martes, 16 de marzo de 2021

Contra la sensibilidad y otros mitos, un homenaje a Denis Diderot

I. Contra la sensibilidad

¿Cómo se conocieron? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¡Qué os importa! ¿De dónde venían? De un lugar muy cercano. ¿Adónde iban? ¿Acaso tenemos idea de adónde vamos? ¿Qué decían? Sinónimo no decía nada, y Antónimo decía que Diderot decía que la sensibilidad no es una cualidad de los buenos artistas.
Sinónimo: Eres músico, ¿acaso le crees?
Antónimo: Por supuesto, dice bien, aunque parezca un dislate.
Sinónimo: ¿Dónde se atrevió a sostener semejante afirmación?
Antónimo: Compuso un libro completo al respecto, La paradoja del comediante.
Sinónimo: Pues... vaya que sí, resulta paradójico, ¿cómo es posible que los artistas sean insensibles?... no parece tener mucho sentido, hará falta que te expliques.
Antónimo: Preferiría no hacerlo. Mejor lee a Diderot, él dice mejor sus palabras.
Sinónimo: Si las vas repitiendo es porque las hiciste tuyas.
Antónimo: Es posible. Aunque, mejor dicho, las he contrastado con mi realidad. Las digo no por repetir, sino porque son experiencia y para decirme mejor.
Sinónimo: Entonces, cuéntame esa experiencia, tal vez a través de ella podré entender lo que te niegas a dejar en claro.
Antónimo: Está bien, pero te advierto que vamos a pasear por un par de lugares comunes, es importante hacer una topografía del problema: un mapa.
Sinónimo: Si no hay remedio, vamos que la tarde pinta excelente.
Antónimo: Una cosa más, quiero que recuerdes que el mapa no es el territorio.
Sinónimo: Siendo así, el mapa que pretendes componer suena como un instrumento para extraviarse.
Antónimo: Tal vez lo sea en el fondo. Pero vamos, hagamos paisajismo; si encontramos las figuras, el fondo tendrá sentido. En el valle hay un pueblo que quiero que conozcas. Tiene fama de ser cuna de músicos, algunos han llegado a ser conocidos y respetados más allá de las fronteras. Por estas fechas es la fiesta patronal y mientras dura, todos los días salen bandas de alientos a hacer procesiones por las calles; tienen dos iglesias —una grande y otra pequeña— así que las rutas empiezan en una y terminan en la otra; si nos damos prisa, podríamos unirnos a una comitiva.
Sinónimo: Escucho el rumor de la música, en algún lugar toca una banda... toca las canciones más extrañas, sobre semillas de girasol y...
Antónimo: Tendrás tiempo para recordar a Bradbury después. Ya veo como se acercan, y nosotros nos acercamos al sonido. Escucha cómo la música se hace más aguda mientras vamos y viene a nuestro encuentro. Estar en el punto donde se origina toda esa armonía es arduo.
Sinónimo: Ya lo creo, se supone que una orquesta produce algo así como 100 decibelios, que están peligrosamente cerca del umbral del dolor.
Antónimo: Bueno, concretamente, sí. Pero el oído no funciona de esa forma tan sistemática. Cuando se trata de la percepción del sonido, se utilizan otros sistemas métricos: el sonio y el fonio, miden la audición relativa de sonido a partir de las características de los tímpanos. Al oír un ruido de 80 decibelios; la cercanía con el emisor, y tu posición con respecto a él, relativizan la experiencia. Podrías percibirlo como si su intensidad fuese más alta o más baja.
Sinónimo: Palabras, palabras. Mejor dime, ¿no te parece un fabuloso despliegue de musicalidad? Mira lo colorido que resulta todo el conjunto: ¡La banda, el santo, los feligreses...!
Antónimo: Es bonito, sin embargo, no todo eso atañe a la música. 
Sinónimo: Pero, cuánto no hace por ella.
Antónimo: La experiencia será total o no será, en eso tienes razón.
Sinónimo: Nos acercamos a la iglesia, y escucho venir otra banda.
Antónimo: Sí, es la banda huésped.
Sinónimo: Ah, con que ya conoces a los músicos. 
Antónimo: No, no. Sucede que la palabra huésped es una curiosa enantiosemia; significa una cosa y lo contrario: en este caso, huésped también es sinónimo de anfitrión; tú sabes mucho de eso, buscarle paralelos a las cosas, porque no terminas de diferenciarlas. Sólo que me valí de esta pequeña astucia para no equivocarme; aquella banda puede ser la invitada o la local y la palabra huésped no erraría en ningún caso. Tal vez algún día hablemos a detalle de las enantiosemias y de la autocontradicción que es el ser humano.
Sinónimo: ¿Con que me gustan los paralelos, ¡eh!? Pues tomaré esto como un cumplido. Mejor veamos qué pasa con esa otra banda que vino por el otro camino.
Antónimo: Querrás decir: escuchemos. Las dos bandas se encuentran aquí el último día de la fiesta, van a competir por ver quién es la mejor banda y quiénes son los mejores solistas; esto durará toda la jornada, cada hora se van a intercalar.
Sinónimo: Un certamen de música, y ¿cómo van a decidir quién es mejor en algo tan subjetivo? La música está más allá de esos tristes espectáculos deportivos que pretenden medir a los hombres. Ya lo dijo Bela Bartok: las competencias son para los caballos.
