lunes, 12 de marzo de 2018

Antología de cuentos musicales: 2. El árbol

El segundo cuento de la antología musical es El árbol, de María Luisa Bombal; una escritora chilena de culto. Prefiero no caer en sensacionalismos haciendo mención de su accidentada vida.
En cuanto al cuento: es una gran evocación e invocación memorial sobre un episodio extraño de la vida de una joven. La asistencia a un recital de piano y las obras escuchadas van liberando la memoria y arrojan a la playa de la conciencia los hechos de un sueño que se degenera, hay ciertos elementos "mágicos" o, quizá, "fantásticos", si se queire, que le dan una categoría inusual a los sucesos convencionales que acaecen en la narración.
Resta decir que se lea allegro ligero, después un poco moderatto y al final largo, piú rubato, espressivo.

El pianista se sienta, tose por perjuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical¹ comienzo a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
"Mozart, tal vez" —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..."² ¡Sabía tan poca música! Y no era por que no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista,³ en tanto que ella... Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su consecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. "No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol". ¡La indignación de su padre! "¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura".
Brígida era la menor de seis niñas todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. "No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue". Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.
¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart, desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.⁴
Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.
—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene el pelo todo blanco.
Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. "Es tan tonta como linda", decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni "planchar" en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca ha sido joven?) como una lluvia desordenada. "Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros".
Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atinamos a comprender por qué, por qué se marchó ella un día de pronto...
Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano, y arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.

De nuevo en la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidado sobre el pecho de Luis.
—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde.— ¿Por qué te has casado conmigo?
—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba el y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame...
—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella, inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alargaba sus ramas en busca de un clima propicio.
Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. "Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis".
Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblan el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en la pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.
—Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí, estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.
—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?
A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?
Y en la noche, ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre. Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.
—Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis
—Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
—Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!
A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis...
—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
—Nada.
—¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?
—Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.
Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.
—Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?
—¿Sola?
—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a Lunes.
Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.
—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?
Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.
—Tengo sueño... —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.
Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.
Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.
—Todavía estás enojada, Brígida?
Pero ella no quebró el silencio.
—Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
...
—¿Quieres que salgamos esta noche?...
...
—¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿Llamo a Roberto desde Montevideo?
...
—¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
...
—¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame...
Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.
Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. "Y yo, y yo —murmura desorientada—, yo que durante casi un año... cuándo por primera vez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, está misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa..." Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.
Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacía la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba sus ramas los vidrios, el que la requería desde fuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.
Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué felicidad! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero, como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la interperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.

Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía a su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
Chopin y la lluvia que resbalaba por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo silencio.
—Brígida, ¿Entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: "No, no; te quiero, Luis, te quiero", sí él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:
—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.
En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; sí alguna vez llegaba a odiarla la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyo la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Y del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: "Siempre". "Nunca"... Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto. ¡Siempre! ¡Nunca¡...
Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.

El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el "clave del aire" y lo cuelga del inmenso gomero.
Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.

Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada del bienestar.
Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
Y la noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.
Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.

Melancolía de Chopin⁵ engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.
Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero parecía verde, pero debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
Echada sobre el diván, ella espera pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la hecha hacía atrás toda temblorosa.
¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana. "Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos..."
Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira? ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa? No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, le quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz. Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones. Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintado de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante una año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor y viajes y locuras, y amor, amor...
—Pero, Brígida, ¿Por qué te vas? ¿Por qué te quedabas? —había preguntado Luis.
Ahora habría sabido contestarle:
—¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.

¹ Hay teóricos que hacen asociaciones entre el lenguaje hablado y la música; de dichas asociaciones proviene el concepto de frase musical, que consiste en un discurso sonoro articulado de tal forma que puede ser aprehendido e identificado como una unidad mayor de sentido musical, en otras palabras sería el equivalente a una sección de la melodía de una pieza que somos capaces de recordar, y hasta tararear, y que puede ser evocadora de la totalidad de ella. No hay un consenso general sobre la extensión y duración estándar de lo que es una frase musical, a menudo se habla de 8 compases, o de 16; y según el estilo musical, el periodo y la forma, puede haber significativas variantes entre lo que se considera una frase musical.
² Es un tanto complicado determinar a qué Scarlatti se refiere la autora; pues, los Scarlatti fueron una reconocida familia de músicos italianos. De ella destacan Alejandro Scarlatti (1660 - 1725) y Domenico Scarlatti (1685 - 1757), este último hijo del primero. Bien podría ser cualquiera de los dos compositores; aunque me inclino a pensar que se refiere a Domenico, pues la mayoría de su obra fue compuesta para el clavicémbalo; además, es creador de un tipo de forma musical que se conoce como sonata en un solo movimiento de la que compuso más de 550 piezas. Ahora, dado que la protagonista del cuento está asistiendo a un recital pianístico, es muy natural pensar que al hablar de Scarlatti, se refiera a Domenico.
³ En la instrucción musical se persigue, entre otros, el fin de desarrollar una habilidad denominada lectura a primera vista. La idea es tener la capacidad de descifrar e interpretar una pieza jamás antes vista al momento; a este proceso se le llama repentización. Encuentra su equivalente, por ejemplo, en la lectura corriente de símbolos de escritura; donde podemos leer un texto al momento y entender su sentido sin mayor complejidad. Todo esto es como aquello de enseñar a pescar a un hombre... y aunque es ideal, resulta complicado desarrollar esta habilidad, la música involucra ciertos obstáculos que hacen más complejo llegar al fin de repentizar música.
Aunque dulcemente bohemia la idea de dejarse envolver por la música sin nociones de nada cuanto la constituye y cuanto la atañe, es tal vez desacertada. En el reconocimiento y comprensión del fenómeno que se aprecia, se cifra un placer mayor que el de la percepción superficial. Es decir: en otro momento comenté las ideas  de Denis Diderot a propósito del teatro, una de ellas —perfectamente aplicable a la música— va sobre la disciplina y los conocimientos que debe tener el artista sobre su arte; lo menos que se puede pedir al público es un conocimiento algo sustancial de lo que aprecia, pues el artista ofrece en la ejecución de una pieza toda su preparación, disciplina, conocimiento y tiempo de estudio.
Esta es la última vez que se menciona a un compositor en el cuento; aunque el orden en que van apareciendo Mozart, Beethoven y Chopin parezca un tanto gratuito, podría tener dos explicaciones que incluso empatan: para empezar, cronológicamente hablando, la sucesión histórica se da tal cual en el cuento, Mozart pertenece al periodo conocido como Clásico, al igual que Beethoven, que lo sucede; con Chopin, que es posterior a Beethoven, el Romanticismo tiene su presencia en la narración. Ahora bien, también el carácter de las composiciones de estos tres autores empata con los tres momentos de la vida matrimonial de Brígida. Mozart con su ligereza y dulzura es perfecto para musicalizar las ilusiones infantiles de la protagonista; Beethoven comienza a tener tendencias más oscuras y un toque de violencia que encuentra paralelismo con la súbita reacción de Luis al desesperarse por el silencio de Brígida [quizá, como apunte marginal, no sería excesivo revisar el ensayo De la violencia de Salvador Elizondo, para observar como su idea de las cualidades de la violencia se ven representadas en el cuento puntualmente]; por fin, con Chopin llega un sosiego melancólico, una especie de claudicar que halla sus cotas más bellas y desairadas en frases como:
Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable.” O “Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad.” Así que, basados en esto, no es un desatino ver cómo la estructura del cuento encuentra su reflejo en las obras de estos tres grandes compositores.

