domingo, 23 de diciembre de 2018

Antología de cuentos musicales: 6. Maese Pérez el Organista

Bécquer escribió ésta leyenda a la edad de 25 años. Es de su completa invención, pues, antes de ella no figura en ningún sitio referencia alguna al fantástico suceso que nos narra. En esta prosa se leen algunos de los pasajes más bellos que alguien haya escrito para describir música. Está dividida en cuatro episodios de los cuales el tercero y el cuarto son mis preferidos. Resta decir: 4/4.

(Leyenda Sevillana)
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.
Como era natural, después de oírla aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso sin embargo, que el órgano de Santa Inés,¹ ni nada más vulgar que los insulsos motetes² con que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la misa no pude por menos que decirle a la demandadera con aire de burla:
—¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
—¡Toma —me contestó la vieja—, en que ése no es el suyo!
—¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
—Se cayó a pedazos de puro viejo hace una porción de años.
—¿Y el alma del organista?
—No ha vuelto a aparecer desde que colocaron el que ahora lo sustituye.
Si a alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia, ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

I
—¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro y los galones de Indias; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a ese señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esa dama había pedido matrimonio a la hija de un opulento señor: mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calla!, en hablando del ruin de Roma, cátae aqui que asoma. ¿Veis aquel que viene por debajo del Arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa oscura y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.
“¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, en la encomienda que brilla en su pecho? A no ser por ese doble distintivo, cualquiera lo creería lonjista de la calle de Culebras... Pues éste es el padre en cuestión. Mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y lo saluda. Él solo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor don Felipe, y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco... ()
“Mirad, mirad ese grupo de señores graves, ésos son los caballeros veinticuatro (ʙ). ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la Cruz Verde () merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pedro Botero... () ¡Ay, vecina! Malo..., malo... Presumo que vamos a tener jarana. Yo me refugio en la iglesia. Pues, por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los paternoster. Mirad, mirad: las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de San Pedro, por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de Medina Sidonia. ¿No os lo dije?
“Ya se han visto, ya se detiene unos y otros, sin pasar de sus puestos... Los grupos se disuelven... Los ministriles, a quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... Hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... Y luego que hay justicia. Para los pobres.
“Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes... ¡Vecina, vecina! Aquí... antes de que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado, cuando lo dejan... ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo.
“La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esa Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábado!... Vedlo qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserv en su silla tantos siglos como deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo lo siguen y lo acompañan confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle... Es decir, ¡ellos, ellos!... Líbrame Dios de creerlos cobardes. Buena muestra han dado de sí peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad que si se buscaran... Y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.
“Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia antes que se ponga de bote en bote..., que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades puedo decir que le han hecho a maese Pérez proposiciones magníficas. Verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ofreció montes de oro por llevarlo a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más pariente que su hija ni más amigos que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada; él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como que le conoce de tal modo, que a tientas... Porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre es ciego de nacimiento... ¡Y con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan qué cuánto daría por ver, responde: “Mucho, pero no tanto como créeis, porque tengo esperanzas” “¿Esperanzas de ver?” “Sí, y muy pronto (añade, sonriendo como un ángel.) Ya cuento  setenta y seis años. Por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios.”
»¡Pobrecito! Y sí lo verá..., porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada.³ Como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él. Yo no lo conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que lo llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones, que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene,⁴ Dios se las bendiga! Merecía que se las llevaran a la calle de Chicharreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre; pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma, al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo..., las voces de su órgano son voces de ángeles...
»En fin, ¿Para qué tengo que ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharlo. Y no se crea que sólo la gente sabida, y a la que se le alcanza esto de la solfa, conoce su mérito, sino hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas, entonando villancicos⁵ con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra sus costumbres que es la de alborotar en las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano...; y cuando alzan... cuando alzan no se siente ni una misa...: de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunsantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos; ya han dejado de tocar las campanas, y van a comenzar la misa. Vamos adentro... Para todo el mundo es esta noche, Nochebuena, pero para nadie mejor que para nosotros.
Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina atravesó el atrio del convento de Santa Inés y, codazo en éste, empujón en aquel, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