Antónimo: Es verdad, la música en sí no puede ser juzgada como mejor o peor, pero en el caso de los músicos, sí que se puede evaluar su desempeño. Las competencias musicales son tan antiguas como la historia de la humanidad; acuérdate del encuentro entre un Egipán y Apolo, donde Midas terminó con orejas de acémila; o de las 49 danaides, que después de ejecutar la matanza ordenada por su padre, fueron prometidas en matrimonio a los ganadores de un concurso de canto que se ofició para tal ocasión.
Sinónimo: Me parece que hay algo de mezquino en las almas que se atreven a juzgar así a la música. Ésta es algo más puro, más trascendental.
Antónimo: Idealizaste tu experiencia de la música. No es algo malo, pero a la larga esas ideas no te permiten percibir el verdadero fenómeno. Eres mi amigo, por eso vas a minimizar mis palabras, pero correré el riesgo.
Sinónimo: Mira, en la banda de la izquierda ha comenzado a tocar un niño, ¡qué magnífico lo hace!; dime, ¿qué instrumento es ese?
Antónimo: Es una tuba sinfónica, no es tan diferente de la tuba corriente. Sólo es una variante en tamaño.
Sinónimo: Un instrumento sinónimo, ¿no es así?
Antónimo: Sí, podríamos decirlo así.
Sinónimo: Parece que es un niño muy dotado para la música, toca con mucha sensibilidad y soltura.
Antónimo: Te engañas y degradas al joven artista.
Sinónimo: ¿Degradarlo?, pero si acabo de encomiar su arte...
Antónimo: Es un juicio liviano. Ese don no es tal cosa, como esa sensibilidad es una treta bien tramada. Su hábil ejecución se la debe solamente a largas horas de estudio y el sentimiento que parece imprimir hasta en los gestos de su rostro fue atemperado cuidadosamente; es muy seguro que su maestro le dijo hasta cómo pararse en cada momento crucial, y si el joven artista es listo, puede que haya logrado poner algo de su cosecha en esas maneras.
Sinónimo: ¿Acaso se puede fingir la nobleza y la sinceridad que transmite la música?
Antónimo: Claro, sería muy ingenuo de tu parte pensar que —parafraseando a Diderot— el actor que llora la muerte de su amada en las tablas está sufriendo verdaderamente. Tanto como una pormenorizada descripción de una tarde de lluvia no es lluvia, aunque te transmita el efecto de que llueve y está por anochecer. Entonces, ¿por qué habría de ser diferente con nuestro joven artista? Lo que hace es producto de un concienzudo estudio —en el mejor de los casos— o  una buena capacidad mnemotécnica —en el peor de ellos—.
Sinónimo: Pero... el sentimiento lírico... lo hace tan natural, tan fácil.
Antónimo: Para eso estudian todos los músicos, para alcanzar esa soltura, la apariencia de ligereza; pero seguramente si sopesas de qué está hecho, tampoco podrás creer que hay tanto esfuerzo y tiempo invertidos en ello. Y sin embargo, así es. Por eso, degradas el esfuerzo del artista cuando le atribuyes su talento a la naturaleza y no a su trabajo. Pero no es tu culpa, sino de la mitificación romántica del arte y el sentimiento. Atrofió la sindéresis en materia de apreciación estética.
Sinónimo: No puede ser totalmente así; para ser músico uno debería tener cierta disposición natural para ella; algo infuso, no sé si por la providencia o por el medio.
Antónimo: ¿Qué podría requerirse para ser competente en la música? Te engañas si crees que hay que ser especial para tocar; como mínimo se necesita tener el cuerpo apto para ejercicios de coordinación, algo de memoria y un oído más o menos despierto. La destreza de las manos se desarrolla, la comprensión sobre el discurso melódico y la estructura armónica también se va adquiriendo y el oído se afina. Dime, ¿quién no es potencialmente un músico?
Sinónimo: Es posible, pero... el medio hace mucho, ese niño que toca tan bien tiene buena escuela y una larga tradición respaldándolo.
Antónimo: Nadie niega que el medio contribuye y debes saber que también puede entorpecer, pero a menos que en verdad sea muy adverso, casi cualquier medio es tierra fértil para la formación de un músico; yo mismo no provengo de una familia con tradición musical, y sin embargo, de esto hago mi vida. Si fuese cuestión de contexto, la música sería un ámbito muy cerrado, algo casi heredado; en realidad no es más que de voluntad.
Sinónimo: Percibo que tratas de decir que cualquiera puede hacerlo. Tal vez el que degrada el arte del muchacho eres tú. Reconoce que sí hay cierta inteligencia especial que lo destaca por sobre otros músicos de su edad.
Antónimo: Adoleces de la necesidad de ensalzar lo que tú no puedes hacer. Piensa, genios y talentos musicales en verdad que existen, pero, ¿qué son realmente?, ¿en qué consiste tener genio o talento para la música? Nuestro joven artista está tocando una pieza complicada en cuanto a técnica, pero aún más en cuanto a teoría. La verdadera disposición para la música no es la que te permite digitar con soltura una sucesión compleja de notas, eso no es más que pura habilidad manual; hace falta comprender qué es lo que se está tocando, y pese a que el muchacho interpreta muy bien, dudo que sepa realmente lo que hace. Imagina que te doy el Arte poética de Horacio en su lengua original, por supuesto que podrías leerla sin mucho problema, ¿no es así?, pero pregúntate si serías capaz de comprenderla, capaz de desentrañar su significado; si bien reconoces el alfabeto latino, otra cosa diferente es saber latín. Así sucede con aquel músico —que sería mejor decir que está en ciernes—, al enseñarle a tocar eso tan complejo, lo más seguro es que lo memorizó arduamente; aprendió párrafo por párrafo de la virtual obra de Horacio, y está aquí, repitiéndola palabra por palabra, en el momento exacto en que debe decirlas, con el temperamento que le indicaron que es el adecuado. El talento ni el genio musical no son, como se piensa, una equívoca mímica o la reproducción exacta de un discurso, si a esas vamos y así fuesen las cosas, cualquiera sería músico....