⁵°¹ [nota posterior a la publicación de este cuento] Hace poco, un amigo me regaló la Antología El cuento hispanoamericano de Seymour Menton, dónde también figura este cuento. Debo confesar que ya tenía conocimiento de la existencia de este libro, pero, por diversas razones jamás la adquirí; tomé el cuento de la antología Los mejores relatos: Narrativa vanguardista latinoamericana de Álvaro Contreras. En su antología, Menton comentan cada texto, traigo a colación sus apreciaciones y hago un par de precisiones:
A. Como yo, Menton destaca que los tres compositores empatan con tres momentos de la vida de la protagonista; estoy de acuerdo en que Mozart representa la niñez despreocupada, pero no comparto el juicio de que la obra de Mozart es rococó y frívola. Menton dice, después, que Beethoven refleja la pasión de la joven esposa con su música romántica, idea que tampoco comparto, comenzando con el hecho de que Beethoven no pertenece propiamente al periodo romántico, sino que más bien es un precursor, y que, a mi parecer representa el presagio de las dificultades futuras. Sólo en cuanto la melancolía de Chopin estoy de acuerdo.
B. Menton descubre otro simbolismo que asegura es constante en las obras surrealistas; no me parece que Bombal sea propiamente una escritora surrealista, sin embargo estoy de acuerdo con que con Mozart, el agua asume la forma de una fuente; con Beethoven, el mar; y con Chopin la lluvia y la cascada.

lunes, 5 de marzo de 2018

De cómo Baudelaire me dió lo mejor de sí en lo peor de su obra

Hace algún tiempo leí los diarios íntimos de Charles Baudelaire. Estas intimidades son, en realidad, notas para proyectos de libros que se quedaron truncos: CohetesMi corazón al desnudo, ambos títulos son alusiones a Poe, de quien Baudelaire siempre fue un declarado admirador. 
En estas notas hallé a un Baudelaire más humano y menos maldito, con las flaquezas de escribir al instante una idea y dejarla sucia, tal como fue atrapada. Mas, no por quedarse en el primer impulso de vida, son ideas gratuitas. Hay en ellas la sinceridad de quien no teme decir lo que piensa porque se sabe solo, sin nadie que lo juzgue; en la intimidad de una obra que se deja en suspenso hasta que se pueda pulir.

Dice Charles que “lo que está creado por el espíritu es más vivo que la materia”, y cada página de estos diarios se encuentra pulsante y un tanto con la carne expuesta, se percibe el espíritu. 
Hay más espíritu cuando espeta que “el amor quiere salir de sí, confundirse con su víctima, como el vencedor con el vencido, y sin embargo quiere conservar privilegios de conquistador.”

Hace postulados estéticos donde apologa la imperfección: “lo que no es ligeramente deforme tiene un aire insensible; de donde se sigue la irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa, el asombro, son una parte esencial y la característica de la belleza.”
Otros donde define las dimensiones de lo que percibe como bello: “... Lo bello [...] Es algo ardiente y triste, algo un poco vago que abre paso a la conjetura.” Es por eso, tal vez, que ve “[...] En el acto de amor un gran parecido con la tortura o con una operación quirúrgica.”
Percibe que “la mezcla de lo grotesco y de lo trágico es tan agradable para el espíritu como las discordancias para los oídos entregados.”

Otra estupenda estampa (que yo titularía Los beneficios del odio): “Un hombre va al tiro al blanco acompañado por su mujer. Apunta a una muñeca y dice a su mujer: me imagino que eres tú. Cierra los ojos y derriba la muñeca. Después besa la mano de su compañera y le dice: Ángel mío, ¡cómo te agradezco mi puntería!
Y luego toca fibras más sensibles de mi alma cuando escribe: “A cada minuto quedamos aplastados por la idea y la sensación del tiempo. Y no hay nada más que dos medios para escapar de esa pesadilla, para olvidar: El placer y el trabajo. El placer nos desgaste. El trabajo nos fortifica. Escojamos.

