jueves, 6 de febrero de 2020

Antología de cuentos sobre antropofagia: BT3. Capítulo XVI de Cándido

Leer un fragmento intermedio de una novela es una tarea frustrante. Por supuesto, uno no conoce los antecedentes que le dan sentido a la narración, ni puede aprehender los detalles que importan para el porvenir de ésta. De alguna manera es como si desapareciera el pasado y el futuro quedará aún más en la penumbra, dejándonos en un presente un poco incoherente y que ofrece pocas razones para seguir explorandolo. Por fortuna, este capítulo de Cándido está un poco libre de esos problemas: a la manera, sobre todo, de Las mil y una noches, la novela de Voltaire ofrece varias narraciones enmarcadas, es decir, historias dentro de la historia principal, por ello, no resulta tan desorientador extraer un fragmento y ofrecerlo como un todo en sí mismo.
Dicho esto, al menos, conviene contar algunos detalles sobre la trama antecedente y precedente: el ingenuo héroe del libro viaja al contiene americano para huir de sus perseguidores después de haber asesinado al Inquisidor de Portugal, llega primero a Buenos Aires, pero se entera de que quienes lo buscan, están bastante cerca. Acompañado de su fiel Cacambo, huyen hacia Paraguay, donde Cándido se entrevista con un misionero Jesuita, que resulta ser el hermano de su amada Cunegunda, que se creía muerto después de la destrucción del castillo donde habitaban en Westfalia. Cándido, al poner al tanto a su cuñado de sus relaciones con Cunegunda, es ridiculizado y rechazado por éste, razón por la cual terminan en un combate donde nuestro héroe asesina al jesuita, cosa que precipita a Cándido y a Cacambo a una nueva huída, los detalles de lo que verán por el exótico sur del continente son recogidos en los capítulos posteriores, de allí es de donde tomo este pasaje, que, dicho sea de paso contiene varias cosas interesantes; no sólo respecto a la antropofagia y el canibalismo, sino sobre la visión que el mundo civilizado tenía de los indígenas de América.
Dentro de la clasificación temática del texto, lo he dejado dentro de Tierras de Ultramar, pues, encontramos el estereotipado tema del extranjero civilizado que entra en contacto con una sociedad bárbara y caníbal. Como decía, no es todo lo que se puede extraer de la narración, pero para no hacer esta introducción más larga que el texto de interés, comentaré el resto en notas a pie de página.

Lo que aconteció a los dos viajeros con dos muchachas, dos monos y los salvajes llamados orejones.