Sinónimo: No te comprendo. Dices que cualquiera puede ser músico y luego desdeñas esa potencialidad.
Antónimo: Me atrapaste; debo corregirme. Cualquiera puede tocar, mejor dicho. Pero para ser músico, hace falta saber y no sólo hacer. Mira, es verdad que no me impresiona que nuestro joven tubista toque con fluidez una pieza complicada; sé lo que subyace en su interpretación, y lastimosamente para tu alma romántica —y el de cualquiera—, no hay más que un muchacho repitiendo la lección largamente aprendida. Entre eso y un reproductor de música o una computadora no hay diferencia, eso no es tan artístico en realidad; y aún, en materia de ejecución, los aparatos tecnológicos podrían ser más pulcros y exactos en su ejecución que un ser humano.
Sinónimo: Sin embargo, la imperfección del muchacho le da vida a la música. Compararlo con una máquina no es más que frivolidad.
Antónimo: Una vez más pierdes perspectiva. Puedes hacer que el aparato falle adrede para darle la sensación de humanidad vitalidad a la música; de eso se trata el arte, de la conciencia que ordena y manipula la naturaleza para lograr un efecto específico. He ahí también la diferencia determinante entre un humano y una máquina: que aquello que en el primero es un error, en la segunda es una intención. Si nuestro tubista se equivoca o se adelanta en el tiempo, si omite una nota, si baja la intensidad, todo eso será producto del descuido, nunca tendrá un propósito artístico de por medio.
Sinónimo: Duele pensar que el arte puede ser reducido a ese nivel de control tan metódico.
Antónimo: No habría por qué lamentarse, la belleza del arte es apreciable gracias a la capacidad empática e intelectual que tenemos. Sucede que el grueso del público se limita solamente a apreciar desde la empatía, pero esto no lo es todo; pierden mucha sustancia por limitarse en la recepción de la superficie. La música no es bella sólo por los sonidos y sus efectivas combinaciones, sino por la sensual y compleja arquitectura acústica que sugiere; pero para percibir esta parte sutil se necesita escuchar, además de con los oídos, con la mente.
Sinónimo: Concedo que más comprensión sobre el fenómeno de la música aumentaría el placer estético que uno obtiene de ella. Ahora dime, ¿cómo se reconoce la real disposición para la música, en qué consiste si tocar parece que no es más que una cuestión motriz?
Antónimo: Ah, ser músico y no tañedor; la diferencia... bien, pues tiene que ver con el control que uno tiene sobre lo que hace; en el caso del tubista, pasa que la música lo controla a él. Se ciñe con rigor a la partitura, eso por supuesto está bien por sobre todas las cosas; pero hay algo que no se puede cifrar en el papel, se trata del carácter de la obra: la partitura no es la música, sino una sugerencia de ella. Se requiere de mucho estudio mental para aprender a interpretar estos símbolos velados, y en el fondo es más bien un fenómeno de colaboración entre el intérprete y el compositor: el buen músico se aproxima a una ejecución ideal de la obra; mientras que el tañedor se conforma con una pálida traducción de signos musicales a movimientos musculares que producen un encadenamiento de sonidos con más o menos coherencia.
Sinónimo: ¡Y así reconoces que hay una dimensión de sensibilidad para ejercer la música!
Antónimo: Por supuesto que no. Al hablar de colaboración y la búsqueda del ideal, no quiero dar a entender que esto se hace con el corazón, ni alguna otra cursilería así. Pregúntate: ¿por qué subieron a ese niño a tocar y no a cualquier otro? Y antes de que digas lo primero que se te ocurra, no tiene nada que ver con su  s e n s i b i l i d a d. Todo lo contrario, lo eligieron porque de entre todos era la apuesta segura, un joven que no se iba a dejar intimidar por el público o la emoción del momento. Lo que hace es más con su cabeza que con sus manos. No lo digo yo, sino Diderot; pero lo respaldo: el hombre sensible se destempla de inmediato cuando se deja domeñar por sus emociones, ¿cómo podría ofrecer un buen espectáculo si de buenas a primeras se queda sin aire por la excitación del momento o si el pánico le paraliza los dedos?
Sinónimo: Es así que su diálogo con la obra precisa de comprensión... 
Antónimo: Y lo que le falta... La música es muy abstracta, muy extraña: como las matemáticas es pura imaginación pero además con intensiones emotivas; es una grandiosa paradoja: una ciencia de la felicidad y la tristeza. Tiene un fundamento de lógica demoledora y todo con vistas a conmover la parte más ilógica del hombre: su alma.

II. Contra las ramas y los tocones y el tiempo rítmico o en favor del Aire
En música, todo es melodía
Richard Wagner

Sinónimo y Antónimo discutían en los términos anteriores sobre el problema de la apreciación musical, y yo, su autor los escuchaba con atención. Me molestaba la ingenuidad de Sinónimo, que suele pensar que todo se parece y no abunda en matices y al mismo tiempo me fastidiaba la altanería de Antónimo, que siempre está presto a llevar la contra y buscar el diablo en los detalles. 
Me dije que había sido una idea poco afortunada acompañar a un loco discreto de un cuerdo simple; luego me causó gracia el hecho de haber caído en la dupla más trillada y arquetípica de la cultura.