Cuanto más nos servimos de uno de esos medios, tanta mayor repugnancia no inspira el otro.”

A propósito de pesadillas y trabajo, dice que “no hay obra más extensa que aquella que uno no se atreve a empezar. Se convierte en una pesadilla”; “Postergando lo que se tiene que hacer se corre el peligro de no hacerlo nunca. Al no convertirse en seguida se corre el riesgo de condenarse.”
Señala la vulgaridad del hombre: “Respecto a la legión de Honor.

El que pide una cruz tiene el aire de decir: si no se me condecora por hacer mi deber, no volveré a hacerlo. Si un hombre tiene mérito, ¿Por qué condecorarlo? [...] Consentir en ser condecorado es reconocer al Estado o al príncipe el derecho de juzgarnos, o de ilustrarnos, etcétera.”

Retoma las deducciones Cartesianas: “Nada existe sin un fin. Por lo tanto mi existencias tiene un fin. ¿Qué fin? Lo ignoro. Entonces no soy yo quien lo ha marcado. Es por lo tanto alguien más sabio que yo. Por eso es necesario rogar a alguien que nos ilumine. Es lo más sabio.”
Humor malicioso: “[...] no podemos hacer el amor más que con órganos excreménticos. Imposibilitada de prohibir el amor, la iglesia quiso al menos desinfectarlo, y creó el matrimonio.”
Más sobre el amor: “Lo que hay de molesto en el amor es que es un crimen en el que no se puede evitar tener un cómplice.”
Del artista: “Copular es aspirar a entrar en otro, y el artista no sale jamás de sí mismo.”
Algo que podría titular como La paradoja del equívoco: “El mundo no anda más que por el equívoco. Es por el equívoco que todo el mundo se pone de acuerdo. Si, por desgracia, nos comprendiéramos, jamás podríamos estar de acuerdo.”
Entre otras cosas, esto es lo que me dejó Baudelaire en lo peor de sus pensamientos...

miércoles, 14 de febrero de 2018

Antología de cuentos musicales: 1. Nepomuk

Hay poco que decir sobre la música que no se haya dicho ya; en esta ocasión prefiero trascribir letra por letra cuentos cuyo eje central es la música; los sonidos ficcionan y logran una dimensión emocional distinta. Estos cuentos (sin connotaciones PaulSimonicas) son la música del silencio.
Encontré Nepomuk en el libro Materia de sombras de Enrique López Aguilar; de él sólo tengo noticia por lo que dice en su Nota autobiográfica en vísperas de los 25 años: Melómano nacido en la Ciudad de México en 1955, estudió Letras.