Cándido y su criado fueron más allá de las barreras y nadie en el campamento sabía todavía la muerte del jesuita alemán. El precavido Cacambo había cuidado de llenar su maleta de pan, chocolate, jamón, fruta y algunas medidas de vino. Se metieron con sus caballos andaluces en una tierra desconocida en la que no descubrieron ninguna carretera. Al fin una bella pradera cruzada por riachuelos se presentó ante ellos. Nuestros dos viajeros hicieron pastar a sus cabalgaduras. Cacambo propone a su amo comer y le da ejemplo. «¿Cómo quieres, decía Cándido, que coma jamón, cuando he matado al hijo del señor barón, y que me veo condenado a no volver a ver en la vida a la bella Cunegunda? De qué me servirá prolongar mis miserables días, puesto que debo arrastrarlos lejos de ella en el remordimiento y la desesperación? ¿Y qué va a decir el Periódico de Trévoux?»(1).
Al decirlo, no dejaba de comer. Se ponía el sol cuando los dos extraviados oyeron algunos grititos que parecían lanzados por mujeres. No sabían si aquellos gritos eran de dolor o de alegría; pero se levantaron precipitadamente con esa inquietud y alarma que toda tierra desconocida inspira. Aquel clamor partía de dos muchachas totalmente desnudas que corrían con ligereza en la linde de la pradera, mientras dos monos las seguían mordiéndoles las nalgas. A Cándido le movió la piedad; había aprendido a tirar con los búlgaros, y le hubiera dado a una avellana en un zarzal sin tocar las hojas. Coge su fusil español de repetición, tira, y mata a los dos monos. «¡Alabado sea Dios, mi querido Cacambo! he librado de gran peligro a esas dos pobres criaturas: si he cometido pecado al matar a un inquisidor y a un jesuita, bien lo he reparado salvándoles la vida a estas dos muchachas. Quizás sean dos señoritas de condición, y esta aventura pueda traernos grandes ventajas en el país.»
Iba a proseguir, pero su lengua se quedo paralizada cuando vio a aquellas muchachas abrazar tiernamente a los dos monos, deshacerse en lágrimas sobre sus cuerpos, y llenar el aire con los gritos mas dolorosos. «No me esperaba tanta bondad», le dijo al fin a Cacambo; el cual le replicó: «Qué gran obra maestra habéis hecho, mi amo! ¡habéis matado a los dos amantes de estas señoritas! —¿Sus amantes? ¿será posible? os burláis de mí, Cacambo; ¿cómo creeros? —Querido amo, Contestó Cacambo, todo os extraña siempre; ¿por qué encontráis tan extraño que en algunos países haya monos que consigan los favores de las damas? Son Cuartos de hombre, como yo soy cuarto de español (2). —!Ay, prosiguió Candido, recuerdo haberle oído decir a mi maestro Pangloss que antiguamente habían ocurrido semejantes accidentes, y que estas mezclas habían producido egipanes, faunos y sátiros; que varios grandes personajes de la antigüedad los habían visto; pero yo consideraba eso fábulas. —Ya estáis convencido ahora, dice Cacambo, de que es verdad, y veis cómo se comportan las personas que no han recibido cierta educación; lo que temo es que estas damas nos hagan alguna fechoría.»
Estas sólidas reflexiones invitaron a Cándido a dejar la pradera, y a adentrarse en un bosque. Allí cenó con Cacambo; y ambos, tras haber maldecido al inquisidor de Portugal, al gobernador de Buenos Aires, y al barón se durmieron sobre musgo. Al despertar, sintieron que no podían moverse; y la razón de ello era que durante la noche los orejones (3), habitantes del país, a quienes las dos damas los habían denunciado, los habían atado con cuerdas de corteza de árbol. Estaban rodeados por unos cincuenta orejones totalmente desnudos, armados con flechas, mazos y hachas de piedra: unos hacían hervir un gran caldero; otros preparaban asadores, y todos gritaban: «¡Es un jesuita! ¡seremos vengados y tendremos comida fina; comamos jesuita, comamos jesuita.» (4)
«Ya os lo decía yo, querido amo, exclamó con tristeza Cacambo, que esas dos muchachas nos harían una jugarreta.» Cándido, viendo el caldero y los asadores, exclamó: «Ciertamente vamos a ser asados o hervidos. ¡Ay! ¿Qué diría mi maestro Pangloss, si viera cómo está hecha la pura naturaleza? Todo está bien; sea, pero confieso que es muy cruel haber perdido a la senorita Cunegunda y ser asado por unos orejones.» Cacambo no perdía nunca la cabeza. «No perdáis la esperanza por nada, le dijo al desconsolado Cándido; entiendo algo de la jerga de estos pueblos, voy a hablarles. —No dejéis, dijo Cándido, de hacerles ver lo horriblemente inhumano que es cocer a hombres, y lo poco cristiano que es eso.»
«Señores, dijo Cacambo, ¿tienen intención de comer hoy a un jesuita? Muy bien hecho; nada hay más justo que tratar así a sus enemigos. En efecto el derecho natural (5) nos enseña a matar a nuestro prójimo, y así se hace en toda la tierra. Si no hacemos uso del derecho a comerlo, es que tenemos con qué comer bien por otro lado; pero no tienen ustedes los mismos recursos que nosotros: ciertamente más vale comer a los enemigos que abandonar a los cuervos y cornejas el fruto de la victoria. Pero, señores, no querrán ustedes comer a sus amigos. Creen que van a meter en el asador a un jesuita, y es a su defensor, al enemigo de sus enemigos a quien ustedes van a asar. En cuanto a mí, nací en su tierra; el señor que ven es mi amo, y lejos de ser jesuita, acaba de matar a un jesuita, sus despojos lleva; de ahí su equivocación. Para comprobar lo que les digo, cojan su sotana, llévenla a la primera barrera del reino de los padres; infórmense de si mi amo ha matado a un oficial jesuita. Necesitarán poco tiempo; siempre estarán a tiempo de comernos, si encuentran que les he mentido. Pero si les he dicho la verdad, demasiado bien conocen los principios del derecho público, los usos y las leyes, para no indultarnos.» Los orejones encontraron este discurso muy razonable; delegaron a dos notables para que fueran diligentemente a informarse de la verdad; los dos delegados cumplieron con su encargo como gente inteligente, y pronto volvieron a traer buenas noticias. Los orejones desataron a los dos prisioneros, les hicieron toda suerte de cortesías, les ofrecieron a sus hijas, les dieron refrescos, y los acompañaron a los confines de sus Estados, gritando con júbilo: «¡no es jesuita! ¡no es jesuita!».
Cándido no se cansaba de admirar la razón de su liberación: «¡Qué pueblo!, decía, ¡qué hombres! ¡qué costumbres! Si no hubiera tenido la dicha de darle una buena estocada al hermano de la señorita Cunegunda, me comían sin remedio. Pero, después de todo, la pura naturaleza es buena (6), puesto que estas gentes, en vez de comerme, me han hecho mil amabilidades en cuanto han sabido que no era Jesuita.»