Así estaba yo, ensimismado y haciendo una lista mental de duos desafortunados, cuando Sinónimo me interpeló con éstas o semejantes palabras:
—Vuestra merced, le ruego que me escuche. ¿Podría explicar a este pianista recalcitrante que el origen de la música debió ser de una intensión percutiva?
A lo que Antónimo repuso entre dientes:
—Vaya tonto, seguro que si él hubiese inventado la música, seguiríamos golpeando sinuosas ramas contra cualquier superficie como salvajes.
Me quedé de una pieza, al igual que el sencillo Sinónimo, yo consideraba que la música debió haber tenido su origen en la vulgar acción de golpear algún objeto. Entre tanto, Antónimo insistió:
—¡Nada más lejos de la realidad! No haga juicios empíricos tan a la ligera; el origen de la música es posterior a esos arrebatos percutivos que pudieron haber tenido nuestros antepasados.
—Difiero, señor. Puede que usted me considere no más que un chiste o un mediocre lego, pero hasta yo puedo ver que el ritmo es la raíz primordial de la que creció el arte de la música.
Sinónimo me miró con insistencia, como esperando que yo lo secundara y así, fuésemos mayoría contra la opinión de Antónimo, pero me quedé dubitando; jamás había pensado seriamente en el origen de la música y más bien lo había dado por sentado, pero ahora que la cuestión estaba en pie de discusión, me parecía peligroso afirmar o negar nada. Así que le pedí a Sinónimo que argumentara su postura, éste pareció indignarse, pero no lucía dispuesto a ceder tan fácilmente.
—Como bien saben, la vida humana se rigió siempre por ritmos: el día y la noche, las estaciones, el fluir de los rios y la constancia de las piedras inmóviles como testigos mudos del paso del tiempo: formas exteriores del ritmo. Por otro lado, el corazón, el andar, la mecánica del cuerpo que se funda en la tensión y la distensión, sístole y diástole, formas internas del ritmo. Los vestigios de las antiguas civilizaciones revelan que los hombres sometían sus vidas al cambio rítmico que los rodeaba, prueba de ello son los adelantados progresos en materia de predicción de fenómenos astronómicos. ¿Cómo la música no iba a tener una ascendencia de este carácter, en la conciencia del hombre sobre el ritmo? Es perfectamente inferible que como al pie izquierdo le sucede el derecho en el andar, los hombres tratarían de emular el paso del tiempo de alguna forma, entonces la respuesta debió haber sido: ¡percutir! Una imitación reducida del movimiento del tiempo. Alguno golpeó de pronto con una vara contra un árbol caído y seco, hueco por lo demás, y debió haber escuchado el retumbar prodigioso que lo remitía a la vaga conciencia de su propio corazón. Cuando la Tierra era niña y estaba todo por ser descubierto, este primer músico ignoraba que estaba fundando el destino sonoro de la humanidad. Con la reiteración del golpe no hizo más que confirmar el presentimiento de que estaba haciendo algo trascendental. Me lo imagino semidesnudo y feral, con sus toscas manos sosteniendo una enhiesta vara de algún árbol que quizá ya se extinguió; entregado a la pasión salvaje, primitiva y animal de golpear un tocón agostado para escuchar el prodigioso sonido —hermano menor del rugido del relámpago—, a veces constante, ahora suave, y luego en otro punto donde compara la sutil diferencia entre graves y agudos, sin dejar de maravillarse, todo su glorioso acto: alimento para las perplejidades.
El afectado discurso de Sinónimo no carecía de cierta razón y encanto; me pareció plausible pensar que en efecto, el origen de la música había sido aquel, tan precario en acciones, pero rico en significados y potencia. En ese momento, Antónimo se echó a reír, al tiempo que el rostro de Sinónimo se puso rojo de rabia. Mas, como caballero que era, volvió la cabeza en otra dirección para disimular su indignación. En ánimo de mediar la situación, me dirigí a Antónimo y le pedí que explicara el motivo de su grosera risotada.
—Es que en verdad que me estaba imaginando a una horda de aborígenes furiosos apaleando sin tregua árboles caídos, provocando una cacofonía... y al escuchar el ceremonioso discurso de mi amigo, no pude evitar hacer la ridícula yuxtaposición entre una cosa y la otra; en verdad creí que estaba contando una historia tonta para propiciar la risa. ¿Acaso no se dan cuenta del dislate en esa especulación?