La sorpresa fue de todos, y no bastó preguntarse ni especular sobre conjunciones o disyunciones astrales: el hecho golpeaba todas las caras y aturdía los oídos: Nepomuk producía sonidos desde que nació, desde el seno materno, e incluso se corrían rumores sobre la concepción. La sorpresa resbaló al asombro y luego al miedo cuando los padres, tíos y familiares, y más adelante todo el burgo, dedujeron que a la sonoridad se agregaba el mutismo obstinado del niño, cuyo verdadero trabajo consistió en aprender a sonar y en desparramar sus sonidos adecuadamente durante el sueño y la vigilia. Después de esfuerzos incontables logró alcanzar cierta habilidad, creando a partir de sí mismo sinfonías de tres semanas o improvisaciones de dos segundos. Por estas habilidades muchas veces fue invitado a los conventos, a las comunidades cercanas o a la iglesia, para que sustituyera al coro de religiosos con sus mil voces¹ gregorianas. Como la música germinaba y salía de Nepomuk y parecía un surtidor incansable de sonidos que disfrutaba de los juegos sonoros producidos, causó el asombro y la curiosidad de todos. Hacía alarde de sus voces y registros, se complacía en la sorpresa (en su propia sorpresa) ante las nuevas figuras realizadas, pero el aura que lo acompañaba provocó diversas reacciones en la gente: era aplaudido y admirado con fervor por unos, otros lo miraban con indiferencia, no faltaban aquellos en quienes inspiraba envidia. Estos sentimientos se mantuvieron hasta que llegó al colmo del virtuosismo y provocó el terror de algunos de los desprevenidos habitantes del burgo: después de atroces estudios y férrea disciplina, Nepomuk logró elaborar una fuga² a sesenta y cuatro voces, todas distinguibles, perfectas. La evolución musical de Nepomuk fue tan desaforada a partir de ese momento, que nunca dio oportunidad a la gente del burgo para arroparse ante sus nuevas peripecias o pirotecnias sonoras.
Había organizado sencillamente su vida, de tal modo que una parte del día se retiraba a un bosque cercano a estudiar, y de regreso sonaba sus últimos descubrimientos. A veces mantenía inauditas conversaciones con algún sesudo sacerdote, con algún hombre estrafalario de inclinaciones alquímicas o con viajeros recién llegados. Por ellos se enteraba de la aparición de algún Proslogion³ en Bolonia, de una teoría astrológica en Brujas, de una nueva escritura musical en Arezzo.⁴  Y el tiempo pasaba sin sobresaltos, con críticas variadas y comentarios diversos. Pero cuando los años dieron madurez a Nepomuk y se separaron los oyentes y mirones, cuando cierta costumbre había disipado el asombro pero no el temor, comenzaron a correr rumores terribles. Se había propagado la noticia de que Nepomuk tenia pacto con el demonio, de que su mutismo era fingido y conjuraba a gritos a Lucifer y que su música convertiría en cerdos negros a quien la escuchara una sábado a la medianoche, a la luz de la luna llena. Se dio la malhadada circunstancia de que por esos días, en un momento de veleidad, Nepomuk sonó percusiones de todos tipos, y no pocas fueron las personas que huyeron despavoridas. Por si fuera poco, después de eso produjo el sonido que harían varios martillitos contra cuerdas tensas. El efecto era aterradoramente desconocido e insospechado y algunas personas se golpearon el codo, guiñaron un ojo o se retiraron con cautela. Aunque algunos fieles se mantuvieron firmes, se ausentaron primero los timoratos, luego los poco convencidos y por último los clandestinos admiradores que no deseaban ser relacionados con el mago. Nepomuk lo había previsto, y sintió que poco a poco el eco le devolvía la música en las tortuosas calles.
Por primera vez, Nepomuk comenzó a laborar afanosamente en los silencios, encontrando en ellos posibilidades inagotables, y produciéndolos y trabajándolos se encerró largamente en su estudio. El aprendizaje del silencio le causó confusión y tuvo que vencer las constantes tentaciones de sonar, hasta que logró entrever diversos planos y combinaciones, entregándose  a su creación con tal entusiasmo que pasó días enteros sin producir sonido alguno. Su silencio era entonces ancho y profundo, y emergía de sus entrañas poco a poco. Descubrió la luz última al mezclar, entre tembloroso y pudibundo, los sonidos y los silencios. Pleno de gozo, ejerció, extendió y varió sus descubrimientos y se dispuso a realizar una extraña búsqueda, en la que sedujo a algunos niños que produjeron en una olvidada noche un sonido o un grito inusitados. Eran pocos y a hurtadillas recibían sus últimos logros, y finalmente fueron atraídos a la emulación. Pacientemente, el trabajo fructificó en una secreta congregación infantil que intentaba sonidos candorosos y juguetones. La relación que unía esas sonrisas con el sonoro mutismo del maestro era constante y llegó el día en que la música se diversificó en una polifonía inmensa y desigual. Cuando las miradas sebosas de los habitantes del burgo se intercambiaron rebosando sospechas, era demasiado tarde: después de una larga ausencia, Nepomuk se presentó con todos sus discípulos para protagonizar el más monstruoso concierto jamás imaginado. Era tal la cantidad de sonidos, tan sobrecogedor el espectáculo de Nepomuk caminando por todo el pueblo con los niños detrás repartiendo acordes, que muchos lloraron de pavor. Un fraile y un tembloroso sacristán salieron en pos de los niños para exorcizarlos, hombres y mujeres trataron vanamente de tomar hachas y albardas para acabar con el encanto. Pero la voz de un inmenso instrumento lo trastornaba todo: se alcanzó a oír un grito que decía “Jericó, Jericó.” La misma luz participó del desorden y se solidificó en muchos lugares. La gente caía de rodillas y temblaba esperando se abriesen los cielos en presencia de Señor o de un nuevo diluvio. Un perdido se secó los ojos y huyó a una abrupta montaña para lamentar sus pecados, jurando haber visto rasgarse por la mitad la cortina del Templo de Jerusalén. Algunas piedras cayeron inertes de las manos de los burgueses y el contraste de sus convulsiones con el bullicio de los niños y Nepomuk con su introducción, las variaciones canónicas (siete variaciones, siete voces, siete fugas simultáneas desarrollándose individualmente), las arias y coros, las invenciones a dos partes, la inmensa fuga final, hacía más terrible el momento. Después de cuatro abrumadoras horas, al terminar el gigantesco oratorio, todo pareció quedar igual, salvo algunos ánimos turbados.
El involuntario público pretendió volver a sus ocupaciones, pero el silencio se sobrepuso a los planos sonoros, se desdobló y desenvolvió sobre sí mismo. Más sonoro y ensordecedor ese silencio después del atronador concierto, más punzante y más terrible que el peor de los estruendos. El silencio se escuchaba y se tocaba, penetraba hasta los huesos y sustituía el tuétano. Todos los silencios se cernían sobre las cabezas de la gente. Varios rostros se crisparon en gestos de angustia. Alguien, en una esquina, trataba de gritar y hacerse oír creyéndose sordo. Unos hombres trataron de convencer a Nepomuk y sus infantes para que produjeran cualquier clase de sonidos. Terrible sorpresa la suya al comprender que eran ellos quienes ayudaban a la creación de ese silencio que llovía  lentamente, empapando a todos, que conforme se desparramaba, parecía mezclarse con agua, en lágrimas. El silencio perturbador, el silencio en una rápida metamorfosis. Cuando por fin quedó todo callado, cuando el oratorio era ya una glosa a esta planicie de silencio, la gente olvidó labores, hachas y ocupaciones. Algunos se recogieron en casa o en la iglesia. Hubo quien prefirió permanecer en las calles, en actitud de espera. Si algún ruido se dejaba sentir era para hacerles oír su propio mutismo. Cuando la noche comenzaba a hacerse grande, muchos comprendieron que la ausencia de sonidos era su espejo: tras la aparente inmovilidad y estatismo había un pozo de ecos y cada persona pudo escuchar sus callados y reprimidos murmullos.


