial, y en muchas islas del bajo archipiélago se entierra al lado del árbol un trozo de galleta ¡y hasta un clavo oxidado!». El clavo funciona para proporcionar hierro a la planta y ayudarla en su desarrollo; hoy día, ya hay mejores métodos.
Pero, ¿qué relación existe entre las palmeras de las islas de los mares del Sur y los árboles de la costa bretona de Pornic? Es fácil advertir que los climas, las situaciones geográficas y la vegetación son dos mundos a parte. El común denominador es el Mar.
Las marismas bretonas y las islas pútridas de Pomontú comparten su odio natural por la vida. Claro que el hombre puede interceder en favor del árbol. Y lo hace. Lucha contra el mar, pero aún con su voluntad e inteligencia no es mayor rival que el árbol mismo.
Michelet habla del curioso fenómeno de petrificación déndrica que el agua y la arena provocan. El mar es una Medusa despiadada. Sus fuerzas para transformar la madera son muchas, los trozos de tronco arrojados a las orillas de las playas, largamente tallados por las lenguas del agua, son otro ejemplo.
El mar tormentoso cosecha al árbol y de nada valen las manos-raíces sujetando la tierra; después de la adversidad, el árbol queda botado vulgarmente en algún rincón impropio, muerto. Mientras tanto, el Mar vuelve sobre sí y se olvida de todo.
Pocas fuerzas en la naturaleza son verdaderos peligros para el árbol; las plagas y el fuego no se comparan con el Mar.
Entonces, ¿es acaso el Mar el enemigo por excelencia del Árbol; una suerte de Dios despiadado e inconsciente?
Ofrezco mi punto de vista: sepulta un bosque con tierra; incéndialo y los árboles podrían derrotar tales sepulcros, renacer de sí mismos. Sepulta un bosque con agua salobre —es más, ni de Mar— y el ahogo será fatal.
¹ Otra imágen interesante está en el tercer capítulo de la segunda parte de Lolita de Vladimir Nabokov. El autor describe: Finally, on a Californian beach, facing the phantom of the Pacific, I hit upon some rather perverse privacy in a kind of cave whence you could hear the shrieks of a lot of girl scouts taking their first surf bath on a separate part of the beach, behind rotting trees; but the fog was like a wet blanket, and the sand was gritty and clammy, and Lo was all gooseflesh and grit, and for the first time in my life I had as little desire for her as for a manatee. La pasión apagada de H. H. es reflejo de esos «rotting trees».
II. Irse por las Ramas, pensar desde el Árbol
La dimensión de los sueños, mejor dicho, del ensoñamiento, está emparentada con la copa del Árbol. En las modestas alturas de las ramas se piensan ideas que desafían la gravedad;¹* quizá no llegan a la elevación que alcanzan los disparates de las aves, pero su belleza es suficiente para marear y adormecer la mente.
Antes de hablar de esas ideas, frutos suspendidos, hay que buscar las razones para subir al Árbol.
Elena Garro escribe esto en Andarse por las ramas:
«Encima del muro surgen las ramas de un árbol y Titina, sentada en una de ellas. Mientras tanto don Fernando habla, dirigiéndose a la silla vacía.
Don Fernando: Siempre haces lo mismo. Te me vas, te escapas. No quieres oír la verdad. ¿Me estás oyendo?
Titina (desde el árbol): Lo oigo, don Fernando.
[...]
Polito: Titina te oye y también te oigo yo.
Don Fernando: Se escapa, y lo peor de todo es que a ti también te enseña a irte por las ramas.
Titina (desde el árbol): Yo no creo que sea malo irse por las ramas...
Don Fernando (a la silla vacía): Irse por las ramas es huir de la verdad».
Titina se ausenta de una realidad que Don Fernando trata de mantener cabal, censurando el juego, la poesía y el ensueño; luego esa sensatez comete la insensatez de hablarle a la ausencia. La de Titina es la primera razón para subir al Árbol: para escapar. Andarse por las ramas es fugarse del tedio y la cuadratura.
La segunda razón para subir al Árbol nos la ofrece Wolf Erlbruch en el cuento tanático El pato y la muerte:
«—¿Qué hacemos hoy? —preguntó de buen humor.
—Hoy no iremos al estanque —exclamó el pato—. ¿Qué te parece si hacemos algo verdaderamente emocionante?
La muerte se sintió aliviada.
—¿Subirnos a un árbol? —preguntó burlonamente».
El pato y la muerte después de bastantes paseos, divagan y lo que inicia como una broma termina en las alturas de un árbol. Irse por las ramas es fruto del ocio. La mente aburrida se pasea sin rumbo y va subiendo a cada pensamiento.
Pero, si bien las razones no son similares entre sí, al menos lo son las ideas que resultan del disparate de trepar entre el follaje. Garro continua:
«Titina: Las ramas son verdad. Polito, dile a tu papá que las ramas son verdad.
Polito: Sí, son verdes y sirven para columpiarse, papá.
Don Fernando: ¿Para columpiarse? Aquí se trata de tener los pies honestamente en el suelo...
Titina: Las ramas tienen los pies en el suelo.
