viernes, 31 de enero de 2020

Ciencia inversa o vestigios de una musa pretérita

Aunque es la última en invención (hasta ahora), es la segunda en ser terminada; una musa que brilla por su ausencia. Románticos, absténgansen de leer. Digna de su naturaleza, la prosa se escribió comenzando por el final, no se me tome por bromista, que volver a casa sin luz de estrellas y eludiendo los ecos de la lluvia no es cosa fácil. ¿Qué decir? Me siento dueño de mis palabras, lástima que le pertenecen a todos. Puse evidencia de mi vida allí, de lecturas. Lean con placer y cuidado, puntos extra para quien descubra a los detectives, las islas de Quelquepart, una canción, mis lecciones de física, cómo salir sin salir / irse sin llegar / amar sin amar y el reflejo que le robé a Borges. Le debemos a Malú Huacuja del Toro el cuento policial sin policía. A ella y a su Crímen sin faltas de ortografía declaro mi admiración y le dedico esta musa.

Así, a veces, en los escombros de una casa, en humildes ruinas apisonadas por el tiempo, subsiste algún fragmento de cornisa labrada o un pedazo de mayólica con dibujos que, póstumos, atestan una precisa armonía y permiten concebir, si no el entero edificio, al menos una silueta justa o los módulos ideales de la tradición a la que obedecerá.
La busca del jardín: Rueda / Héctor Bianciotti

