miércoles, 28 de abril de 2021

Apología de Ícaro y la jaula

Dicen que Minos encerró a Dédalo y a su hijo Ícaro por culpa de cierta acusación, pero Dédalo creó para ellos dos alas postizas y así escapó volando junto a Ícaro.
Historias increíbles / Paléfato

Se cuenta que Minos, al enterarse de la fuga de Teseo, encerró por su delito a Dédalo en el laberinto, junto con su hijo Ícaro, que había tenido de Náucrate, una esclava de Minos. Pero él fabricó unas alas para sí y para el muchacho. Al echar a volar, le instó a no hacerlo ni demasiado alto, para evitar que las alas se descompusieran al derretirse la cola por efecto del sol, ni cerca del mar, para que no se estropearan por la humedad. Pero Ícaro, ignorando a su padre, en su entusiasmo se dejó llevar cada vez más alto; hasta que se derritió la cola y murió en su caída al mar
Biblioteca / Apolodoro

Después que la mano última a su empresa impuesto se hubo, su artesano balanceó en sus gemelas alas su propio cuerpo, y en el aura por él movida quedó suspendido. Instruye también a su nacido y: “Por la mitad de la senda que corras, Ícaro”, dice, “te advierto, para que no, si más abatido irás, la onda grave tus plumas, si más elevado, el fuego las abrase. Entre lo uno y lo otro vuela, y que no mires el Boyero o la Ursa te mando, y la empuñada de Orión espada. Conmigo de guía coge el camino.” Al par los preceptos del volar le entrega y desconocidas para sus hombros le acomoda las alas. Entre esta obra y los consejos, su mejillas se mojaron de anciano, y sus manos paternas le temblaron. Dio unos besos al nacido suyo que de nuevo no había de repetir, y con sus alas elevado delante vuela y por su acompañante teme, como la pájara que desde el alto, a su tierna prole ha empujado a los aires, del nido, y les exhorta a seguirla e instruye en las dañinas artes. También mueve él las suyas, y las alas de su nacido se vuelve para mirar.
Metamorfosis / Ovidio

Así pues, Dédalo fabricó y acopló unas alas a su cuerpo y al de su hijo Ícaro, y salieron volando de allí. Ícaro, elevándose a gran altura, calentada la cera por el sol, cayó al mar, que por ello se llamó «mar Icario».
Fábulas, XL 4 / Higino

Por tanto, quienes como Ícaro se elevan a gran altura y se aproximan al sol, sin ser conscientes de que tienen alas pegadas con cera, terminan por causar gran estruendo al precipitarse de cabeza al mar; en cambio, aquellos que, a imitación de Dédalo, no tienen ambiciones excesivamente altas y exorbitantes, sino a ras de superficie —de modo que la cera se humedezca de vez en cuando por el oleaje—, terminan por lo general sin novedad en sus travesías aéreas
El sueño o el Gallo / Luciano de Samosata