¹ El cuento alude aquí a un fenómeno exponencializado; se trata de la Diplofonía o Triplofonía. Una particular técnica de canto que consiste en esforzar los músculos de la laringe de forma asimétrica para lograr entonar dos o más sonidos a la vez. Hay una enfermedad del mismo nombre; un malestar que produce dos o más voces. Así mismo; ésta práctica vocal puede rastrearse hasta los cantos de bajo tono originarios de Mongolia, El Tíbet y Tuva. En la praxis; esta técnica le permite al cantante entonar hasta acordes de tres sonidos.
² La fuga es una forma musical contrapuntística representativa del Barroco; consiste en la presentación sucesiva de un tema a cargo de las diversas voces que intervienen en la composición. Tenemos excelentes ejemplos en gran parte de la obra de Joan Sebastian Bach, como su Das Wohltemperites Clavier. Pero aquí encontramos un pequeño problema de coherencia temporal: El Barroco se suele situar entre 1600 y 1750; y más adelante en el cuento se hace alusión a una región de Italia llamada Arezzo (véase nota 4), donde se comenzó a desarrollar el sistema de notación musical, hallamos una inconsistencia puesto que este sistema surgió hacía 1030 d.C. aproximadamente, entonces resulta, cronológicamente hablando, imposible que Nepomuk pudiera componer fugas cuando el sistema musical de notación a penas estaba desarrollándose.
³ El Proslogion es una obra teológico-filosófica de Anselmo de Canterbury. Dicha obra contiene el primer argumento ontológico de la tradición cristiana occidental para la demostración de la existencia de Dios. El axioma propuesto es: "[Dios] es aquel del que nada más grande [que él] puede ser pensado". Esta obra data de 1078, una vez más Enrique López Aguilar temporaliza Nepomuk en los años 1000. Cabe agregar que Rene Descartes formuló axiomas similares al de Anselmo de Canterbury; es harto conocido su Cogito Ergo Sum que deriva en su demostración sobre la existencia de Dios.
La referencia de la región italiana de Arezzo remite inmediatamente a Guido D'Arezzo, un monje benedictino al cual debemos la mnemotecnia que designa el nombre de las notas en la escala diatónica, es decir, las sílabas que tomo de un himno en latín a San Juan:
UT queant laxis, (luego reemplazado por Do)
REsonare fibris,
MIra gestorum,
FAmuli tuorum,
SOLve polluti,
LAbii reatum,
Sancte Ioannes.

jueves, 8 de febrero de 2018

Intitulado #0

Un cuento sin título que escribí hace algún tiempo; una ilusión paranoica sobre la voz; las voces. Busqué suprimir cualquier rastro de género, entonces es factible suponer cualquier cosa sobre quien narra. Léase Calmement, mot pour mot même que l'eau.

Tu voz es un eco, no te pertenece
Jorge Cuesta

Te cambiamos algunos gestos en la memoria para que al recordarte no nos avergonzara tanto verte triste todo el tiempo. También, hablamos de cosas que nunca hiciste y otras que jamás dijiste, todo para hacernos pensar que no eras como eras. Qué estéril fue todo aquello, porque te empeñaste en lucir triste a pesar de que te recordábamos con una sonrisa discreta y la esencia de quien eras y lo que pensabas fue más sólido que cualquier intento por deformar nuestra memoria. Como fue imposible cambiarte y aun más olvidarte, fue mejor no recordarte.
Más fácil fue tomar tus cosas y prenderles fuego en el patio. También prohibirles a los niños hablar de ti. Echamos todas las fotografías donde aparecías a la basura. Cerramos tu habitación.
Todos se fueron adaptando, unos más lento que otros. Pero cada quien cerraba su círculo. Menos yo. Fingía que no sabía ni quién eras, pero no podía desaparecerte. Y cada que sentía que te estaba pensando con menos intensidad era cuando oía las palabras que tú oías y que habían sido la causa de tu desquiciamiento.
Decías que si uno cerraba los ojos y se permitía escuchar atentamente las voces de las personas a nuestro rededor, se podía oír la conversación secreta de la naturaleza con la muerte. Que se podían entender las posibilidades más inciertas del futuro y saber qué puentes se tienden entre la vida pasada y la vida presente.
Al principio yo cerraba los ojos y oía murmullos y veía en mi mente cúmulos de humo. Pero cuando te perdimos y seguí empeñándome en oír, sucedió un prodigio. El humo se disipó un poco y pude oír cómo la voz de alguien decía: “ya”; y la voz de otra persona decía: “veo”;  alguien más continuaba con un: “que”; y luego otra voz; “empiezas”; y otra: “a”; otra voz: “escuchar.”
Mil voces distintas; de cada persona una palabra y en mis oídos las frases, los poemas oscuros y la violencia de quien te cuenta un secreto frente a todos y aun así nadie lo nota.
Desde el momento en que a mis oídos despertaron a los secretos, supe que terminaría igual que tú. Que desaparecería. Poco importaba que escuchara o no lo prohibido.
Y nada pude hacer cuando me enteré de qué catástrofes nos tenía preparado el porvenir. En las voces de la gente oí cómo moriría nuestro primogénito, oí sobre la soledad que atormentaría a tu madre, sobre las enfermedades de mis amigos, oí cómo se romperían los huesos del cráneo de mi hermano...
Ese terrible monólogo polifónico me habló durante largo tiempo. Permaneció sordo a mis palabras, que también le pertenecían. Comprendí que no le interesaba escucharme y que cuando yo hablaba, entonces hablaban la muerte; y la vida. Opté por permanecer en silencio, enmudecer, aunque fuera un poco, al futuro.
Y la voz, las voces, es decir la conciencia, me habló más fuerte, y me contó el origen del dolor y me reveló el nacimiento del grito que me daría muerte. Entonces decidí cambiarme algunos gestos en mis recuerdos, para evitar ser mi propia vergüenza y pensé en cosas que nunca hice como si en realidad las hubiese hecho. Cerca mi muerte siento algo de alivio...
Ahora estoy en este páramo, a punto de gritar todas las palabras guardadas, hasta que de mí sólo quede la voz...

viernes, 2 de febrero de 2018

Otra identidad

A continuación, para entretenimiento de propios y extraños; una fantasía autoduplicada. Casi a la manera de Cordelias; ilusión de Adela. Con ustedes en 5/4, el alter ego de un cuento. Léase Andante trés expressif.


Les miroirs feraient bien de réfléchir un peu plus avant de renvoyer les images
Jean Cocteau.