II
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que, arrollidándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de sus dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio.
Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una  mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices: la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque a acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Esta, que se agitaba en el fondo de las naves con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor, bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.
Era hora de que comenzase la misa. Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que la celebración apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse demostrando sus impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir por qué no comenzaba la ceremonia.
—Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la misa de medianoche.
Ésa fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo sería cosa bastante imposible. Baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo que el asistente se puso en pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.
En aquel momento, un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.
—Maese Pérez está enfermo —dijo—. La ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia, que ni maese Pérez es el primer organista del mundo, ni a su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles, que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de  Santa Inés, comenzaba a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
—¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia, conducido en un sillón que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a deternerle en el lecho.
—No —había dicho—. Ésta es la última, lo conozco. Lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando. Vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido. Los concurrentes lo subieron en brazos a la tribuna y comenzó la misa. En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el Introito, y el Evangelio, y el Ofertorio, y llegó el instante solemne  en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia. Las campanillas repicaron con un sonido vibrante y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde⁶ majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió⁷ otro lejano y suave, que fue creciendo, creciendo hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía. Era la voz de los ángeles que, atravesando los espacios, llegaba al mundo.
Después comenzaron a oírse unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines. Mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, sólo era el acompañamiento de una de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de acordes misteriosos,⁸ como un jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cuantos: después, otros. La combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí: luego quedó una aislada, sostienendo una nota brillante como un hilo de luz. El sacerdote inclinó la frente y por encima de sus cabeza cana, y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante, la nota que maese Pérez sostenía tremante se abrió y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyo ángulo zumbaba el aire comprimido y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónita ya suspendida. En todos los ojos había una lágrima: en todos los espíritus, un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquel que levantaba en ellas. Aquel a quien saludaban hombres y arcángeles, era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discordante y extraño,⁹ semejante a un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? —se decían unos a otros y nadie sabía responder y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
—¿Qué ha sido eso? —preguntaron las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fue uno de los primeros en subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde lo esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
—¿Qué hay?
—Que maese Pérez acaba de morir.¹⁰
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija arrodillada a sus pies, lo llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

III
—Buenas noches, mi señora doña Baltasara. ¿También usarced viene esta noche a la misa del Gallo? Por mi parte, tenía hecha intensión de ir a oírla a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecillo! ¡Era un santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece... Pues en Dios y en mi ánima que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos lo verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos no hay amigos... Ahora lo que me priva es la novedad..., ya me entiende userced. ¡Qué¡ ¿No sabe usted nada de lo que pasa? Verdad que nosotros nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o se deja de decir... Sólo que yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades.
»Pues sí, señor. Parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo que siempre está echando pestes de los otros organistas, perdulariote, que más parece jifero de la Puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar está Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia.
»Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que en honor del difunto, y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación. Pero así va el mundo... Y digo... No es cosa la gente que acude... Cualquiera diría que nada ha cambiado de un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes.
»Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho, las gentes del barrio le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero, ¡calle!, Ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa... Vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.
Esto diciendo, la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, un camino entra la multitud a fuerza de empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia. El templo estaba tan brillante como el año anterior.
El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba, unos tras otros, los registros del órgano con una gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir. 
—Es un truhán, que, por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas —decían los unos.
—Es un ignorantón, que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez —decían los otros.
Y mientras éste se desembarazaba de capote para prepararse a darle de firme a su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pedantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomo la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, asemejando su repique una lluvia de notas de cristal. Se elevaron las diáfanas ondas de incienso y sonó el órgano.
Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duraron algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio, valiente magnífico, se sostenía aún, brotando de los tubos de metal del órgano como una cascada de armonía inagotable y sonora.
Cantos celestes como los que acariciaban los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio, notas sueltas de una melodía lejana que suena a intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia, trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende, himnos alados que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos..., todo lo expresaban las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verlo y admirarlo, que el asistente, temiendo, no sin razón, que lo ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado lo esperaba.
—Ya veis —le dijo este último cuando lo trajeron a su presencia—. Vengo desde mi palacio aquí sólo para escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje tocando la Nochebuena en la misa de la catedral?
—El año que viene —respondio el organista— prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.
—¿Y por qué? —interrumpío el prelado.
—Porque... —añadío el organista procurando dominar la emoción que se revelaba en al palidez de su rostro—, porque es viejo y malo, y no pude expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, la literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres, que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del Arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.
—¿Qué quiere usarced, mi señora doña Báltasara —decía la una—. Yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo le he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarlo el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarlo al rostro, que, según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez cuando, en semejante noche como ésta, bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... No qué éste, que ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un olor de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Báltasara, créame usarced, y créame con todas las veras: yo sospecho que aquí hay busilis ()...
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblan la esquina del callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