Sinónimo, descorazonado, fingió frialdad y preguntó que, entonces, cuál podía ser el orígen de la música, a lo que Antónimo respondió:
—La música no es una cuestión de mecánica, o al menos no en su totalidad. El origen de la música no pudo haber sido tan puro; algunas cosas hace falta que sean destiladas antes de que alcancen su forma más acabada, y pensar que de golpeteos sin sentido se llegó eventualmente a la forma sonata —cumbre intelectual y estética de la música—, es en verdad ser muy cándido. Como deben saber, mis amigos, la música se conforma de tres elementos y si bien el primero de ellos es el Ritmo, no creo que su configuración haya sido en realidad el factor determinante y raíz del que la música derivó; el ritmo no tuvo mucha preeminencia en la música sino hasta el período Barroco, aproximadamente entre el 1500 y el 1650, en Europa. Antes de eso imperó otro de los elementos de la música, que históricamente se considera el segundo, pero que a mi ver, es el primero: la Melodía. Me explico: como ya he dicho en otras ocasiones y parafraseando a Marcel Duchamp (que parafrasea a Leonardo da Vinci) la música es cosa mentale, antes que cosa fatta: se piensa y luego se hace. En la cronología propuesta por mi amigo Sinónimo, la música se habría hecho primero y luego —quién sabe en qué momento— se habría pensado. Esos originales arrebatos percutivos habrían sido en realidad algo más simple: golpes, sin ninguna intensión estética o moral, sencillos rudimentos de gente activa pero no reflexiva. No podemos aceptar que de esas acciones inconexas y sin propósito haya derivado la música, es imposible, por más que la navaja de Ockham elija la explicación más sencilla para un fenómeno. En cualquier caso, pensar que de la percusión se pudiera propiciar la conformación de la música, sería elegir el resultado más complejo e improbable; es más fácil que los golpeteos hubiesen excitado su tendencia a la violencia —tan bien desarrollada en los salvajes— y que eso los llevara a molerse entre ellos; o, mejor aún, que dado que no había pensamiento tras la acción, eso no hubiese conducido a nada. Con ésto no quiero decir que el origen de la música fue puramente mental; si los creadores de ésta se hubiesen limitado a pensarla, sin llevar algo a la acción, entonces tampoco hubiesen llegado a nada; finalmente, estos gestos extremos se parecen por su esterilidad. Por eso la música comenzó con la Melodía, en ésta es donde se cruzan la justa medida entre pensamiento y acción —y por si se lo preguntaban, el tercer elemento de la música es la Armonía, la porción más intelectual que tiene—; de este modo, para hablar del origen de la música, hay que hablar del origen de la Melodía.
La proposición de Antónimo me pareció más atinada, era verdad que reducir a golpes el primer movimiento de todo no parecía concordar con el fenómeno musical, tan sofisticado y rico en complejidad; de reojo miré a Sinónimo que había mudado de expresión en su semblante, ahora parecía inquieto e inquisitivo, como a mí, la exegesis de Antónimo le había hecho cuestionar los juicios livianos que se había formado sobre el origen de la música. Entonces Sinónimo tomó la palabra:
—Dices que la música tiene tres elementos: Ritmo, Melodía y Armonía y que éstos se corresponden a su dimensión mecánica y su dimensión mental conforme van desde lo puramente rítmico hasta lo netamente armónico; luego descartas la teoría mecánica del orígen de la música. Pero me parece que el ritmo no queda descartado en sí, sino que en el orden e importancia de los acontecimientos, el ritmo tiene un papel de instigador, aunque sea tenuemente.
—Pretendes salirte por la tangente, esto no es cosa de vasos medio llenos o medio vacíos. Déjame contarte el origen de la Melodía para que puedas llegar a comprender el por qué es el principio. Para empezar debemos saber que la Melodía es la identidad de la música, la porción más reconocible de ésta. Cuando tarareas una canción, lo que haces es reducirla hasta su forma mínima de significado: «la tonadita», como suelen llamarla. Al quedar en medio de lo mecánico y lo mental, es pertinente pensar que su conformación fue decisiva para llevar el ritmo al orden y progresar hacia la cumbre de la armonía. Yo creo que la música no es algo que el hombre encontró en la naturaleza, no hay melodías, por ejemplo, en el canto de las aves o en el viento sobre los carrizos, en la campiña; por más que el espíritu bucólico de los poetas se empeñe en decirlo; tampoco hay intervención celestial ni música de las esferas, que desde Pitágoras hasta la edad media era el modo de ordenar el sentido de la música desde la sucesión y distancia entre los planetas del sistema solar. Son abstracciones que deforman el fenómeno musical y pretenden darle un origen natural o uno divino, encubriendo el hecho en sí de que no fue más que un poco de pensamiento y un poco de acción, origen austero pero noble de todas formas. Quizá el trino de las aves o el viento en los carrizos despertaron la curiosidad del hombre, y lo impulsaron a la tentativa de reproducir tales sonidos, el medio inmediato que encontró para dicho propósito fue su voz, la música, si broto de algún sitio, fue del hombre mismo. Tal vez con la idea de producir un efecto sonoro diferente y extendido, manipuló los carrizales con su aliento; pero todo esto lo hizo posterior a un pensamiento, a la intensión de hacerse sonar. Su capacidad de transformar la materia le debió permitir desarrollar, entre ensayos y errores, formas para mejorar el primer sonido que logró gracias al aire, al viento, al aliento y la voz; aquí está el primer cimiento para la Melodía, pero esto no es propiamente música —como mucho menos lo es una alocada percusión de vara contra tronco—, es apenas sonido. Al haber domesticado un primer sonido, puro y ajeno a la naturaleza del viento o los animales, un sonido del que tenía control, su oído se aguzó; distinguió que podía emitir sonidos diferentes unos de otros. Claro que esto no sucedió de la noche a la mañana, pasó mucho tiempo antes de que las técnicas para construir instrumentos elementales se sofisticaran, para poder imitar determinados sonidos con la voz y para que el oído más sensible se especializara. Pero sucedió, como bien sabemos. El caso es que la observación del fenómeno del tiempo y los ritmos no tuvieron injerencia más que tardía en esta historia, porque al principio, en la música sencilla que se hizo, no importaban las duraciones, importaban solamente los sonidos claros y diferenciados, que sonaran uno tras otro sin la intención de que el arreglo siguiera un ritmo, que lo tenía, por supuesto, pero de manera soslayada. De este modo, pienso que el primer instrumento de la humanidad fue un aerófono: su propia voz, luego tal vez las flautas, extensiones del aliento. Es más propicio pensar que ésta es la ascendencia de la música, puesto que se funda en los dos motores que han propiciado toda la evolución de la civilización humana: pensamiento y acción.
