domingo, 30 de diciembre de 2018

Antología de cuentos musicales: 16. El miserere

Esta es la segunda ocasión que un texto de Gustavo Adolfo Bécquer aparece en la antología. En un principio, me proponía no repetir autores, pero no podía decidir cuál de sus leyendas excluir; pues el tema de ambas es fascinante. Así que la alternativa fue dejarlas a 9 lugares de distancia, es por esto que no fue antologada antes. Ambas las tomé de sus célebres Rimas, Narraciones y Leyendas; hay que precisar que no son leyendas reales (perdóneseme el absurdo), el autor no las recogió de la tradición oral ni del folklore, sino que son puramente ficción personal construida, eso sí, con elementos verdaderos (geográficos, arquitectónicos, religiosos, etc...) para dar mayor verosimilitud a su condición de legítima leyenda española.
Por supuesto, en la historia no podía faltar el elemento fantástico, y personalmente prefiero esta leyenda por sobre la de Maese Pérez, organista. Su escritura nació de una visita de Bécquer a Navarra en 1856 y en cierta forma es hermana de El monte de las ánimas y La cueva de la Mora que también aluden a esta localidad.

(Leyenda Religiosa)

Hace algunos meses que, visitaba la célebre abadía de Fitero (A) y ocupándome en revolver algunos volúmenes de su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere
Yo no sé música; pero le tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman llaves,² y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis,³ la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.⁴
Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como amestoso, allegro, ritardando, più vivo, a piacere,⁵ había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: «Crujen ..., crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer que salen alaridos»; o esta otra; «La cuerda aúlla sin discordar, el metal truena sin ensordecer; por eso suena todo y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime»; o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: «Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... iFuerza!... fuerza y dulzura».⁶
—¿Sabéis qué es esto? —pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
     El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.

I

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después de que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto adonde se encaminaba.
—Yo soy músico respondió el interpelado—. He nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crímen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado porque ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
—Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro, y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contricción verdadera, un salmo de David, el que comienza: Miserere mei, Deus! (B) Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado: pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos; tal y tan desgarrados, que al escuchar el primer acorde⁷ de los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: «¡Misericordia!», y el Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero al llegar a este punto de su narración calló por un instante, y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban un circulo alrededor del hogar, escuchaban en un profundo silencio.
—Después —continuó— de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, y he oído
tantos, que puedo decir que los he oído todos.
—¿Todos? —dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes—. ¿A que no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
—¡El Miserere de la Montaña! —exclamó el músico con aire de extrañeza—. ¿Qué Miserere es ése?
—¿No dije? —murmuró el campesino, y luego prosiguió, con una entonación misteriosa—. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad⁸ los que, como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia, una historia muy antigua, pero tan verdadera, como, al parecer, increíble. Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadia, hubo hace ya muchos años, ¡qué digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso, monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo que por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo (C), en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, entraron a saco en la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida. Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos, y su instigador con ellos, adonde no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón de donde nace la cascada que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
—Pero —interrumpió impaciente el músico— ¿y el Miserere?
—Aguardaos —continuó con gran sorna el rabadán—, que todo irá por partes.
Dicho lo cual, siguió así su historia.
—Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene mas viva su memoria es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a traves de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el Tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aun del Purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:
—¿Y decís que ese portento se repite aún?
—Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la del Jueves Santo y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
—¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
—A una legua y media escasa... Pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! —exclamaron todos, al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
—¿Adónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor:
—¡Está loco! —exclamó el lego.
—¡Está loco! —repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

II

Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban, negras e imponentes, las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen en pie aun en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus deformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sépulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió: aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
«¡Si me habrá engañado!» pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora; ruidos de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once. (D)
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros manchones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con la luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a las piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta, como si acabase de dar en ella su último toque de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre si, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.⁹
Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde⁷ª lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo: pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandibulas y los blancos dientes, las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vió los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras y, penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde, con voz más levantada y solemne, prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces; aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contricción del rey salmista con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño, en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarlo de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una conmoción fuertísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
In iniquietatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de júbilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles y los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et laetiam: et exutabunt ossa humiliata.
En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y no oyó más...
 
