Creo recordar que fue Pascal quien dijo que lo bueno y lo malo no son más que cuestiones de latitud; que yendo de un territorio a otro, lo que se considera permitido, es luego perseguido sistemáticamente por la justicia o la tradición. Quizá por esta razón se repite a menudo que: al lugar al que fueres, has lo que vieres. Aunque esto también plantea el problema de qué hacer cuando son los extranjeros quienes llegan a un territorio y aborrecen lo que ven; cuando intervienen en la soberanía e imponen sus leyes, sus visiones y sus tradiciones. La historia está llena de estas invasiones; unas más violentas que otras. Cabe preguntarse si son justificables, si el imponer un modo de vida, una religión o una gestión política son cosas benignas para los otros; porque claro, nuestras formas no son panaceas, lo que nos sirve no necesariamente es bueno para los demás. Sobre las consecuencias de la intervención es que trata este texto del autor italiano Giovanni Papini. Su excéntrico multimillonario hawaiano —descendiente de caníbales maorís— toma por compañía a un caníbal africano rehabilitado, o más bien sometido. La influencia de los europeos hizo mella en él, dejándolo en una especie de penitencia permanente; renegando de su pasado antropófago y sufriendo su presente de hombre reformado. Quizá el elemento más interesante de esta querella interior es el dilema: nuestro caníbal había vivido conforme a sus reglas sin conflicto, hasta que le obligaron a practicar otro modo de vida. Esto me lleva a clasificar la narración en la categoría de Tierras de Ultramar; por los datos aproximados de los hombres que pudo haber devorado Nsumbu, podemos decir que es parte, también, de la categoría de banquetes: canibalismo sistemática y socialmente aceptado.
Dakar, 28 enero.
El viejo Nsumbu, que he tomado conmigo para que me haga compañía, es demasiado melancólico. No creía que un negro pudiese dejarse dominar por los remordimientos hasta ese punto. A fuerza de arrepentimiento se hace insoportable.¹
Nsumbu tiene setenta y cinco años y creció cuando en su tribu florecía todavía, sin escrúpulos ni restricciones, la difamada práctica de la antropofagia. Durante cuarenta años seguidos Nsumbu comió de todo, pero lo más frecuentemente que podía, carne humana, blanca o negra, como fuese.
Mas las aldeas de su tribu fueron comprendidas en una de las nuevas colonias europeas a fines del pasado siglo y el canibalismo ha sido ferozmente reprimido: fueron muertos todos los sospechosos de haber matado. Han resultado igualmente cadáveres, pero no ha sido posible comérselos.
Nsumbu vegetó modestamente durante esta época de reacción. Los extranjeros le habían arrancado brutalmente el mejor alimento de su mesa. Nsumbu se puso triste, pero, por miedo, no quiso recurrir al contrabando para procurarse, a espaldas de la ley, el alimento preferido. Debe a esta cautela el estar todavía vivo y ser casi célebre, como uno de los veteranos de la antropofagia en esta parte de África. Los forasteros que se hallan de paso le hacen hablar y le obsequian con un poco de dinero.
Pensé tomarlo conmigo para tener, en los momentos de aburrimiento, una conversación menos insípida que de ordinario. La gente que habla siempre de cuadros, de bailes, de beneficencia y de problemas industriales me es detestable. Un hombre que ha devorado, en cuarenta años de canibalismo legal, por lo menos trescientos de sus semejantes, debería tener indudablemente una conversación infinitamente más «apetitosa» que un clergyman, un boss o un asceta.
Pero he sufrido una desilusión.
A mí, que detesto a los hombres en general, el sencillo aspecto de un antropófago me hace el efecto de un tónico. Mirando a Nsumbu pensaba, con sarcástica satisfacción, que aquel vientre arrugado de viejo había sido el sepulcro de una multitud de hombres iguales en número al de los héroes de las Termópilas.² Si cada uno de nosotros, en el curso de su vida, consumiese un número igual de sus semejantes, las teorías de Malthus serían económicas y prácticamente confutables.³ Trescientos hombres representan siempre más de doscientos quintales de carne sabrosa y sana.