El nombre de Ícaro se ha usado como sinónimo de imprudencia a lo largo de los siglos y lo ancho de los territorios. La imagen de su figura precipitándose hacia el mar Egeo, con las alas deshechas, es un poderoso disuasor de las conductas extremas; o al menos, eso pretenden vendernos con su mito trocado en fábula. Sólo que, a mi ver, el vuelo fallido de Ícaro se juzga de forma infame y favorece la doctrina cristiana del cuarto mandamiento: el imperativo de obediencia a los padres.
Hasta nuestros días han llegado una buena tanda de versiones del mito de Ícaro y su primerúltimo vuelo; desde las laconicas y sintéticas de Apolodoro e Higino, pasando por la poética de Ovidio, la racionalista de Paléfato, que junto con la de Luciano es, también, de orden moralista. El caso es que todas terminan sirviendo para sacar moraleja del hecho trágico.
Permíteme, paciente lector, que haga una síntesis del mito antes de que analicemos sus implicaciones y tamicemos la verdad que hay en él: 
Resulta que el padre de Ícaro, Dédalo, era un hombre fecundo en ardides y artesano casi inigualable; su genialidad le había granjeado buena reputación y fama, pero un don siempre suele venir acompañado de un porvenir desgraciado y la envidia hizo que nuestro esforzado ingeniero atentara contra la vida de su sobrino Pérdix, otro hábil artesano que vivía con él para aprender de su genio; este episodio es una suerte de prolepsis irónica del destino que le deparaba a su hijo Ícaro; pues, el modo en el que trató de deshacerse de su sobrino fue arrojándolo desde un acantilado. Sólo la intervención benigna de una piadosa deidad pudo hacer que el muchacho se salvara, a precio de transformarse en ave para remontar en vuelo y evitar la precipitación mortal. La justicia buscó ocuparse del ahora criminal Dédalo que terminó por llegar a la corte del rey de Creta, Minos. Allí sirvió como inventor real. Tiempo después, la esposa de Minos, Pasífae, cayó víctima de una pasión aberrante hacia un bello toro blanco; unas tradiciones dicen que fue un castigo de Posidón, pues Minos le había prometido sacrificar al toro blanco sin cumplirlo; otras dicen que la inspiración zoofílica la propició Afrodita porque Pasífae no cumplía con los debidos sacrificios para honrar a la diosa. El caso es que gracias al arte de Dédalo, la reina pudo consumar su deseo con el animal, pues nuestro inventor le construyó una especie de cuerpo de vaca hueco donde la reina se introdujo. De esta relación nació el Minotauro y Minos ordenó a Dédalo la construcción de un laberinto para albergarlo, que no encerrarlo. En otro orden de acontecimientos, el rey había obligado a los atenienses a pagarle un tributo humano cada cierto tiempo para alimentar al híbrido, en una de esas ofrendas había llegado Teseo, quien terminaría por dar muerte al Minotauro y para poder salir del laberinto recibió ayuda de Ariadna, hija de Minos, y Dédalo; este último, por su delito de colaboración, finalmente fue encerrado en el laberinto junto con su aún infante hijo, Ícaro. Otro toque poético, el creador víctima de su obra.
Hasta este punto tenemos un perfil bastante claro de la trayectoria, el talante y el talento de Dédalo; y hay que decir que resulta contrastante que en la fábula de Ícaro, su padre termine siendo un símbolo de sabiduría y razón, cuando sus antecedentes más bien maculan la benigna imagen que se nos ofrece de él.
Los mitógrafos no se ponen de acuerdo en cuánto tiempo pasaron reclusos en el inextricable edificio de Creta, lo que es cierto es que Ícaro entra siendo un niño y escapa siendo un adolescente, que por lo demás, es la edad del descarrio y la sordera voluntaria. Detalles más, detalles menos: Dédalo construye, con plumas y cera, unas increíbles alas que les permiten escapar —tangencialmente— del encierro; pero antes de hacerlo, Dédalo le aconseja a Ícaro ni volar demasiado alto, por riesgo a que la cera se derrita y las alas se destruyan; ni volar demasiado bajo, para evitar que las plumas se mojen en el mar y se vuelvan demasiado pesadas para remontar el vuelo. Consejo que el muchacho no atiende, lo que lo conduce a su perdición.