IV
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente a que comenzara las misa del Gallo.
—Ya lo veis —decía la superiora—: vuestro temor es sobre manera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano, tocadlo sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguis callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
—Tengo... miedo —exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.
—¡Miedo! ¿De qué?
—No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo la había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta distinción, pensé en arreglar sus registros y templarlo, a fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora..., no sé cuál..., pero las campanadas eran tristísimas y muchas..., muchas..., estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el umbral, y aquel tiempo me pareció un siglo.
»La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda...; la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi..., lo vi, madre, no lo dudéis; ví un hombre que, en silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba, recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra sus registros..., y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
»Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.
»El horror había helando la sangre de mis venas; sentía mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sientes fuego... Entonces quise gritar, quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
—¡Bah! Hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un paternóster y un avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes de daros sustos, bajará a inspirar  a su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción.
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con la mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la misa. 
Comenzó la misa y prosiguió sin que ocurriese nada notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano, un grito de la hija de maese Pérez. La superiora, las monjas y algunos fieles corrieron a la tribuna.
—¡Miradlo! ¡Miradlo! —decía la joven, fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado, asombrada, para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando...; sonando como sólo los arcángeles podían imitarlo... en sus raptos de místico alborozo.

***
—¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora Báltasara; no os lo dije yo? ¡Aquí hay busilis! Oídlo. ¡Qué!, ¿no estuvisteis anoche en la misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés, no haber podido presenciar el portento..., y ¿para qué?... Para oír una cencerrada, porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa... Si lo decía yo.  Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira...; aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.