Hube de reconocer la contundencia del razonamiento de Antónimo, me hizo recordar un par de referencias antiguas al origen de la música. Entre los chinos se cuenta que el emperador Huang-di, le encomendó al filósofo Ling-Lun encontrar un sonido auténtico, éste al observar la interacción entre el viento y el bambú, notó que producían un silbido; cortó una fracción de bambú que talló para crear lo nunca antes visto, una flauta; repitió lo mismo con más trozos de bambú hasta conseguir 5, cuyos sonidos base constituyen la famosa escala pentatónica, tan característica de la música asiática. En esta historia están presentes los elementos que Antónimo señaló como constantes para el origen de la música: pensamiento y acción que conducen a la idea de la Melodía. Aunque ésta es más bien la versión racionalista del mito, porque en la original, Ling-Lun recibe las flautas de un ave fénix. También, en el libro del Génesis, versículo IV:21, se nos habla sobre el octavo hijo de Caín, Juval (o Jubal... o Yu-b/v-al); padre de todos los que tocan arpa y flauta. Para la tradición cristiana, Juval habría puesto la música en el ámbito humano, pues su invención real es atribuída a Dios, es importante ver que entre los instrumentos aludidos no hay uno sólo de percusión, nada más instrumentos que conjugan de nuevo las constantes de Antónimo: pensamiento y acción. Estaba pensando en aprovechar el silencio que se había hecho para irme, pero Sinónimo habló por fin:
—¡Aire!, ¡Melodía!, ¿es que la música también respira? Me queda claro que el ritmo, latido de su corazón estaba presente en su creación, pero sin percepción, sin embargo, jamás había llegado a pensar en que la música pudiese respirar.
—Es una forma de pensarlo... sí
—¿Entonces el sentido del tiempo es posterior?
—En efecto, la música no tenía sentido del tiempo en el principio, su preocupación era puramente sonora; no fue sino hasta la invención del lenguaje de escritura mensural (el cual permite medir el tiempo que duran los sonidos, y tan efectivo es, que aún hoy lo seguimos utilizando) que el tiempo comenzó a cobrar relevancia. De hecho, si escuchamos la música eclesiástica del medievo, podremos ver que sus cualidades son eminentemente vocales y sin medida de tiempo. Como dije, fue merced al lenguaje postulado por la escuela del Ars Nova, que se tuvo mayor control sobre los sonidos, lo que por supuesto derivó en que los instrumentos fuesen explotados de formas más complejas; finalmente, es otro ejemplo de como el pensamiento precede a la acción.
—¡Ah!, amigo Autor, ¿no se siente tan impresionado como yo?
—No, mi deber es juzgar imparcialmente.
—Pero, acaso es que ¿no lo convence la idea de Antónimo?
—Reconozco como se ciñe de forma justa a la realidad, pero estoy seguro que hay algo que no termina de cuadrar.
—Es verdad. Mis amigos, todo esto no es más que una teoría. El agua y la tierra han borrado la memoria y el fuego y el aire la han destruido, de todo cuanto sucedió aquí abajo, sólo nos queda lo escrito allá arriba, pero ¿quién entiende la caligrafía sinuosa y ambigua del destino? No podemos sino imaginar, imaginar que las cosas tienen un principio, un orden, una razón de ser, aunque no lo tengan, vale la pena entretenerse con bagatelas.
Al ver la nueva expresión de perplejidad de Sinónimo comprendí que su mente había alcanzado por fin la verdad, que no sabemos la verdad y que del nacimiento de la música no hay sino mitos.

III. Contra los espectadores: una disquisición sobre la comunicación o Soliloquio de Antónimo

El espectáculo musical continuó indiferente de las conversaciones que habían sostenido Sinónimo y Antónimo; el uno estaba entregándose cada vez más al sentimiento exterior de dejarse envolver por la música, mientras que el otro se fue ensimismando como si huyera de las sonoridades que lo cercaban, siempre en dirección al centro de sí mismo. Antónimo comenzó a imaginar que era un saguntino y que la música adquiría la faz de Aníbal, estaba sitiado. Le causó gracia pensar en que, habitante de sí mismo, sólo podría practicar una autofagia espiritual para sobrevivir hasta que cesara el acoso sonoro. De este modo, caminó por las calles vacías de su Sagunto mental, esperando el momento en que la música inundara la ciudad y él sucumbiera a ella; sus pensamientos se hilaron irremediablemente:
«No puedo soportar la música cuando es tan estridente, en realidad eso ya ni siquiera es música; más bien, es como una catarata: aunque el agua (sonido) que lleva cae ordenadamente, también lo hace prodiga de ruido. En verdad que de ello no se puede obtener mucho placer estético. Eppur si (sembra che) muove —Y sin embargo (parece que) se mueve—, quiero decir, parece que el público disfruta... Pero, ¿será que es así? Lo dudo. Para empezar, porque el público es el último eslabón en la comunicación del fenómeno musical. Todo comienza con el compositor, quien concibe un mensaje, éste es puesto en términos aproximados sobre el papel; luego el intérprete traduce los signos en sonidos, pero, a veces el mensaje original se ve deformado o no es captado con precisión por el intérprete,  pero esto no suele ser nada especialmente grave; reproducido el mensaje, llega al receptor final y el más importante, el público... lo idóneo, lo óptimo, es que cada individuo —que en suma forma aquel ser extraño y algo indefinible que es un público— pueda interpretar el mensaje, desentrañar el sentido que el compositor trató de colocar en su obra, esto se lograría gracias a que los tres participantes conocen una clave; un lenguaje común, que les permite descifrar y articular los significados transmitidos en la música. La realidad es que, suponiendo que entre el compositor y el intérprete haya una buena comunicación —circunstancia que se da mejor cuando estos dos son uno sólo, el mismo—, el público suele ser el menos enterado de las implicaciones que hay en la música que le es transmitida. Oye la música como un visitante oye otra lengua en un país extranjero; puede que le produzca curiosidad o hasta perplejidad, y si no fuera por los gestos de su interlocutor, con el rostro que se armoniza con los discursos, ¿qué podría saber de todo cuanto le dicen?».