En esta parte del mito se conjugan todos los elementos moralizadores que le han valido su efectividad: el viejo sabio, el muchacho inexperto, el concejo prudencial, el riesgo mortal de no atenderlo y el resultado aciago. Todo cifrado en un elegante tono metafórico donde el sol y el mar representan los extremos de los que los jóvenes deben cuidarse y el vuelo la figura máxima de la libertad que se goza a esa edad. En otro momento aludí al hecho de que los consejos no tienen la efectividad que se les atribuye, y que en realidad, en lugar de evitar una pena, la decretan; qué mejor ejemplo de ésto que la advertencia de Dédalo.
Pero, pensemos un segundo en las condiciones a las que estaba sometido Ícaro. En primera instancia, vivió la mayor parte de su vida en la reclusion más perfecta de todas: el laberinto, suma de paredes y cámaras, donde cada cosa estaba en su lugar; todo ordenado para comunicar a sus habitantes la noción exacta de que estaban adentro. No había forma de equivocarse, la distinción del afuera estaba en su plenitud. Para Ícaro todo tenía una orientación invariable, con el suelo siempre bajo sus pies y las paredes siempre en sus flancos, con el cielo inalcanzable, inmóvil y también siempre en su lugar. Creció como prisionero: ave de jaula. En la medida de lo posible, esto no fue realmente malo per se, pues para la mente de Ícaro no existia más libertad de la que le otorgaban sus paredes; a diferencia de Dédalo, él no podía anhelar el exterior puesto que su ingreso al laberinto se dió a la edad en que aún no había racionalizado la diferencia entre ser libre y ser recluso; entre afuera y adentro. En segunda instancia, la mente de Ícaro recibió siempre la utopía de la libertad; los mitógrafos no lo cuentan, por supuesto, pero no es difícil imaginar, que padre e hijo, presos año tras año, hablaron de aquello que el muchacho no llegó a conocer; Dédalo se encargó de embriagar la mente del joven con sueños de una libertad que por lo demás, no era capaz de entender. Una paradoja, porque el padre trataba de transmitirle algo intransmitible a su hijo: la noción de una vida anterior con la justa medida de límites y libertades, la experiencia de la vida exterior. Sin darse cuenta, Dédalo envenenaba la percepción de la realidad de Ícaro y lo precipitaba desde antes al mar sin ni siquiera haber despegado.
Es verdad que Ícaro era joven y por lo tanto inexperto, pero decir que este fue el factor decisivo en su caída es cegarse a un hecho anterior y de mayor peso que la obvia conjetura de que cayó por no escuchar el consejo de su padre. Ícaro, no es, como se ha dicho, víctima de su desobediencia en sí, sino más bien, víctima de un problema de destemplanza. Es decir, cuando nosotros hacemos pasar una materia de una temperatura muy baja a otra muy alta, sucede que la dañamos, en el mejor de los casos, o la destruimos en el peor de ellos. Ícaro, ave de jaula, es puesto subitáneo en la libertad más total de todas con la capacidad del vuelo. De repente, para el muchacho, desaparecieron todos los indicios de orientación, no hubo más arriba, abajo, izquierda o derecha; no hubo ningúna pared, ningún suelo, estaba suspendido en el aire con la posibilidad de moverse sin que nada le reclamara un orden y una dirección. Fue la materia que obligan a pasar de una temperatura extrema a otra no menos extrema. A diferencia, por ejemplo, de Faetonte —otro mítico personaje grecolatino— que roba los caballos de Helios y cruza el cielo con los animales desbocados, carbonizado la tierra y muriendo por su travesura, Ícaro no era responsable de su situación; cada aleteo hacia el sol, era resultado del vértigo y el frenesí. En su incapacidad de discernir, el cielo parecía ser el único limite que la naturaleza le ofrecía para asirse y darle sentido de orientación a su vuelo.
Aquellos que se dedican a rehabilitar aves cuando son heridas, o que las crían en cautiverio, para después liberarlas, saben que la transición debe ser paulatina, de lo contrario, el destino del ave es invariablemente la muerte; con esto no quiero decir que a Ícaro se le pudo haber preparado para la supervivencia; hay cosas que simplemente no se pueden enseñar. Todo en el escape urdido por Dédalo estaba diseñado para la salvación de éste, más el método, por dondequiera que se le busque, no era aplicable a la situación de su hijo sin que el riesgo fuese muy alto.