III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por las puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
—¿Oísteis, al cabo, el Miserere? —le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
—Sí —respondió el músico.
—¿Y qué tal os ha parecido?
—Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa prosiguió, dirigiéndose al abad—, un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal de arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda. El abad, por compasión, aún creyéndolo un loco, accedió, al fin, a ello y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y exclamaba:
—¡Eso es; así, así, no hay duda... así! —y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dió en más de una ocasión que admirar a los que lo observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes hasta la mitad del salmo; pero al legar al último que había oído en la montaña le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

***

Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
 In peccatis concepit me mater mea...
Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles, para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no será una locura?

Notas
A. La abadía de Fitero existe, por supuesto, así como las ruinas del monte de Yerga, donde nuestro músico asiste a la audición del Miserere de la montaña.
B. Salmo 51 de David
C. Tradicionalmente el Miserere se entonaba en Miercoles y Viernes de Semana Santa; la posible razón por la que nuestro autor sitúa la acción en un jueves santo, podría ser por darle mayor significado a la atmósfera de redención que persigue el músico alemán. Hay que recordar que en este día sucede la última cena, la eucaristía, la traición de Judas y el intento de Satanás de tentar a Jesús.
D. El fin de la revolución industrial se data circa 1840, sin embargo, sus efectos se sintieron mejor al rededor de esta fecha. Bécquer fue testigo de esos efectos, por ello no sorprende que use la imágen de una maquinaria para referir ruidos inexplicables, pues ¿qué era más fantástico y mágico que los engranajes de un reloj moviéndose por su cuenta en aquellos años?