Notas musicales
¹ El órgano es un instrumento musical armónico de la familia de los aerófonos, es decir, que se vale del viento para producir sonido, aunque también hay órganos hidráulicos. Es uno de los intrumentos más difíciles de ejecutar ya que se toca con ambas manos y pies. Su invención se remonta a los griegos. Fue adoptado en el siglo VII para las ceremonias religiosas por su amplio registro (10 octavas aproximadamente) y gran volumen en la sonoridad. Alacanzó su apogeo en la época barroca, donde podemos hallar excelentes muestras de literatura organística, así como algunos de los intérpretes más solventes de este instrumento. Al menos desde el siglo X el órgano ha sido invariablemente asociado con la música sacra, con las iglesias y conventos.
² El motete es una forma polifónica de música surgida hacia el siglo XIII, es de carácter religioso. En estricto sentido sus melodías provienen de temas del folklore y sus textos son tomados de pasajes bíblicos, es decir que son poco originales en inventiva. Su nombre deriva de mot, palabra en francés.
³ El título de maestro de capilla tenía mucho peso en la época en que acontece la historia; sobre todo porque la música jugaba un papel activo en materia de religión. Muchos de los grandes músicos de la historia ostentaron tal título, como Joan Sebastian Bach. Las actividades del maestro de capilla eran diversas, entre otras: dirigir coros vocales y grupos instrumentales, además de componer las obras para las ceremonias religiosas. Llama la atención que en este pasaje se dice que maese Pérez podría dar cátedra de solfa a un maestro de capilla; nunca hasta ahora había escuchado o leído nombrar así al solfeo, lo interesante es que se podría estar hablando en doble sentido ya que la voz solfa también puede entenderse como zurrar a golpes; o sea, no literalmente agredir, sino que maese Pérez era verdaderamente docto en su arte.
En otros momentos he aludido a La paradoja del comediante de Diderot para señalar la candidez con la que se habla del quehacer del artista. La (verdadera) obra de arte es fruto del trabajo constante y del perfeccionamiento, sin embargo parece existir un mal espiritual que hace pensar a las personas que el arte proviene de una fuente divina, y que sólo unos cuantos tocados por la providencia son capaces de ofrecer muestras de talento y capacidad para crear la belleza artística. Pero, no es así; el artista se priva de sentir con el propósito de dominar su arte y hacer sentir a los demás, he ahí la paradoja. En éste pasaje, se ve demostrado —un vez más— el mal espiritual que hace creer que son las manos, y no la mente y el entendimiento las que generan la obra de arte...
Composición popular religiosa que versa sobre el nacimiento de Jesús.
Un acorde es una construcción musical que se obtiene de la superposición de más de dos sonidos diferentes: es piedra angular de la música desde el periodo Clásico, antes de esto la música se entendía en un sentido horizontal, donde las obras estaban constituidas por una serie de melodías que sonaban en consonancia, aunque en esencia conservaban su identidad e individualidad: es decir, una textura Polifónica. Con la llegada de la nueva concepción de la música, ésta pasó a verse de manera vertical, ahora una sola melodía reposaba sobre una base armónica que era capaz de resignificarla: o sea, una textura homofónica. Todo esto por supuesto no es en absoluto algo estricto, ambas texturas coexisten hoy día.
Uno de los elementos fundamentales de la música ha sido desde siempre la dicotomía tesis y antítesis (o al menos así fue hasta cierta época en la que se comenzaron a cuestionar y abandonar estos criterios), la pregunta y la respuesta, la tensión y la distensión. La obra de buena parte de los compositores de la historia ha sido guiada por esta estética; basta oír atentamente una pieza musical y tratar de diferenciar las partes que la constituyen: no será una sorpresa si una serie de sonidos rápidos y agudos son seguidos por unos graves y sosegados, o, si una melodía oscura y triste desemboca en algo brillante y alegre... Para ilustrar esto, podemos incluso buscar en la música comercial, como los versos tranquilos contrastan con los coros más agitados, o viceversa. Siempre he creído que así como se puede hablar de un proceso de Materialismo histórico, podemos encontrar parangón en el proceso en el cual la música se desarrolló. La ciencia musical desde hace más de 1000 años siempre ha obedecido a formular de jerarquías; sólo en la reciente modernidad se ha buscado abolir estas relaciones y establecer nuevas relaciones, de igualdad entre las partes, ya no fundamentadas en centros y periferias; el futuro tiende al desorden y la anarquía controladas, la aleatoriedad (aunque parezca oximorón). Pero mientras tanto, casi todo cuanto suena no es más que un A seguido de un B.
⁸ Como decía en la nota 6, la armonía tiene la capacidad de modificar absolutamente a la melodía, a pesar de que ésta es en esencia el rostro de la música, su carácter está subyugado a lo que la armonía le permite expresar. Cuando tomaba clases de armonía con el Maestro Pedro Ayala, él siempre comentaba el pensamiento de Arnold Schönberg, el adelantado compositor y teórico alemán, sobre que cada melodía nace con una armonía implícita; y creo que en rigor esto es parcialmente cierto: una melodía nace no sólo con una armonía potencial, sino con muchas. Así las melodías más simples, incluso hasta banales, puede ser realzadas con un ingenioso soporte armónico, tenemos un grandioso ejemplo en la Sonata número 14 para piano de Ludwig van Beethoven, donde la sencilla línea melódica de la exposición se ve embellecida y redimensionada totalmente por la armonía que la acompaña o en el Ein Ton de Peter Cornelius, una pieza vocal donde el cantante sólo entona la nota Si en toda la obra; la armonía transforma.
Retomando la idea de la nota 7, la música se forma por conjunciones duales; otra de estas dualidades es la de la Consonancia y la Disonancia. Estos conceptos son arbitrarios, pero han servido para definir el camino y los límites de la música, y aún hoy día (por más arcaicos que sean) se mantienen vigentes. Estos conceptos nos fueron legados por los antiguos teóricos y músicos; se basaron en la teoría de los armónicos para clasificar lo que era consonante y lo que no; primero prohibieron el uso de lo que consideraron disonante, con el paso del tiempo lo sacaron un poco de su marginación y limitaron su presencia, y desde entonces ha sufrido un proceso de revalorización. Retomando a Schönberg, de su tratado de armonía: La materia de la música es el sonido. Deberá por tanto ser considerado, en todas sus peculiaridades, y efectos, capaz de engendrar arte. Luego Arnold diserta sobre los conceptos de consonancia y disonancia dudando de la teoría de los armónicos; ¿La conclusión? Todo en el mundo sonoro es consonancia, unas más cercanas que otras.
¹⁰ Maese Pérez falleció tocando, lo más probable es que haya sido por su avanzada edad. Sin embargo no es descabellado pensar que al depositar tanta emoción en esa última ejecución en su amado órgano, pudo haberse llevado al grado de la muerte. Parece una peculiar constante que la muerte haya sorprendido a muchos artistas del sonido mientras desplegaban su arte, o al menos a mí me sorprende que se pueda perecer realizando una actividad tan poco riesgosa. Después de una búsqueda en internet y otros directorios, me topé con cientos de casos, sobre todo de directores y cantantes de ópera que mueren durante densos pasajes musicales. Incluso Beethoven parece tener una terrible reputación de mata directores, seguido de Mahler; como decía, la lista de músicos que caen, es extensa y da para otra entrada y otras reflexiones.

Notas adicionales
. El gran Turco, Soliman I El Magnífico. Gobernó hasta 1566 un inmenso territorio en medio oriente. Junto con Carlos I de España fue el monarca más poderoso de su época.
ʙ. Cargo equivalente a regidor o concejal.
. Insignia de la Santa Inquisición, asociada especialmente con el auto de fe, un proceso público para la reconciliación de los herejes con la Iglesia.
. Eufemismo para referirse al diablo y al infierno.
. Busilis: punto en que estriba la dificultad del asunto de que se trata.

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7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...