Don Fernando: No respondas con sofismas, Justina.
Titina: No son sofismas. Las ramas tiene los pies en el suelo. Pero dígame, don Fernando, ¿el suelo dónde tiene los pies?
Don Fernando: ¡Qué idea tan atropella!
Polito: ¡Es cierto! ¿En dónde están los pies del suelo?
Titina: El suelo es la cáscara que cubre el mundo... y debe tener...
Polito: Entonces el suelo tiene los pies en el mundo.
Titina: ¡Claro! ¿Y el mundo dónde tiene los pies, don Fernando?
Don Fernando: ¡El mundo no tiene pies!
Polito: Entonces, ¿cómo se sostiene?
Don Fernando: El mundo gira en el espacio.
Titina: ¡El mundo baila un vals! ¿Ves qué hermoso, Polito? El mundo está bailando un vals. (Silba el Danubio azul.)»
No es de extrañarse que Titina coseche sus disparates en las ramas, allí crecen las flores, las frutas. Sus observaciones son periféricas, sólo también en la periferia de las ramas, lejos del tronco, podrían haber formas de mirar desde arriba el mundo, encontrarle una cara lateral.
Erlbruch continúa:
«El estanque se veía muy, muy abajo.
Ahí estaba, tan silencioso... y solitario.
"Así que eso es lo que pasará cuando muera", pensó el pato.
"El estanque quedará... desierto. Sin mí."
A veces la muerte podía leer los pensamientos.
—Cuando estés muerto el estanque también desaparecerá: al menos para ti.
—¿Estás segura? —preguntó el pato desconcertado.
—Tan segura como seguros estamos de lo que sabemos —dijo la muerte.
—Me consuela, así no podré echarlo de menos cuando...
—...hayas muerto. —terminó la muerte.
Le resultaba tan fácil hablar sobre la muerte
—¿Por qué no bajamos? —le pidió el pato un poco después—. Subido a los árboles se piensan cosas muy extrañas».
De nuevo, pensamientos nacidos del vértigo vegetal. Pequeñas reflexiones, del alejamiento, porque andarse por las ramas es tomar distancia. ¿Hay peligro? Claro, la altura es contra natura, lamentablemente. Irse de rama en rama no puede ser forma de vida, porque busca lo ideal; las ramas crecen hacía el sol, y eso deslumbra, hace perder la noción y se corre el riesgo de caer. Todo lo que sube, tiene que bajar (si estuviera en el Árbol, diría: ¿Dónde es arriba y dónde abajo?). También, cortar mucha fruta y mucha flor, llenarse las manos, puede terminar mal. Es cosa de moderación, tal vez...
Algo más. Creo —siento, sobre todo— que leer es una sofisticación del andarse por las ramas. Están todos los elementos: uno se ausenta, uno se aleja, uno medita en las alturas y corta las flores, las frutas, a veces se descalabra por la cosecha, pero todo lo vale por esas delicias. No es de extrañarse que los libros sean producto del árbol, donde uno se anda por las ramas.
¹ El psicoanalista semiperdido de Augusto Monterroso es otro ejemplo del disparate de alturas arborescentes: “Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no solo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.” Sus observaciones derivan en un ensayo que invierte los papeles de los animales que observa: El conejo y el león. Contraria a la tradición, la conclusión psicoanalítica de nuestro erudito “demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.”
* Cuenta Johan Huizinga que J. P. B. de Josselin de Jong observó en Babar que los nativos, cuando trepan a los cocoteros para extraer savia, «cantan, en parte, sombrías canciones quejumbrosas y, en parte, canciones burlescas a costa de un camarada que se halla en el árbol próximo. A veces, estas canciones derivan en un áspero duelo musical que antes solía ocasionar heridas y asesinatos. Todos los cantos se componen de dos versos, que se distinguen como «tronco y copa», pero donde ya no se reconoce, o apenas, el esquema de la pregunta y respuesta. Lo que caracteriza a esta poesía de las Babar es que el efecto se busca más en la variación juguetona del modo de cantar que en el juego con el sentido de las palabras y con su sonido». Imagino a estos hombres jugando al ludibrio o inventando otros nombres para sus tristezas; todo en las alturas, cosechando ingenios...