Hay una revelación sutil en el problema de Ícaro que los moralistas se han empeñado en ignorar porque desvirtúa la enseñanza que podemos extraer de esta historia, que: el joven no estaba prisionero. El verdadero preso era su padre; la estancia del muchacho en el laberinto fue más bien un efecto colateral. Su crecimiento y el nacimiento de su conciencia sucedieron entre las paredes, él no tenía un mundo exterior al cual volver, dado que él ya estaba en su propio exterior. El anhelo de Dédalo fue lo que condenó a su desendiente.
En una conversación entre Juan José Arreola y Jorge Luis Borges, el primero le dice al segundo que en uno de sus textos (“La trampa”) citó —mal— un aforismo de Franz Kafka: «Hay un pájaro que vuela en busca de su jaula»¹, a lo que Borges responde que no es de Kafka, sino de e. e. cummings. Lo cierto es que la metáfora cambiada de Arreola tiene mucho atractivo: proponer que un ave vuela buscando una jaula. Si nos dejamos llevar por el sentimentalismo, un ave enjaulada resulta una estampa patética y descorazonadora; hemos crecido con el placer de poder volver la vista hacia arriba y tener la dicha mayor de ver el noble vuelo de un ave. Lo que sucede es que el contraste es otra destemplanza: el ave que goza de la libertad total vs. el ave enjaulada sin esperanza de remontar los aires de nuevo. Al final, es fácil sentir una honda pena por el ave enjaulada, porque hemos idealizado su experiencia de libertad, tal como Dédalo idealizó su experiencia y la transmitió a su hijo.
El problema se agrava, porque todo deriva en contrastes: el matiz del hombre libre hecho preso; el matiz del hombre que no es preso, pero al que se le hizo creer que sí lo es, y... en todo caso ¿qué es la libertad? 
No va a faltar quien alce la voz en defensa de la libertad de Ícaro, y por supuesto que se la negaron, pero no se puede castigar a alguien si no es culpable; quiero decir, el carácter punitivo del encierro de Ícaro es un desproposito: porque le quitaron la libertad antes de que tuviese la conciencia para apreciarla, dicho de otro modo: no te quitan lo que no tienes; si acaso, poseía el remanente empírico de su padre, insuficiente para darle la posibilidad de sufrir en intensidad y extensión su cautiverio. Sé que ya lo dije, pero hace falta hacer hincapié en esta idea: Ícaro no era preso. Volviendo a la pregunta sobre qué es la libertad, mi respuesta es que: es una prisión imperceptible.
En la lengua inglesa hay un par de palabras que hacen (una necesaria) distinción entre las dos manifestaciones de la libertad en la teoría y en la praxis: freedom (libertad sin ningún tipo de restricción) y liberty (libertad dentro de un marco definido por una serie de leyes). Es claro que el cautiverio de Ícaro y Dédalo obedece al orden de la libertad práctica. En sí misma, no se puede dar o quitar la libertad teórica. Son los marcos sociales los que delimitan lo que podemos hacer y decir. Esto es lo que me hace afirmar que Ícaro no era prisionero, pues en el cautiverio que compartía con su padre, él era libre; vivía conforme a un orden, estando en una especie metasociedad, con su respectiva metalibertad práctica.
En el sentido estricto, no hay un sólo hombre libre, al respecto de esto, en su Diccionario del diablo Ambrose Bierce define de manera irónica que la libertad es la «exención de la coacción de la autoridad en apenas media docena de la infinita multitud de restricciones a las que estamos sometidos». Y es que la suma de libertades de todos los hombres que viven en común, dan como resultado, paradójico una suma de restricciones: el derecho de uno colinda con el derecho de los demás y esto forma el complejo entramado de los límites. Pero en el mito de Ícaro sucede que el encierro le otorga en flor la libertad teórica que rara vez se alcanza. Su reclusion fue más bien retiro y de este modo, la figura de Ícaro debe adquirir una cualidad que se le ha negado hasta ahora, la de libre aún entre muros, a pesar de lo inconcebible que esto pueda sonar.
En la obra de teatro Eleutheria (Libertad), Samuel Beckett pone un sentido diálogo en labios de su personaje Víctor Krapp y un espectador de su drama:

Víctor—.“Se dice pronto. Siempre he querido ser libre. No sé por qué. No se tampoco qué quiere decir ser libre. Aunque me arrancaran todas las uñas no sabría decírselo. Pero lejos de las palabras, sé lo que es. Siempre lo he deseado. Sólo deseo eso. Primero era prisionero de los otros. Entonces, les abandoné. Luego estaba prisionero de mí. Era peor. Entonces, me abandoné.”  

Espectador—. “Pues es apasionante. ¿Cómo se abandona uno?”

[...]

Víctor—. “Siendo lo menos posible. No moviéndome, no pensando, no soñando, no hablando, no escuchando, no percibiendo, no sabiendo, no queriendo, no pudiendo, y así sucesivamente. Creía que esas eran mis prisiones.” [...] “Si estuviera muerto, no sabría que estoy muerto. Es lo único que tengo contra la muerte. Quiero disfrutar mi muerte. Eso es la libertad: verse muerto.” 

Claro que la libertad que describe Beckett está rayana con el nihilismo y tiene su respectiva dosis de aporia. Lo cierto es que introduce un relieve importante en la descripción del problema de la libertad: que la prisión son los otros, la vida en sociedad y sus implicaciones. Y es que en realidad, visto con fatalismo, cualquier cosa es un esclavismo. En su retiro, Ícaro no podía ser conciente de que su condición de encierro en realidad constituía el estado de gracia de la libertad, pero en Dédalo esta condición no podía ser alcanzada, él no comprendía —como reza un verso de Robert Lovelace— que «los muros de piedra no hacen una prisión», que la prisión la hace la mente, la conciencia de la reclusion y el contraste de una vida anterior de virtual libertad. Hace unas líneas, cuando definí la libertad en términos de una prisión imperceptible, hacia referencia a que la prisión de Dédalo era el exterior, donde no podía darse cuenta de los esclavismos que lo sometían, mientras que la de Ícaro, era el interior del laberinto, donde justamente vivía a sus anchas de no percibir a las paredes y cámaras como límites.
Seguramente, estimado lector, habrás oído o leído que «el preso perfecto es el que no sabe que está en prisión». Y hasta antes de que Ícaro supiera que vivía dentro de un laberinto y que había un mundo exterior, además del suyo, fue un preso perfecto. Pero tanto da ser preso perfecto, como ser libre, porque finalmente a quien le importa que alguien haya sido privado de su libertad es a quien lo encerró en primer lugar, en este caso, el rey Minos, sólo que él quería recluir a Dédalo; y en conclusión, no hubo nadie que obrara como conciencia del cautiverio de Ícaro... nadie, excepto su propio padre, que hizo de su hijo participe de su pena por extensión.
El estado incompatible entre la situación de Dédalo y la de Ícaro, los había puesto en peligro eventual; el de que la libertad de uno costase la del otro.
Una conciliacion era imposible: si a Dédalo se le hubiese explicado que su hijo no adolecía de falta de libertad, probablemente habría llegado a un razonamiento semejante al del señor Yorick, protagonista de El viaje sentimental entre Francia y España del escritor irlandés Lawrence Sterne:
“—Después de todo, la Bastilla, ¿qué? La palabra es la que da miedo. Dígase lo que se quiera, la Bastilla no es más que el nombre con que se designa una torre; y una torre es el nombre que se da a una casa de donde no se puede salir. ¡El cielo sea, pues, con los gotosos! Porque éstos se encuentran encerrados en casa dos veces al año. Con nueve libras al día, y pluma y tinta y papel y paciencia aunque no pueda uno salir, puede encontrarse bastante bien, al menos por un mes y hasta seis semanas. Y al cabo de este tiempo, si no es uno un ente dañoso, su inocencia acaba por triunfar, y sale uno del encierro mejor y más sabio que antes. / Pensando en esto, me bajé al patio, no se para qué, y aun me acuerdo de que iba yo bajando la escalera orgullosísimo de mis reflexiones. / —¡Mal haya el pincel sombrío que se complace en destacar con mortales colores los