miércoles, 17 de enero de 2018

De cómo el mar es una emoción (o la aceptación de que no puedo ser poeta)

Algo que encontré entre el desorden digital de correos electrónicos. Un pequeño homenaje a un hombre inteligente al que tengo el placer de llamar amigo.

El doctor es un tipazo alegre e ingenioso. Cuando hablo con él me gustaría preguntarle un montón de cosas, pero me contengo. No quiero abrumarlo con el enjambre de inquietudes que siempre tengo. Lo que más me gusta de él, es que nunca me da una respuesta circular y digerida, siempre me indica un camino y me exhorta a buscar. Siempre está recordándome que sea cuidadosísimo a la hora de leer (y de escribir), y juro por todo lo que soy y lo que tengo, que trato de seguir su consejo; es sólo que, a veces cuando leo, las letras parecen vibrar y tomar textura de humo. Sí, es cierto, soy muy distraído... El doctor dice que desvarío: es imposible decirle que no a su sentencia.
El doctor también es profesor (y santo, sin duda), creo que por eso está familiarizado con las ocurrencias tontas de las personas más jóvenes. Ocurrencias como la mía, de querer escribir... escribir cualquier cosa y poder sincerarse en el papel, con uno mismo. Recién le pregunté sobre la motivación para escribir y (maravillosa y digna respuesta de él) me hizo leer un ensayo respecto al tema. Hay mucho que me gustaría escribir sobre dicho ensayo, pero para mis propósitos sólo rescataré un pasaje que dice algo como: "escribir es defender la soledad". Yo no podría escribir para defender ninguna soledad, pero tampoco podría hacerlo para estar en contra de ella. Lo que quiero decir es que el profesor me hizo ver que escribir es un acto que debe hacerse con un respeto implícito muy grande, finalmente es un arte.
Del profesor también debo decir que es más amigo que profesor o que doctor y quizá por eso me siento tan a gusto cuando platico con él, con esa charla informal que se toma muy enserio.  En esas conversaciones suele mencionar cosas que me hacen correr a leer su blog (lectura que repaso dos o tres veces para estar seguro de ser cuidadoso). Hace poco leí en su blog un fragmento de una novela que mi amigo está escribiendo (y que espero algún día ver publicada y tener una copia), el fragmento habla sobre un ángel sin decir jamás la palabra ángel (aunque, ahora que lo pienso; por la leve cargada erótica del texto, podría bien hablar de algún diablo....?). El punto de todo este prolegómeno es el ángel, o la supuesta lectura de él. Mientras revisaba por tercera vez las palabras de mi amigo, tuve un súbito recuerdo: yo a los nueve años en playa del carmen, de vacaciones, vi un ángel, sé que era un ángel porque no lucía como pintan que debe lucir. Era un hombre azul que salió del agua, alto y brillante por la humedad de su piel y el sol. Tenía tres alas y no dos como se piensa. Alas que, creo, le servían de aletas. Sé que era un ángel porque no podía ser otra cosa más que eso, como yo, qué no podía ser otra cosa que un niño de 9 años que estaba seguro de todo en la vida. No hablamos, nos limitamos a mirarnos. El ángel, como en reversa, entró al agua y yo seguí jugando.
Escribí un pésimo poema sobre eso, lo importante es que el doctor no lo lea o me hará mofa, así es él, burlón.
Respecto al ángel; sé que eso fue una emoción nueva, un sentimiento que no cuadra con ningún otro, así que a menudo, cuando vuelvo a sentirme como aquella vez, digo que me siento mar.

Para quien guste leer el fragmento que inspiro este recuerdo: Aquí

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