III. De Defoliaciones y el viento
Trepar la estatura del árbol tiene una contraparte, una que prefiero mirar con imparcialidad, porque es justo como se debe mira el curso natural de la existencia. Hay quienes piensan que vamos en un transito circular, hay otros que dicen que vamos en uno en espiral. Soy de los últimos, no veo una repetición o un paso por los mismos sitios calcando los caminos; veo la prolongación de una curva infinita porque en ella se cumplen las dos cualidades de la existencia: unidad y variedad. La fuerza de la vida que está condenada a la muerte sólo puede jugar una carta. La vida se conserva en sí misma y es abono y semilla al mismo tiempo. Lo que digo no es una novedad, pero es el telón para fijarse en un punto de esa espiral, el momento en el que aquella vida que ha hecho su parte para la conservación de sí misma, se abandona en (o es arrancada por) lo inevitable. Villiers de L'Isle-Adam abre su cuento Las hijas de Bienfilâtre con esta imágen: «A los padres; sin embargo, en algunas tribus de América se les persuade para que suban a un árbol, y luego se sacude dicho árbol. Si caen es un deber sagrado de cualquier buen hijo, como antiguamente entre los Messenitas, el de matarlo allí mismo golpes de tomahawk para ahorrarles los sufrimientos de su decrepitud. Si tienen fuerzas para agarrarse una rama, es que entonces aún sirven para la caza o la pesca, y se aplaza su inmolación.» Nuestro autor lo comenta para ilustrar un punto sobre las diferentes presentaciones de lo que son lo bueno y lo malo, que —citando a Pascal— son tan sólo una cuestión de latitud. Pero, además, hay una metáfora: la de las hojas caducas —figura que recorre todas las culturas—. El viejo trepado el árbol no es un jóven soñando con alcanzar las estrellas o mirando las nubes pas(e)ar; es, en realidad, la hoja marchita del otoño, o la que ha sobrevivido al invierno y que se aferra para no caer. En La ley de la vida de Jack London, el viejo Koskoosh le dice a su hijo (que está a punto de abandonarlo en la tundra): «Está bien. Soy como la hoja del año pasado, que se aferra débilmente al tallo. Al primer soplo, caeré. Mi voz se ha vuelto como la de una vieja. Mis ojos ya no me muestran el camino de mis pies, y mis pies están pesados y estoy cansado. Está bien.» Hay un estoicismo agreste en este viejo que ha llegado a comprender esa Ley: «La veía ejemplificada en toda la vida. El desarrollo de la savia, el verde estallido de la yema del sauce, la caída de la hoja amarillenta: en esto sólo estaba narrada toda la historia». El motivo es claro y el destino también. Koskoosh sería una carga para la tribu que viaja a una tierra más propicia durante el invierno; su sacrificio es abono, permite a los suyos andar sin él como lastre [¿acaso no es dura esa terrible ley?]. La imágen de la Defoliación es constante en muchos ámbitos, irónicamente hasta en los muebles, tal cual escribe Pedro Antonio de Alarcón en Las ferias de Madrid: «como caen de los árboles las hojas secas, para abonar la tierra que embellecieron y sombrearon, y cooperar al florecimiento de otra primavera futura, así los trastos viejos de las ferias de Madrid se desprenden, todos los otoños, de los sotobacos y buhardillas de la corte y se convierten en lúgubres mueblajes para casas de huéspedes, o en ajuares de media tijera para matrimonios nuevos. —Tal es la ley universal de lo creado». Esto no puede ser todo. Me niego a que sea así, y como toda ley tiene su laguna, hay que hablar de la esterilidad. Las hojas que cumplen el ciclo son las más, las suficientes, pero no son el total. Hay una, o dos hojas que son del viento¹, que viajan con él. Una hoja que termina entre las páginas de un libro, que ha renunciado a dar vida a la vida y que ahora está fuera del tiempo. Rompen la hipnosis porque se alejan y en la distancia se pierden, se hunden en el mar, se consumen en el fuego, se caen antes de tiempo, hacen todo menos cumplir la ley y es el viento el que se las lleva, ¿qué puede significar el viento?: un motivo, una inspiración súbita por perseguir algo que está más allá de la comprensión; el viento es la libertad, por supuesto, pero es en el fondo, otra manera, una muy personal de romper la ley y sin embargo cumplirla.
¹ Hay un hombre que canta que «todas las hojas son del viento porque él las nueve hasta en la muerte», y no se equivoca, pues si bien las hojas pertenecen al viento, éste no las reclama a todas.
Muchas gracias por compartir, este comentario es solo para comentar lo que me hizo sentir y esta lectura.
ResponderBorrarEn la primera parte me recordó a una plática que tuve una vez.
¿Los lugares se acaban más rápido usandolos o no usándolos? Me respondieron "usándolos" y yo dije, -no creo, me parece que todo lo que no se usa tiende a morirse-
En esa misma plática pregunté. Si tuvieras una casa de madera que sería mejor ¿quemarla o inundarla? "Pues inundarla porque del agua se puede uno salvar pero del fuego no" Y me pareció a mi que lo mejor era quemarla porque hundida en agua seguramente la madera se pudre, al menos en cenizas podemos hacer una casa mejor.
La segunda y tercera parte me recordaron a mi de pequeña, trepando árboles, un día cuando al fin habia llegado a las ramas más altas me caí, no di en el suelo, mi pierna se quedó atorada entre fos ramas que formaban una V perfecta para sostenerme me quedé colgada cabeza arriba algun tiempo pidiendo ayuda, nadie vino a mi. Ni modo, hice colo pude hasta que me desatoré supongo que muy pronto aprendí en la copa de ese árbol que no siempre hay ayuda más que uno solo.
Me parece curioso que ahora quisiera seguir subiendo árboles y ya no tenga tiempo.
Es todo por ahora, de nuevo gracias por compartir, recomiendame alguna otra entrada y la leo.
PD. Perdón por la disgrafia y la mala ortografía. Ando oxidada o medio muerta quien sabe.