aspectos tristes de la vida —me decía yo jactanciosamente—. La mente se aterroriza ante los objetos de espanto cuya magnitud ella misma ha exagerado y cuyos tintes ella misma ha ennegrecido. Pero redúzcanse estos a sus proporciones y calidad verdaderas, y resultan desdeñables. Verdad es —continué rectificándome un poco— que la Bastilla no es precisamente un obstáculo desdeñable; pero si le quitamos sus torres, llenamos sus fosos, desguarnecemos sus puertas y la reducimos a un simple lugar de refugio, y suponemos que algún quebranto de la salud nos obliga a permanecer en ella, y no la voluntad tiránica de los hombres, el mal se desvanece, y lo que de él queda se puede sufrir sin una queja. / De pronto interrumpió los deleites lógicos de mi soliloquio una voz que me pareció la de un niño que se quejaba precisamente de que "no podia salir." Busqué arriba y abajo con la mirada, y no viendo a hombre, niño, ni mujer continué hacia al patio sin hacer caso. / Pero al volver del patio, y en el mismo sitio de la escalera, me pareció oír las mismas voces repetidas dos veces. Alcé los ojos, y descubrí un estornino colgado en una jaula que no hacía más que gritar: / —¡No puedo salir! ¡No puedo salir! / Me puse a contemplar el pájaro, y vi que, cuando alguien pasaba por la escalera, el pájaro volaba mismo lado y recomenzaba los lamentos de su cautiverio: —¡No puedo salir! / —¡Pobrecillo! Pues yo te voy a dejar salir, cueste lo que cueste / Y volví la jaula, para abrir la puerta que daba sobre la pared. Pero la puerta estaba sujeta y tejida con alambres tan fuertes, que para abrirla había que despedazar la jaula. Me puse a la obra con ambas manos. / El pájaro acudió al sitio por donde trataba yo de abrir la brecha y metiendo la cabeza por entre la reja, se apretaba con impaciencia. / —¡Me temo que no voy a poder liberarte, pobre criatura! / —No —me contestó el estornino— ¡No puedo salir! ¡No puedo salir! / ¡Ay! Nunca he padecido como entonces. Jamás incidente alguno me ha vuelto con más eficacia al sentido de la vida, en medio de las sofisterías de mi razón. Aunque el ave hablaba de un modo mecánico, con tal tono de naturalidad profería las tremendas palabras, que al punto echaron por tierra mis razonamientos sistemáticos sobre la insignificancia de la Bastilla. Y subí lentamente, desdiciéndome de cuanto dijera a la bajada. / —Por mucho que te disfraces —dije—, eres la Esclavitud, la amarga copa de la Esclavitud. Y aunque, en todo tiempo, millares de hombres hayan nacido destinados a apurarte, no eres por eso menos amarga.
Es así que Dédalo no podía escapar de su concepción ideal de libertad, puesto que le había enseñado a su muchacho a repetir al igual que el estornino de Sterne: «¡No puedo salir!». Tenía la ansiedad por liberarse y liberarlo, aunque Ícaro no reconocería plenamente la diferencia entre el exterior y el interior del laberinto, como muestra basta el hecho de que en su vuelo se condujese sin temor a perjuicio alguno, como si su vida siguiera segura entre las paredes que eran su hogar. 
Por otro lado, si a Ícaro se le hubiese tratado de explicar la situación de su padre, que añoraba su vuelta a la sociedad, es posible que fuese más comprensivo, puesto que veía el esfuerzo que su padre hacía por recuperar lo perdido. Ícaro seguiría a su padre, porque confiaba en él, en su anhelo, aunque no pudiera razonarlo. Esto último es una condición dada solamente en los hombres libres: que son capaces de seguir a otros porque no tienen a donde ir.
Ícaro, ave de jaula, cae al mar Egeo, que pasa a ser nombrado en su honor: mar Icario. Paga con su vida la libertad de su padre y alcanza, a pesar de todo una libertad —aunque no mejor, sí valiosa— diferente: la muerte.

1. El aforismo correcto es: «Hay una jaula buscando un pájaro». Mientras que el verso de cummings reza: «I am a birdcage looking for a bird».

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