lunes, 23 de noviembre de 2020

Amor & anomalía

Las obsesiones no se las quita uno fácilmente, nunca menguan del todo. Puede que se debiliten, pero permanecen en la sombra, esperando maliciosamente a dar un salto de improvisto y trocar la escena. Hablo de ésto porque mi narración parte de una obsesión (herida y latente): escribir una novela, pretenciosa como todas las novelas. Dicho esto, léase pas de pruderie.

Los padres deben amar a sus hijos, deben, enseñarles a amar y deben, finalmente, hacerse amar por ellos. Tal podría decirse que es el triunfo de la paternidad, lograr esa comunión de amores recíprocos. 
El libro de la paternidad

—No hay bien que por mal no venga —dijo por fin Vladimir para romper nuestro sopor. Su frase retruecada fue cayendo redonda en mis oídos, y de tan vacío que estoy, su eco esférico aún continúa sonando en mí.
—Con semejante neblina podríamos decir que lo bueno es malo y viceversa; o que el mal tiene su lado bueno; y así, sucesivamente, seguiríamos desatinando... —traté de agregar con sarcasmo, pero Vladimir pareció desoír la mitad de mis palabras.
—Ah... Neblina y miopía, ¿no crees? A veces la apariencia del mal benéfico se debe a lo externo, que no nos deja ver y a veces a lo interno, nosotros que no podemos ver bien... al mal —agregó con una sonrisa burlona. Temí, entonces, que nuestra conversación derivara en una encrucijada filosófica insoluble: que si el hombre es malo o bueno a priori.
—No son más que abstracciones y juegos de palabras; la verdad desnuda aborrece esos devaneos que permiten atenuar nuestras faltas y mentir usando falsas certezas.
—Sí, es posible. —concluía Vladimir, al tiempo que deslizaban una nota debajo de la puerta; ahora teníamos trabajo que hacer.
Tomé el papel y lo miré un momento: estaba nerviosamente caligrafiado, palabras recargadas y escritas con fuerza se sucedían con otras más tenues y titubeantes, intuí que la nota se había escrito al borde del desfallecimiento. Contento con ello, largué el brazo y se la entregué a Vladimir. La leyó nitidamente en voz alta, despojando de su inquietud al mensaje:
—«Señores Burke & Hare, un amigo me ha hablado de sus servicios y preciso disponer de ellos. Quiero evitar las penas del infierno terrenal aunque me condene a uno post mortem... Me han dicho que pueden cumplir los sueños de un hombre que quiere salir de sí y yo necesito huir, despojarme de mi piel. Sé del precio que esto supone, y estoy dispuesto a solventarlo sin falta. Sin más, permanezco atento a sus instrucciones».
Debí saberlo en ese momento... nadie que hable de infiernos debe ser escuchado. Quienes lo hacen creen en el peor de todos los males posibles y hasta imposibles. Debí saber que estaba por vender mi alma y la de mi compañero. Pero no pude darme cuenta.
Vladimir miró el reverso de la nota con la información de nuestro cliente y se dispuso a iniciar el proceso.
Habló con él lo suficiente como para saber qué es lo que quería pero, no tanto como para saber en qué nos estábamos metiendo; no solemos inmiscuirnos en las razones de nuestros clientes para dejar de ser quienes son. A menudo nos enteramos porque las circunstancias van hablando, revelando lo que pasa, pero de otro modo, no saber es una forma de no lamentarnos por las consecuencias y los efectos secundarios.
Aparentemente era otro viejo lujurioso, enamorado de alguna mujer más joven que él. Su caso era un lugar común. No más patético que ningún otro: buscaba, por supuesto, sus glándulas de salmón para volver a la ambicionada juventud y poder estar a la altura de su amante. 
Si no supe lo que andaba mal por la nota, debí haberlo sabido por las pequeñas objeciones que comenzó a poner el cliente. Pero tampoco fui capaz.
Cuando le presentamos el primer prospecto para que cambiara de cuerpo, preguntó por el tipo sanguíneo; pareció preocuparle de manera especial ese detalle. Argumentó precaución; temía que en el futuro una incompatibilidad entre grupos sanguíneos le impidiera o le entorpeciera el tener hijos. Un miedo comprensible, pero asqueante cuando entendí su orígen.
La lista de especificaciones se iba haciendo tan meticulosa que de no ser por nuestra natural perseverancia, Vladimir y yo habríamos tirado la toalla.
Como dije, uno debe hacer caso omiso a los que hablan de infiernos —y por extención a los que hablan de paraísos—; ambas promesas son combustible de tragedias. Ni todo el placer, ni todo el sufrimiento. Porque los que gozan en la eternidad terminan sufriendo en el éxtasis y los que sufren en la ininterrupción logran acostumbrarse a la pena. Nuestro hombre tipificaba como uno de esos que superan la vergüenza y son capaces de quitarle el pero a cualquier cosa.
Después de cambiar de cuerpo a un cliente, hay que seguirlo un par de días; la adaptación es diferente para todos y algunos pueden sufrir tremendos desórdenes de identidad al saberse uno en personalidad y verse otro al mirar su nuevo rostro en el espejo. Hacemos esta vigilancia sin intervenir con la vida cotidiana de nuestros clientes. Nos permite notar anomalías para corregirlas eventualmente.
Los hombres de edad son de hábitos; el itinerario hace sobrevivir al ser cuando la tenacidad de la juventud se marchita. El cliente no era la excepción y tener un cuerpo más joven con sus antiguos pensamientos y costumbres no había cambiado demasiado su esencia: el hombre llevaba su vida como hasta entonces; no habíamos llegado a ver a la mujer por la que había hecho el cambio de cuerpo. En un principio no nos produjo demasiada curiosidad, hasta la última noche de monitoreo.
El caballero pro-infierno había salido el viernes por la noche, bien dispuesto y con notable semblante de autosatisfacción. Lo seguimos de cerca y con renovada atención, pues este cambio en su rutina podría ser crucial para declarar, o no, si la mudanza había sido exitosa.
Vladimir es un experto anatomista; a golpe de vista reconoce enfermedades actuales y pasadas de las personas solamente con observar su forma de andar; reconoce con alta precisión similitudes y diferencias; y hasta calcula sin problema la estadística de parentesco entre personas. Es un talento útil para nuestra profesión. Por ello cuando, siguiendo hasta un bar nudista a nuestro cliente, me dijo que había algo sospechosamente familiar entre una stripper que nuestro cliente miraba embebido y su antiguo cuerpo, me intrigué. La luz no favorecía la observación de Vladimir, y aún así no ponía en duda sus palabras; rara vez se equivoca.
Esperamos en silencio uno con el otro; no nos atrevimos a expresarlo, pero sé que él lo pensó tanto como yo: que la nudista era su hija.
No soy fértil para remordimientos, y a pesar de que he visto cosas horribles en este oficio, la idea de un hombre seduciendo a su propia hija me incomodó. Sobre todo pensando en que el truco era perfecto: nadie puede descubrir una máscara que se vuelve el verdadero rostro de alguien.
Capitulé las señales que debieron haberme hecho dar cuenta de hacia donde estábamos llevando todo esto, y a pesar de que intenté mantenerme imparcial, terminé por recriminarme. Vladimir se rió.
—Si ese hombre logra seducir a su propia hija, habrá logrado el triunfo de la paternidad. Sé que debes estar pensando en un montón de objeciones por las cuales crees que todo esto es enfermizo; pero ante todo recuerda que ese hombre no es su padre ya. Al menos no lo es en el sentido que importa y que es el que naturalmente impediría esta unión.
No pude decir nada. Me quedé con mis hesitasiones.

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