Nsumbu no tenía nada que decir contra la calidad del hombre considerado como alimento.
—No todos los hombres —me decía— son igualmente digeribles, pero el sabor es casi siempre agradable y delicado. Podemos jactarnos, entre otras superioridades de la especie humana, de que nuestra carne es mejor que la de cualquier otro animal. Y es, además, en suma, más nutritiva. Después de haber comido una buena ración de enemigo asado podía resistir el ayuno, aun trabajando, durante un par de días. Hay quien prefiere las mujeres; otros, los niños. Por mi cuenta he apreciada siempre a los hombres hechos y me han sentado muy bien. Comiendo un animal, como usted sabe, se adquieren también sus cualidades. Para ser valiente se comen corazones de león; para ser astuto, sesos de lobo. Cebándome con hombres maduros me enriquecía en fuerza y sabiduría y he podido vivir hasta esta edad.⁴
»Pero la carne humana, al fin, acaba por aburrir. Su bondad nos disgusta de toda otra carne, pero luego, a su vez, se nos hace poco sabrosa. ¡Siempre aquel sabor dulzón, aquellas manos que tal vez nos han acariciado, aquel corazón que habíamos sentido latir!
»Y después hay el peligro del alma. A fuerza de comer tantos hombres, alguna acaba por permanecer dentro de nosotros. Y entonces se venga. A mí me parece que me han quedado cuatro o cinco que me atormentan, ahora una, ahora otra, y algunas veces todas juntas. La más potente es, creo yo, el alma de un blanco misericordioso que durante muchos años me ha torturado con la tentación de la piedad. Y, ahora que soy viejo, probablemente esta alma ha adquirido la supremacía. No puedo recordar sin náuseas los fastuosos banquetes de victoria de mi juventud, cuando la tribu había hecho una buena caza y había en la aldea presas vivientes para hartarme durante una semana. Me vienen algunas veces a la memoria, con mordiscos de reprobación, algunos rostros desesperados de víctimas que esperaban la muerte, atadas en la tienda del sacrificio, ante nuestras bocas aulladoras y hambrientas. Los misioneros tienen razón: comerse a nuestros semejantes, provistos de alma como nosotros, es un pecado. La carne humana es el más apetitoso de los manjares y precisamente por esto es más meritorio el ayunar de ella. A vosotros, los blancos, que os abstenéis, el Amo del Cielo os ha dado en recompensa el dominio de toda la tierra.
Temo que Nsumbu haya caído en la imbecilidad a causa de sus años. Con gran estupefacción de mi cocinero no come ahora más que legumbres y fruta. La civilización le ha corrompido, le ha hecho volver humanitario y vegetariano. Creo que me veré obligado a licenciarle en el primer puerto en que hagamos escala.
¹ La incredulidad de Gog es un prejuicio racial; entre las personas de su idiosincrasia estaba difundida la idea de la limitación intelectual y emotiva de la raza negra; este detalle nos va poniendo de manifiesto la ironía de descubrir en un otrora devorador de hombres a un ser reflexivo y suspicaz.
² La célebre batalla de las Termópilas fue aquella que los griegos de Esparta libraron contra Jerjes I y su ejército en el marco de la segunda guerra Médica. Durante una semana de combates, los espartanos contuvieron el avance del poderoso ejército persa, aunque fueron finalmente derrotados por una traición.
³ El autor se refiere a las teorías sobre la demografía de Thomas Malthus, expuestas en su Ensayo sobre el principio de población, donde postula que la población del mundo crece geométricamente, mientras que la producción de alimentos lo hace aritméticamente; por lo que estamos condenados al desabasto y el déficit. Aunque acertadas para su tiempo, en sus observaciones, Malthus no consideró el progreso tecnológico de la agricultura, lo que ha desarticulado en alguna medida sus proyecciones.
⁴ En este párrafo está expuesta una de las más grandes justificaciones del canibalismo: el poder asimilar y apropiar las características del ser consumido; la razón detrás de esta idea es difícil de explicar y es aún más complicado detectar su orígen. Pasó a formar parte de la cultura popular. Podemos ver el mismo argumento en el texto judicial y periodístico de André Gide.
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