Milena, 10 años y 8.750 kilómetros de distancia desfiguran tu imagen en mi memoria. Lloro Milena, y duermo intranquilo, duermo sin capacidad para soñar. Te escribo falto de convicción pero con mucho afán, afán de que sepas qué fue de mí en este tiempo. ¿En qué momento un minuto se convirtió en una década? 
Quizá no recuerdes que mi egestad me arrojó a París, oh le véritable enfer, c'est la pauvreté. El músico parece estar condenado a la miseria, a breves placeres perseguidos por la escasez. Los detalles de cómo llegué a Francia son nimios, lo importante es que vine a esta tierra a encontrarme con mi desgracia.
Tout commence à Paris, en sus calles bohemias. Esta ciudad es un imán para poetas y artistas. La lluvia aquí es parte de la ornamentación metropolitana. No es lluvia per se, es lluvia que aumenta la belleza del entorno.
Cuando llegué a París llovía. Era un pianista desdichado con una carta de recomendación de la orquesta de Eugene. Arrivé sin saber decir más palabras en francés que: Madame, adiu, rue y voyage.
La carta me aseguraba un empleo en el Hotel Fictif como pianista para amenizar el ambiente del bar.  No quiero apresurarte el relato, pero cada segundo que pasa los ecos de mi memoria se distenden más, seguiré antes de dejar de ser yo.
Retomar el hilo de mis pensamientos es casi, como atrapar suspiros, imposible... vine a París a tocar un piano de cola de 50 años en un bar dentro de un hotel bellísimo con una historia fascinante. Eso... ¡el Hotel!
Un edificó que durante años fue remodelado por su excéntrico dueño debido a una anécdota no sucedida, donde se supone que dos hoteleros se reunieron para discutir la construcción del hotel más grande del mundo; primero pensaron en 1000 habitaciones, pero por temor a que alguien construyera un hotel con más recámaras, decidieron construir un edificio con 10,000 aposentos; una vez más los asaltó la incertidumbre de que alguien edificara un hotel mayor. Entonces se propusieron construir un inmueble con habitaciones infinitas.
Esta historia apasionó al dueño del Fictif que pensó: Supposons qu'un hôtel possède un nombre infini de chambres, toutes occupées. Malgré cela, l'hôtelier peut toujours accueillir un nouveau client.
En la teoría el sublime fractal aparenta ser perfecto, pero en la práctica se revela su inviabilidad. Cada cierto tiempo se le agregaban pisos y habitaciones nuevas al esqueleto del inmueble, pero lo más acercado que estuvo el hotelero de lograr su infinito palacio fueron 300 habitaciones y una placa de acero en el lobbie con dicha historia y la frase: “Paris est une solitude peuplée.”
El Fictif fue para mi un dolor amable, pues como no sabía francés casi no salía de allí. Me limitaba a vivir en uno de sus cuartos de servicio y al llegar el atardecer me sentaba frente al piano cuyo idioma conozco mejor que cualquier otro. En la primera hora de la madrugada podía dejar de tocar, a menos de que aún hubiese suficientes clientes en el bar. Entonces mi jornada llegaba a extenderse hasta el amanecer. ¿Cuántos granos de arena hacen un montón? ¿Si se quita grano a grano de arena, en qué momento deja de ser un montón? Los fines de semana mi montón de escuchas dipsómanos era grande.
En mi tiempo libre podía perderme en contemplar las partituras que algunos clientes traían para que yo ejecutase. También, pasaba mucho tiempo en la cocina, degustando los manjares más finos que el Fictif podía ofrecer. Como dije, salía poco o casi nada (¿Qué tanto es poco que se considera casi nada?) Y cuando lo hacía, sólo iba por algunos artículos personales necesarios y a veces por un libro. No me importaba que en lugar de leer; trataba de adivinar o deducir su contenido. Las palabras de los libros fueron para mí un salvavidas.
Ay, Milena, hubieses amado esta ciudad, y yo te hubiese amado en ella. Supongo que te escribo por que soy un necio, después de tanto tiempo es patético que por fin tenga el valor de hablarte. Creo que la sensación de amor inconcluso es el mayor motor de estas líneas. Con 10 años de exilio de mi propia vida, he tenido tiempo para pensar que quizá si hubiese vuelto íntegro de Francia nuestro amor igual hubiese acabado. Discúlpame por divagar, en esta hora intensa y extraña, la necesidad de legarte mi historia me domina.
Soy (era) un hombre (?) en París (¿existirá aún?) que toca(ba) el piano en un hotel. No hablo con nadie de nada desde hace tiempo, tuve que asumir la responsabilidad de una vida ajena.
Milena, flor de cristal, bálsamo anhelado. L'Enfer, c'est le Paradis du Diable.
En el Fictif me hice muy buen amigo de un inmigrante senegalés que trabajaba como intendente del sótano. Nos sentábamos frente a una caldera y hablábamos, él en wolof, yo en español. La idea no era comprendernos, sino, más bien tener compañía. Nuestra amistad podía más que Babel.  
Dante, como lo habían bautizado los demás trabajadores del hotel, era descendiente de un viejo brujo de África austral. Se le atribuían poderes y conocimientos sobrenaturales. Muchas veces las recamareras iban al sótano por fórmulas para el amor y el dinero. Yo, Milena, me burlaba de su ingenuidad, pues con el tiempo y el francés comprendí que el senegalés les tomaba el pelo: si bien, él conocía muchos secretos del arte de la magia, no era capaz (me lo confesó una vez) de realizar prodigio alguno. Heredó el saber, pero no el poder.