Desde que tengo memoria he sentido pasión por los escombros. Los restos y el detritus son para mí el antipotencial de aquello que fueron. Quizá son mis ganas de ir en contra, pero en el tiempo, los desechos son a la muerte lo que las semillas a la vida. Entonces hago de esto —de mi amor por los restos— una entelequia negativa: no lo que serán las cosas por su simiente, sino lo que fueron las cosas por lo que de ellas queda.
A partir de cenizas y la tierra carbonizada, de cimientos rotos sobre ladrillos incompletos, de una vertebra desconocida o de desordenados pedazos de cualquier materia, puedo reconstruir en mi mente el bosque antes del incendio, la estructura antes del derrumbe, el animal desconocido antes del advenimiento de su fin o los objetos antes de la violenta caída; porque para los otros, aquello que por roto o derruido pierde significado, para mí, lo gana, alcanza su plenitud. Lo veo así: las cosas son desorden y deben volver a ese origen primigenio.
Hecha esta explicación de mi carácter y psicología, contaré lo que queda de mí y cómo es que llegué a ser lo que dejé de ser.
Estaba disfrutando el silencio que sugería una música lejana en el tiempo y recogiendo flores marchitas.
En esas me encontraba yo, haciendo de las porquerías paraísos, cuando me llamaron a poner en orden una habitación abandonada por una mujer. De ella no se me dió menor detalle.
Como debe esperar el lector de esta memoria —un fragmento de mí—, me había dedicado desde hacía mucho tiempo a ser un formidable detective. 
El trabajo era sencillo, al menos en apariencia. Debía redondear las formas; buscar, a partir de lo abandonado, el rastro de una fugitiva. Y, en honor a la verdad, jamás me sentí tan confundido como la tarde que abrí la puerta de esa habitación y miré rápidamente los pocos objetos desperdigados con premura por el lugar. 
Supe, sin mucho esfuerzo, que nada de eso tenía sentido, que me enfrentaba con un enigma; desde el momento en que puse un pie dentro, tuve la sensación de haber entrado en un laberinto.
Los años y el volver una y otra vez sobre las cavilaciones de entonces me hacen sentir que yo era el protagonista de una parodia de argumentos de “cuartos cerrados” con la única diferencia de que en mi historia no había sucedido ningún homicidio... bonita película de policías sin policías.
El primer misterio lo constituía un desorden de ropa que el armario vomitaba. Mi experiencia en actos de apremio me decía que la manera en la que el vestido estaba pendiendo apenas de un gancho, que la forma abultada de un abrigo sobre un par de blusas arrugadas o la disposición en la que los cajones yacían entre abiertos y mal cerrados eran en su naturalidad algo antinatural. Ensayaba en mi cabeza los movimientos de avecilla nerviosa de la ausente: solamente aritméticas sin sentido podían ofrecer tales resultados: para que el vestido x estuviera en la posición y, nuestra dama debió haber descolgado la prenda mientras estaba parada de manos; o para que el cajón z quedara con las ropas atrapadas entre los bordes, debió haber sido abierto y cerrado desde dentro; entre otras paradojas.
El segundo misterio, no menor al de las ropas, era el del escritorio. La lógica más elemental, y aún el instinto de supervivencia dictan a quienes escapan ciertas convenciones: preferir cargar con lo útil antes que lo sentimental; tomar sin rodeos tal o cual objeto necesario; u ocultar aquello importante que no puede ser llevado por el momento. El escritorio de mi fugitiva parecía ser la excepción que modifica la regla. Había abandonado —casi con desdén— dinero, pasaporte y dos anillos de cierto valor. No así, por las impresiones del polvo, se notaba que faltaban allí una libreta, el abrecartas y ¡una lámpara! No conforme con eso, un examen del basurero a un costado, reveló la ausencia de dos estilográficas, una de tinta azul y la otra de tinta negra.
Para cerrar el triángulo de las bermudas que era ese cuarto, tenía sobre la cama una agenda con un itinerario de viaje para la sorprendente fecha de 200 años —de Invisible— después de aquel día; un mapa con ingentes anotaciones sobre varias islas diminutas en Oceanía; y un fajo de correspondencia sellada.
Hasta las cosas más triviales de alguien gritan con dolor las huellas digitales de su alma. Tenía ante mí las voces de objetos que afirmaban cosas que el inmediato negaba.
Acepté la realidad con todo lo absurdo que los despojos proponían: que la mujer estaba dentro del cajón cuando lo abrió y permaneció allí cuando lo cerró; que andaba con las manos por toda la habitación; que le importaba más una lámpara que el dinero; que la escritura contradictoria del itinerario decía que comenzaba sus notas de atrás hacia adelante como escribiendo palíndromos delirantes; que tenía predilección por aventuras marítimas en los mares del sur; y que había escrito toda una correspondencia clarividencial para mí.
En éstas últimas su tono era burlón, la primera decía algo como: «Querido Señor Detective ¿Zadig?, cuando lea esto estaré tomando una bebida refrescante en alguna playa de la isla Sandy. Es inútil seguir mis pasos, procuro volar para no dejar huellas. Si en verdad es urgente que me encuentre, empiece por mi tierra natal Quelquepart».
Repasé los pormenores, luego los pormayores; cuando no dieron respuestas, seguí por los pormedianos y sólo en ellos hubo algo: el orden contradictorio de los objetos en el cuarto había sido pensado a partir del principio de Huygens: ella, igual que una perturbación en la superficie del agua, había sido el foco emisor de su escape; acto seguido había hecho que todas las cosas en la habitación fueran la prolongación de su escape, por lo cual, todo lo posterior a ellas podía ser considerado el indicio principal de mi pesquisa; con esta argucia había dotado de paredes casi infinitas al laberinto. Diseñó esto de tal manera que teóricamente todas las pistas podían llevarme a ella, pero sólo una lo haría realmente. 
Lejos de frustrarme, quedé asombrado de su capacidad de previsión. Mostraré a qué grado, con el pasaje de otra carta: «Querido Detective ¿Dupin?, considero que no es un reto hallarme, estoy donde menos uno lo esperaría, pero no piense que me porto retórica, en verdad soy como la sombra que le pisa los talones; y cuando se da la vuelta porque su desarrollada escopaestecia se lo dice, yo me pongo de inmediato detrás de usted y le sigo a donde va. Debe reconocer que hago un gran esfuerzo en ello, por eso, de vez en cuando vuelvo a la playa en la isla Sandy y me tiro en la arena a esperar que mire con los ojos cerrados mi tierra natal de Quelquepart».
Leí estás líneas un poco antes de sentirme observado, desde todos los rincones... Como había dicho arriba, siento pasión por los escombros y no puede menos que acordarme de la casa de Carlos Argentino, con sus pretensiosos poemas sepultados y en algún lugar un punto que podía ser mirado desde cualquier parte del universo. De pronto me sentí así, como que en verdad ella y su habitación me vigilaban... por un momento tuve cierto terror hacia lo panóptico.
Decifré el significado extraño de la habitación: sus actos eran una escritura cifrada; la razón de la ropa en acomodo imposible era jugar con mi lógica, mostrarme el potencial de los distintos métodos para llegar al mismo sitio. Luego, del escritorio comprendí que lo abandonado allí era una especie de mirada a su alma, cómo había rechazado lo mezquino y valorando el significado extendido de aquello que estaba ausente. El itinerario era una luna de miel y el mapa jugaba con la espectativa, afirmaba tácitamente que todos los espejos se equivocan; las islas señaladas no existían, eran geografías fatamorganas. Comprendí que allí, en cualquier parte, estaba ella.
Para cuando le dije a mis clientes que aquella a quien me habían mandado a buscar estaba siempre trás de mí y que por más que la perseguía no daba con su presencia, me tomaron por charlatán. Cosa predicha al pie de la letra por la enigmática en sus epístolas. No por ello me despidieron, pero hicieron hincapié en que se me había pagado y debía cumplir con mi trabajo. Ella también predijo esto. Entonces me pregunté si no había estado actuando involuntariamente a su conveniencia, si al leer esas páginas mesméricas me sugestionaba para cumplir obedientemente un cometido secreto. Deseché la idea y sólo así pude comprobar que era una suposición acertada. Desde el principio había caído en su conspiración, porque alguien tan lista como ella sabía que enviarían a alguien como yo, había diseñado la forma más eficaz de entretenerme en juegos mentales. Entonces, ¿qué hacer?
La última carta tenía la respuesta: «Detective querido, ¿Beltsasar?, vaya a Quelquepart. Cuando acabe de leer esta línea va a descubrir que se ha enamorado de mí —y fue verdad—. También yo me he enamorado de usted, y pronto comprenderá por qué —la razón es que ella sentía pasión por el potencial del las cosas, su vida era predecir de manera precisa el devenir de una hoja al viento que terminaría seca y quebrada en un charco de lluvia, el mismo que yo pisaría en dos días, después de leer ésta carta; y haría mi acostumbrada reconstrucción de cómo la hoja había terminado allí, cosa que me llevaría a seguirla con la mente por el viento hasta la mirada de ella y comprendería que había allí un amor a medio camino de naufragio y a medio camino de zarpar de nuevo—; ya nos hemos amado, yo desde la anticipación y usted desde la reconstrucción. Nos veremos sólo una vez, el tiempo suficiente para que todo dentro de su existencia se quiebre y sea feliz con tanta destrucción».
La vi, por supuesto, un momento, cuando regresó por su itinerario de viaje a esa habitación, dijo que volvería a Quelquepart y que me amó de una forma total mientras duró su vida. Se fue tal y como vino y yo me quedé con la tristeza, cosa de la que soy capaz de rehacer ese amor intenso y extraño. Pienso que quien está en paz con sus pérdidas no sufre los estragos de la nostalgia.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...