1. El periódico de Trévoux (Memorias para servir a la historia de las ciencias y las artes) era una publicación dirigida por los jesuitas.
2Bestialismo, Zoofilia o Sodomía: tales nombres ha recibido la práctica sexual con animales a lo largo de la historia de la humanidad. La escena que nos ofrece Voltaire no es gratuita, tiene la intención de acentuar el matiz de tierra bárbara que los europeos suponían de América. Parece, también, que —como refiere H. H. Ewers en este cuento— el bestialismo fue parte del arsenal humorístico de nuestro ilustrado francés. Ya el propio Cándido habla un poco sobre lo que los antiguos creían era producto del coito con animales: egipanes, sátiros, faunos; a los que podríamos agregar al minotauro, y según algunas mitologías, a los hombres lobo, sólo por dar un par de ejemplos más.
3. Este detalle de los orejones precisa explicación. Quizá para los lectores cultos y contemporáneos de Cándido no haría falta un dato más explícito sobre qué es un orejón; pero para un lector moderno el detalle pasa sin ser percibido. Voltaire juega con la convención de los Bestiarios medievales; desde la antigüedad los hombres han soñado con lo que hay más allá de sus ojos y los territorios conocidos. Cuando los romanos hablaban de bárbaros fuera del imperio, no sólo pensaban en gente primitiva, sino también en variantes físicas del hombre, incluso hasta razas semipensantes similares al hombre. Estas ideas ya estaban presentes en los griegos, y desde aquellos tiempos existía toda una serie de literaturas de viajeros que habían documentado razas de hombres con características sorprendentes: sin cabeza y con el rostro en el pecho; con ojos en la nunca; gigantes; enanos; con manos enormes. A medida que los territorios del mundo eran explorados, se situaban esas tribus y razas en lugares más lejanos de los dominios de la civilización; para cuando la narración de Cándido sucede, esos bestiarios ya se han sofisticado en los de la edad media, que con mucho son los que más imaginación superticiosa y problemas teológicos han derrochando. Imaginemos a San Agustín, pensando en la idea de que el hombre ha sido hecho a imágen y semejanza de Dios, pensando en los Panotos (o Panotti); hombres, que como su etimología lo dice, eran todo orejas, es decir, con orejas tan grandes que podían dormir cubriéndose con ellas, o ¡hasta volar! ¿Qué raza humana es la norma? Los gigantes, los enanos, los acéfalos... (No por nada el tema se ve desarrollado de lo lindo en Las crisálidas de John Wyndham). Lo cierto es que los Orejones de Voltaire tienen su inspiración en dos cosas: esos antiquísimos bestiarios y en la constante de atribuir a territorios cada vez más lejanos las más variopintas razas de hombres. ¿Sobre San Agustín? Es quizá el legitimador de estos pueblos cuasihumanos, todos somos hijos de Dios, sin importar la variedad física. Más detalles sobre esto aquí.
4. Recoge Pomeau en nota a su edición crítica (pág. 257) el testimonio de Muratori en su «Relación de las Misiones del Paraguay» sobre el padre Ruiz al que los indígenas quisieron comerse pensando que por ser los únicos que tomaban sal su carne sería más sabrosa. Le salvó un neófito que corrió a casa del misionero, cogió su habito y sombrero y corrió hacia los bárbaros. En el clima de hostilidad creciente contra la Compañía el «comamos jesuita» se había convertido en habitual, según escribe el duque de la Vallière a éste poco después de la publicación de Cándido.
5. derecho natural: el que resulta de las fuerzas de la naturaleza, sin idea del bien ni del mal, según Spinoza.
6. Alusión irónica a las teorías del buen salvaje de Rousseau.

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7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...