Ese saber estaba constituido casi en su mayoría por leyendas que Dante había escuchado y memorizado desde que era niño. Cuando tuve un dominio decente del frances mi principal entretenimiento eran los relatos de Dante. Las pintorescas historias me divertían; en especial la que explicaba el origen del mundo, el del hombre y el poder de dioses divinos y diabólicos.
Constitué d'un seul grain. ¡Es el alma, Milena! La que tras su velo de insignificancia aparece como un universo.
Cierro los ojos tratando de recordar la primera vez que te vi, pero ya no existe dicha imagen. Otros paisajes toman el lugar de tu sublime cabello y tu sonrisa voluptuosa. Algo latente me remplaza desde el hipogeo de mi vida. Esa hoguera invasora me consume y se acerca letal a mi cabeza, mi memoria es su ambición.
Dante habla, Dante escucha, Dante observa y calla. Un escritor, compatriota en lengua, vino a hospedarse en el Fictif, según nos dijo a Dante y a mí; no vino a escribir, sino a “dibujar.” Este hombre venía huyendo de sí mismo, aunque en secreto huía de un amor. La ironía me provocaba sonrisas amargas: él huyendo y yo anhelando.
El escritor se apropió de la compañía de Dante, buscaba inspiración en su tradición oral. Mientras eso sucedida yo leía uno de sus libros de cuentos. Entre ellos había un relato escatológico donde la luz del mundo desaparece. Los protagonistas, dos niños, son llevados a un estado de crueldad y salvajismo tétrico. Su cumbre es la muerte, un recurso que nace de la inocencia infantil. En lo personal, Milena, no me entusiasmo su historia.
Continuamos una amistad sincera con el escritor, que resultó ser músico. Antes de continuar su viaje me dejó algunos libros en español y a Dante unas monedas. Uno de esos ejemplares comenzó a obsesionarme. Lo leía día y noche, antes de dormir y al despertar. El libro reunía una serie de ensayos(?) o relatos(?) sobre fenómenos de bilocación, desdoblamiento astral, döppelganger, clonación, dimensiones alternas. Iba de lo esotérico a lo científico con un libertinaje irritante. ¿Qué tanto somos dueños de nuestra identidad?
El escrito que más me fascinó fue uno acerca de los espejos y la posibilidad de que un hombre naciese dos veces en diferentes lugares del mundo, pero de forma simultánea, como gemelos de padres distintos. En la cultura de Dante hay un relató donde todo hombre posible ya ha existido en algún momento; entonces, como una serpiente que devora su cola, como un final que alcanza su propio principio, los mismos hombres vuelven a existir. Aclaró que esto no es reencarnación, es más bien repetición. Si lo pensamos con profundidad; es posible que el mismo hombre exista dos veces en un sólo espacio y tiempo. Es posible así mismo que ¿estos hombres se puedan encontrar?
Imagínatelo, Milena, es como esos mitos urbanos donde todos tenemos una persona casi totalmente idéntica a nosotros en algún lugar del planeta. Casi un clon o hasta un gemelo imposible pero existente.
Tout est possible si la vie est possible.
Te preguntarás mi sirena alejada, por qué te escribo todos estos desvaríos. ¿Por qué un hombre lejos de su corazón comienza a tener sueños de una vida nunca vivida?
El tiempo es una cosa tonta, pero a su vez un terrible mal necesario. Tuve que soltar la pluma y alejarme de estas cuartillas. Salí a caminar un par de horas. Pero esas horas no se pueden percibir en el papel, aquí todo es un continuo que no entiende de fugas y lapsos, aún si dejas de leer desde esta palabra y te vas y luego vuelves, el tiempo no habrá cambiado, permanecerá estacionado, inmutable, o lo que sea que le sucede al tiempo que no puede percibirse. Supongo que por esto, Milena, dicen que la palabra es el verdadero eterno. A la palabra no le importa si es 1967 o 2119, la palabra es siempre lo mismo, los hombres son los que cambian. Por eso he querido usar esta carta de puente para acortar la distancia que abre el tiempo y volverlo superfluo. Paris a-t-il jamais été un lieu sans temps?
Ahora (sólo para ti, pues para mí ese ahora ya nunca existirá) te hablaré de mi tragedia. Milena, extraña sombra en un mundo de sombras.
En el Fictif había un piano de cola de 50 años, sobrevivió una guerra, un terremoto y un incendio. Conservó un sonido dulce, su música es miel, tú, Milena, eres mi música, aunque ya no tocó el piano puedo oírlo en mis últimos recuerdos y pensamientos.
Pasado mi primer año en Francia comencé a soñar con otra vida, pero no una vida pasada, ni una vida futura, sino una vida paralela. Al principio eran diminutas ensoñaciones, aún insuficientes para que pudieran removerme. Luego, paulatino, ese mundo onírico creció desproporcionadamente. Soñé con un padre y una madre ajenos, soñé con edificios y calles jamás antes vistos, con rostros, comidas y sonidos que desconocía. Soñé con años enteros en sólo unas noches. Con el amor y el odio, pero no eran mías esas emociones, todo eso era intruso en mí, como si un extranjero se mudara a mi cabeza con su mundo. Soñé una infancia y una juventud. Vi en sueños lugares de París en los que jamás había estado. Cuando fui a visitar algunos de esos sitios experimentaba un extraña sensación de familiaridad. Sentía miradas a mi alrededor, como cuando alguien que te reconoce te observa.
Me causaba una ansiedad tremenda todo lo que pasaba mientras dormía. No eran pesadillas(?), sin embargo, a veces despertaba aterrado de lo vívido que era pasear con una chica ignota.
Nunca hubo un momento donde pudiera dormir sin que esas escenas se presentaran en mi mente. La única manera de evitar esos sueños era mantenerme despierto. Pero el agotamiento terminaba venciendo de una u otra forma.