«Desde que la música se democratizó, y los conciertos permitieron que públicos más grandes pudieran asistir a oír música, se fue diluyendo el acceso al lenguaje musical, quedando limitado casi exclusivamente a los músicos. Craso error».
«¿Cómo puede disfrutar el público de algo que rara vez suele entender? Bueno, es que ese es el caso, no disfruta de la música, sólo la recibe pasivamente, cree disfrutarla porque se compromete con ella en un nivel emotivo, que si bien es parte del la apreciación, no lo es todo».
«El hombre se compone de una parte primitiva e instintiva, una emotiva y una intelectual y la música tiene la capacidad de estimular cada estrato, cuando Camille Saint-Saëns dice que la música “es algo que atraviesa el oído como una puerta, la mente como un vestíbulo y continúa más lejos”, quiere expresar la amplitud del arte sonoro que se ocupa de satisfacer al oído, a la mente y al espíritu».
«En fin que la escucha debe ser Sensual, Estética y Emotiva; no aprovechar todas estas dimensiones es un desperdicio. Me explico: es indudable que los primeros dos eslabones del canal de comunicación musical pueden atender y entender —como diría Amadeo Roldán, el gran compositor cubano— los mensajes sonoros; pueden sentirse conmovidos por un acorde o una melodía, como cualquier otra persona o, pueden sentir el deseo de seguir el ritmo de un tambor; pero además, pueden notar el tratamiento que se les da a esos elementos; pueden escuchar con claridad cuando las ideas musicales se relacionan o se contraponen, cuando los temas se repiten o varían, cómo los timbres se yuxtaponen con la intensión de suscitar un efecto específico; el juego musical, de dónde viene cada sección de la obra, hacia adónde se dirige; en suma, su experiencia es más rica, más amplia, aérea y significativa. Esto no es nada desdeñable, sobre todo pensando en la situación de la música, que es un arte que sucede, de tiempo momentáneo; no podemos sino tener una percepción dosificada de ella, escuchamos algo diferente cada instante y así como suena, la música se pierde para siempre. Sólo los datos de la memoria inmediata de lo que acaba de sonar y la expectativa de lo que va a sonar, le dan sentido a algo inaprehensible; el conocimiento sobre el lenguaje y la estructura de la música aumenta nuestra percepción de estos tres momentos: aquello que sonó, aquello que suena y aquello que sonará; también de sus intensiones, ya sean emotivas, sensuales o intelectuales. Decía, compositor-intérprete pueden orientarse en el espacio sonoro —vaya oxímoron—, pero el público no suele tener estas herramientas, está varado en el mar de música, a su merced».
«Nadie diría que esto es malo, y se puede apelar a que el sentimiento es suficiente para apreciar la música. Uno goza con esa bella parte del alma que no comprende, como diría Paul Valéry, pero siendo sensatos, no basta. No puede bastar, nunca bastaría. Por muchas razones; empezando porque el lenguaje musical progresa, se sofistica y permite expresar ideas cada vez más complejas, cada vez más íntimas y ricas; los compositores entraman más y más el arte musical, y no es que traten de hacerlo inescuchable, sino que el público se queda rezagado, y la nueva música no es bien recibida, porque en el fondo, la realidad no es que muchas veces sea demasiado innovadora o demasiado extraña, sino que más bien, el público no puede atender algo que no entiende; no sólo esto, sino que aquello: otras músicas se quedan marginadas, porque no se corresponden a los modelos sencillos y reconocibles para el público, el gusto musical se lleva a territorios planos que terminan por volverse la norma, y así también la música del pasado, la música de otras culturas es excluida».
«El público se torna en tirano pues decide qué expresiones musicales prevalecen y cuáles permanecen en la sombra; la distancia entre público y compositor-intérprete se acrecienta, de modo que se da el fenómeno de música para músicos, un arte hiperespecializado que a su vez margina al público lego; sólo consecuencias nefastas, porque la música se escinde entre popular y elitista; como vemos, la música no es un lenguaje tan universal como se nos pinta...».
«Ahora bien, no podemos frenar el progreso de las artes, si el lenguaje musical se hace más complejo es sólo porque los compositores-interpretes aspiran a expresar emociones e ideas más íntimas, más personales, y no es que con esto deseen excluir al público, sino que es un efecto colateral de que el público no logre ponerse al día con los requerimientos técnicos y estéticos que las expresiones de este tipo precisan».