Notas musicales
¹ El Miserere (también llamado Miserere mei) es una pieza de música sacra. Su textura es polifónica y es heredera de las mejores tradiciones de música polifónica renacentista. Fue compuesto circa 1638 por Gregorio Allegri para musicalizar el Salmo 51 de David que comienza justamente con la palabra Miserere (misericordia, en latín). La pieza era interpretada exclusivamente en la capilla Sixtina por dos coros (de cuatro y cinco voces) durante el miércoles y viernes de Semana Santa. Tal era su trascendencia que, estaba penado bajo orden de excomunión ser cantada fuera de la capilla y hacer copias de la obra. En 1770 un efebo Wolfgang Amadeus Mozart escucha una sola vez la obra y la transcribe de memoria, incluso se da el lujo de escribir y corregir los Abbellimenti, es decir las improvisaciones del coro secundario. Desde el Miserere de Allegri se ham escrito muchas obras sobre el texto del Salmo 51.
² El autor se refiere al parecido que puede llegar a tener el símbolo de Ampersand estilizado con las claves de Sol y de Do; recordemos que el Miserere es una pieza eminentemente vocal y al ser de una época antigua, el uso de la clave de Do es muy común. Cuando dice «especies de etcéteras» alude al otro uso —ya menos frecuente— del Ampersand, que además de conjunción (&) también es de etc.
³ Quise averiguar la referencia del uso de la palabra Finis en la terminología musical, pero mi bibliografía no arrojó grandes resultados. ¿Por qué llama la atención? En primer lugar la declarada ignorancia del autor en la música dice mucho de su verdadero conocimiento —no tan somero, analizando el contenido del texto—; es obvio que Bécquer tomó la palabra de algún sitio, ¿pero de dónde?, el uso del latín en la música sacra es común, sobre todo en la música vocal; la terminología de música no sacra y no vocal, en la época romántica (a la cual pertenece nuestro autor) era corrientemente del francés, italiano y alemán, salvo contadas excepciones, el latín no era ya frecuente, entonces su fuente no procede propiamente de su momento histórico, eso y que para hablar del fin de una obra, los términos usuales son: fin (fr.), fine (it.), finite (terminado, it.),   finale (al., ing., it.); la mejor referencia del Latín nos dice que hay un término llamando Finalis, que en el canto gregoriano alude a la última nota de una obra. Es la primera vez que leo el término Finis, ¿de dónde puede proceder?
 Crea en mí, oh Dios mío, un corazón limpio; Y renueva un espíritu recto dentro de mí. Tal es el versículo 10 del Salmo 51. La estructura musical del Miserere es sencilla a nivel macro: consta de la entonación del versículo con una melodía simple, a continuación hay una respuesta y comentarios, que no son más que el mismo versículo pero altamente ornamentado en su nueva melodía.
En música, estas expresiones sirven para guiar al interprete hacia el efecto deseado por el compositor para la pieza. Nuestro autor no distingue entre los términos que refieren al tiempo, al volúmen o las demás cualidades del sonido. Para ir en orden, el sonido tiene una serie de cualidades que los músicos explotan para poder crear sus discursos sonoros, estas cualidades son: Altura, Intensidad, Duración y —a veces incluida, a veces no— Timbre. En la práctica se acuñó todo un sistema (en algunas ocasiones muy vago) para indicar cómo manipular el sonido en cualquiera de estas cuatro cualidades; así el término italiano Crescendo expresa un aumento gradual de la intensidad con que se emiten una o varias notas, mientras que Accelerando es un disminución de la duración de las notas para ofrecer el efecto de aceleración en la música. Por ofrecer un par de ejemplos. Aunque hay sistemas para medir y tener una referencia precisa de cómo deben sonar estos efectos, en la praxis se suele dejar al criterio de quien ejecuta la música; claro que para que este criterio no sea sustancialmente distinto entre musicos, a lo largo de su formación se les adiestra sobre las conversaciones que siguen estas indicaciones. Sin embargo, la vaguedad de algunos términos, el hecho de que muchos son prestamos lingüísticos (a veces innecesarios o conservados por anacrónica tradición), la falta de criterio o comprensión por parte de quienes usan las expresiones y la variedad de música y de estilos, pueden llevar a serios equívocos, como el del término Rubato, cuya ejecución y significados no suelen tener claridad, siendo radicalmente distintos entre un músico y otro.
Las indicaciones de temperamento anteriores son meramente filosóficas. Aunque en la música reciente hay expresiones que en verdad deben ser llevadas a cabo, por más extrañas o absurdas que puedan parecer; las que el autor menciona son imposibles de hacer. Su efecto poético puede ser un antecedente de las expresiones usadas por Erik Satie en sus obras. Es poco probable que el compositor francés conociera la obra de Bécquer, a pesar de ello, hay una asombrosa sincronía espiritual entre sus propuestas. Aquí algunas de las indicaciones de Satie tomadas de sus partituras, como comentan los editores de Cuadernos de un mamífero: Aminore mentalmente, Bastante frío, Como un ruiseñor con dolor de muelas, De manera que obtenga un hueco, Los huesos secos y lejanos, No demasiado sangriento.
Hablar del Primer acorde de una obra de su efecto es algo puramente filosófico. Algo que depende las más de las veces de cuestiones circunstanciales. No por ello la pretención estética de nuestro desconocido compositor alemán es vanidad, y creo que hay excelentes formas de propiciar que la entrada se una obra musical sea así de magnífica, así de terrible.
⁷ª Un acorde es una construcción musical que se obtiene de la superposición de más de dos sonidos difentes: es piedra angular de la música desde el periodo Clásico, antes de esto la música se consideraba en un sentido Horizontal, donde las obras estaban constituidas por una serie de melodías que sonaban en consonancias, aunque en esencia conservaban su identidad e individualidad: es decir, una textura Polifónica. Con la llegada de la nueva concepción de la música, esta pasó a verse de manera Vertical, ahora una sola melodía reposaba sobre una base armónica que era capaz de resignificarla: o sea, una textura Homofónica. Todo esto por supuesto no es en absoluto algo estricto, ambas texturas coexisten hoy día.
La música de entidades sobrenaturales es un elemento que he visto bien poco en la literatura. No debe confundirse este tipo de música con la música mágica, como la del conocido flautista de Hamelin. Estamos ante un tema profundamente original. Bien puede tener eco en la historia de la Sonata en Gm para violín de Tartini, esa que modestamente se conoce como El trino del Diablo. En su testimonio Giuseppe Tartini dice que el diablo interpretó en sus sueños una sublime sonata que lo hizo despertar de inmediato y desesperadamente tratar de escribirla, cosa que no fructificó como él deseaba. Lo cierto es que hay elementos afines con esta historia y la de Bécquer. Es muy posible que este último fuese conciente de la obra de Tartini que data de 1765, mientras que el texto es de 1860.
Aquí puede haber un eco del mito griego de Anfión, que gracias a una lira que le obsequió Hermes y a su manera de tocarla, construyó una muralla al rededor de la ciudad de Tebas. Se cuenta que mientras su hermano gemelo transportaba las rocas, él se limitaba a tocar y las piedras se apilaban obedeciendo el encanto de su música. Una referencia menos directa sería la de Orfeo y su lira, que tenía la capacidad de hacer que las rocas se movieran y los árboles se inclinaran cuando tocaba, a tal punto, que se cuenta, que en Tracia había dejado a unos árboles danzando.

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7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...