Mi salud se deterioró lenta y dolorosamente. Dante trajo a un doctor que me diagnosticó un cuadro de fatiga. Atribuyó los sueños a un desorden psíquico y me recomendó reposo. Pero ¿qué clase de desorden psíquico es capaz de fabricar un mundo dentro de otro mundo?
Camino por París buscando una calle que visité en esa vida alternativa, miro las puertas y los faroles, todos iguales a los de mis pesadillas(?). Lo que sucede, Milena, es terrible, miles de déjà vús consecutivos y aparentemente infinitos, todos impactando a la vez mi conciencia. Podría cerrar los ojos y andar orientado sólo por la memoria de lo que jamás he vivido. Podría guiarme por los aromas o los sonidos. Lo más desesperante de todo es que recuerdo con mayor claridad lo que veo al dormir que lo que vivo realmente.
Me mareo con tantas digresiones involuntarias. Debo volver al Fictif antes de que los recuerdos se conviertan en estallidos. Voy escapando de mis visiones bastardas. No estoy seguro ya de si esta vida de ahora es verdadera y la otra, la de mis sueños es la falsa.
Camino y divago, ojalá nunca hubiera pisado esta tierra que me juega su última mala pasada, la broma máxima: Doblo la esquina del hotel y llego a tiempo para ver a un hombre bajarse de un taxi, paga y mira su reloj, en apenas esos instantes yo reconozco algo en su tono de piel y en su complexión. Asombrado caigo en la cuenta de que su perfil es idéntico al mío. Desde la nariz recta hasta el espacio cóncavo de la cuenca de su ojo izquierdo. Y cuando gira lento, en dirección a la entrada del edificio, veo con intriga que no sólo el perfil es igual, sino que todo su rostro es mi rostro. Aquél hombre es idéntico a mí. No sé cómo expresarte con palabras esto que sucede; hay frente a mí, a pocos metros, un ser que parece ser yo. Y no sé si desmayarme, gritar o morir. Quisiera hacerlo todo, pero no hago nada.
Me palpo el cuerpo como si acabara de estar en un tiroteo y no salgo de mi asombro, soy tangible. Tengo volumen, ocupo un lugar en el espacio. Miro mi reflejo en el cristal de la fachada del hotel, estoy pálido, podría pasar por un pilar de mármol en el bar.
Ese hombre soy yo... ¿Quién soy yo?; lo sigo con prudencial distancia por los corredores. Soy mi sombra, estoy tras de mí. Dante me atrapó, él estaba tan asustado como yo. Me hizo ir a mi habitación y nos pusimos a corroborar lo antes visto, lo nunca antes visto; supimos que no era mi gemelo; fue evidente que aquel hombre tenía más edad que yo. Nuestro parecido tampoco podía explicarse bien; no eran sólo unos rasgos, sino que eramos reflejo uno del otro.
Milena; me repitió la historia de los hombres antípodas que la naturaleza separa para no permitir que la humanidad vea detrás del velo de la vida; la verdad sobre el hecho de que somos seres sin propósito; viviendo una secuencia interminable que no sólo se repite a gran escala, sino hasta en el último detalle. Me contó como es que al encontrarse uno con su otro yo; las vidas entran en conflicto, las memorias se mezclan; por eso mis sueños eran en realidad los recuerdos del otro. La consecuencia sería que su vida terminaría invadiendo la mía, hasta remplazarme. Supón no solo miedo; terror ante uno mismo fuera de sí. Morir no es nada comparado con perder lo que se es. ¿Si me cambiara recuerdo a recuerdo, seguiría siendo yo? ¿Quién soy?
Dante dijo que debía huir de aquí sin perder tiempo, me dejó solo con mis oscuras especulaciones. Sentí que huir no haría la diferencia, sabía que el daño estaba hecho; que ya había comenzado el proceso de remplazo.
Una desesperación roja me hizo pensar en mil cosas; lo primero fue llevar mi mente hasta ti. Mi esperanza reposó en regresar. Pero algo instigaba mis preocupaciones... Corría el riesgo de vivir disolviéndome lentamente dentro de mí a pesar de estar lejos del otro.
Tomé una determinación. Esperé la noche. Busqué al otro y lo encontré en el bar del hotel; lo aceché hasta que por fin se levantó y camino hacía las habitaciones. Lo intercepté antes de que entrara a su cuarto y lo apuñale varias veces por la espalda. Atroz... Fue atroz cuando cayó ensangrentando el pasillo. Nos miramos, vi en sus ojos el mismo terror que yo sentí. No soporté ver su muerte, reflejo de la mía. Su rostro... Lo desfiguré con el cuchillo.
Oí pasos y voces acercarse. Sólo atiné a entrar en la habitación del otro. Escuché los gritos de los huéspedes ante el cadáver. Entonces me deshice de mi ropa, me vestí con la de él.
Cuando llegó la policía me hicieron salir, esperaba que supieran que yo lo había hecho. Pero no fue así. La gente pensó que era un huésped más. Se dieron cuenta de que el pianista no estaba; es decir que yo no estaba. Dante les dijo que me había marchado, él jamás noto que en realidad no fue así.
A la mañana siguiente partí de París convertido en otro hombre. Mi plan era volver contigo; pero la culpa de mi crimen me detuvo, aun más cuando entre las cosas del otro hallé una foto de su familia. Me sentí obligado a vivir su vida; a remplazarlo. Y eso hice.
Cada día que pasa recuerdo menos cosas sobre mí, todo lo que sé es lo que él sabía. Sospecho que pronto perderé los últimos rastros de mi identidad. Jamás voy a volver, quiero que sepas esto y que no dejé de amarte nunca.

5. En torno a creación y tradición

Me gusta pensar que mi identidad es como un cielo nocturno, con una serie de estrellas componiendo constelaciones que representan todas esas...