«La verdad es que la situación del público es más precaria de lo que parece. Sólo es capaz de atender la música, aún la más sencilla y rara vez entiende. Como dije, recibe pasivamente un mensaje que lo deja impávido; muchos confunden esta emoción que la música les produce con deguste, y es que sí, en parte, contemplar un espectáculo extraño nos estimula, pero sólo de modo superficial, a veces casi morboso. El público no está dotado con ninguna herramienta que lo oriente, suele asirse de los elementos que reconoce pero que las más de las veces son ajenos a la música; a la gente le gustan las letras de las canciones, pero éstas no son la música y más bien, de no ser porque están puestas azarosamente a los sonidos, nada tienen que ver con ellos; también gustan de los bailes y los espectáculos de luces, de atuendos extravagantes, de esforzadas actuaciones teatrales por parte de los intérpretes, de mímicas afectadas que se correspondan con la vaga noción de felicidad y tristeza que se le da a la música; pero una vez más, nada de esto es la música. Todo lo ajeno a lo puramente sonoro son elementos extramusicales, cosas que estimulan la vista, el tacto o el olfato, cosas que apelan a lo que conocemos, como las palabras que usamos en el día a día. El público rara vez sabe por qué la música que oye le gusta, ignora la razón exacta de por qué esta canción, o aquel género, o tal instrumento le disgusta, y si intenta explicarse, apela de nuevo a cosas que son ajenas al problema en sí».
«El público no ama la música, porque no llega a comprenderla, y el amor nace de la comprensión; uno no ama lo que no entiende y lo que no conoce. No es tan difícil en realidad, llegar a conocer la forma en la que la música está hecha, basta de curiosidad, la chispa que incita a la mente a participar del problema que es la música. Se puede vivir en el éxtasis de la incomprensión, amar la flor aunque ignoremos el secreto de su crecimiento, el misterio de sus colores y el enigma de su aroma; pero la flor con su belleza natural no aspira a transmitirnos nada, nos deja a la libre asociación el sentido o significado que deseemos darle, por otro lado, la música sí fue hecha con una intensión, es producto de una mente, de un ser con el deseo de comunicarse; y aunque nacemos con la capacidad de percibir, de oír, a escuchar y entender se aprende».
«En otras palabras, es comprensible que no sepamos escuchar, lo que no tiene apología es que no queramos aprender a hacerlo si nuestros órganos están aptos para ello, si nuestra mente tiene la potencia de discernir, no hay excusa para no querer comprometernos con el mensaje que alberga cada canción, cada pieza, cada obra».
«Se me ocurre que usé de forma irreflexiva la palabra Público, cuando todo este tiempo debí decir Espectador. La diferencia estriba en que el primero contempla y el segundo presencia; contemplar no es nada más recibir sin discreción la música, sino que uno entra en un diálogo personal con ella, va buscando sus sentidos, su propuesta; mientras que presenciar es limitarse a recibir sin tamizar, sin dialogar con la obra, ser un testigo caprichoso de la música».
«Los espectadores forman grandes masas que se corresponden con los artistas que escuchan; ambos carecen de personalidad. La música que reciben es de carácter general, porque está hecha en términos aplicables a todos, una especie de panacea para el gusto musical sin criterio. El retroalimento de este esquema es nocivo para la música, pues estas masas obligan al arte a anquilosarse; perpetúan fórmulas ripias y degradan a los espectadores, además de que favorecen una industria basada en elementos extramusicales: atractivo físico de los artistas, letras vacías en las canciones, primicia de todo lo visual por sobre lo sonoro».
«El público real tendrá tanta personalidad como los artistas que sigue: todos serán una suma de individualidades que crean un cuadro diverso, aunque afín. El público real se compromete con la obra y no con el creador de ésta».
«Estamos incomunicados, todo nos separa; nuestras convicciones, filias y fobias. A menudo defendemos aquella música hecha para masas porque nos permite formar parte de algo, adherir nuestra identidad a una mayor, a la de los espectadores; pertenecer, queremos pertenecer, pero la aspiración debería ser pertenecer para darle sentido al todo, no sólo estar allí, invisible para el resto, para nosotros mismos, para los artistas que encumbramos. Ya lo había vislumbrado Kierkegaard en sus Pensamientos sobre la época actual, cuando dice que “el hombre, que no tiene una opinión acerca de un suceso en el momento presente, acepta la opinión de las mayorías —o de las minorías, en caso de ser quisquilloso—. Pero debe tenerse en cuenta que tanto las mayorías como las minorías se componen de gente verdadera, de ahí que el individuo se vea apoyado al adherirse a ellas. El público (los espectadores, mejor dicho), por el contrario, es una abstracción... Un público no puede ser una nación, una generación o una comunidad, ni tampoco estos hombres en particular, ya que todos ellos sólo son lo que son a través de lo concreto; ningún individuo que pertenezca al público llega a comprometerse de verdad [...]. Compuesto por tales individuos, de individuos en los momentos en que no son nada, un público es como un algo gigantesco, un vacío abstracto y desierto que es todo y nada.”, quiere decir que los espectadores, suma de incomprensión, son un ser que multiplica geométricamente su incomprensión; que la fuerza de arrastre de un grupo, grande o pequeño, pude comprometer la capacidad de apreciación de los individuos, puede hasta condicionarla, y lo hace, pero debemos correr el riesgo, el riesgo de comprender, de descifrar el mensaje, no sólo quedarnos con la botella que el mar arrojó a la playa y adorarla como reliquia, sino que, en verdad, extraer el papel de su interior, hacer el esfuerzo por descifrar su contenido, las palabras».
«Cuando le dije a Sinónimo que también disfrutaba del espectáculo que era toda la música junto con la fiesta, me doy cuenta que puedo ocuparme solamente de la fiesta, la música es para mí otra cosa, y como tal, hasta el tiempo para oírla debe ser una elección y no sólo la imposición del momento, trato de ser público, aunque a veces eso implique no querer escuchar».
Así, Antónimo caminó y caminó sin ir a ningún lugar, hasta que una pieza conocida para él sonó con justeza y decidió enfrentarse a Aníbal, aunque sabía que perdería.

IV.

A

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7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...